Yo creía que era su nombre o su
apellido y nunca se me ocurría descomponer la palabra y darle sentido.
Debajo del terraplén, enfrente la
casa en que vivía de pequeña, había un camino sin asfaltar que llevaba a una
huerta cuya verja desvencijada hacia de puerta, estaba
justo enfrente de la higuera a la derecha del
terraplén.
En una pequeña casa que había en la
huerta vivía un matrimonio, el apodado “pierdehuertas” y a ella le llamaban
Gregoria. Pronto supimos todo el
vecindario como se llamaba la mujer.
Al hombre le gustaba beber y se
emborrachaba cada noche perdiendo la noción del tiempo. Cuando llegaba a su
casa la mujer le había cerrado la puerta con la intención no abrirle y que de
una vez por todas dejara de beber hasta perder el sentido.
El hombre llegaba tambaleándose a
la verja y empezaba a gritar a la mujer: Gregoria ábreme la puerta que estoy
muy maloooo y alargaba la o hasta que no podía casi respirar, al principio no
se le entendía nada, pero poco a poco afinábamos el oído hasta comprender lo
que trataba de decir.
A mi me daba un miedo atroz porque
yo no sabía lo que era una borracheara y porqué una persona podía actuar de ese
modo, mas bien me parecía un loco capaz de hacer cualquier fechoría.
El hombre se pasaba horas llamando
a gritos a su mujer y como ella no le hacía caso el acababa durmiéndose
enfrente de la verja. Se meaba en le pantalón y pasaba la noche en duerme vela
desvariando. Al día siguiente cuando me despertaba lo primero que miraba desde
mi ventana era la veja para comprobar
si”pierdehuertas” había entrado ya en su casa.
Un verano, casi sin darnos cuenta,
la huerta de “pierdehuertas” desapareció y en su lugar habían construido un
bonito chalet con una enorme piscina
rodeada de césped y jardines.
Una verja de hierro forjado
flanqueaba la entrada y no porque la mujer del antiguo dueño la cerrara para
impedirle la entrada cuando este venía ebrio. Ahora la verja separaba nuestro
mundo de niños pobres y el de los nuevos dueños. Era una barrera bien visible
para decirnos que vivíamos en mundos diferentes, el de los pobres y los
señoritos, entonces no había más clases sociales en Andalucía.
Lo único que no pudieron impedir
los primeros veranos fue la vista y solo porque nuestra calle estaba a un nivel
superior del terreno; era, quizá, lo
único superior que teníamos con respecto a ellos.
El primer año, por mucha prisa que
se dieron los jardineros para plantar setos no pudieron evitar que nuestros
ojos de niños curiosos llenos de envidia, se dirigieran siempre hacia la nueva
casa.
El camino desde la verja hasta la
piscina lo sembraron de flores y césped. A la derecha de la piscina, un poco
retirada estaba la casa de los caseros, una humilde casilla concebida para
tener cerca a los criados en el momento de necesitarlos. Detrás, en segundo
plano, el chalet de los señores, no se veía demasiado bien, pero lo poco que
asomaba denotaba la opulencia con la que los ricos hacían las casas.
Por detrás del chalet, antaño
huerta sembrada de árboles frutales y olivos hicieron una tapia por la que
nadie podía ver nada. Cuando era huerta, los chiquillos veíamos madurar el
enorme ciruelo de”pierehuertas” y cuando apenas las ciruelas empezaban a
ponerse amarillas íbamos degustándolas directamente del árbol. Nos comíamos las
de la parte baja del ciruelo y cuando ya no quedaban trepábamos a las ramas
altas para cogerlas. Eran unas ciruelas sabrosísimas que en mi pueblo se
llamaban monjillas y tenían forma
alargada, redondeada y acababan en punta, eran como una aceituna grande y muy
amarilla. Alguna vez nos pillaba su dueño y salimos corriendo despavoridos como
quién ve al diablo. Su dueño por el día no estaba ebrio, pero tenía muy mal
genio y aunque él no cogía ni vendía las ciruelas, no quería que nadie se las
robara. Ese pequeño placer del verano había desaparecido para nosotros, pero no
importaba mucho, éramos niños con recursos y sabíamos buscarnos aventuras y
diversión.
Los primeros días de verano,
después de las vacaciones del colegio, el chalet parecía una casa fantasma
donde apenas se veía movimiento por el día y por la noche permanecía con las
luces encendidas, pero sin nadie más que los caseros.
Cuando el calor empezaba a ser casi
insoportable y nada más levantarnos buscábamos la sombra de los árboles de
la calle, el chalet empezó a cobrar
vida. Una serie de coches elegantes y
grandes fueron llegando y de
ellos bajaban familias enteras con niños de todas las edades que nada mas
llegar se ponían sus bonitos bañadores de colores y se zambullían en la piscina
dando gritos de alegría y tiritando de frío porque el agua, a pesar del calor,estaba
fría. Mientras, nosotros babeábamos y nos asfixiábamos de calor.
Los niños de mi calle no nos
habíamos bañado nunca en una piscina, como mucho, algunos en una alberca de
riego o en un barreño que poníamos al sol y cuando llegaba la tarde nos
metíamos en el como si se tratara de una piscina y disfrutábamos a nuestra
manera.
La primera semana que nuestros
nuevos y distantes vecinos pasaron en
su nueva casa, nosotros lo único que
pasamos fue envidia y no solo esa semana, también la siguiente y la otra y todo
el verano y los sucesivos también, hasta que el seto creció y ya no pudimos
verlos, solo les oíamos chapotear en el agua y gritar de felicidad. Nuestra
envidia decreció, pero no desapareció del todo porque al caer la tarde los
niños del chalet se paseaban por mi calle con sus flamantes bicicletas y sus
ricas meriendas de chocolate y bizcocho hecho ese mismo día por sus criadas. Se
nos caía literalmente la baba al ver las bicicletas porque nadie en aquellos
años tenía una y menos nueva; tampoco merendábamos cada tarde aquellas cosas
tan ricas a las que aquellos niños de ciudad apenas hacían aprecio. Los
mirábamos como si fueran héroes, como si fueran una obra de arte, como si en
vez de niños normales fueran de otra clase y realmente lo eran porque nunca se
llegaron a mezclar con nosotros, ni siquiera nos miraban y menos aún nos
dirigían la palabra, Debíamos parecerles seres inferiores porque no teníamos
nada, absolutamente nada parecido a ellos.
Pasaron algunos veranos y nuestros
nuevos vecinos no tenían nada nuevo que ofrecernos, todo estaba ya visto,
estábamos tan acostumbrados a sus chapuzones ruidosos en plena siesta mientras
nosotros sudábamos y a sus meriendas sabrosas y dulces que llegaron a parecernos
invisibles, ya no notábamos su presencia ni soñábamos con una piscina. La
envidia se fue diluyendo como azúcar en agua y dejamos de ocuparnos de los que
hacían los niños diferentes. Continuamos con nuestros juegos y agudizamos
nuestra imaginación más que nunca. Al final, ellos dejaron de pasearse por
nuestra calle con sus bicicletas, quizá como ya no nos daban envidia, no
necesitaban pasear por nuestra calle.
Como tampoco ellos podían vernos a
nosotros, empezamos de nuevo a subirnos en la higuera que había justo enfrente
de la entrada al chalet. Al principio nos daba vergüenza, pero como se
volvieron invisibles para nosotros, continuamos con nuestras incursiones a la
higuera de los higos negros, porque había dos: una a cada extremo de la parte
baja del terraplén, una daba higos negros y la otra blancos. Eran unos frutos
dulces y deliciosos, pero no te podías descuidar porque estaban al borde del
camino y todo el que pasaba miraba con intención de divisar algún higo maduro,
cosa rara, porque nosotros revisábamos cada día rama por rama a ver cuál
podíamos coger. Teníamos incluso un artilugio rudimentario, pero efectivo, para
recoger los higos de la parte más altas, esos a los que no se podía acceder ni
subiéndose muy alto. El artilugio consistía en una caña cuyo extremo se abría y
se astillaba en varias partes, se `ponía una piedra en el centro y quedaba un
espacio, se acercaba la caña al higo se introducía en el espacio hueco y se iba girando poco a poco hasta liberar el
higo, asistíamos todos en silencio al ceremonial hasta que el fruto estaba en
nuestras manos, no importaba comerlo lo importante era cogerlo y demostrar la
destreza a los demás.
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