Muchas noches soñaba que podía volar. Sólo tenía que impulsarme un poco y mi cuerpo liviano de niña se incorporaba a las corrientes del espacio. Me Movía como si tuviera un timón incorporado al cerebro que obedecía mis órdenes sólo con pensarlas. Un ligero movimiento y cambiaba de dirección.
Allí arriba
todo era más fácil.
No competía
con los pájaros, al contario, me integraba y pasaba desapercibida. Aunque lo
que más me gustaba era la libertad de movimientos en un gran espacio vetado al
resto de personas.
En la
brevedad de mis vuelos no había turbulencias. Si, alguna nube que sorteaba por
debajo o por encima. La altura de mi vuelo era limitada. Nunca sentí frio, ni
calor, ni vi cerca la lluvia, sólo sensación de libertad.
Yo era
especial, me sentía única e integrada en un medio que no era el mío, pero que a
ratos, en mis sueños me pertenecía.
Era, quizá,
el único momento que no parecía
invisible.
Al
despertar me invadía una sensación extraña y contradictoria, entre decepción
y satisfacción. Una porque despertar y
darme cuenta de que sólo había sido un sueño me hacía ver la realidad, y la
otra porque había podido experimentar la libertad que se siente al volar.
Así, entre
contradicciones empezaba un nuevo día que sería diferente a los demás, a todos
lo que había sobrevivido. Ahora tenía una ilusión: volver a soñar que volaba.
Las noches
que siguieron a aquella no hubo suerte y, aunque cerraba los ojos con fuerza y
lo intentaba, los sueños venían cuando querían. Morfeo jugaba conmigo al
escondite, a no dejarme soñar lo que yo deseaba.
De vez en
cuando, sin esperarlo ni ya casi desearlo, me acostaba rendida y allí estaba de
nuevo, en el espacio, sintiendo la libertad, volando por las alturas,
viendo la belleza de mi pueblo,
divisando las montañas, los animales, los campos recién sembrados en la primavera, las inmensas superficies de trigo salpicadas de amapolas.
Y volaba, y
volaba ajena a todo y a todos, dejando que la brisa acariciara mi cara y que el
aire inodoro y puro entrara por mi nariz y purificara mi cuerpo y me llenara de
energía y de vida y de libertad. ¡Cómo me gustaba esa sensación!
Si hubiera
sido capaz de sobrevivir en aquel medio no hubiera vuelto, porque los pájaros
me aceptaban, piaban a mi paso, las nubes me sonreían y se abrían cuando me
veían venir.
Un día,
después de mucho tiempo sin volver a soñar que volaba, noté otra sensación
extraña, pero esta vez no era un sueño, estaba segura, lo había vivido, pero no
podía contarlo por miedo a que alguien pensara que era extravagante o que había
perdido la razón:
Ocurrió una
tarde de verano, cuando el calor del día daba paso al fresco del atardecer y
los vecinos de mi calle salían a tomar
el fresco. Era esa hora de la tarde en que las luces de las farolas aún no
estaban encendidas y los últimos rayos de sol se perdían en el horizonte, donde
se formaban mil siluetas al amparo del ocaso.
Aprovechando
que mi madre hablaba con la vecina yo rodeaba su cintura con mis brazos y la
sentía sólo para mí, ella, siempre esquiva, seguía hablando haciendo caso omiso
de mi caricia. Yo notaba su olor a madre, a ropa recién lavada,
a comida recién cocinada, a seguridad y protección de sueños, a refugio de
soledades. Tenía un olor único, como todas las madres.
Ella, por
unos instantes me abrazaba sin darse cuenta, yo volvía a sentirme libre, como
en mis sueños, cuando volaba. Entonces sucedía algo imprevisto, una
conversación entre adultos; mi madre, indolente, me separa de ella y me decía
que me fuera a jugar. De pronto dejaba de oler su aroma y me transportaba a la
calle de abajo, pero no lo hacía caminando, ni corriendo, ni volando. Todo
ocurría en unos segundos: de pronto estaba agarrada a la cintura de mi madre y en unos instantes, sin saber
como, estaba en la calle de abajo preguntándome a mi misma que hacía yo allí. A
oscuras, entre la tapia de del jardín de una casa, los árboles que la rodeaban
y el terraplén que separaba mi calle equidistante del jardín. En apenas unos segundos volvía a estar
arriba, al lado de mi madre, mis amigos y el resto de vecinos. Nadie había
notado mi ausencia, no me preguntaban dónde había estado. Quizá, entre tanto
niño, era difícil notar la falta de uno y como siempre ocurría al atardecer,
cuando las luces del día se perdían, era
más difícil echarme de menos.
Después,
durante muchos años pensaba que habría sido un sueño, como cuando volaba,
pero siempre tuve la certeza de que era
verdad. Me transportaba de un lugar a otro sin saber cómo. La sensación era
extraña, pero nunca sentía miedo, al contrario, hacía que me volviera a sentir
libre, especial, única. Estaba segura de que a nadie le ocurría lo mismo que a
mí. Por ello callaba, mantenía en secreto eso a lo que no sabía ponerle un
nombre.
El tiempo
fue pasando y a medida que me independizaba de la indiferencia de mi madre, las
sensaciones y los sueños que sentía como únicos desaparecían.
Sin
embargo, un día me levanté después de haber estado soñando toda la noche con un
primo al que hacía más de cinco años que no veía y del cual no sabía anda. Le
estaba contando el sueño a mi madre y cuando acabé fui al balcón me asomé y
allí estaba mi primo, llamando a la puerta. Mi madre se rio pensando que le
estaba gastando una broma, pero dejó de reírse cuando llamaron a la puerta y mi
primo estaba allí.
Una
casualidad, dijimos, a la vez que nos reíamos contado la anécdota.
A los pocos
días, cuando mi primo se fue, mi madre muy misteriosa dijo que había algo que nunca había querido
contarme para que no me asustara. Se me cortó la respiración y sentí que en ese
momento me iba a confesar que había volado de verdad y me había transportado.
Quizá ahora iba a saber que tenía el don de la ubicuidad, el poder de
desdoblarme y verme a mí misma desde el ángulo que yo quisiera. ¡Lo deseaba tanto!
Pero no fue así. Lo que me confesó fue algo más simple.
Me
dijo que
la comadrona que atendió mi parto le dijo muy misteriosa que los nacidos ese día veían a los muertos y
tenían un don especial.
Yo era
evidente que no lo tenía, nunca en mi vida había visto a un muerto, si a un
difunto, pero a lo que se refería aquella mujer. Mi madre había dudado toda la
vida en decírmelo para que no me asustara, pero ella que tenía miedo de todo,
no lo creía a ciencia cierta, lo dejaba en el aire, como muchas cosas que no
controlaba.
El tiempo
pasó y en algunas ocasiones me pasaban cosas para las que no encontraba
explicación.
Cuando me
sentía amenazada por algún problema, cuando los proyectos no salían como yo
quería, el miedo al fracaso daba paso a una catarsis sin precedentes. Todo
apuntaba al pasado, el miedo al desamor, al fracaso, a no sentirme querida, al
prejuicio de los demás. Entonces el miedo entraba en mi como una posesión
maléfica y me dejaba petrificada y sin recursos.
Pero yo era
fuerte y, siempre, cuando estaba al borde del abismo, surgía una extraña fuerza en mí que daba, sino
la solución, si las pistas suficientes para emprender el camino de vuelta a mi
propio yo.
Y así fue
como un día, después un episodio oscuro en mi vida, empecé a atisbar la
solución.
Necesitaba
desdoblarme. Salir fuera de mí, verme desde otro ángulo, desde la perspectiva
que podían verme los demás.
Lo intenté
de todas las maneras: En sueños, como en la infancia, cuando volaba, al
atardecer, como cuando me transportaba,
pero no resultó. Hasta que me di cuenta de que debía hacerlo de manera
figurada, es decir, sólo en mi pensamiento.
Volví a
intentarlo y tampoco dio resultado.
El tiempo pasaba y yo seguía inmersa en un
mundo de tristeza, de desamor, en un lugar al que no me acostumbraba, rodeada
de personas que no entendía ni me comprendían. Me sentía igual que cuando era
niña, invisible para los ojos de los demás, hasta para los de mi madre.
Un día, o
quizá fuera un atardecer o una noche, por fin lo conseguí: Me vi desde fuera,
como desdoblándome y saliendo de mi cuerpo, como en las imágenes que el alma
abandona el cuerpo después de que el individuo muere. Entonces me di cuenta de muchas cosas, fui
capaz de verme por primera vez en mi vida. Era como ver mi imagen en un espejo,
pero desde todos los ángulos posibles. Como si tuviera una hermana gemela que
reprodujese mis movimientos delante de mí.
Seguía mi
propia trayectoria, me perseguía a mí misma por miedo a perderme. Al final comprendí cual era mi falta, por qué a mi vida le habían
faltado tantas cosas.
Porqué, de
niña, había soñado continuamente que
volaba, porqué esa necesidad de sentirme libre a cada momento. También
comprendí porqué me había transportado, porqué necesitaba alejarme de mi madre
en el momento que ella me lo pedía.
Comprendí,
desde fuera, lo que nunca había podido ver desde dentro: Mi vida había estado
llena de carencias afectivas, de enorme socavones que me llevaban a querer ser especial para
que alguien me quisiera, para que mi madre se fijara en mi cuando volaba,
cuando me transportaba, cuando adivinaba
que alguien venía a casa antes que llamara a la puerta. Necesitaba
urgentemente usar todos los recursos posibles para impresionar a mi madre, para
que me quiera, y así dejar de ser invisible, aunque sólo fuera un rato.
El tiempo
pasó inexorable y los sueños se mezclaron con la realidad hasta que ya no pude
discernir entre una cosa y otra.
¡Que historia tan bien contada! Te deseo muchos éxitos en tu vida como escritora. Realmente me encanta como escribes.
ResponderEliminar