Entre bambalinas.
La expulsión de un sonoro pedo, nada más entrar, retumbó en
la sala y amenazó con arruinar su carrera.
Apelar a su vieja condición de radical alcohólico, de nada serviría,
sería peor, pensó y no se disculpó. Miró al proscenio y las luces cegaron sus
ojos.
Delante de un ciclorama, tan ecléctico como presuntuoso, se
celebraba el juicio final. Se ajustó la toga, se puso las gafas, tomó la maza y
cerró el maletín. Alzó la cabeza y con
una parsimonia infinita miró a los abogados, después se dirigió a la sala:
-el juicio queda listo para sentencia- dijo, y volvió al camerino.
El público, en pie, se deshizo en aplausos. Nunca sabrían si en realidad ese sonido grotesco era parte del
guión.
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