Los olvidados.
Son como niños grandes de piel flácida y mirada tierna. Con arrugas dentro
de las arrugas que desfiguran sus facciones. El color indeterminado de sus ojos y su brillo apagado desdibujan
el ángulo. El contorno de sus bocas de labios temblorosos y rictus indefinido apaga
sus sonrisas.
Miran atentamente cuando les hablas,
unas veces porque no te oyen, otras porque
no te entienden y algunas porque quieren hacer bien todo cuanto les dices. Porque se sienten vulnerables y torpes en sus
movimientos, porque han olvidado cuando eran ellos los que tenían razón y manejaba
su vida y la tuya. Porque sienten que sólo tú puedes salvarles de su eterna
soledad, de su día a día de rutina y sinsabores, la rutina del que nada espera
y los sinsabores de quién fue generoso, dio todo y recibe poco o nada a cambio.
Largos días de hastío, resignación y paciencia, de justificaciones y halagos al hijo que no viene, que no puede,
que se olvida. Inmensas noches en blanco pensando, quizá, en esa llamada que no
se produce o en la visita que no llega.
Guardan pequeños tesoros apolillados y carcomidos. Sus casas están llenas
de recuerdos ruinosos que conocieron tiempos mejores, de objetos sin valor que rellenan los rincones polvorientos.
Un día se van y sus pequeños y queridos tesoros quedan esparcidos por la
basura, sin que nadie lo remedie, sin más valor que el recuerdo unido al sentimiento
que cada uno de ellos evocaba.
Y la vida vuelve a empezar y cada
cual guarda sus pequeños tesoros que poco a poco se llenan de polvo y se apolillan
y se convierten en objetos inservibles, pasados de moda, que otros tiraran y
quedaran esparcidos por la basura....
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