Una marca indeleble.
Y el niño creció. Parecía que lo había hecho solo y de pronto, pero esas piernas largas, la voz
ronca y ese bello oscuro que recubría su
cuerpo no habían podido salir de la nada, seguro que había sido un proceso algo
más lento de lo que su madre pensaba.
Cuando quiso acercarse a él, el chico era esquivo, incluso
respondía marcando distancia a las caricias. Marcaba las distancias por medio
de una gran barrera invisible e
impenetrable donde nadie de su pasado tenía acceso.
Un día descubrió en él una intolerancia total hacia
cualquier gesto de complicidad.
Se encerró en sí mismo y dejó fuera de su caparazón
protector a todos los que de algún modo
habían contribuido a hacer de su infancia un lugar insoportable, donde
no encontró ni el apoyo, ni el cariño, ni la comprensión que se supone a los
adultos que debían cuidarlo.
Quizá por eso o, quien sabe por qué, no sabía ser feliz, ni
encontraba su sitio, ni tenía amigos, ni casi
relaciones sociales.
Cuando su madre empezó a bucear en su infancia comprendió
que no se puede educar a un niño travieso golpeándolo, que no se puede corregir
unas conducta a la fuerza bruta, que un niño necesita cariño y muchas
explicaciones, paciencia y mucha comprensión, no golpes y desprecio.
Ahora ya era tarde,
hay cosas que no tienen vuelta atrás y dejan una marca indeleble de sufrimiento
e incomprensión.
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