Datos personales

sábado, 25 de junio de 2022

Violeta

 

Violeta y la inocencia.

 Marguerite Zuckerberg

 

                                                          

“La vida de un niño es como un trozo de papel sobre el cual todo el que pasa deja una señal”. 
(Proverbio chino)

La fábrica estaba situada en el entresuelo de un edificio de viviendas.  Se accedía a ella  por una  puerta estrecha. A la izquierda de la puerta había un letrero antiguo remachado en la pared en el que casi no podían distinguirse las letras. Un pasillo estrecho y sucio conducía a una estancia algo más grande, donde se acumulaban los fardos de prendas ya acabadas destinadas a la  distribución.  A la derecha, separada por unas mamparas antiguas  estaban las oficinas. Al fondo, la máquina de hilar al lado justo de  una también estrecha escalera que conducía al entresuelo del edificio….  La fábrica.
Lo primero que se veía en la pared era  un reloj. Dividido en dos columnas el fichero para el control  del horario de las trabajadoras, los hombres no fichaban. Se metía la ficha en una ranura, se bajaba la palanca y quedaba marcada la hora de entrada y salida.
Al levantar la vista se veía una maraña de tubos de desagües descubiertos procedentes del edificio. A ciertas horas del día el ruido de aguas residuales era constante y el olor también.
Dividida en varias zonas, la estancia estaba siempre llena de polvo procedente de las máquinas.
Delante del fichero estaba la zona para repasar las prendas. A continuación las máquinas remalladoras manuales, delante la mesa de la encargada, a su lado un viejo aparato de  radio sintonizado según los gustos musicales de la vieja encargada, o apagada si convenía castigar a las trabajadoras. Al otro lado la enorme plancha vomitaba calor en invierno y en verano, la zona de etiquetado y empaquetado colindante a la  de planchado estaba  inmersa en  una niebla espesa  de un olor desagradable, mezcla de sudor, vapor y  productos textiles.
Completando el inmueble, dos retretes malolientes: el de señoras y el de caballeros, descubierto  por arriba y por abajo para controlar hasta los más íntimos momentos.  El de caballeros lo usaban el mecánico y un señor  mayor de la oficina que no tenía ningún reparo el soltar grandes ventosidades y dejar el habitáculo perfumado. Nunca comprendieron  por qué no usaba el destinado a las oficinas. Lo peor no eran ni sus ruidosas ventosidades ni los olores que dejaba, lo peor era que los viernes tenían que limpiar los baños por riguroso orden de, sobre todo llegada. Las novatas limpiaban siempre. Si era asqueroso limpiar el propio baño, más lo era el de caballeros, con sus manchas a perpetuidad fuera de la taza, el jabón de manos siempre negro, nunca supieron de qué,  y el suelo mojado de una mezcla de diferentes fluidos.
Afortunadamente limpiaban los viernes y con la alegría de acabar la jornada parecían olvidarse del momento horrible de meter la mano el esa taza que parecía no haberse limpiado en años. La primera vez Violeta vomitó el almuerzo, después se tapaba la nariz para evitar las náuseas.
A la izquierda de los baños había una puerta tapada con una cortina  por la que se accedía a un almacén donde se llevaban  los restos de hilos y tejidos sobrantes, que permanecían allí hasta que un inspector llamaba al jefe  y le  decía que en dos días pasaría a hacer una inspección, entonces se paraba la producción y  ponían a todas las niñas a adecentar el almacén.  En ese lugar escondido estaban también las pistolas quitamanchas que usaban sin ninguna protección y cuyos líquidos, pura química, salían a presión y se expandían por toda la estancia penetrando por los orificios nasales.
En un pequeño apartado había un banco  lleno de herramientas, donde el mecánico  las guardaba para reparar las máquinas.
Más que un señor era un ogro que gritaba como una fiera fuera cuando se  rompía una aguja y tenía que reponerla.  A veces, enderezaba la aguja y volvía a colocarla, ese mismo día o el siguiente los gritos retumbaban por toda la fábrica cuando la aguja, anteriormente estropeada se rompía sin remedio. Las niñas temblaban de miedo cuando tenían que llamarlo una y otra vez.  Si la aguja se rompía de pronto, por cualquier motivo, un sudor frío recorría la  espalda  de violeta y las manos le empezaban a temblar.

 un  mes antes de empezar a trabajar,  Violeta esperaba el tren junto a su hermana mayor en una minúscula estación de un pueblo cercano al suyo. Se habían levantado a las cinco de la madrugada para coger el autobús que las llevaría hasta la estación, allí, tras varias horas de espera hizo su entrada un viejo expreso  compuesto por infinidad de vagones que recorría el país de este a sur y viceversa, tardando una eternidad.
Mientras esperaban el tren, la hermana mayora sacó un paquete con varios cigarrillos arrugados y sin filtro, se puso uno en los labios y empezó a inhalar para mostrarle a su hermana que era mayor y moderna. Violeta, que tenía 13 años le pidió uno, pero la hermana se lo negó porque decía que como ella no se tragaba el humo, era desperdiciar el cigarrillo, al final, ante la insistencia le dio uno a regañadientes y Violeta les mostró a todos los viajeros lo moderan y mayor que era. Se puso el cigarrillo en los labios y aspiró como si le faltara el aire, un sabor desagradable y molesto invadió sus papilas, el humo cegaba sus ojos, pero siguió inhalando hasta el último trozo de colilla húmeda y pastosa.  Hasta ahora, todo lo que consumía eran los chicles y la pipas del quiosco de su pueblo, algún helado en verano y churros en invierno. El tabaco era nuevo para ella, pero su vida empezaba a dar un cambio del que ni ella era consciente.
Salió de su pueblo con la ilusión de progresar, trabajar y estudiar hasta forjarse un futuro, pero sin rumbo ni orientación y la sola supervisión de su hermana, apenas cuatro años mayor que ella.
El tren entró en la única vía y  los pacientes viajeros demudaron el gesto, pasando del  aburrimiento a la sorpresa en unos segundos, algunos era la primera vez que veían una máquina de tales dimensiones. En los años 70  los pueblos estaban llenos de pobres gentes ignorantes que apenas sabían leer y escribir, sólo trabajar.
Los pasajeros fueron subiendo. El tren iba ya casi lleno y a pesar de la numeración de los compartimentos, se vendían billetes ilimitados. Con suerte y por el mismo precio podías ir cómodamente en un apartado para seis personas o pasar las doce horas de trayecto en el pasillo, al lado de una ventana, sentado en la maleta si llevabas,  o en tu caja de cartón que hacía las veces de maleta.
Las hermanas encontraron su compartimiento casi vacío.  A pesar de los pocos ocupantes el habitáculo  olía a humo, tortilla de patatas y chorizo. Violeta se sentó al fondo, al lado de la ventana y Victoria enfrente. Entre ellas la caja de cartón y la bolsa con la comida.

El espacio de aquellos trenes era grande y los viajeros transportaban con ellos todo tipo de objetos, hasta los más increíbles.
Los asientos parecían cómodos a pesar del eskay roto en los laterales. Los ceniceros emplazados  en cada reposabrazos estaban a rebosar, las ventanas, cerradas a cal y canto, tenían polvo añejo, aun así, a través de ellas se podía ver el paisaje.  A Violeta le interesaba más el paisaje de los cuadros que colgaban encima del respaldo de las butacas: Pueblos de España, ciudades importantes que Violeta no conocía ni había oído nunca nombrar,  ella, soñadora, pensaba que algún día las visitaría.
En la siguiente estación subieron algunas personas que volvían de vacaciones a su lugar de residencia, parecían más refinadas, con sus vestidos modernos y sus maletas  nuevas.
A la chica  le gustó esa primera aventura en solitario, sin sus padres. Cada  nueva persona que subía al tren guardaba un misterio para ella. Hasta que los compartimentos del tren se llenaron de niños gritones y mocosos, de olor a comida, botas de vino tinto y alientos de dudosa higiene, entonces empezó a agobiarse y necesitar un poco de aire limpio que respirar. Intentó abrir la ventana y lo consiguió solo a medias, nada parecía funcionar en aquel viejo compartimiento. La gente, a pesar de los olores y el aire viciado protestó, y violeta tuvo que volver a cerrarla. Salió a pasillo atestado de viajeros fumando, con las radios sonando y hablando a gritos, fue aún peor.
Tenía un miedo  irracional a perderse y que su hermana se bajara en alguna estación y la abandonara, por eso no intentó ir a otro vagón a probar suerte. Apenas habían pasado tres horas y  estaba agotada. Volvió al compartimiento y una señora mayor  histriónica y gritona había ocupado su asiento, la timidez, la vergüenza, la educación o todo a la vez le impidieron protestar. Pasó dos horas eternas de pie en el pasillo. Cuando la mujer se dignó a dejarle el asiento, violeta entró como una exhalación a ocuparlo. Su hermana sonreía con cierta malicia, ella, enfadada, abrió su libro de aventuras y se sumergió en él olvidando al resto del mundo un buen rato.
Leer era su refugio. Cuando se disgustaba iba a la biblioteca del colegio y se gastaba todo el poco dinero que le daban en sacar libros, una peseta por semana y libro. Hacía ciertos sacrificios para tener siempre una moneda en caso de tener que recurrir a la biblioteca. Si se quedaba sin monedas, hacia recados a las vecinas con la esperanza de que le dieran alguna recompensa, cosa que no ocurría siempre.
Ahora, en el tren,  iba provista de varias novelas de sus venturas preferidas: los cinco de Enid- Blyton. Había ahorrado durante varios meses para comprarlas, se había perdido más de una película de la sesión matinal de su pueblo.
Ahora devoraba página tras página, ausente, fuera de control, sin oír ni el llanto de los niños, ni las conversaciones de los mayores. Así, concentrada en sus aventuras vivía otras vidas tan ajenas como fantásticas. Hasta que Victoria, aburrida en su esquina intentando que se le pasara el enfado, Le quitó el libro de un manotazo y esto hizo que el enfado de Violeta aumentara. Ella se pasaba la vida enfadad por todo y con todos, sus amigas se lo decían y se burlaban.
Recuperó el libro y salió al pasillo, se sentó en el suelo y continuo leyendo hasta que su hermana salió para decirle que debían comer, Violeta seguía leyendo sin oír. Victoria se vio obligada a prometerle que le compraría una de esas ridículas novelas si se le pasaba el enfado.
Comieron los bocadillos revenidos y bebieron el agua caliente de una de las fuentes de su pueblo, guardaron el refresco de limón para merendar. Después, para aliviar el aburrimiento, sacaron unas onzas de chocolate medio derretidas por el calor y las comieron como postre. Con la tripa llena todo parecía tener diferente color.
El paisaje a través de la ventanilla empezaba a cambiar, ahora en vez de olivos, se veían grandes campos de trigo salpicados aun de amapolas. Inmensos llanos  sembrados que se perdían de vista en el horizonte.
La noche llegó después de horas agotadoras. Las hermanas se acurrucaron en sus asientos para intentar dormir. Con  el  traqueteo del tren y el cansancio no fue difícil trasportarse al otro lado mecidas entre los brazos de Morfeo.  Las despertó un frenazo brusco del tren. Aturdidas y confundidas les costó recordar dónde  estaban, sin duda en una gran estación porque anunciaban una hora de parada.
Al momento empezaron a desfilar por  el pasillo del tren una serie de personajes vendiendo todo tipo de productos.  Desde  una colonia barata hasta un jabón de dudosa procedencia,  empaquetados con cierto mal gusto. La gente que se quedaba en  el tren agarraba sus pertenecías desconfiando de los vendedores.
Al rato de emprender la marcha, alguna viajera destapó la colonia que acababa de comprar y un olor a insecticida invadió  cada rincón del  compartimento.

Entre  la somnolencia, el cansancio, el olor a colonia barata, el sudor acumulado por las horas y los restos de comida guardados para la siguiente ocasión, Violeta sintió ganas de vomitar y salió corriendo. Bajó la ventanilla del pasillo y sacó la cabeza, una bocanada salió de su boca y penetró por la nariz, el lateral del tren quedó impregnado. El aire fresco, pero viciado de la noche le devolvió la estabilidad. Permaneció así, asomada a la ventana, con el pelo más que alborotado por el viento, hasta que dejó de sentir la sensación  de mareo. A su lado Victoria, seria y confundida le preguntaba si estaba mejor.
Por fin, después de catorce horas  de viaje, el tren entró en la estación de destino. Las chicas bajaron exhaustas y confundidas.  Nadie las esperaba.


La estación era pequeña y la cantina olía a  café rancio. Las hermanas hubieran dado cualquier cosa por entrar y tomar un refresco, pero llevaban el dinero justo.

Victoria desdobló un papel en que llevaba apuntada la dirección de una prima lejana de su padre que las acogería durante un tiempo en su casa.

Salieron de la estación y Violeta notó un fuerte olor en el ambiente, no supo identificarlo, pero era muy desagradable.

Preguntaron al primer viandante  por  la calle a la que tenían que ir

y éste les contestó en una mezcla de castellano y catalán, las hermanas rieron de buena gana.

Estaban muy cerca del piso de la prima de su padre. Llegaron en quince minutos, agotadas, sedientas y desilusionadas. No podían ni imaginar que una ciudad fuera tan fea, gris y ruidosa.

El edificio tenía la apariencia de una hilera de nichos. De los minúsculos balcones colgaba ropa tendida. La entrada era estrecha, tuvieron que subir los cuatro pisos en fila, primero Victoria, después Violeta. Había ascensor, pero ellas no habían subido nunca y les dio un poco de miedo. Ya en el rellano sintieron unas ganas tremendas de volver a la estación y emprender el  camino de vuelta, pero no podían ni debían rendirse al primer contratiempo.

Llamaron al timbre y una voz gritona contestó desde dentro.  La mujer abrió la puerta y por un momento no las conoció, a punto estuvo de preguntarles que quienes eran, pero recordó la carta que había recibido hacía ya más de quince días.

-Pasad chiquillas, no os quedéis ahí mirando como dos pasmarotes- les dijo su prima sin el menor entusiasmo.

Descargaron el equipaje en una habitación donde solo había una cama turca con una colcha a cuadros verdes y negros, una silla que había conocido tiempos mejores, un armario desvencijado y una falsa ventana con una persiana polvorienta. El habitáculo que compartirían las hermanas no tenía ni luz ni ventilación, una pequeña bombilla, que colgaba desnuda del techo, daba más pena que luz. 

Colocaron sus escasas pertenecías en el mini armario, se lavaron las manos y ayudaron a poner la mesa.

Comieron en medio de un silencio incómodo.

El marido de la prima era un hombre de baja estatura, grosero, de esas personas que   creen que hay que reírles las gracias. Las interrogó sarcásticamente, violeta pensó que su única preocupación era saber de qué iban a pagar su estancia. Su hermana era más descarda y le contestó que en cuanto empezaran trabajar les recompensarían. La prima le quitó importancia a lo que decía su marido, pero Violeta tenía una sensibilidad especial para catalogar a los adultos y en esta ocasión no se equivocaba, aquel hombre no le gustaba. Quizá debía darle una oportunidad, al fin y al cabo iba a convivir con él.

El domingo prepararon unos bocadillos para ir a pasar el día a la playa. Violeta estaba eufórica, era la primera vez  que vería el mar. Entre el calor, los ruidos, la nula ventilación de la habitación y lo extraña que era la noche fuera de su casa, su pueblo y los suyos, no puedo dormir. A su lado Victoria dormía plácidamente, eran tan diferentes.....

La prima se levantó temprano y las despertó. Entre las tres hicieron una tortilla de patatas y unos pimientos fritos. Prepararon la nevera con mucho hielo y a la hora de salir se dieron cuenta  de que Violeta no tenía bañador. La prima entró a su habitación en silencio, sin que el marido se diera cuenta y sacó uno horrible, de señora mayor, con un escote que le cubría hasta casi el cuello, una especie de faldilla que tapaba parte de los muslos y unas cazuelas para mantener el pecho erguido. Violeta pensó morirse allí mismo cuando se lo probó, estaba horrorosa, pero no tenía elección, o pasaba vergüenza o no se bañaba en la playa. Su hermana se rió cuando la vio dentro de aquel bañador pasado de moda y de vieja. La chica llenaba  el bañador, estaba “rellenita” , pero aún no tenía tanto pecho como para necesitar aquella especie de cazuelas. Si la hubiera visto su amiga se hubiera reído también.

Salieron de casa camino del autobús. Un señor, igual de bajito  que el marido de su prima, pasaba cobrando el trayecto. Dependiendo del sitio de la playa al que iban era un precio u otro, ellos se quedaban en la primera parada.


Violeta no daba crédito lo que veía, esa inmensa cantidad de agua se parecía a la gran extensión que era el cielo azul de su pueblo en una tarde de verano, no podía compararlo con nada que hubiera visto anteriormente. Se quedó contemplándolo con la boca abierta, la gente pasaba a su alrededor sin que ella se diera cuenta, quería que sus retinas retuvieran toda aquella inmensidad para después contárselo a su amiga Ana en la primera carta que le escribiera.

Victoria se reía de ella sin contemplaciones, como si no estuviera igual de sorprendida. Le dio un empujón y violeta reaccionó dando un traspié y empujando a una señora bajita con un gorro de flores amarillas enroscado en la cabeza.

Sacaron la sombrilla y pusieron debajo la nevera y la comida, extendieron la toalla y se sentaron. Al momento se fueron todos al agua menos violeta que sentía  vergüenza de desnudarse, pero más aun de mostrar su bañador.

Después de comer, animada por el vino con gaseosa del porrón, decidió dar un paseo y coger pequeñas conchas. Pensaba en su amiga Ana todo el tiempo mientras hacía una buena colección de conchas de todos los tamaños y colores. Al final de la tarde decidió bañarse, lo estaba deseando, pero podía más la vergüenza que el deseo.

Se metió en el agua poco a poco, hasta que le llegó por la cintura, ya nadie podía ver su horrible bañador de vieja. Saltó una ola y después otra y otra, hasta que se olvidó de su aspecto y empezó a disfrutar como la niña que aún era. Manoteaba y reía con cada nueva ola, se sumergía, se caía, hasta casi perder la noción del tiempo. Era una nueva experiencia, tan inmensa como su inocencia.

No sabía cuánto tiempo había pasado desde que entró en el mar, podían haber sido minutos o una hora, no veía nada a su alrededor, sólo ella, el mar, las olas y una sensación de libertad que la trasportó a su pueblo, con su gente y sus amigos.  Miró hacia la orilla para orientarse y  vio a su hermana hacerle señas  desde la arena. Sin duda era hora de salir.

Se rieron de ella por cómo había saltado las olas, como si fuera una criatura salvaje. Violeta, que tenía la sensibilidad a flor de piel, se sintió herida, no sabía cómo debía comportarse en momentos así.

Dio otro paseo mientras el agua salada se secaba en su cuerpo, cogió más y más conchas  pequeñas con la intención de hacer una pulsera para su amiga Ana que adoraba el mar sin haberlo visto. Paseaba por la orilla del mar sola, pensando cómo pintaría de colores las conchas y  le haría un pequeño agujero  para engarzarlas.  Las pintaría de azul, su color preferido.

 

Carta a su amiga.

Ana, Ha pasado ya un mes y medio desde que me fui, tenía ganas de estar sola un rato y poderte contar lo que está pasando en mi nueva vida, pero aquí es difícil tener un momento de intimidad, parecemos sardinas en lata, quizá dentro de poco Victoria se mude a casa de otra prima y yo pueda tener el cuchitril para mi sola.

Decirte que esto no es como yo esperaba. La ciudad es fea, triste, sin luz y huele raro, a contaminación. El ambiente parece estar siempre lleno de humo, de partículas en suspensión. Enfrente de mi nueva casa hay una fábrica con una chimenea enorme echando humo día y noche, dejando grandes nubes de polución. Es un olor que se mete en la nariz y llega hasta los pulmones, impidiéndome a veces respirar. Claro, en nuestro pueblo no hay ni la más mínima nube de humo.

La semana que viene empiezo a trabajar. Será, supongo, el cambio más importante que haga en mi vida, tengo miedo de pensar en la gente que encontraré, las compañeras, los horarios. Estoy apática y abatida ¡te necesito tanto!..... No puedes hacerte una idea de lo sola que estoy.

Aquí la gente se pasa el día entero trabajando, vuelven a casa cenan y  se acuestan, nada de salir a la calle, ni hablar con los vecinos.  Fíjate cómo será que entras en el ascensor con alguien y no te dicen ni hola, se cruzan contigo en la entrada y da la impresión de que eres invisible, puede que poco a poco me acostumbre a esta manera de vivir, por el momento es lo peor que me ha pasado en mi vida.

El próximo domingo  me presentaran a unas chicas para que salga con ellas, espero encontrar alguna amiga, aunque nunca tendré otra como tú. Ya te iré contado cómo va todo.

Aunque no todo es malo aquí, hay algo inmenso y bonito, azul como el cielo y fresco como la brisa de primavera; el mar. Algún día lo verás tú también y te gustará, es más impresionante de lo que puedas imaginar.

Tu postal me llenó de alegría, fue la mejor felicitación de cumpleaños, las demás no han sido ni tan cariñosas ni tan esperadas. Catorce años ya, ahora tenemos la misma edad. No dejes de escribirme nunca.

 

PD. Me ha ocurrido algo muy fuerte que no me atrevo a contarte, el marido de mi tía es un tipo repugnante que…no sé cómo decírtelo, creo que hoy no puedo.

Tu amiga que te quiere:

Violeta.

Segunda carta a Ana.

Ayer me presentaron a unas chicas. Estaba impaciente por conocerlas y por salir con ellas. Ha sido un fracaso, pero voy a aguantar porque no conozco a nadie y si no salgo temo volverme loca entre las cuatro paredes de este minúsculo piso  y la presencia del marido de mi tía que me insinúa que vayamos a su habitación cuando no está su mujer, me roza los brazos y se restriega conmigo por el pasillo. Solo siento consuelo leyendo, afortunadamente me traje mi colección de libros de los cinco, los estoy volviendo a leer, no quiero acabar con las novedades, esas la guardo para momentos difíciles, por si fuera necesario sumergirme entre las páginas, leer se está convirtiendo en mi único aliado aquí, mi hermana se ríe de mí, no comprende que es eso tan interesante que encuentro entre las páginas de  los libros. Ya sabes como es, guasona e ignorante, se muere por conocer a un chico y casarse, son sus únicas metas en la vida.

Una de las chicas, Marisa, lo primero que ha hecho cuando nos han presentado es mirarme de arriba abajo y poner una mueca de desagrado, como si yo oliera mal o algo parecido. A otra de las chicas la he oído decir que vestía como una pueblerina. Solo una de ellas se ha portado más o menos bien conmigo y me ha dicho el sitio donde quedaban para salir. El domingo que viene voy a ir a bailar. Todo esto es  tan nuevo para mí….

Aun sueño que estamos en el recreo del colegio jugando a la goma o a balón tiro y el sueño es tan dulce que no quiero despertar, pero al final despierto y me enfrento a mi realidad. Solo de pensar que tengo que ir a bailar el domingo me muero de vergüenza. Me pondré mi mejor vestido para que no vuelvan a decir que parezco pueblerina.

¿Sabes? Es muy curioso lo mal que hablan las chicas de la pandilla que me han presentado. Piensan que soy de pueblo, pero ellas casi no han ido al colegio y no saben nada, son medio analfabetas. Prefiero parecer de pueblo y haber ido al colegio que  parecer de ciudad y no saber ni casi leer.

Cuando empiece el curso me voy a matricular en unas clases nocturnas para seguir estudiando.

Anoche soñé que era septiembre y empezábamos el nuevo curso. Tú y yo juntas, como siempre íbamos  al colegio,  como  desde el  día que nos conocimos, aquel ya lejano primer curso. Íbamos riendo, bromeando, con nuestros babis blancos impecables, los libros nuevos, con ese olor que tanto me gustaba, con la goma de saltar en la cartera  y cientos de ilusiones para el futuro. Tú llevabas el pelo suelto en vez de las dos trenzas de costumbre, yo dos coletas y flequillo, como siempre. Al llegar al colegio nos encontrábamos con las compañeras de toda la vida y nos fundíamos en un abrazo. Gritábamos en medio de la clase mientras contábamos como se había pasado el verano, algunas niñas habían crecido tanto  que parecían ya mayores. Al rato llegaba la maestra y nos sentábamos en desorden hasta que nos colocaban por lista y, como nosotras compartimos la  inicial del apellido, nos sentaban juntas, como siempre, sin novedad.

Desperté sudando, con la boca seca y desconsolada, lejos de mi familia, mis amigas, de mi pueblo, de mi gente y mi vida. Hoy, o dentro de unos días debería empezar el colegio como en mi sueño, pero en realidad va a empezar mi nueva vida, en ella todo va a cambiar, más de lo que yo misma imagino. Cambiaré el colegio por el trabajo en la fábrica y estoy muy asustada.

Pienso en ti cada día.



Tu amiga siempre:

Violeta


Primer día de trabajo en la  fábrica.

Violeta se levantó temprano, se puso uno de sus mejores vestidos, uno estampado de grandes flores en colores naranja pálido y beige, cruzado en la delantera y con dos hileras de botones, muy fresco y juvenil, quería aparentar sus recién cumplidos catorce años, la edad permitida para trabajar. Salió de casa acompañada de la prima de su madre, no pudo desayunar, los nervios no le permitían tragar, tenía un nudo en la garganta que casi le impedía respirar.

 

Cruzaron una avenida desierta a esa hora de la mañana, siguieron andando y atravesaron una especie de parque con infinidad de árboles y plantas, por un momento Violeta se relajó, pero al salir del parque se encontró con el ajetreo de la gente camino de las fábricas, con la mirada perdida, demacrados y como ausentes, caminaban como las hormigas en las tardes de verano, en fila india y corriendo, como si temieran llegar tarde. Con el tiempo se dio cuenta de que la gente de ciudad camina siempre deprisa como si perdiera el tren, pero no por apremio sino por costumbre. También ella al cabo del tiempo acabaría caminado así, como las hormigas.
Las primeras jornadas de trabajo fueron penosas, Violeta volvía llorando de la fábrica. Allí los gritos eran continuos por el más mínimo fallo que tuviera mientras aprendía a manejar la máquina de coser, le gritaba la encargada, el mecánico y todo el mundo.   Al marido de su prima, con el que pasaba tiempo a solas en el piso, solo le interesaba que ganara dinero para pagar su manutención,  además de rozarse con ella por el pasillo y sobarla a escondidas mientras le proponía cosas que ella no sabía  ni lo que eran, pero ¿cómo dejarlo todo y volverse al pueblo, si sus padres necesitaban el dinero que les mandaban todos los meses para mantener a sus numerosos hermanos?




Durante un año interminable Violeta soportó lo que muchos adultos no hubieran sido capaces. Por fin, al volver de las vacaciones, su hermana y ella podrían irse a vivir solas, lejos del continuo acoso del marido de la prima. Para entonces Violeta había perdido quince kilos vomitando gran parte de lo que ingería, se había convertido en una chica taciturna y reservada, sin casi amigas y con un solo propósito en su vida: seguir estudiando para salir de la miseria.

Emprendieron el viaje de vuelta para disfrutar de unas merecidas vacaciones. Todo el mundo se sorprendió de la trasformación de Violeta, que más que delgada parecía enferma.

Violeta adoraba a su madre, pero ella no tenía tiempo de pensar en cada uno de sus hijos en particular y aunque era cariñosa, no supo ver por lo que estaba pasando su hija.

El encuentro con su amiga Ana fue frío. Violeta, que  lo había soñado noche tras noche, no encontró en su amiga la misma complicidad que antes de irse, no debió contarle  lo que le había pasado con el marido de su prima, quizá su amiga, aún muy inocente le echaba la  culpa de lo que le estaba pasando.  

Después de varias escusas apenas se vieron durante las vacaciones, Violeta añadió un fracaso más a su vida y volvió a la ciudad con la pena de haber perdido su inocencia.  

A la vuelta del trabajo, Violeta se sumergía entre las páginas de sus libros, para olvidarse del marido de su prima, de su antigua vida, de su pueblo, de  su amiga, del colegio, de las tardes de verano en su pueblo, donde los sonidos eran tan diferentes a los de la ciudad. En su pueblo se oían las cigarras cantar sin descanso en verano, y  los pájaros piar por la mañana y a última hora de la tarde en primavera.  Las luciérnagas al anochecer alumbraban  un paisaje que olía a jazmín, celindas, rosas y niñez.



 

No hay comentarios:

Publicar un comentario