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domingo, 28 de diciembre de 2014

Una marca indeleble.


Una marca indeleble.

Y el niño creció. Parecía que lo había hecho solo y  de pronto, pero esas piernas largas, la voz ronca y ese  bello oscuro que recubría su cuerpo no habían podido salir de la nada, seguro que había sido un proceso algo más lento de lo que su madre pensaba.

Cuando quiso acercarse a él, el chico era esquivo, incluso respondía marcando distancia a las caricias. Marcaba las distancias por medio de una gran barrera invisible e  impenetrable donde nadie de su pasado tenía acceso. 

Un día descubrió en él una intolerancia total hacia cualquier gesto de complicidad.

Se encerró en sí mismo y dejó fuera de su caparazón protector a todos los que de algún modo  habían contribuido a hacer de su infancia un lugar insoportable, donde no encontró ni el apoyo, ni el cariño, ni la comprensión que se supone a los adultos que debían cuidarlo.

Quizá por eso o, quien sabe por qué, no sabía ser feliz, ni encontraba su sitio, ni tenía amigos, ni casi  relaciones sociales.

Cuando su madre empezó a bucear en su infancia comprendió que no se puede educar a un niño travieso golpeándolo, que no se puede corregir unas conducta a la fuerza bruta, que un niño necesita cariño y muchas explicaciones, paciencia y mucha comprensión, no golpes y desprecio.

 Ahora ya era tarde, hay cosas que no tienen vuelta atrás y dejan una marca indeleble de sufrimiento e incomprensión.

 

 

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