Datos personales

sábado, 25 de noviembre de 2017

la sonrisa inversa.



Mi amiga Amalia vivía con su abuela porque su madre no era como las demás. Era la mujer màs guapa que había conocido en mi corta vida. En el bloque, las vecinas decían con sorna que era artista,  y yo la imaginaba cantando y bailando, derrochando glamour y fumando cigarrillos mentolados; dejando a su paso un aroma inconfundible a menta y perfume.
Venía sólo tres veces al año, ella vivía en la capital, claro.
 Cuando volvíamos del colegio, yo siempre sabía que  había llegado por ese inconfundible olor que dejaba  impregnado  en el ascensor.
A Amalia le molestaba que fuese yo siempre la que supiera que su madre había vuelto, pero se le pasaba enseguida al ver la sonrisa con la que nos recibía. La sonrisa y un montón de juguetes,vestidos, cuadernos bonitos y lápices de colores que mi amiga compartía conmigo.
Nos acompañaba al colegio vestida de domingo, envuelta en su abrigo de pieles, con sus joyas más discretas sobre el cuello y adornando unas manos pequeñas de dedos largos y uñas lacadas en rojo. Se recogía el pelo rubio  en un moño bajo, discreto. Fumando, expelía el humo entre sus labios carnosos, perfectos, pintados de rojo.
todos la miraban y Amalia suspiraba llena de orgullo.
 las vecinas cuchicheaban a su paso. Mi amiga y yo pensábamos que tenían envidia.
El tiempo a su lado pasaba rápido, porque nos contaba bonitas  historias de princesas  que ella conocía y porque nos compraba golosinas y nos llevaba al cine en una época en la que casi nadie podía permitírselo.
Amalia y yo  quedábamos tristes cuando se marchaba y soñábamos con ser como ella de mayores.
Al acabar el colegio, Amalia empezó a trabajar,  yo seguí estudiando. Nuestras vidas se  fueron alejando poco a poco hasta que nuestra amistad se enfrió .
Años después, volví a ver a su madre, vestida sencilla, sin el menor glamour, sin joyas, con la mirada apagada. Ya no fumaba y sus labios dibujaban una sonrisa inversa.
Me dio tanta pena verla así que la abracé como cuando era niña, con entusiasmo; sólo por los momentos de felicidad que me había procurado en la infancia, merecía mi reconocimiento.   olía a limpio, a jabón de tocador, pero no a perfume, como antes.
Una vecina me contó que como ya era mayor nadie la quería como "artista" recalcó con malicia.
Empezó empeñándo las joyas menos valiosas en el Monte de Piedad, eso le permitió vivir una temporada; después fueron las pieles y finalmente las joyas de más valor, hasta quedar arruinada y volver al amparo de la casa familiar.
Hacía poco que yo había acabado mis estudios universitarios y mi sueldo no era muy boyante, pero pensé que esa mujer que tanta felicidad me había proporcionado en la infancia se merecía un gesto. Fui al Monte de Piedad, con mi amiga como complice, y rescaté su collar de perlas para regalárselo el día de su onomástica.
No se lo quitaba del cuello más que para ducharse, y aunque no recuperó la alegria, sí un poco de glamour.




  

No hay comentarios:

Publicar un comentario