Ahora sé que nunca me quiso, que me utilizó para vengar la traición de
otra, su anterior novia, la que lo
utilizó, lo manipuló e hizo de él una persona cruel e infeliz.
Lo hizo, quizá, inconscientemente o en pleno
conocimiento de lo que hacía, lo que sí sé es que encontró el blanco perfecto.
Lo conocí en la fiesta que dio una amiga
al acabar el verano, en su chalet, sin sus padres ni su permiso. Habíamos
bebido sangría y no estábamos acostumbradas. La música sonaba y las parejas
bailaban arremolinadas alrededor del equipo de música.
A última hora de aquella tarde vino un
chico, hermano de una amiga de Adela, la anfitriona. Era un chico normal, nada
en él llamaba la atención. Yo estaba sentada en
el porche, algo mareada por el efecto de la sangría, él se acercó y
pidió permiso para sentarse a mi lado, se sentó y empezamos a conversar. Me pareció
un chico educado, pero algo serio, con un rictus de misterio en su boca. Al
acabar la fiesta se empeñó en acompañarme a casa. Nos despedimos en la puerta,
un adiós y nada más.
Al día siguiente, cuando salí de casa,
me pareció verlo en el bar de enfrente,
seguí mi camino y de pronto me salió al paso, caminó junto a mí un rato y de
nuevo empezamos a conversar. Así estuvimos durante un tiempo. No me decía de
quedar, pero me salía al paso donde menos lo esperaba.
Sin darme cuenta empecé a salir con él,
sin mis amigas porque no le caían bien. Íbamos al cine, a bailar, a merendar,
pero nunca me decía que le gustaba o que me quería. Mi relación con él era un
misterio. No sabía si era mi amigo, mi novio o aquel chico que pasaba por ahí y
me acompañaba. Me tenía desconcertada, pero para entonces había surgido dentro
de mí un sentimiento irreprimible. Estaba enamorada, pero enamorada de un chico
que tardó un mes en cogerme de la mano y dos más en darme un beso, que desaparecía una semana
sin decirme nada y volvía sin darme una explicación.
Un día me dijo que pasaría las fiestas de navidad con
sus amigos, sin mí. No comprendí nada, pero no podía obligarlo a estar conmigo.
A la semana siguiente lo vi en la cola
del cine de la mano de otra chica. Creí morirme en ese mismo instante, él ni se
inmutó.
Pasaron unos días y le devolví la
jugada. Estábamos en una discoteca y
cuando le vi entrar me acerqué a un amigo, le pedí bailar y le besé delante de
él. Salió corriendo, como alma que lleva el diablo. Al día siguiente estaba
esperándome en la puerta de mi casa como si nada hubiera ocurrido.
Cuando le pedía explicaciones no me las
daba o me salía con evasivas, diciéndome que no éramos novios y que no me las debía. Para entonces
yo entraba de pleno en su juego, hiciera
lo que hiciese me tenía a sus pies, a su antojo, enamorada, anulada.
A veces me miraba fijamente y me decía
que era fea, así sin más. Acabé por creérmelo y pensaba que no tendría
oportunidad de tener otros chicos si realmente era fea.
Jugaba a anularme y darme celos y lo
conseguía.
Algún sábado me dejaba en casa y seguía
la fiesta con sus amigos y con otras chicas. Al día siguiente cuando me
enteraba me ponía furiosa, me enfadaba, pero él encontraba siempre la manera de
conformarme, con mentiras sutiles, con amenazas de dejar lo nuestro. Yo me
preguntaba qué sería lo nuestro puesto que no éramos nada.
En verano íbamos solos a la playa, ni
rozarme la mano, ni un beso, ni una palabra cariñosa, entrábamos en el agua y
las demás parejas se abrazaban se besaban apasionadamente aprovechando la
intimidad de sus cuerpos bajo el agua del mar. Sólo en alguna ocasión me dijo
que me quería a su manera. Yo pensaba que quizá hay varias maneras de querer y
la suya yo aún no la conocía.
A veces, en verano, cuando me ponía
algún vestido escotando o una falda corta, me miraba de reojo con una mirada intimidadora,
inquisidora, que daba miedo, después me decía que subiera a casa a cambiarme
porque esa manera de vestir no era propia de una chica normal, me decía que parecía
una fulana y yo me lo creía. Volvía a casa y me cambiaba. Desde entonces empecé
a elegir mi ropa en función de si a él
le parecería bien o no.
Con sólo mirarme me infundía miedo, pero
entonces yo no lo sabía.
Después de alejarme de mis amigas y de
hacerme cambiar de manera de vestir, parecía más contento, aunque fulminaba con
la vista a quién se atreviera a mirarme por la calle. Me decía que iba
provocando, que no le extrañaba que a algunas mujeres les pasaran cosas.
A veces me preguntaba por mis relaciones
anteriores, por mis aventuras, entonces se ponía cariñoso, me cogía de la
mano y yo le confesaba mis pecados. El
día que me atreví a decirle que había tenido relaciones con otros chicos,
pareció volverse loco de furia, me dijo todo tipo de adjetivos a cada cual más
ofensivo. Tiempo después usaría contra mí las
confidencias que le hice sobre mi
vida íntima. Me amenazaba con contárselas a mis padres, pero eso sería mucho
después.
Llevábamos un tiempo saliendo cuando me
invitó a pasar un fin de semana fuera, acepté encantada. Llevábamos media hora
de camino cuando me dijo que a saber con cuantos me había ido de vacaciones. No
contesté, debió notar la cara que puse y no insistió, parecía querer controlar
hasta mi pasado.
Yo soñaba, como casi todas las chicas,
con casarme vestida de blanco e invitar a mis antiguas amigas a mi boda, pero
nada de eso ocurrió.
Cuando empezamos a hablar de boda aun no
me había dicho que me quería. Yo soñaba con mi vestido blanco, con un banquete
nupcial rodeada de mi familia y mis antiguas amigas. El sentenció que sería una
boda por lo civil, nada de trajes pomposos ni banquetes nupciales, ni
demasiados invitados, su familia la mía y poco más. Y así fue, una boda baja en
pasión.
El viaje de novios no fue más apasionado
que la boda, lo pasamos bien a secas, sin grandes nuestras de nada por su
parte.
Después de casarnos yo me aburría sola
en casa y pensé volver a trabajar, pero cuando se lo dije se opuso, yo no
necesitaba trabajar, con su sueldo sería suficiente, me dijo sin dejar ni
siquiera que yo opinara.
A los pocos meses de casarme me encontré
a mi amiga Adela, a la que no veía desde hacía mucho tiempo, estaba algo
molesta porque no la invité a la boda. Cuando le dije que no fue decisión mía
lo comprendió, aunque la noté mmolesta. Nos sentamos en la terraza de un bar para
intentar arreglar nuestros malos entendidos en los últimos tiempos.
A Vicente, así se llamaba mi marido
nunca le había gustado mi amiga Adela, decía que era una mala influencia para
mí y ella lo sabía, motivo por el cual tampoco él era de su agrado, por eso y
por otras motivos que ella sabía y nunca me dijo por miedo a que aquello
pudiera influir en mí.
-Adela, voy a ser todo lo sincera que me
sea posible sin hacerte daño.
-Eso es lo que siempre he querido,
Laura- desde que empezaste tu relación con Vicente te has trasformado en otra
persona, me has ido dando largas hasta que te deshiciste de mí, yo creía que
nuestra amistad estaba basada en la sinceridad, en las confidencias, pero poco
a poco me fui convenciendo de que no era así y lo peor es que yo sabía que no
era por ti, creo conocerte bien y nunca fuiste así hasta que conociste a
Vicente. Ahora es tu marido y yo no quiero ser
un motivo de disputa, pero no me gustaba nada como te trataba y, sobre
todo, como te ha alejado de todos los que estábamos ahí antes que él. Que ni siquiera me invitaras a la boda
confirma lo que pienso.
-No decidí yo quien debía o no venir a nuestro
enlace. No sé qué me ha pasado Adela, pero me siento anulada por él, nada de lo que decido le parece bien, me
somete a su voluntad.
Las lágrimas salían de mis ojos sin
control, durante demasiado tiempo había guardado para mí lo que era evidente
para los demás. Me había convertido en
una chica reservado y nunca lo había sido. La mano amiga de Adela, su cercanía
y sus palabras hicieron que me diera cuenta, me derrumbé y le conté todas esas cosas que desde el principio me
extrañaron en Vicente y luego fui aceptando sin darle demasiada importancia. ,
me quité un gran peso de encima, pero sólo momentáneamente porque cuando Adela
me contó parte de todo lo que sabía de Vicente,
quise morirme y empecé a comprender algunas cosas de mi relación con él.
Adela me recomendó que pensara bien si
quería o no seguir esa relación que evidentemente no me satisfacía
Yo sabía que me había equivocado al casarme
con él y dejar que me anulara, pero cuando tuve la certeza de todo esto ya era
tarde, estaba embarazada.
Desde ese día Adela y yo volvimos a
acercarnos, pero sin que mi marido lo supiera. Quedaba alguna mañana, cuando
sabía que él no podía verme, lo hacía como si se tratara de un amante, de una
infidelidad.
Vicente llamaba a casa a todas horas y
cuando no estaba porque había quedado con Adela o había salido a comprar, me
decía que dejara la compra y la haríamos por la tarde. Sospechaba de mí, veía
infidelidades donde sólo había inseguridades creadas por el mismo, yo pensaba,
a menudo, en el refranero, en esa frase que dice: “Piensa el ladrón que todos
son de su condición”. Él era el infiel y me acusaba a mí, quizá para librarse
del odio que sentía por todo el daño que le hizo la otra.
Volví a ocultarle a mi amiga el acoso al
que me sometía, creo que ella no lo hubiera permitido.
Una tarde, estando mi embarazo ya
avanzado, salimos a pasear por el centro
y hacer algunas compras para el bebé, de
pronto se le iluminó la cara, me soltó
la mano se adelantó unos pasos, cruzó la calle
y fue a saludar a una chica que iba acompañada de una señora mayor, me
dejó detrás, sin presentarme, ni decir que íbamos juntos, como si no me
conociera Estaba nervioso y excitado, con una amplia sonrisa de felicidad que yo no le había
conocido nunca, pensé que les estaría diciendo que iba a ser papá, la
conversación se alargó y yo seguía parada allí en medio, esperándole, como si
no fuera nadie, a él pareció olvidársele
que iba conmigo. Hablaba y hablaba gesticulaba nervioso y la sonrisa parecía
tatuada en su boca. Por unos momentos se olvidó de mí.
Escanee con la mirada a la chica, me recordaba
a alguien, pero no caía, quizá era una conocida de los dos y estaban esperando
a que yo me acercara, pero ni una mirada hacia donde yo estaba.
De pronto me vino a la cabeza como un
flash, el recuerdo de un día a los pocos meses de salir con Vicente. Se le
calló la cartera y se esparcieron por el suelo varias fotos de una chica rubia,
de piel blanca y nariz prominente, inmediatamente las recogió, azorado sin
decir nada, ni una explicación, ni la menor justificación de porqué llevaba las
fotos de una chica en la cartera. Ahora estaba casi segura de que era la misma
persona. Ocurrió lo mismo que el día que
se le colleron las fotos, ni una explicación, nada, como si yo no fuera nadie y
no mereciera saber por qué me había dejado plantada para ir a saludar a aquella
mujer. No le pedí explicaciones, sabia la respuesta que me daría, no era la
primera vez, me diría que no controlaras su vida.
Pasé la noche en vela, mi hijo se movía
dentro de mí, seguramente contagiado de mi desazón. A la mañana siguiente con
unas ojeras visibles llamé a Adela, necesitaba saber, ya no podía mantener los
ojos cerrados.
Quedamos en un café cerca de mi casa,
Adela acudió a mi llamada como lo que había sido siempre, una buena amiga.
Cuando le conté lo que me había pasado y le describí a aquella mujer, las
palabras salieron atropelladas de su boca:
-¡Miserable!, Laura, tu marido es un
miserable, no tengo palabras para describirle y los más leve que se me ocurre
es decirle miserable.
Las lágrimas me cegaron por un momento,
mi hijo se movía dentro de mí como si fuera en un barco a la deriva.
La mujer a la que mi marido saludó era
su anterior novia. La que estuvo con él por despecho a otro chico, para darle
celos y finalmente volver con él y dejar a Vicente plantado una semana antes de
casarse. Si, la mujer que nunca lo quiso, la que le hizo pasar por un verdadero
infierno de infidelidades, de mentiras, de engaños. Incluso, al parecer se
quedó embarazada de Vicente y abortó sin contar con la opinión de él que,
cuando se enteró, ya era tarde y nada se podía hacer. Pero él la premiaba estando cada día más
ciego, comprándole regalos caros, llevándola de
viaje a gastos pagados,
sorprendiéndola con docenas de rosas, con perfumes, comprando un amor que nunca
existo. No hay más ciego que el que no quiere ver y eso le pasó a Vicente con aquella
chica que a él le parecía la más guapa de todas y que en realidad era una más,
con un pelo rubia deslavazada, los ojos claros, pero algo saltones y los
dientes descarrilados y salientes, Pero la fea
era yo y la mala y la que lo engañaba.
Desde ese día algo cambió dentro de mí,
no podía verlo de la misma manera. Por la noche esperaba a que se durmiera para
entrar en la cama sigilosa, para no despertarlo, pero él me esperaba y ejercía
su derecho quisiera yo o no, me embestía como un fiera, sabiéndose mi dueño, no
preguntaba si me apetecía si estaba molesta por el embarazo, sólo satisfacía su
instinto animal. Hasta el contacto de sus labios con los míos empezó a
molestarme, después sentiría asco, un asco inmenso que aguantaría por mis
hijos.
Pensé, ilusa de mí, que la llegada de mi primer hijo suavizaría las
formas, pero me equivoqué y a pesar de su gran deseo de ser padre, las cosas no
cambiaron a mejor, era como si obligándome a mí a hacer su voluntad, doblegara a la otra
mujer de la que más que enamorado seguía obsesionado.
Yo estaba loca de ilusión con mi hijo y
se me olvidaban las ofensas de mi marido
cuando miraba la carita de mi niño. Prendido de mi pecho succionaba
tranquilamente, era una simbiosis perfecta, mi niño y yo, no había nada que
pudiera destruir ese cariño.
Aprovechando que yo estaba ocupada día y
noche con mi hijo, él empezó a inventarse cenas con compañeros, igual que hacía
cuando éramos soleros y no quería quedar conmigo. Yo, un poco sobrepasada con
el trabajo que supone un bebé, quería salir alguna vez a cenar con él y sus amigos,
pero me decía que eran cenas de hombres solos y no quería que dejara al bebé con nadie. Una de
tantas veces pensé que no debía ceder pues llevaba meses in salir apenas de casa. Le
dije que me iba con él dijo que no, yo insistí, me arreglé, me puse un vestido
nuevo, los viejos no me valían, aun no me había recuperado del embarazo. Salí
al comedor dónde estaba él viendo la tele y al verme arreglada y maquillada
empezó a reírse, me dijo que estaba gorda, que donde iba con ese vestido, que
aprecia una matrona. Me tragué las lágrimas, me hice la fuerte y le dije que me
iba con él, yo insistía porque sabía con certeza que no salía con sus amigos. Insistí
tanto que acabó por darme un empujón, me caí en medio del pasillo, me sentí ridícula
tirada en el suelo con mi vestido nuevo, pero no fue el empujón lo que me dolió,
lo que más hizo mella en mi fue que se riera de mi porque aún no me había
recuperado de haber parido. Con los
gritos el niño empezó a llorar, él salió de casa dando un portazo y me dejó
tirada en el pasillo sin apenas poderme levantar. Me arrastré hasta la
habitación y como pude cogí al niño en
brazos, en ese momento sonó el teléfono, mi madre quería saber si le
llevaba al niño, no le dije anda, pero apenas podía apoyar el pie derecho.
Miedo, es lo que empecé a tenerle, por
si volvía a empujarme, por si me abandonaba con un niño pequeño y sin trabajo.
Reflexioné y me di cuenta de que yo había
provocado aquello, si no hubiera insistido él no me habría empujado. Para todo
el mundo fue una caída, eso me dijo él que dijera.
-Ni se te ocurra decirle a nadie lo que
ha pasado, como me entere te dejo colgada, me llevo al niño y no ves ni un
céntimo.
Sonaba a amenaza, pero yo me lo había buscado,
eso me decía él.
A partir de entonces tuvo vía libre para
salir con sus amigos, yo sabía que sus amigos tenían forma de mujer, pero para
entonces yo tenía el miedo dentro de mí, tatuado a fuego.
Algún sábado de los que salía, venia
tarde, se metía en la cama y me embestía, hacía uso de mí. Sus besos se
convirtieron en babas que me quemaban la piel, sus embestidas me hacían daño,
pero nada comparable al daño moral.
Una de tantas noches me negué, me envalentoné
y le dije que no me apetecía, que estaba cansada porque el niño había pasado un
mal día y estaba agotada, me dijo que para él estaba cansada y seguro que cuando
iba con esos novios que tenía antes, no me negaba y era complaciente, no
contesté, no supe, lo único que pensé es que empleaba contra mí las
confidencias que le hice cuando éramos novios. Insistí en que no quería, se
levantó, empezó a meter ropa en maleta y dijo que se iba de casa, al rato volvió,
se metió en la cama y lo consiguió a la fuerza, después de golpearme. Estaba
asustada, tenía miedo, vi en sus ojos ese oído, esa mirada fulminante. Otra vez
pensé que parte de la culpa era mía por no querer compartir con él la cama,
después de todo era mi marido.
Poco a poco el miedo me paralizó. Le
dejaba hacer y decidir para no provocarle, para que no volviera apegarme.
El seguía su vida, mi hijo y yo éramos
el bálsamo donde curarse sus viejas
heridas, éramos la seguridad que le había faltado siempre, su valle de
lágrimas, pero en esta falsa familia nadie era feliz. Vicente porque vivía con
una mujer a la que nunca quiso, yo porque evidentemente no me quería y me
maltratabas física y psicológicamente y el niño porque estaba entre los dos y
en más de una ocasión vio y oyó discusiones no aptas para un niño.
Pronto vino mi segundo embarazo. Yo no
quería tener más hijos, sabía que no venían a una familia feliz, pero Vicente
era mi dueño y decidía siempre.
Un día, en el cuarto mes de mi segundo embarazo, salí a hacer unas compras
con Adela, por casualidad Vicente me vio y al llegar a casa se puso furioso, como una bestia empezó a
insultarme, yo le repliqué, le seguí la discusión, estaba harta de que
desconfiara de mi cuando era él quien realmente estaba con otra. El niño
lloraba desconsolado en su habitación y la otra criatura se removía en mi
barriga, pero estaba harta, cansada, ciega de odio y de rabia. Grité y volví a
gritar hasta que no pude más y le dije que se fuera con esa maldita mujer que
le estaba amargando la vida. Se abalanzó sobre mí y olvidó hasta que estaba
embarazada, empezó a pegarme sin mirar, en la cabeza, en los brazos, en la
espalda, puñetazos, patadas, empujones, creo que se volvió loco, se ensañó
conmigo. Milagrosamente no aborté, sangré unos días y después el embrazo siguió su curso. Ahora
la culpa me corroía, el miedo me paralizaba, pensar que por insistir mi hijo,
que aún no había nacido, estaba siendo maltratado y todo por no saberme callar
a tiempo.
Pasaba horas sentada delante de la
televisión, con la mirada perdida, con miedo, mucho miedo de que se volviera a
repetir la paliza, de que mi hijo naciera mal y de que mi otro niño tuviera
traumas, de echo el niño empezó a tener pesadillas después de aquella noche,
sólo quería estar conmigo, no quería ir a la guardería, ni dormía bien ni comía
en condiciones, estaba asustado, veía a su padre y se escondía detrás de mí. Yo pasaba las noches en vela, me concentraba
en pensar que no volvería provocarle, no quería que se repitiera.
En la calle, con la familia, incluida la
mía, era encantador, educado, amable, en casa era cruel, malvado. Los celos, el
rencor, la venganza hacia esa mujer la ejercía en mí, pero aun vendrían
momentos más difíciles y ocurrido pronto, cuando esa otra mujer se volvió a
cansar de él y se fue con otro.
Me lo dijo mi amiga Adela, ella siempre
estaba cerca de mí, pero yo le ocultaba todo lo que podía. Me llamó un viernes
por la mañana y Vicente debió enterarse poco después que yo porque al día
siguiente sábado salió y volvió a casa ebrio de alcohol y celos, furioso. Nada
más llegar le dije que no hiciera ruido, que el niño acababa de dormirse. Vino
hacia mí y como un monstruo empezó a desnudarme, no me desnudaba a mí, era a la
otra, estaba segura, me rompió el camisón, me arañó, me tiró sobre la cama y me
embistió con tanta furia que no oía ni
mis gritos ni los de nuestro hijo que, en el quicio de la puerta, berreaba
desconsolado. Cuando acabó salí corriendo y me encerré en la habitación de mi
hijo para consolarle, para intentar hacerle ver que había sido sólo una pesadilla,
pero el niño lloraba desconsolado, lo que había visto se estaba grabando en su
cerebro infantil, estaba segura que las se cuelas serian irreversibles. Lo
acaricie lo besé lo consolé y conseguí calmarle hasta que se quedó dormido. De
madrugada noté como un hilo de sangre corría por mis piernas, faltaban dos
meses para parir y mi segundo hijo iba a nacer ya, se retorcía dentro de mí, un
dolor punzante, terrible recorría mi barriga. Me levanté, avisé a mis padres
por teléfono y Vicente se despertó, muy amablemente, como si nada hubiera
ocurrido, sacó el coche del garaje y cuando vinieron mis padres para quedarse
con mi hijo salimos hacía el hospital.
Nació una niña preciosa, muy pequeña y
nerviosa. Estuvo en la incubadora hasta que cogió peso y por fin pudimos
llevárnosla a casa. Era mi niña, se me olvidaron las palizas, los insultos, los
malos modos, los cientos de veces que me pedía perdón y me decía que no
volvería a hacerlo, las noches en vela, sola y embarazada, las vejaciones, todo
se me olvidó cuando tuve a mi niña en casa y succionando de mi pecho.
Con la llegada de Elena, así llamamos
nuestra hija, todo pareció suavizarse, Vicente no salía tanto, incluso jugaba a ratos con el niño mientras yo me ocupaba de
la niña. Lo único que no cambio fueron las noches, se sentía con derecho a
usarme, lo hacía como siempre, sin pedir permiso, como si haberse casado
conmigo le diera derecho a todo, pero eso era soportable, sólo me hacía daño a
mí y me estaba acostumbrando, cerraba los ojos pensaba en otra cosa y le ajaba
hacer, luego me lavaba, me restregaba la piel para que no quedara ningún rastro
sobre mí.
Algunos domingos íbamos al parque con
los niños, él leía periódico y yo jugaba con Vicente, mi hijo. A la vuelta, el
niño estaba cansado y pedía que lo cogieran en brazos, su padre le gritaba que
era una “nenaza” y que los hombres iban andando, a mí se me partía el corazón,
era casi un bebé. Yo lo cogía y con la otra mano arrastraba el carrito de la
niña mientras él caminaba delante, ajeno a nosotros.
Era una persona amargada, decepcionada
de la vida, nunca comprendí porqué se casó conmigo, o quizá sí, yo era la mujer
prefecta pata él, callada, abnegada, sumisa, ideal para lo que él quería. Lo
que no podía comprender era que emplear su venganza conmigo le satisficiera, le
reconfortara y aún menos podía comprender que arrastrara a dos criaturas
al precipicio.
Nunca vi en mi marido una cara alegre,
una sonrisa cómplice, vivía amargado y sin embargo se empeñaba en mantener una
vida insulsa, que no le satisfacía. En alguna ocasión, después de alguna de
tantas discusiones, le propuse separarnos, buscarme un trabajo y acabar por fin
con tanta falsa, entonces se ponía muy amable, casi cariñoso, cambiaba su
actitud y me hacía creer que me quería, creo que algo de cariño si sentía por mí,
pero eso fue cuando hacía años que yo había dejado de quererle y le odiaba con
todos mis sentidos, aunque me daba pena porque había sido un malvado infeliz.
Un día me llamó Adela y me dijo que “la
otra” acababa de separarse. No reaccioné porque pensaba que Vicente ya lo había
superado, pero me equivoqué. Mi marido la buscó, tenía una verdadera adición a
aquella mujer. Volvió a salir, a ignorar que tenía dos hijos y a ser la otra
persona, malvada, vengativa y cruel, pero a mí ya no me hacía daño y pensaba
sólo en mis hijos, él no se conformó sólo con salir, beber y ausentarse fines
de semanas enteros sin que yo supiera donde buscarle. Empezaron de nuevo los
insultos y después los golpes. Yo era incapaz ya de doblegarme sabiendo todo lo
que sabía y por donde tendría que pasar de nuevo. Estaba dispuesta, por mis
hijos, a vencer el miedo.
Una noche vino tarde y ebrio, se metió
en la cama e hizo uso de mí, como siempre cerré los ojos y me concentré en otra
cosa, su aliento apestaba a tabaco y alcohol, era vomitivo, pero yo apretaba la
lengua contra el paladar y así vencía mi repugnancia. Cuando acabó salí
corriendo al baño, me metí bajo la ducha y estuve un buen rato debajo del agua
restregándome bien para quitarme ese
olor que se me quedaba en la piel y no desaparecía en toda la noche, no volví a
la cama, me acoté con mi hijo, le abracé y note ese olor a colonia de bebé que
tanto me gustaba. Me dormí plácidamente al lado de mi niño, al rato se despertó
me miró, sonrió, me pasó la mano por el cuello y se durmió.
Muchas noches, cuando Vicente se iba, yo
dormía con mi hijo, abrazada a él, con la niña al lado, en la cuna, no lo
necesitaba para nada, ojala, pensaba, no volviera nunca, para mi hubiera sido
lo mejor y para los niños también, aunque
gozábamos de buena posición económica, hubiera preferido vivir con lo mínimo y
tener a mis hijos contentos, sin miedos, sin pesadillas.
Una de tantas noches vino borracho y gritando,
me acurruqué al lado de mi hijo y me hice la dormida, se abalanzó contra mí y
no le importaron ni el llanto de los niños ni mis gritos diciéndole que nos
fuéramos a nuestra habitación, allí mismo se abalanzó sobre mí y como mi hijo
empezó a gritar, le pegó, el niño lloró aún más y él se volvió loco, se ensaño
con él, le pegó en la cabeza , en la cara, en el cuerpo y yo a su lado
intentado quitárselo recibí también golpes, pero no me dolían. Conseguí
ponerme en medio, el niño ni sollozaba,
las lágrimas brotaban de sus ojos sin ruido. Nos fuimos a la habitación, cerró
la puerta e hizo uso de mí, el niño estaba callado en su habitación, yo sollozaba
por él, por la crueldad de su padre, por tantas noches de miedo, por mi impotencia,
por mi culpa, por no haber sabido defender a mis hijos, por no haberme negado a
tenerlos solo para que fueran infelices. Lloré por todas las mujeres y niños
del mundo que, como nosotros, estaban siendo víctimas de una violencia cruel,
gratuita y sin sentido.
Al día siguiente, sábado, Vicente se levantó
cariñoso, como si no hubiera pasado nada. Le puso pomada al niño en los
moretones que le había hecho y le advirtió que no le dijera a nadie lo que había
pasado, el niño no se hubiera atrevido porque le tenía el miedo suficiente como
para estar intimidado.
Esperé pacientemente, pasamos el sábado
como si nada hubiera ocurrido, no pudimos salir a la calle, el niño tenía moretones
por todo el cuerpo y yo además de moretones tenía heridas, me había partido un
labio y tenía un derrame en un ojo, parecía un monstruo. Mi hijo me miraba,
como pidiendo ayuda, las lágrimas brotaban
de sus ojos en silencio como si fuera un adulto. A su corta edad comprendía
perfectamente lo que estaba pasando. Me tocaba la cara con su manita y las lágrimas
volvían a brotar, me preguntaba si me dolía mucho la pupa y yo le decía que no.
Por la noche mi marido alquiló una película y pidió unas
pizzas para cenar, no podíamos salir a la calle. El domingo compró comida hecha,
Por la noche me dijo que si se me ocurría
decirle a alguien que me había pegado, me mataría. Me lo dijo mirándome a los
ojos con todo el odio de una vida acumulado en sólo un momento y le creí, por
primera vez fui consciente de que en la siguiente ocasión me mataría, o lo que
era aún peor, mataría a uno de mis hijos.
No dormí ni un minuto, ya no tenía
miedo, si me mataba al menos mis hijos se librarían de su crueldad.
El lunes se levantó, se dio una ducha y
me dio un beso de despedida, sería el último beso que me diera, de eso estaba
segura. Salió camino del trabajo, esperé un tiempo prudencial, descolgué el
teléfono y llamé a mi amiga, quedé con ella en la puerta de la comisaria. Arreglé
a los niños, me arreglé yo, bajé a la calle, los vecinos me miraban, la gente
se apartaba a mi paso, iba como ausente por la calle, tenía claro lo que debía hacer.
Verle golpear a mi hijo fue el detonante
Cada vez corría más, la niña en el
carrito y el niño en brazos. Tenía miedo de encontrármelo por la calle y que me
pidiera lo que quería hacer. En mi desasosiego no me di cuenta de que el labio me sangraba y el brazo me dolía, estaba concentrada
en llegar a la comisaria y acabar de una vez por todas con tanto sufrimiento.
Mi hijo lloraba al verme sangrar y me
preguntaba si me dolía, yo le contestaba que no y realmente no sentía dolor. Le
decía que le quería mucho y que sería la
última vez que me vería sangrar, le prometí que a partir de ese momento todo
iba a cambiar.
Aun no se sé cómo, pero por fin llegué a la comisaría,
solté al niño en el suelo, le dije al policía de la puerta que quería denunciar
a mi marido por malos tratos y me desmayé.
Desperté en una cama de hospital con una
costilla rota, la cara como un ecce homo y el brazo en cabestrillo. Mis padres
y mi amiga Adela no podían creerse el infierno por el que había pasado en
silencio. Al verme sonreír mi hijo lloró de nuevo en silencio, se acercó a mí
me tocó la cara y me preguntó si me dolía, le respondí que no y le prometí que
nadie volvería a golpearnos, el niño me sonrió reconfortado, seguro.
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