Violeta y la inocencia.
Marguerite Zuckerberg
“La vida de un niño es como un trozo de papel
sobre el cual todo el que pasa deja una señal”.
(Proverbio chino)
La fábrica estaba situada en el entresuelo de un
edificio de viviendas. Se accedía a ella por una puerta estrecha.
A la izquierda de la puerta había un letrero antiguo remachado en la pared en
el que casi no podían distinguirse las letras. Un pasillo estrecho y sucio
conducía a una estancia algo más grande, donde se acumulaban los fardos de prendas
ya acabadas destinadas a la distribución. A la derecha, separada
por unas mamparas antiguas estaban las
oficinas. Al fondo, la máquina de hilar al lado justo de una también
estrecha escalera que conducía al entresuelo del edificio…. La fábrica.
Lo primero que se veía en la pared era un reloj. Dividido en dos columnas el fichero
para el control del horario de las
trabajadoras, los hombres no fichaban. Se metía la ficha en una ranura, se
bajaba la palanca y quedaba marcada la hora de entrada y salida.
Al levantar la vista se veía una maraña de tubos
de desagües descubiertos procedentes del edificio. A ciertas horas del día el
ruido de aguas residuales era constante y el olor también.
Dividida en varias zonas, la estancia estaba
siempre llena de polvo procedente de las máquinas.
Delante del fichero estaba la zona para repasar
las prendas. A continuación las máquinas remalladoras manuales, delante la mesa
de la encargada, a su lado un viejo aparato de radio sintonizado según los
gustos musicales de la vieja encargada, o apagada si convenía castigar a las
trabajadoras. Al otro lado la enorme plancha vomitaba calor en invierno y en
verano, la zona de etiquetado y empaquetado colindante a la de planchado
estaba inmersa en una niebla
espesa de un olor desagradable, mezcla de sudor, vapor y productos
textiles.
Completando el inmueble, dos retretes
malolientes: el de señoras y el de caballeros, descubierto por arriba y por abajo para controlar hasta
los más íntimos momentos. El de caballeros lo usaban el mecánico y un
señor mayor de la oficina que no tenía ningún reparo el soltar grandes
ventosidades y dejar el habitáculo perfumado. Nunca comprendieron por qué no usaba el destinado a las oficinas. Lo
peor no eran ni sus ruidosas ventosidades ni los olores que dejaba, lo peor era
que los viernes tenían que limpiar los baños por riguroso orden de, sobre todo llegada.
Las novatas limpiaban siempre. Si era asqueroso limpiar el propio baño, más lo
era el de caballeros, con sus manchas a perpetuidad fuera de la taza, el jabón
de manos siempre negro, nunca supieron de qué,
y el suelo mojado de una mezcla de diferentes fluidos.
Afortunadamente limpiaban los viernes y con la
alegría de acabar la jornada parecían olvidarse del momento horrible de meter
la mano el esa taza que parecía no haberse limpiado en años. La primera vez Violeta
vomitó el almuerzo, después se tapaba la nariz para evitar las náuseas.
A la izquierda de los baños había una puerta tapada
con una cortina por la que se accedía a
un almacén donde se llevaban los restos
de hilos y tejidos sobrantes, que permanecían allí hasta que un inspector
llamaba al jefe y le decía que en dos días pasaría a hacer una
inspección, entonces se paraba la producción y ponían a todas las niñas a adecentar el almacén.
En ese lugar escondido estaban también las pistolas quitamanchas que usaban sin
ninguna protección y cuyos líquidos, pura química, salían a presión y se
expandían por toda la estancia penetrando por los orificios nasales.
En un pequeño apartado había un banco
lleno de herramientas, donde el mecánico las guardaba para reparar las
máquinas.
Más que un señor era un ogro que gritaba como
una fiera fuera cuando se rompía una aguja
y tenía que reponerla. A veces, enderezaba la aguja y volvía a colocarla,
ese mismo día o el siguiente los gritos retumbaban por toda la fábrica cuando
la aguja, anteriormente estropeada se rompía sin remedio. Las niñas temblaban
de miedo cuando tenían que llamarlo una y otra vez. Si la aguja se rompía
de pronto, por cualquier motivo, un sudor frío recorría la espalda de violeta y las manos le empezaban a temblar.
un mes antes de empezar a trabajar, Violeta
esperaba el tren junto a su hermana mayor en una minúscula estación de un
pueblo cercano al suyo. Se habían levantado a las cinco de la madrugada para
coger el autobús que las llevaría hasta la estación, allí, tras varias horas de
espera hizo su entrada un viejo expreso compuesto por infinidad de
vagones que recorría el país de este a sur y viceversa, tardando una eternidad.
Mientras esperaban el tren, la hermana mayora
sacó un paquete con varios cigarrillos arrugados y sin filtro, se puso uno en
los labios y empezó a inhalar para mostrarle a su hermana que era mayor y
moderna. Violeta, que tenía 13 años le pidió uno, pero la hermana se lo negó
porque decía que como ella no se tragaba el humo, era desperdiciar el
cigarrillo, al final, ante la insistencia le dio uno a regañadientes y Violeta
les mostró a todos los viajeros lo moderan y mayor que era. Se puso el cigarrillo
en los labios y aspiró como si le faltara el aire, un sabor desagradable y
molesto invadió sus papilas, el humo cegaba sus ojos, pero siguió inhalando
hasta el último trozo de colilla húmeda y pastosa. Hasta ahora, todo lo
que consumía eran los chicles y la pipas del quiosco de su pueblo, algún helado
en verano y churros en invierno. El tabaco era nuevo para ella, pero su vida
empezaba a dar un cambio del que ni ella era consciente.
Salió de su pueblo con la ilusión de progresar,
trabajar y estudiar hasta forjarse un futuro, pero sin rumbo ni orientación y
la sola supervisión de su hermana, apenas cuatro años mayor que ella.
El tren entró en la única vía y los pacientes viajeros demudaron el gesto, pasando
del aburrimiento a la sorpresa en unos
segundos, algunos era la primera vez que veían una máquina de tales
dimensiones. En los años 70 los pueblos estaban llenos de pobres gentes
ignorantes que apenas sabían leer y escribir, sólo trabajar.
Los pasajeros fueron subiendo. El tren iba ya
casi lleno y a pesar de la numeración de los compartimentos, se vendían
billetes ilimitados. Con suerte y por el mismo precio podías ir cómodamente en
un apartado para seis personas o pasar las doce horas de trayecto en el
pasillo, al lado de una ventana, sentado en la maleta si llevabas, o en
tu caja de cartón que hacía las veces de maleta.
Las hermanas encontraron su compartimiento casi
vacío. A pesar de los pocos ocupantes el habitáculo olía a humo,
tortilla de patatas y chorizo. Violeta se sentó al fondo, al lado de la ventana
y Victoria enfrente. Entre ellas la caja de cartón y la bolsa con la comida.
El espacio de aquellos
trenes era grande y los viajeros transportaban con ellos todo tipo de objetos,
hasta los más increíbles.
Los asientos parecían cómodos a pesar del eskay
roto en los laterales. Los ceniceros emplazados en cada reposabrazos
estaban a rebosar, las ventanas, cerradas a cal y canto, tenían polvo añejo,
aun así, a través de ellas se podía ver el paisaje. A Violeta le
interesaba más el paisaje de los cuadros que colgaban encima del respaldo de
las butacas: Pueblos de España, ciudades importantes que Violeta no conocía ni
había oído nunca nombrar, ella,
soñadora, pensaba que algún día las visitaría.
En la siguiente estación subieron algunas
personas que volvían de vacaciones a su lugar de residencia, parecían más
refinadas, con sus vestidos modernos y sus maletas nuevas.
A la chica le gustó esa primera aventura
en solitario, sin sus padres. Cada nueva persona que subía al tren
guardaba un misterio para ella. Hasta que los compartimentos del tren se
llenaron de niños gritones y mocosos, de olor a comida, botas de vino tinto y
alientos de dudosa higiene, entonces empezó a agobiarse y necesitar un poco de
aire limpio que respirar. Intentó abrir la ventana y lo consiguió solo a
medias, nada parecía funcionar en aquel viejo compartimiento. La gente, a pesar
de los olores y el aire viciado protestó, y violeta tuvo que volver a cerrarla.
Salió a pasillo atestado de viajeros fumando, con las radios sonando y hablando
a gritos, fue aún peor.
Tenía un miedo irracional a perderse y que
su hermana se bajara en alguna estación y la abandonara, por eso no intentó ir
a otro vagón a probar suerte. Apenas habían pasado tres horas y estaba
agotada. Volvió al compartimiento y una señora mayor histriónica y
gritona había ocupado su asiento, la timidez, la vergüenza, la educación o todo
a la vez le impidieron protestar. Pasó dos horas eternas de pie en el pasillo.
Cuando la mujer se dignó a dejarle el asiento, violeta entró como una
exhalación a ocuparlo. Su hermana sonreía con cierta malicia, ella, enfadada,
abrió su libro de aventuras y se sumergió en él olvidando al resto del mundo un
buen rato.
Leer era su refugio. Cuando se disgustaba iba a
la biblioteca del colegio y se gastaba todo el poco dinero que le daban en
sacar libros, una peseta por semana y libro. Hacía ciertos sacrificios para
tener siempre una moneda en caso de tener que recurrir a la biblioteca. Si se
quedaba sin monedas, hacia recados a las vecinas con la esperanza de que le
dieran alguna recompensa, cosa que no ocurría siempre.
Ahora, en el tren, iba provista de varias novelas de sus
venturas preferidas: los cinco de Enid- Blyton. Había ahorrado durante varios
meses para comprarlas, se había perdido más de una película de la sesión
matinal de su pueblo.
Ahora devoraba página tras página, ausente,
fuera de control, sin oír ni el llanto de los niños, ni las conversaciones de
los mayores. Así, concentrada en sus aventuras vivía otras vidas tan ajenas como
fantásticas. Hasta que Victoria, aburrida en su esquina intentando que se le
pasara el enfado, Le quitó el libro de un manotazo y esto hizo que el enfado de
Violeta aumentara. Ella se pasaba la vida enfadad por todo y con todos, sus
amigas se lo decían y se burlaban.
Recuperó el libro y salió al pasillo, se sentó
en el suelo y continuo leyendo hasta que su hermana salió para decirle que
debían comer, Violeta seguía leyendo sin oír. Victoria se vio obligada a
prometerle que le compraría una de esas ridículas novelas si se le pasaba el
enfado.
Comieron los bocadillos revenidos y bebieron el
agua caliente de una de las fuentes de su pueblo, guardaron el refresco de
limón para merendar. Después, para aliviar el aburrimiento, sacaron unas onzas
de chocolate medio derretidas por el calor y las comieron como postre. Con la
tripa llena todo parecía tener diferente color.
El paisaje a través de la ventanilla empezaba a
cambiar, ahora en vez de olivos, se veían grandes campos de trigo salpicados
aun de amapolas. Inmensos llanos sembrados que se perdían de vista en el
horizonte.
La noche llegó después de horas agotadoras. Las
hermanas se acurrucaron en sus asientos para intentar dormir. Con
el traqueteo del tren y el cansancio no fue difícil trasportarse al otro
lado mecidas entre los brazos de Morfeo. Las despertó un frenazo brusco
del tren. Aturdidas y confundidas les costó recordar dónde estaban, sin
duda en una gran estación porque anunciaban una hora de parada.
Al momento empezaron a desfilar por el
pasillo del tren una serie de personajes vendiendo todo tipo de
productos. Desde una colonia barata hasta un jabón de dudosa
procedencia, empaquetados con cierto mal
gusto. La gente que se quedaba en el tren agarraba sus pertenecías
desconfiando de los vendedores.
Al rato de emprender la marcha, alguna viajera
destapó la colonia que acababa de comprar y un olor a insecticida invadió cada rincón del compartimento.
Entre la somnolencia,
el cansancio, el olor a colonia barata, el sudor acumulado por las horas y los
restos de comida guardados para la siguiente ocasión, Violeta sintió ganas de
vomitar y salió corriendo. Bajó la ventanilla del pasillo y sacó la cabeza, una
bocanada salió de su boca y penetró por la nariz, el lateral del tren quedó
impregnado. El aire fresco, pero viciado de la noche le devolvió la estabilidad.
Permaneció así, asomada a la ventana, con el pelo más que alborotado por el
viento, hasta que dejó de sentir la sensación de mareo. A su lado
Victoria, seria y confundida le preguntaba si estaba mejor.
Por fin, después de catorce horas de
viaje, el tren entró en la estación de destino. Las chicas bajaron exhaustas y
confundidas. Nadie las esperaba.
La estación era pequeña y la cantina olía a café rancio. Las hermanas hubieran dado
cualquier cosa por entrar y tomar un refresco, pero llevaban el dinero justo.
Victoria desdobló un papel en que llevaba
apuntada la dirección de una prima lejana de su padre que las acogería durante
un tiempo en su casa.
Salieron de la estación y Violeta notó un fuerte
olor en el ambiente, no supo identificarlo, pero era muy desagradable.
Preguntaron al primer viandante por la calle a la que tenían que ir
y éste les contestó en una mezcla de castellano
y catalán, las hermanas rieron de buena gana.
Estaban muy cerca del piso de la prima de su
padre. Llegaron en quince minutos, agotadas, sedientas y desilusionadas. No
podían ni imaginar que una ciudad fuera tan fea, gris y ruidosa.
El edificio tenía la apariencia de una hilera de
nichos. De los minúsculos balcones colgaba ropa tendida. La entrada era
estrecha, tuvieron que subir los cuatro pisos en fila, primero Victoria,
después Violeta. Había ascensor, pero ellas no habían subido nunca y les dio un
poco de miedo. Ya en el rellano sintieron unas ganas tremendas de volver a la
estación y emprender el camino de vuelta, pero no podían ni debían
rendirse al primer contratiempo.
Llamaron al timbre y una voz gritona contestó
desde dentro. La mujer abrió la puerta y por un momento no las conoció, a
punto estuvo de preguntarles que quienes eran, pero recordó la carta que había
recibido hacía ya más de quince días.
-Pasad chiquillas, no os quedéis ahí mirando
como dos pasmarotes- les dijo su prima sin el menor entusiasmo.
Descargaron el equipaje en una habitación donde
solo había una cama turca con una colcha a cuadros verdes y negros, una silla
que había conocido tiempos mejores, un armario desvencijado y una falsa ventana
con una persiana polvorienta. El habitáculo que compartirían las hermanas no
tenía ni luz ni ventilación, una pequeña bombilla, que colgaba desnuda del
techo, daba más pena que luz.
Colocaron sus escasas pertenecías en el mini
armario, se lavaron las manos y ayudaron a poner la mesa.
Comieron en medio de un silencio incómodo.
El marido de la prima era un hombre de baja
estatura, grosero, de esas personas que creen que hay que reírles las gracias. Las
interrogó sarcásticamente, violeta pensó que su única preocupación era saber de
qué iban a pagar su estancia. Su hermana era más descarda y le contestó que en
cuanto empezaran trabajar les recompensarían. La prima le quitó importancia a
lo que decía su marido, pero Violeta tenía una sensibilidad especial para
catalogar a los adultos y en esta ocasión no se equivocaba, aquel hombre no le
gustaba. Quizá debía darle una oportunidad, al fin y al cabo iba a convivir con
él.
El domingo prepararon unos bocadillos para ir a
pasar el día a la playa. Violeta estaba eufórica, era la primera vez que vería el mar. Entre el calor, los ruidos,
la nula ventilación de la habitación y lo extraña que era la noche fuera de su
casa, su pueblo y los suyos, no puedo dormir. A su lado Victoria dormía
plácidamente, eran tan diferentes.....
La prima se levantó temprano y las despertó.
Entre las tres hicieron una tortilla de patatas y unos pimientos fritos.
Prepararon la nevera con mucho hielo y a la hora de salir se dieron
cuenta de que Violeta no tenía bañador. La prima entró a su habitación en
silencio, sin que el marido se diera cuenta y sacó uno horrible, de señora mayor,
con un escote que le cubría hasta casi el cuello, una especie de faldilla que
tapaba parte de los muslos y unas cazuelas para mantener el pecho erguido.
Violeta pensó morirse allí mismo cuando se lo probó, estaba horrorosa, pero no
tenía elección, o pasaba vergüenza o no se bañaba en la playa. Su hermana se
rió cuando la vio dentro de aquel bañador pasado de moda y de vieja. La chica
llenaba el bañador, estaba “rellenita” ,
pero aún no tenía tanto pecho como para necesitar aquella especie de cazuelas.
Si la hubiera visto su amiga se hubiera reído también.
Salieron de casa camino del autobús. Un señor,
igual de bajito que el marido de su prima, pasaba cobrando el trayecto.
Dependiendo del sitio de la playa al que iban era un precio u otro, ellos se quedaban
en la primera parada.
Violeta no daba crédito lo que veía, esa inmensa
cantidad de agua se parecía a la gran extensión que era el cielo azul de su
pueblo en una tarde de verano, no podía compararlo con nada que hubiera visto
anteriormente. Se quedó contemplándolo con la boca abierta, la gente pasaba a
su alrededor sin que ella se diera cuenta, quería que sus retinas retuvieran
toda aquella inmensidad para después contárselo a su amiga Ana en la primera
carta que le escribiera.
Victoria se reía de ella sin contemplaciones,
como si no estuviera igual de sorprendida. Le dio un empujón y violeta
reaccionó dando un traspié y empujando a una señora bajita con un gorro de
flores amarillas enroscado en la cabeza.
Sacaron la sombrilla y pusieron debajo la nevera
y la comida, extendieron la toalla y se sentaron. Al momento se fueron todos al
agua menos violeta que sentía vergüenza de desnudarse, pero más aun de
mostrar su bañador.
Después de comer, animada por el vino con
gaseosa del porrón, decidió dar un paseo y coger pequeñas conchas. Pensaba en
su amiga Ana todo el tiempo mientras hacía una buena colección de conchas de
todos los tamaños y colores. Al final de la tarde decidió bañarse, lo estaba
deseando, pero podía más la vergüenza que el deseo.
Se metió en el agua poco a poco, hasta que le
llegó por la cintura, ya nadie podía ver su horrible bañador de vieja. Saltó
una ola y después otra y otra, hasta que se olvidó de su aspecto y empezó a
disfrutar como la niña que aún era. Manoteaba y reía con cada nueva ola, se
sumergía, se caía, hasta casi perder la noción del tiempo. Era una nueva
experiencia, tan inmensa como su inocencia.
No sabía cuánto tiempo había pasado desde que
entró en el mar, podían haber sido minutos o una hora, no veía nada a su alrededor,
sólo ella, el mar, las olas y una sensación de libertad que la trasportó a su
pueblo, con su gente y sus amigos. Miró hacia la orilla para orientarse
y vio a su hermana hacerle señas desde la arena. Sin duda era hora
de salir.
Se rieron de ella por cómo había saltado las
olas, como si fuera una criatura salvaje. Violeta, que tenía la sensibilidad a
flor de piel, se sintió herida, no sabía cómo debía comportarse en momentos así.
Dio otro paseo mientras el agua salada se secaba
en su cuerpo, cogió más y más conchas pequeñas con la intención de hacer
una pulsera para su amiga Ana que adoraba el mar sin haberlo visto. Paseaba por
la orilla del mar sola, pensando cómo pintaría de colores las conchas y
le haría un pequeño agujero para engarzarlas. Las pintaría de azul,
su color preferido.
Carta a su amiga.
Ana, Ha pasado ya un mes y medio desde que me fui,
tenía ganas de estar sola un rato y poderte contar lo que está pasando en mi
nueva vida, pero aquí es difícil tener un momento de intimidad, parecemos
sardinas en lata, quizá dentro de poco Victoria se mude a casa de otra prima y
yo pueda tener el cuchitril para mi sola.
Decirte que esto no es como yo esperaba. La
ciudad es fea, triste, sin luz y huele raro, a contaminación. El ambiente
parece estar siempre lleno de humo, de partículas en suspensión. Enfrente de mi
nueva casa hay una fábrica con una chimenea enorme echando humo día y noche,
dejando grandes nubes de polución. Es un olor que se mete en la nariz y llega
hasta los pulmones, impidiéndome a veces respirar. Claro, en nuestro pueblo no
hay ni la más mínima nube de humo.
La semana que viene empiezo a trabajar. Será,
supongo, el cambio más importante que haga en mi vida, tengo miedo de pensar en
la gente que encontraré, las compañeras, los horarios. Estoy apática y abatida ¡te
necesito tanto!..... No puedes hacerte una idea de lo sola que estoy.
Aquí la gente se pasa el día entero trabajando,
vuelven a casa cenan y se acuestan, nada de salir a la calle, ni hablar
con los vecinos. Fíjate cómo será que entras en el ascensor con alguien y
no te dicen ni hola, se cruzan contigo en la entrada y da la impresión de que
eres invisible, puede que poco a poco me acostumbre a esta manera de vivir, por
el momento es lo peor que me ha pasado en mi vida.
El próximo domingo me presentaran a unas
chicas para que salga con ellas, espero encontrar alguna amiga, aunque nunca
tendré otra como tú. Ya te iré contado cómo va todo.
Aunque no todo es malo aquí, hay algo inmenso y
bonito, azul como el cielo y fresco como la brisa de primavera; el mar. Algún
día lo verás tú también y te gustará, es más impresionante de lo que puedas
imaginar.
Tu postal me llenó de alegría, fue la mejor
felicitación de cumpleaños, las demás no han sido ni tan cariñosas ni tan esperadas.
Catorce años ya, ahora tenemos la misma edad. No dejes de escribirme nunca.
PD. Me ha ocurrido algo muy
fuerte que no me atrevo a contarte, el marido de mi tía es un tipo repugnante
que…no sé cómo decírtelo, creo que hoy no puedo.
Tu amiga que te quiere:
Violeta.
Segunda carta a Ana.
Ayer me presentaron a unas chicas. Estaba
impaciente por conocerlas y por salir con ellas. Ha sido un fracaso, pero voy a
aguantar porque no conozco a nadie y si no salgo temo volverme loca entre las
cuatro paredes de este minúsculo piso y
la presencia del marido de mi tía que me insinúa que vayamos a su habitación
cuando no está su mujer, me roza los brazos y se restriega conmigo por el
pasillo. Solo siento consuelo leyendo, afortunadamente me traje mi colección de
libros de los cinco, los estoy volviendo a leer, no quiero acabar con las
novedades, esas la guardo para momentos difíciles, por si fuera necesario
sumergirme entre las páginas, leer se está convirtiendo en mi único aliado
aquí, mi hermana se ríe de mí, no comprende que es eso tan interesante que
encuentro entre las páginas de los libros. Ya sabes como es, guasona e
ignorante, se muere por conocer a un chico y casarse, son sus únicas metas en
la vida.
Una de las chicas, Marisa, lo primero que ha
hecho cuando nos han presentado es mirarme de arriba abajo y poner una mueca de
desagrado, como si yo oliera mal o algo parecido. A otra de las chicas la he
oído decir que vestía como una pueblerina. Solo una de ellas se ha portado más
o menos bien conmigo y me ha dicho el sitio donde quedaban para salir. El domingo
que viene voy a ir a bailar. Todo esto es tan nuevo para mí….
Aun sueño que estamos en el recreo del colegio
jugando a la goma o a balón tiro y el sueño es tan dulce que no quiero
despertar, pero al final despierto y me enfrento a mi realidad. Solo de pensar
que tengo que ir a bailar el domingo me muero de vergüenza. Me pondré mi mejor
vestido para que no vuelvan a decir que parezco pueblerina.
¿Sabes? Es muy curioso lo mal que hablan las
chicas de la pandilla que me han presentado. Piensan que soy de pueblo, pero
ellas casi no han ido al colegio y no saben nada, son medio analfabetas.
Prefiero parecer de pueblo y haber ido al colegio que parecer de ciudad y
no saber ni casi leer.
Cuando empiece el curso me voy a matricular en
unas clases nocturnas para seguir estudiando.
Anoche soñé que era septiembre y empezábamos el
nuevo curso. Tú y yo juntas, como siempre íbamos al colegio,
como desde el día que nos conocimos, aquel ya lejano primer curso. Íbamos
riendo, bromeando, con nuestros babis blancos impecables, los libros nuevos,
con ese olor que tanto me gustaba, con la goma de saltar en la cartera y
cientos de ilusiones para el futuro. Tú llevabas el pelo suelto en vez de las
dos trenzas de costumbre, yo dos coletas y flequillo, como siempre. Al llegar
al colegio nos encontrábamos con las compañeras de toda la vida y nos fundíamos
en un abrazo. Gritábamos en medio de la clase mientras contábamos como se había
pasado el verano, algunas niñas habían crecido tanto que parecían ya
mayores. Al rato llegaba la maestra y nos sentábamos en desorden hasta que nos
colocaban por lista y, como nosotras compartimos la inicial del apellido,
nos sentaban juntas, como siempre, sin novedad.
Desperté sudando, con la boca seca y
desconsolada, lejos de mi familia, mis amigas, de mi pueblo, de mi gente y mi
vida. Hoy, o dentro de unos días debería empezar el colegio como en mi sueño,
pero en realidad va a empezar mi nueva vida, en ella todo va a cambiar, más de
lo que yo misma imagino. Cambiaré el colegio por el trabajo en la fábrica y
estoy muy asustada.
Pienso en ti cada día.
Tu amiga siempre:
Violeta
Primer día de trabajo en la fábrica.
Violeta se levantó temprano, se puso uno de sus
mejores vestidos, uno estampado de grandes flores en colores naranja pálido y
beige, cruzado en la delantera y con dos hileras de botones, muy fresco y
juvenil, quería aparentar sus recién cumplidos catorce años, la edad permitida
para trabajar. Salió de casa acompañada de la prima de su madre, no pudo
desayunar, los nervios no le permitían tragar, tenía un nudo en la garganta que
casi le impedía respirar.
Cruzaron una avenida
desierta a esa hora de la mañana, siguieron andando y atravesaron una especie
de parque con infinidad de árboles y plantas, por un momento Violeta se relajó,
pero al salir del parque se encontró con el ajetreo de la gente camino de las
fábricas, con la mirada perdida, demacrados y como ausentes, caminaban como las
hormigas en las tardes de verano, en fila india y corriendo, como si temieran
llegar tarde. Con el tiempo se dio cuenta de que la gente de ciudad camina siempre
deprisa como si perdiera el tren, pero no por apremio sino por costumbre.
También ella al cabo del tiempo acabaría caminado así, como las hormigas.
Las primeras jornadas de trabajo fueron penosas,
Violeta volvía llorando de la fábrica. Allí los gritos eran continuos por el
más mínimo fallo que tuviera mientras aprendía a manejar la máquina de coser,
le gritaba la encargada, el mecánico y todo el mundo. Al marido de su prima, con el que pasaba
tiempo a solas en el piso, solo le interesaba que ganara dinero para pagar su
manutención, además de rozarse con ella
por el pasillo y sobarla a escondidas mientras le proponía cosas que ella no
sabía ni lo que eran, pero ¿cómo dejarlo
todo y volverse al pueblo, si sus padres necesitaban el dinero que les mandaban
todos los meses para mantener a sus numerosos hermanos?
Durante un año interminable Violeta soportó lo que muchos adultos no hubieran sido
capaces. Por fin, al volver de las vacaciones, su hermana y ella podrían irse a
vivir solas, lejos del continuo acoso del marido de la prima. Para entonces
Violeta había perdido quince kilos vomitando gran parte de lo que ingería, se
había convertido en una chica taciturna y reservada, sin casi amigas y con un
solo propósito en su vida: seguir estudiando para salir de la miseria.
Emprendieron el viaje de vuelta para disfrutar de unas merecidas vacaciones. Todo el mundo se sorprendió de la trasformación de Violeta, que más que delgada parecía enferma.
Violeta adoraba a su madre, pero ella no tenía tiempo de pensar en cada uno de sus hijos en particular y aunque era cariñosa, no supo ver por lo que estaba pasando su hija.
El encuentro con su amiga Ana fue frío. Violeta, que lo había soñado noche tras noche, no encontró en su amiga la misma complicidad que antes de irse, no debió contarle lo que le había pasado con el marido de su prima, quizá su amiga, aún muy inocente le echaba la culpa de lo que le estaba pasando.
Después de varias escusas apenas se vieron durante las vacaciones, Violeta añadió un fracaso más a su vida y volvió a la ciudad con la pena de haber perdido su inocencia.
A la vuelta del trabajo, Violeta se sumergía entre las páginas de sus libros, para olvidarse del marido de su prima, de su antigua vida, de su pueblo, de su amiga, del colegio, de las tardes de verano en su pueblo, donde los sonidos eran tan diferentes a los de la ciudad. En su pueblo se oían las cigarras cantar sin descanso en verano, y los pájaros piar por la mañana y a última hora de la tarde en primavera. Las luciérnagas al anochecer alumbraban un paisaje que olía a jazmín, celindas, rosas y niñez.
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