Escribí tu nombre en Google y, como tantas otras veces, no te
encontré. Empezaba a convertirse en una
costumbre, casi un ritual. Al principio me ponía nerviosa solo de pensar que volvería
a saber de ti, a medida que pasaba el tiempo, después de una eternidad sin
verte, empecé a perder la esperanza.
No sé bien que
buscaba; quizá la huella que dejó en mí tu abandono repentino, o la sombra de
un recuerdo que el paso del tiempo no había sabido difuminar.
En realidad ya no te quería,
pero necesitaba saber que existías en algún sitio, que tu imagen, anclada
en el pasado, en blanco y negro seguía viva.
Un día, sin buscarte, te encontré. Fue más fácil de lo que
imaginaba, solo tuve que cerrar los ojos y volver a tu huerto de cerezos. Ahí estabas
tú, ofreciéndome, como entonces, un ramillete de ramalindas, esas que entonces
impactaban en mi boca con un sabor comparable solo al de tus labios.
Hoy he vuelto a degustarlas, pero ahora tienen sabor propio;
único, casi indescriptible, ya no saben a tus labios.
Hoy he dejado de
buscarte.
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