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sábado, 3 de enero de 2015

El me quería.


  Ahora sé que nunca me quiso, que me utilizó para vengar la traición de otra, su anterior  novia, la que lo utilizó, lo manipuló e hizo de él una persona cruel e infeliz.

 Lo hizo, quizá, inconscientemente o en pleno conocimiento de lo que hacía, lo que sí sé es que encontró el blanco perfecto.

Lo conocí en la fiesta que dio una amiga al acabar el verano, en su chalet, sin sus padres ni su permiso. Habíamos bebido sangría y no estábamos acostumbradas. La música sonaba y las parejas bailaban arremolinadas alrededor del equipo de música.

A última hora de aquella tarde vino un chico, hermano de una amiga de Adela, la anfitriona. Era un chico normal, nada en él llamaba la atención. Yo estaba sentada en  el porche, algo mareada por el efecto de la sangría, él se acercó y pidió permiso para sentarse a mi lado, se sentó y empezamos a conversar. Me pareció un chico educado, pero algo serio, con un rictus de misterio en su boca. Al acabar la fiesta se empeñó en acompañarme a casa. Nos despedimos en la puerta, un adiós y nada más.

Al día siguiente, cuando salí de casa, me pareció  verlo en el bar de enfrente, seguí mi camino y de pronto me salió al paso, caminó junto a mí un rato y de nuevo empezamos a conversar. Así estuvimos durante un tiempo. No me decía de quedar, pero me salía al paso donde menos lo esperaba.

Sin darme cuenta empecé a salir con él, sin mis amigas porque no le caían bien. Íbamos al cine, a bailar, a merendar, pero nunca me decía que le gustaba o que me quería. Mi relación con él era un misterio. No sabía si era mi amigo, mi novio o aquel chico que pasaba por ahí y me acompañaba. Me tenía desconcertada, pero para entonces había surgido dentro de mí un sentimiento irreprimible. Estaba enamorada, pero enamorada de un chico que tardó un mes en cogerme de la mano y dos más  en darme un beso, que desaparecía una semana sin decirme nada y volvía sin darme una explicación.

Un día me  dijo que pasaría las fiestas de navidad con sus amigos, sin mí. No comprendí nada, pero no podía obligarlo a estar conmigo.

A la semana siguiente lo vi en la cola del cine de la mano de otra chica. Creí morirme en ese mismo instante, él ni se inmutó.

Pasaron unos días y le devolví la jugada. Estábamos en una  discoteca y cuando le vi entrar me acerqué a un amigo, le pedí bailar y le besé delante de él. Salió corriendo, como alma que lleva el diablo. Al día siguiente estaba esperándome en la puerta de mi casa como si nada hubiera ocurrido.

Cuando le pedía explicaciones no me las daba o me salía con evasivas, diciéndome que no éramos  novios y que no me las debía. Para entonces yo  entraba de pleno en su juego, hiciera lo que hiciese me tenía a sus pies, a su antojo, enamorada, anulada.

A veces me miraba fijamente y me decía que era fea, así sin más. Acabé por creérmelo y pensaba que no tendría oportunidad de tener otros chicos si realmente era fea.

Jugaba a anularme y darme celos y lo conseguía.

Algún sábado me dejaba en casa y seguía la fiesta con sus amigos y con otras chicas. Al día siguiente cuando me enteraba me ponía furiosa, me enfadaba, pero él encontraba siempre la manera de conformarme, con mentiras sutiles, con amenazas de dejar lo nuestro. Yo me preguntaba qué sería lo nuestro puesto que no éramos  nada.

En verano íbamos solos a la playa, ni rozarme la mano, ni un beso, ni una palabra cariñosa, entrábamos en el agua y las demás parejas se abrazaban se besaban apasionadamente aprovechando la intimidad de sus cuerpos bajo el agua del mar. Sólo en alguna ocasión me dijo que me quería a su manera. Yo pensaba que quizá hay varias maneras de querer y la suya yo aún no la conocía.

A veces, en verano, cuando me ponía algún vestido escotando o una falda corta, me miraba de reojo con una mirada intimidadora, inquisidora, que daba miedo, después me decía que subiera a casa a cambiarme porque esa manera de vestir no era propia de una chica normal, me decía que parecía una fulana y yo me lo creía. Volvía a casa y me cambiaba. Desde entonces empecé  a elegir mi ropa en función de si a él le parecería bien o no.

Con sólo mirarme me infundía miedo, pero entonces yo no lo sabía.

Después de alejarme de mis amigas y de hacerme cambiar de manera de vestir, parecía más contento, aunque fulminaba con la vista a quién se atreviera a mirarme por la calle. Me decía que iba provocando, que no le extrañaba que a algunas mujeres les pasaran cosas.

A veces me preguntaba por mis relaciones anteriores, por mis aventuras, entonces se ponía cariñoso, me cogía de la mano  y yo le confesaba mis pecados. El día que me atreví a decirle que había tenido relaciones con otros chicos, pareció volverse loco de furia, me dijo todo tipo de adjetivos a cada cual más ofensivo. Tiempo después usaría contra mí las  confidencias  que le hice sobre mi vida íntima. Me amenazaba con contárselas a mis padres, pero eso sería mucho después.

Llevábamos un tiempo saliendo cuando me invitó a pasar un fin de semana fuera, acepté encantada. Llevábamos media hora de camino cuando me dijo que a saber con cuantos me había ido de vacaciones. No contesté, debió notar la cara que puse y no insistió, parecía querer controlar hasta mi pasado.

Yo soñaba, como casi todas las chicas, con casarme vestida de blanco e invitar a mis antiguas amigas a mi boda, pero nada de eso ocurrió. 

Cuando empezamos a hablar de boda aun no me había dicho que me quería. Yo soñaba con mi vestido blanco, con un banquete nupcial rodeada de mi familia y mis antiguas amigas. El sentenció que sería una boda por lo civil, nada de trajes pomposos ni banquetes nupciales, ni demasiados invitados, su familia la mía y poco más. Y así fue, una boda baja en pasión.

El viaje de novios no fue más apasionado que la boda, lo pasamos bien a secas, sin grandes nuestras de nada por su parte.

Después de casarnos yo me aburría sola en casa y pensé volver a trabajar, pero cuando se lo dije se opuso, yo no necesitaba trabajar, con su sueldo sería suficiente, me dijo sin dejar ni siquiera que yo opinara.

A los pocos meses de casarme me encontré a mi amiga Adela, a la que no veía desde hacía mucho tiempo, estaba algo molesta porque no la invité a la boda. Cuando le dije que no fue decisión mía lo comprendió, aunque la noté mmolesta. Nos sentamos en la terraza de un bar para intentar arreglar nuestros malos entendidos en los últimos tiempos.

A Vicente, así se llamaba mi marido nunca le había gustado mi amiga Adela, decía que era una mala influencia para mí y ella lo sabía, motivo por el cual tampoco él era de su agrado, por eso y por otras motivos que ella sabía y nunca me dijo por miedo a que aquello pudiera influir en mí.

-Adela, voy a ser todo lo sincera que me sea posible sin hacerte daño.

-Eso es lo que siempre he querido, Laura- desde que empezaste tu relación con Vicente te has trasformado en otra persona, me has ido dando largas hasta que te deshiciste de mí, yo creía que nuestra amistad estaba basada en la sinceridad, en las confidencias, pero poco a poco me fui convenciendo de que no era así y lo peor es que yo sabía que no era por ti, creo conocerte bien y nunca fuiste así hasta que conociste a Vicente. Ahora es tu marido y yo no quiero ser  un motivo de disputa, pero no me gustaba nada como te trataba y, sobre todo, como te ha alejado de todos los que estábamos ahí antes que él.  Que ni siquiera me invitaras a la boda confirma lo que pienso.

-No  decidí yo quien debía o no venir a nuestro enlace. No sé qué me ha pasado Adela, pero me siento anulada por él,  nada de lo que decido le parece bien, me somete a su voluntad.

Las lágrimas salían de mis ojos sin control,  durante demasiado tiempo  había guardado para mí lo que era evidente para los demás.  Me había convertido en una chica reservado y nunca lo había sido. La mano amiga de Adela, su cercanía y sus palabras hicieron que me diera cuenta, me derrumbé y le conté  todas esas cosas que desde el principio me extrañaron en Vicente y luego fui aceptando sin darle demasiada importancia. , me quité un gran peso de encima, pero sólo momentáneamente porque cuando Adela me contó parte de todo lo que sabía de Vicente,  quise morirme y empecé a comprender algunas cosas de mi relación con él.

 

Adela me recomendó que pensara bien si quería o no seguir esa relación que evidentemente no me satisfacía

 Yo sabía que me había equivocado al casarme con él y dejar que me anulara, pero cuando tuve la certeza de todo esto ya era tarde, estaba embarazada.

Desde ese día Adela y yo volvimos a acercarnos, pero sin que mi marido lo supiera. Quedaba alguna mañana, cuando sabía que él no podía verme, lo hacía como si se tratara de un amante, de una infidelidad.

Vicente llamaba a casa a todas horas y cuando no estaba porque había quedado con Adela o había salido a comprar, me decía que dejara la compra y la haríamos por la tarde. Sospechaba de mí, veía infidelidades donde sólo había inseguridades creadas por el mismo, yo pensaba, a menudo, en el refranero, en esa frase que dice: “Piensa el ladrón que todos son de su condición”. Él era el infiel y me acusaba a mí, quizá para librarse del odio que sentía por todo el daño que le hizo la otra.

Volví a ocultarle a mi amiga el acoso al que me sometía, creo que ella no lo hubiera permitido.

Una tarde, estando mi embarazo ya avanzado,  salimos a pasear por el centro y hacer algunas  compras para el bebé, de pronto  se le iluminó la cara, me soltó la mano se adelantó unos pasos, cruzó la calle  y fue a saludar a una chica que iba acompañada de una señora mayor, me dejó detrás, sin presentarme, ni decir que íbamos juntos, como si no me conociera Estaba nervioso y excitado, con una amplia  sonrisa de felicidad que yo no le había conocido nunca, pensé que les estaría diciendo que iba a ser papá, la conversación se alargó y yo seguía parada allí en medio, esperándole, como si no fuera nadie,  a él pareció olvidársele que iba conmigo. Hablaba y hablaba gesticulaba nervioso y la sonrisa parecía tatuada en su boca. Por unos momentos se olvidó de mí.

Escanee con la mirada a la chica, me recordaba a alguien, pero no caía, quizá era una conocida de los dos y estaban esperando a que yo me acercara, pero ni una mirada hacia donde yo estaba.

De pronto me vino a la cabeza como un flash, el recuerdo de un día a los pocos meses de salir con Vicente. Se le calló la cartera y se esparcieron por el suelo varias fotos de una chica rubia, de piel blanca y nariz prominente, inmediatamente las recogió, azorado sin decir nada, ni una explicación, ni la menor justificación de porqué llevaba las fotos de una chica en la cartera. Ahora estaba casi segura de que era la misma persona.  Ocurrió lo mismo que el día que se le colleron las fotos, ni una explicación, nada, como si yo no fuera nadie y no mereciera saber por qué me había dejado plantada para ir a saludar a aquella mujer. No le pedí explicaciones, sabia la respuesta que me daría, no era la primera vez, me diría que no controlaras su vida.

Pasé la noche en vela, mi hijo se movía dentro de mí, seguramente contagiado de mi desazón. A la mañana siguiente con unas ojeras visibles llamé a Adela, necesitaba saber, ya no podía mantener los ojos cerrados.

Quedamos en un café cerca de mi casa, Adela acudió a mi llamada como lo que había sido siempre, una buena amiga. Cuando le conté lo que me había pasado y le describí a aquella mujer, las palabras salieron atropelladas de su boca:

-¡Miserable!, Laura, tu marido es un miserable, no tengo palabras para describirle y los más leve que se me ocurre es decirle miserable.

Las lágrimas me cegaron por un momento, mi hijo se movía dentro de mí como si fuera en un barco a la deriva.

La mujer a la que mi marido saludó era su anterior novia. La que estuvo con él por despecho a otro chico, para darle celos y finalmente volver con él y dejar a Vicente plantado una semana antes de casarse. Si, la mujer que nunca lo quiso, la que le hizo pasar por un verdadero infierno de infidelidades, de mentiras, de engaños. Incluso, al parecer se quedó embarazada de Vicente y abortó sin contar con la opinión de él que, cuando se enteró, ya era tarde y nada se podía hacer.   Pero él la premiaba estando cada día más ciego, comprándole regalos caros, llevándola de  viaje  a gastos pagados, sorprendiéndola con docenas de rosas, con perfumes, comprando un amor que nunca existo. No hay más ciego que el que no quiere ver y eso le pasó a Vicente con aquella chica que a él le parecía la más guapa de todas y que en realidad era una más, con un pelo rubia deslavazada, los ojos claros, pero algo saltones y los dientes descarrilados y salientes, Pero la fea  era yo y la mala y la que lo engañaba.

Desde ese día algo cambió dentro de mí, no podía verlo de la misma manera. Por la noche esperaba a que se durmiera para entrar en la cama sigilosa, para no despertarlo, pero él me esperaba y ejercía su derecho quisiera yo o no, me embestía como un fiera, sabiéndose mi dueño, no preguntaba si me apetecía si estaba molesta por el embarazo, sólo satisfacía su instinto animal. Hasta el contacto de sus labios con los míos empezó a molestarme, después sentiría asco, un asco inmenso que aguantaría por mis hijos.

Pensé, ilusa de mí, que  la llegada de mi primer hijo suavizaría las formas, pero me equivoqué y a pesar de su gran deseo de ser padre, las cosas no cambiaron a mejor, era como si obligándome  a mí a hacer su voluntad, doblegara a la otra mujer de la que más que enamorado seguía obsesionado.

Yo estaba loca de ilusión con mi hijo y se me olvidaban las ofensas  de mi marido cuando miraba la carita de mi niño. Prendido de mi pecho succionaba tranquilamente, era una simbiosis perfecta, mi niño y yo, no había nada que pudiera destruir ese cariño.

Aprovechando que yo estaba ocupada día y noche con mi hijo, él empezó a inventarse cenas con compañeros, igual que hacía cuando éramos soleros y no quería quedar conmigo. Yo, un poco sobrepasada con el trabajo que supone un bebé, quería salir alguna vez a cenar con él y sus amigos, pero me decía que eran cenas de hombres solos y  no quería que dejara al bebé con nadie. Una de tantas veces pensé que no debía ceder  pues llevaba meses in salir apenas de casa. Le dije que me iba con él dijo que no, yo insistí, me arreglé, me puse un vestido nuevo, los viejos no me valían, aun no me había recuperado del embarazo. Salí al comedor dónde estaba él viendo la tele y al verme arreglada y maquillada empezó a reírse, me dijo que estaba gorda, que donde iba con ese vestido, que aprecia una matrona. Me tragué las lágrimas, me hice la fuerte y le dije que me iba con él, yo insistía porque sabía con certeza que no salía con sus amigos. Insistí tanto que acabó por darme un empujón, me caí en medio del pasillo, me sentí ridícula tirada en el suelo con mi vestido nuevo, pero no fue el empujón lo que me dolió, lo que más hizo mella en mi fue que se riera de mi porque aún no me había recuperado de haber  parido. Con los gritos el niño empezó a llorar, él salió de casa dando un portazo y me dejó tirada en el pasillo sin apenas poderme levantar. Me arrastré hasta la habitación y como pude cogí al niño en  brazos, en ese momento sonó el teléfono, mi madre quería saber si le llevaba al niño, no le dije anda, pero apenas podía apoyar el pie derecho.

Miedo, es lo que empecé a tenerle, por si volvía a empujarme, por si me abandonaba con un niño pequeño y sin trabajo.

Reflexioné y me di cuenta de que yo había provocado aquello, si no hubiera insistido él no me habría empujado. Para todo el mundo fue una caída, eso me dijo él que dijera.

-Ni se te ocurra decirle a nadie lo que ha pasado, como me entere te dejo colgada, me llevo al niño y no ves ni un céntimo.

 Sonaba a amenaza, pero yo me lo había buscado, eso me decía él.

A partir de entonces tuvo vía libre para salir con sus amigos, yo sabía que sus amigos tenían forma de mujer, pero para entonces yo tenía el miedo dentro de mí, tatuado a fuego.

Algún sábado de los que salía, venia tarde, se metía en la cama y me embestía, hacía uso de mí. Sus besos se convirtieron en babas que me quemaban la piel, sus embestidas me hacían daño, pero nada comparable al daño moral.

Una de tantas noches me negué, me envalentoné y le dije que no me apetecía, que estaba cansada porque el niño había pasado un mal día y estaba agotada, me dijo que para él estaba cansada y seguro que cuando iba con esos novios que tenía antes, no me negaba y era complaciente, no contesté, no supe, lo único que pensé es que empleaba contra mí las confidencias que le hice cuando éramos novios. Insistí en que no quería, se levantó, empezó a meter ropa en maleta y dijo que se iba de casa, al rato volvió, se metió en la cama y lo consiguió a la fuerza, después de golpearme. Estaba asustada, tenía miedo, vi en sus ojos ese oído, esa mirada fulminante. Otra vez pensé que parte de la culpa era mía por no querer compartir con él la cama, después de todo era mi marido.

Poco a poco el miedo me paralizó. Le dejaba hacer y decidir para no provocarle, para que no volviera  apegarme.

El seguía su vida, mi hijo y yo éramos el  bálsamo donde curarse sus viejas heridas, éramos la seguridad que le había faltado siempre, su valle de lágrimas, pero en esta falsa familia nadie era feliz. Vicente porque vivía con una mujer a la que nunca quiso, yo porque evidentemente no me quería y me maltratabas física y psicológicamente y el niño porque estaba entre los dos y en más de una ocasión vio y oyó discusiones no aptas para un niño.

Pronto vino mi segundo embarazo. Yo no quería tener más hijos, sabía que no venían a una familia feliz, pero Vicente era mi dueño y decidía siempre.

Un día, en el cuarto mes de  mi segundo embarazo, salí a hacer unas compras con Adela, por casualidad Vicente me vio y al llegar a casa  se puso furioso, como una bestia empezó a insultarme, yo le repliqué, le seguí la discusión, estaba harta de que desconfiara de mi cuando era él quien realmente estaba con otra. El niño lloraba desconsolado en su habitación y la otra criatura se removía en mi barriga, pero estaba harta, cansada, ciega de odio y de rabia. Grité y volví a gritar hasta que no pude más y le dije que se fuera con esa maldita mujer que le estaba amargando la vida. Se abalanzó sobre mí y olvidó hasta que estaba embarazada, empezó a pegarme sin mirar, en la cabeza, en los brazos, en la espalda, puñetazos, patadas, empujones, creo que se volvió loco, se ensañó conmigo. Milagrosamente no aborté, sangré unos días  y después el embrazo siguió su curso. Ahora la culpa me corroía, el miedo me paralizaba, pensar que por insistir mi hijo, que aún no había nacido, estaba siendo maltratado y todo por no saberme callar a tiempo.

Pasaba horas sentada delante de la televisión, con la mirada perdida, con miedo, mucho miedo de que se volviera a repetir la paliza, de que mi hijo naciera mal y de que mi otro niño tuviera traumas, de echo el niño empezó a tener pesadillas después de aquella noche, sólo quería estar conmigo, no quería ir a la guardería, ni dormía bien ni comía en condiciones, estaba asustado, veía a su padre y se escondía detrás de mí.  Yo pasaba las noches en vela, me concentraba en pensar que no volvería provocarle, no quería que se repitiera.

En la calle, con la familia, incluida la mía, era encantador, educado, amable, en casa era cruel, malvado. Los celos, el rencor, la venganza hacia esa mujer la ejercía en mí, pero aun vendrían momentos más difíciles y ocurrido pronto, cuando esa otra mujer se volvió a cansar de él y se fue con otro.

Me lo dijo mi amiga Adela, ella siempre estaba cerca de mí, pero yo le ocultaba todo lo que podía. Me llamó un viernes por la mañana y Vicente debió enterarse poco después que yo porque al día siguiente sábado salió y volvió a casa ebrio de alcohol y celos, furioso. Nada más llegar le dije que no hiciera ruido, que el niño acababa de dormirse. Vino hacia mí y como un monstruo empezó a desnudarme, no me desnudaba a mí, era a la otra, estaba segura, me rompió el camisón, me arañó, me tiró sobre la cama y me embistió con tanta furia que no  oía ni mis gritos ni los de nuestro hijo que, en el quicio de la puerta, berreaba desconsolado. Cuando acabó salí corriendo y me encerré en la habitación de mi hijo para consolarle, para intentar hacerle ver que había sido sólo una pesadilla, pero el niño lloraba desconsolado, lo que había visto se estaba grabando en su cerebro infantil, estaba segura que las se cuelas serian irreversibles. Lo acaricie lo besé lo consolé y conseguí calmarle hasta que se quedó dormido. De madrugada noté como un hilo de sangre corría por mis piernas, faltaban dos meses para parir y mi segundo hijo iba a nacer ya, se retorcía dentro de mí, un dolor punzante, terrible recorría mi barriga. Me levanté, avisé a mis padres por teléfono y Vicente se despertó, muy amablemente, como si nada hubiera ocurrido, sacó el coche del garaje y cuando vinieron mis padres para quedarse con mi hijo salimos hacía el hospital.

Nació una niña preciosa, muy pequeña y nerviosa. Estuvo en la incubadora hasta que cogió peso y por fin pudimos llevárnosla a casa. Era mi niña, se me olvidaron las palizas, los insultos, los malos modos, los cientos de veces que me pedía perdón y me decía que no volvería a hacerlo, las noches en vela, sola y embarazada, las vejaciones, todo se me olvidó cuando tuve a mi niña en casa y succionando de mi pecho.

Con la llegada de Elena, así llamamos nuestra hija, todo pareció suavizarse, Vicente no salía tanto, incluso jugaba a  ratos con el niño mientras yo me ocupaba de la niña. Lo único que no cambio fueron las noches, se sentía con derecho a usarme, lo hacía como siempre, sin pedir permiso, como si haberse casado conmigo le diera derecho a todo, pero eso era soportable, sólo me hacía daño a mí y me estaba acostumbrando, cerraba los ojos pensaba en otra cosa y le ajaba hacer, luego me lavaba, me restregaba la piel para que no quedara ningún rastro sobre mí.

Algunos domingos íbamos al parque con los niños, él leía periódico y yo jugaba con Vicente, mi hijo. A la vuelta, el niño estaba cansado y pedía que lo cogieran en brazos, su padre le gritaba que era una “nenaza” y que los hombres iban andando, a mí se me partía el corazón, era casi un bebé. Yo lo cogía y con la otra mano arrastraba el carrito de la niña mientras él caminaba delante, ajeno a nosotros.

Era una persona amargada, decepcionada de la vida, nunca comprendí porqué se casó conmigo, o quizá sí, yo era la mujer prefecta pata él, callada, abnegada, sumisa, ideal para lo que él quería. Lo que no podía comprender era que emplear su venganza conmigo le satisficiera, le reconfortara y aún menos podía comprender que arrastrara a dos criaturas al  precipicio.

Nunca vi en mi marido una cara alegre, una sonrisa cómplice, vivía amargado y sin embargo se empeñaba en mantener una vida insulsa, que no le satisfacía. En alguna ocasión, después de alguna de tantas discusiones, le propuse separarnos, buscarme un trabajo y acabar por fin con tanta falsa, entonces se ponía muy amable, casi cariñoso, cambiaba su actitud y me hacía creer que me quería, creo que algo de cariño si sentía por mí, pero eso fue cuando hacía años que yo había dejado de quererle y le odiaba con todos mis sentidos, aunque me daba pena porque había sido un malvado infeliz.

Un día me llamó Adela y me dijo que “la otra” acababa de separarse. No reaccioné porque pensaba que Vicente ya lo había superado, pero me equivoqué. Mi marido la buscó, tenía una verdadera adición a aquella mujer. Volvió a salir, a ignorar que tenía dos hijos y a ser la otra persona, malvada, vengativa y cruel, pero a mí ya no me hacía daño y pensaba sólo en mis hijos, él no se conformó sólo con salir, beber y ausentarse fines de semanas enteros sin que yo supiera donde buscarle. Empezaron de nuevo los insultos y después los golpes. Yo era incapaz ya de doblegarme sabiendo todo lo que sabía y por donde tendría que pasar de nuevo. Estaba dispuesta, por mis hijos, a vencer el miedo.

Una noche vino tarde y ebrio, se metió en la cama e hizo uso de mí, como siempre cerré los ojos y me concentré en otra cosa, su aliento  apestaba a tabaco y  alcohol, era vomitivo, pero yo apretaba la lengua contra el paladar y así vencía mi repugnancia. Cuando acabó salí corriendo al baño, me metí bajo la ducha y estuve un buen rato debajo del agua restregándome  bien para quitarme ese olor que se me quedaba en la piel y no desaparecía en toda la noche, no volví a la cama, me acoté con mi hijo, le abracé y note ese olor a colonia de bebé que tanto me gustaba. Me dormí plácidamente al lado de mi niño, al rato se despertó me miró, sonrió, me pasó la mano por el cuello y se durmió.

Muchas noches, cuando Vicente se iba, yo dormía con mi hijo, abrazada a él, con la niña al lado, en la cuna, no lo necesitaba para nada, ojala, pensaba, no volviera nunca, para mi hubiera sido lo mejor y para los niños también,  aunque gozábamos de buena posición económica, hubiera preferido vivir con lo mínimo y tener a mis hijos contentos, sin miedos, sin pesadillas.

Una de tantas noches vino borracho y gritando, me acurruqué al lado de mi hijo y me hice la dormida, se abalanzó contra mí y no le importaron ni el llanto de los niños ni mis gritos diciéndole que nos fuéramos a nuestra habitación, allí mismo se abalanzó sobre mí y como mi hijo empezó a gritar, le pegó, el niño lloró aún más y él se volvió loco, se ensaño con él, le pegó en la cabeza , en la cara, en el cuerpo y yo a su lado intentado quitárselo recibí también golpes, pero no me dolían. Conseguí ponerme  en medio, el niño ni sollozaba, las lágrimas brotaban de sus ojos sin ruido. Nos fuimos a la habitación, cerró la puerta e hizo uso de mí, el niño estaba callado en su habitación, yo sollozaba por él, por la crueldad de su padre, por tantas noches de miedo, por mi impotencia, por mi culpa, por no haber sabido defender a mis hijos, por no haberme negado a tenerlos solo para que fueran infelices. Lloré por todas las mujeres y niños del mundo que, como nosotros, estaban siendo víctimas de una violencia cruel, gratuita y sin sentido.

 Al día siguiente, sábado, Vicente se levantó cariñoso, como si no hubiera pasado nada. Le puso pomada al niño en los moretones que le había hecho y le advirtió que no le dijera a nadie lo que había pasado, el niño no se hubiera atrevido porque le tenía el miedo suficiente como para estar intimidado.

Esperé pacientemente, pasamos el sábado como si nada hubiera ocurrido, no pudimos salir a la calle, el niño tenía moretones por todo el cuerpo y yo además de moretones tenía heridas, me había partido un labio y tenía un derrame en un ojo, parecía un monstruo. Mi hijo me miraba, como pidiendo ayuda,  las lágrimas brotaban de sus ojos en silencio como si fuera un adulto. A su corta edad comprendía perfectamente lo que estaba pasando. Me tocaba la cara con su manita y las lágrimas volvían a brotar, me preguntaba si me dolía mucho la pupa y yo le decía que no.

Por la noche  mi marido alquiló una película y pidió unas pizzas para cenar, no podíamos salir a la calle. El domingo  compró comida hecha,

Por la noche me dijo que si se me ocurría decirle a alguien que me había pegado, me mataría. Me lo dijo mirándome a los ojos con todo el odio de una vida acumulado en sólo un momento y le creí, por primera vez fui consciente de que en la siguiente ocasión me mataría, o lo que era aún peor, mataría a uno de mis hijos.

No dormí ni un minuto, ya no tenía miedo, si me mataba al menos mis hijos se librarían de su crueldad.

El lunes se levantó, se dio una ducha y me dio un beso de despedida, sería el último beso que me diera, de eso estaba segura. Salió camino del trabajo, esperé un tiempo prudencial, descolgué el teléfono y llamé a mi amiga, quedé con ella en la puerta de la comisaria. Arreglé a los niños, me arreglé yo, bajé a la calle, los vecinos me miraban, la gente se apartaba a mi paso, iba como ausente por la calle, tenía claro lo que debía hacer. Verle golpear a mi hijo fue el detonante

Cada vez corría más, la niña en el carrito y el niño en brazos. Tenía miedo de encontrármelo por la calle y que me pidiera lo que quería hacer. En mi desasosiego no me di cuenta de que el labio  me sangraba y el brazo me dolía, estaba concentrada en llegar a la comisaria y acabar de una vez por todas con tanto sufrimiento.

Mi hijo lloraba al verme sangrar y me preguntaba si me dolía, yo le contestaba que no y realmente no sentía dolor. Le decía  que le quería mucho y que sería la última vez que me vería sangrar, le prometí que a partir de ese momento todo iba a cambiar.

Aun no se  sé cómo, pero por fin llegué a la comisaría, solté al niño en el suelo, le dije al policía de la puerta que quería denunciar a mi marido por malos tratos y me desmayé.

Desperté en una cama de hospital con una costilla rota, la cara como un ecce homo y el brazo en cabestrillo. Mis padres y mi amiga Adela no podían creerse el infierno por el que había pasado en silencio. Al verme sonreír mi hijo lloró de nuevo en silencio, se acercó a mí me tocó la cara y me preguntó si me dolía, le respondí que no y le prometí que nadie volvería a golpearnos, el niño me sonrió reconfortado, seguro.

 

 

 

 

 

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