Cuando dejaba de llover y el barro se empezaba
a secar adquiría una textura ideal para jugar a la lima, dibujábamos una
rayuela en el barro e íbamos clavando la lima, a los últimos recuadros era
difícil llegar, pero íbamos adquiriendo una habilidad impresionante.Algunos
chiquillos lanzaban la lima dándole volteretas y milagrosamente se quedaba
clavada en su casilla correspondiente. La habilidad era imprescindible en este
tipo de juegos. Nosotros nos divertíamos mucho y aunque era un juego de chicos,
en mi calle no hacíamos distinción y jugábamos todos juntos, niños y niñas,
pequeños y mayores.
Otro asunto era
como quedaba nuestra ropa y zapatos. Nuestras madres nos vigilaban de cerca y
decían siempre lo mismo: -¡no te manches la ropaaaa! Alargaban la a como si así
les hiciéramos caso; al principio teníamos mucho cuidado de no mancharnos, pero
a medida que iba avanzando el juego se nos olvidaba que estábamos jugando en el
barro y acabábamos rebozados, llevábamos barro en las manos, en la ropa e
incluso hasta en la cara, parecíamos mineros recién salidos de una dura jornada
de trabajo. Era entonces cuando nos acordábamos de lo que nos había dicho
nuestra madre. Al momento recibíamos nuestra correspondiente regañina que, casi
siempre, encajábamos muy bien porque estábamos acostumbrados.
En otras ocasiones organizábamos carreras. El
referente era siempre el transformador de la luz que había al final de la
calle. Era una caseta que servía de referencia para muchas cosas y las carreras
era una de ellas.
Todos los
participantes nos poníamos en posición. Previamente hacíamos una marca en el
suelo que nadie podía pisar, a veces, con los más pequeños hacíamos excepciones
y les debamos algo de ventaja poniéndolos algunos metros delante. A la voz de ya
salimos corriendo para intentar tocar el transformador y volver a la meta que
no era otra que la marca de salida. Corríamos como si nos fuera la vida en
ello, como si fuéramos a ganar algún premio. El único aliciente era ser el
ganador. En ocasiones ganábamos una caída y volvíamos con las rodillas
desolladas chorreando sangre, en estas ocasiones lo peor no era perder la
carrera, no, eso ya no importaba, lo peor era que la herida dolía y no podías
llorar ni quejarte porque los demás niños te decían quejica y cosas peores, poniendo
en duda tu valor.
Al llegar a casa
entrábamos sigilosamente porque si nos veían con las rodillas ensangrentadas
nos volvían a regañar. Nos poníamos alcohol y aguantábamos el dolor
heroicamente, después Mercromina roja en cantidad para que todos vieran que
estabas herido y cuando se pasaba el dolor volvíamos a la calle de nuevo, a
librar nuevas batallas.
No todo era
armonía entre aquellos chiquillos que habitábamos mi calle. En muchas ocasiones
las peleas surgían de la nada y acabábamos a golpes, eran muy pocas veces, pero
las había.
Uno de los niños
era especialista en dar patadas en las espinillas sin mediar palabra o discusión,
cuando algo no le cuadraba te soltaba la coz y se iba, al rato volvía como si
nada hubiera pasado y pretendía seguir jugando cuando tu llevabas la pierna con
un buen cardenal.
Era especialista
en mediar en peleas y no precisamente para apaciguar los ánimos, más bien para sembrar
cizaña. Una mañana estábamos jugando Inés y yo en la baranda. Cogíamos pequeñas
ramas de un árbol llenas de hojas y formábamos pequeños ramilletes. Se nos ocurrió
subir hasta la rama del árbol mas cercana para coger florecillas. Primero subí yo
y cogí unas cuantas, pero cuando le tocaba el turno a Inés, le dio miedo y no
quiso subir. Nuestro vecino, que acababa de llegar, le dijo que yo le había
dicho cobarde, era mentira, pero a él le encantaba ser testigo de las peleas.
Ella me dijo que cobarde era yo y claro, yo tenía que defenderme diciéndole que
yo había subido al árbol y a ella le daba miedo, la cobarde era ella. Me
engancho del pelo y yo del suyo, ella debía tener más fuerza porque me arrancó
un buen mechón, ella empezó a llorar y nuestro
vecino se reía.
Llegó la madre de mi vecina que siempre protegía
en exceso a su hija pequeña como si fuera un bebé y al final acabé yo teniendo
la culpa de la pelea, como yo no lloraba , su madre me culpó y yo me llevé una
buena regañina , primero por la madre de mi vecina y después de la mía.
Me consoló un
poco cuando mi madre vio que me habían arrancado un mechón de pelo y dijo
delante de mí que Inés era una llorona y que el pelo era mío y no de ella. ¡Qué
alegría! Mi madre dándome la razón.
La mujer le
prohibió a su hija que se juntara conmigo, pero a los pocos días se olvidó todo
y volvíamos a ser amigas.
Otro de los
juegos que era muy divertido eran los zancos. Eran caseros, los fabricábamos
nosotros mismos sin ayuda de nadie.
Para
confeccionarlos necesitábamos dos latas de leche condensaba vacías y
cuerda. Fregábamos bien la alta y le hacíamos
dos agujeros por los que pasábamos la cuerda, le hacíamos un nudo y dejábamos
los dos cabos de la cuerda para poder atarla alrededor de nuestros zapatos.
Había quien se atrevía a dejar la cuerda larga y la sujetaban con la mano, pero
eso era un engorro, a mí me gustaba tener las manos libres. Cuando nos
calzábamos bien los dos zancos, empezábamos a caminar torpemente con ellos
haciendo un ruido infernal, pero al rato los dominábamos y andábamos como si
fueran nuestros propios zapatos, entonces nos los quitábamos porque los juegos solo eran divertidos si entrañaban algún tipo
de riesgo o suponían una proeza.
Los juegos
volvían con las estaciones del año y era divertido rescatarlos de la memoria
cuando estaban casi olvidados.
Siempre que
salíamos a la calle había alguien para jugar. No era problema la edad o el
sexo, aprovechábamos cualquier oportunidad para jugar y pasarlo bien.
Había juegos que
eran exclusivos de chicos y corrías el riesgo de que se burlaran de tí si
intentabas jugar a ellos. Era el caso del aro o las canicas.
Jugar al aro no
era fácil. Tenías que conseguir rularlo con una especie de gancho con el que lo
dirigías. Era un juego de destreza que se me resistía porque solo lo intentaba
cuando estaba sola en la calle. Un día lo conseguí rular unos metros , me quedé
con las ganas de más, pero empezaron a salir los vecinos y tuve que
devolvérselo a mi hermano. Yo sabía que en algún momento del día la calle se
quedaría vacía y entonces podría practicar, tardé algunos días hasta que lo
conseguí, por fin el aro rulaba delante de mi y yo podía dirigirlo. Me sentía
feliz por conseguir esas pequeñas cosas que me proponía y aunque eran juegos de
niños a mi no se me resistían.
Otro juego de
niños era las “bolas” así llamaban los niños a las canicas. No conseguía
encontrar la gracia a meter bolas en un agujero y menos aun que alguien pudiera
ganarlas. Lo único que me gustaba era el color de algunas, por lo demás era un
juego que pasaba desapercibido para mi.
Otras veces jugábamos
a los recortables. Éste si era un juego de niñas. Poníamos nuestro recortable,
la otra niña ponía el suyo encima o viceversa y con la palma de la mano hueca golpeábamos
sobre ellos, el que quedaba del revés lo ganabas. Al final del juego las palmas
de las manos estaban rojas y doloridas.
En otras
ocasiones jugábamos Balón tiro. Organizábamos
la partida en medio de la calle, como no pasaban coches, todo el espacio era
nuestro.
En primavera jugábamos
a la comba y a la goma, en fila rigurosa para que nadie se saltara el turno.
En las noches de
verano nos sentábamos a mirar las perseidas y algunas veces cantábamos al ritmo
de la guitarra que tocaba uno de los vecinos.
En ocasiones algún
vecino giraba la televisión hacia la calle y todos sentados cerca de la ventana
y desde la acera la veíamos.
Nuestros padres,
cuando refrescaba, sacaban sillas a la calle y se sentaban a tomar el fresco.
Nosotros, mientras, contábamos historias, algunas de miedo, otras divertidas,
chistes e incluso algún que otro cotilleo.
Cuando mi madre nos mandaba subir a los dormitorios
para abrir las ventanas y que entrara el fresco, mi hermano y yo nos negábamos,
teníamos mucho miedo, pero al final obedecíamos. Encendimos todas las luces de
la casa y subíamos las escaleras abrazados uno al otro para que nada ni nadie
pudiera colarse ente nosotros. Juntos, abrazados, abríamos las ventanas y al
acabar íbamos apagando luces. La que alumbraba la escalera había que apagarla antes
de bajarla. Mi hermano la apagaba a la vez que se soltaba de mí y salía corriendo
escaleras abajo. Yo corría como alma en pena, a oscuras, los monstruos, los
muertos y todos los espíritus malignos salían a mi encuentro en apenas unos
segundos que duraba la bajada.
Años después,
cuando mi hermano se hizo mayor, me tocaba subir con mi otro hermano, el
mediano, entonces era yo la que lo dejaba a oscuras y salía corriendo. La historia
se repetía sin piedad.
Nunca supe
porqué le llamábamos martirio chino al juego que nos inventamos mi hermano y yo.
Al que jugábamos solo los sábados cuando mi madre se iba a la compra y nos
quedábamos solos.
Consistía en colocar dos sillas, una con las
patas hacia abajo y otra hacia arriba, las atábamos de forma desigual, de
manera quedaran en“tenguerengues” que era como decíamos nosotros a una cosa que
no tuviera poca estabilidad o equilibrio.
Jugábamos por
turnos rigurosos según la última sesión, aunque, a veces, era yo la que hubiera
padecido el último martirio y mi hermano se empeñara en que había sido él.
Teníamos que
dejar el cuerpo blando, sin hacer nada de fuerza y dejarnos caer encima de las
sillas. Como la superficie era irregular el cuerpo quedaba retorcido y en mala
postura, entonces el contrincante te ataba los pies y las manos, bien sujetas a
la estructura del martirio, por un momento me quedaba sola y me reía pensando
en que llegara mi turno, pero solo mientras mi hermano preparaba una pasta
repugnante que embutía en mi boca. La pasta podía llevar todos los productos
comestibles que se pudieran mezclar, desde pasta de dientes con harina bicarbonato, vinagre, aceite y mermelada acompañado todo por una buena dosis
de sal, hasta cualquier cosa que la imaginación fuera capaz de mezclar. Me
llenaba la boca y tenía que aguantar cinco minutos, pasados los cuales le pedía
por favor que me desatara para escupir
esa mezcla asquerosa que me quemaba la boca. A veces accedía enseguida a desatarme y otras me tenían tumbada hasta
que casi lloraba, entonces se apiadaba de mí y me dejaba libres manos y pies
para que pudiera salir corriendo a escupir aquella pasta inmunda.
Si calculábamos
que aún faltaba un buen rato para que viniera mi madre, cambiábamos el turno de
juego y era a mi hermano a quien le tocaba recibir el martirio. El casi siempre
lograba desatarse antes de tiempo porque era más mayor y tenia más fuerza, pero
lo que no podía hacer era irse sin su correspondiente martirio; ahora era yo la
que disfrutaba haciendo una pasta con las cosas más desagradables que
encontraba.
jajajaja,que recuerdos,yo tambien jugaba al balon prisionero,el esconde correas, la zapatilla por detras,mocho,bolas o canicas que al meterlas en el abujero le llamavamos jugar al guas,no se el motivo.en fin mucha variedad que pasaron por una infancia estupenda lejos de nintendos mobiles y miles de cacharros que hay hoy en dia.
ResponderEliminarHubo vida antes de la tecnologia,aunque les parezca mentira a la gente joven y los ninños de ahora. Saludios.
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