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domingo, 14 de septiembre de 2014

Pierdehuertas



Yo creía que era su nombre o su apellido y nunca se me ocurría descomponer la palabra y darle sentido.

Debajo del terraplén, enfrente la casa en que vivía de pequeña, había un camino sin asfaltar que llevaba a una huerta  cuya  verja desvencijada hacia de puerta, estaba justo    enfrente de la higuera a la derecha del terraplén.

En una pequeña casa que había en la huerta vivía un matrimonio, el apodado “pierdehuertas” y a ella le llamaban Gregoria. Pronto supimos  todo el vecindario como se llamaba la mujer.

Al hombre le gustaba beber y se emborrachaba cada noche perdiendo la noción del tiempo. Cuando llegaba a su casa la mujer le había cerrado la puerta con la intención no abrirle y que de una vez por todas dejara de beber hasta perder el sentido.

El hombre llegaba tambaleándose a la verja y empezaba a gritar a la mujer: Gregoria ábreme la puerta que estoy muy maloooo y alargaba la o hasta que no podía casi respirar, al principio no se le entendía nada, pero poco a poco afinábamos el oído hasta comprender lo que trataba de decir.

A mi me daba un miedo atroz porque yo no sabía lo que era una borracheara y porqué una persona podía actuar de ese modo, mas bien me parecía un loco capaz de hacer cualquier fechoría.

El hombre se pasaba horas llamando a gritos a su mujer y como ella no le hacía caso el acababa durmiéndose enfrente de la verja. Se meaba en le pantalón y pasaba la noche en duerme vela desvariando. Al día siguiente cuando me despertaba lo primero que miraba desde mi ventana era la veja  para comprobar si”pierdehuertas” había entrado ya en su casa.

 

Un verano, casi sin darnos cuenta, la huerta de “pierdehuertas” desapareció y en su lugar habían construido un bonito chalet  con una enorme piscina rodeada de césped y jardines.

Una verja de hierro forjado flanqueaba la entrada y no porque la mujer del antiguo dueño la cerrara para impedirle la entrada cuando este venía ebrio. Ahora la verja separaba nuestro mundo de niños pobres y el de los nuevos dueños. Era una barrera bien visible para decirnos que vivíamos en mundos diferentes, el de los pobres y los señoritos, entonces no había más clases sociales en Andalucía.

Lo único que no pudieron impedir los primeros veranos fue la vista y solo porque nuestra calle estaba a un nivel superior del terreno; era, quizá,  lo único superior que teníamos con respecto a ellos.

El primer año, por mucha prisa que se dieron los jardineros para plantar setos no pudieron evitar que nuestros ojos de niños curiosos llenos de envidia, se dirigieran siempre hacia la nueva casa.

El camino desde la verja hasta la piscina lo sembraron de flores y césped. A la derecha de la piscina, un poco retirada estaba la casa de los caseros, una humilde casilla concebida para tener cerca a los criados en el momento de necesitarlos. Detrás, en segundo plano, el chalet de los señores, no se veía demasiado bien, pero lo poco que asomaba denotaba la opulencia con la que los ricos hacían las casas.

Por detrás del chalet, antaño huerta sembrada de árboles frutales y olivos hicieron una tapia por la que nadie podía ver nada. Cuando era huerta, los chiquillos veíamos madurar el enorme ciruelo de”pierehuertas” y cuando apenas las ciruelas empezaban a ponerse amarillas íbamos degustándolas directamente del árbol. Nos comíamos las de la parte baja del ciruelo y cuando ya no quedaban trepábamos a las ramas altas para cogerlas. Eran unas ciruelas sabrosísimas que en mi pueblo se llamaban monjillas  y tenían forma alargada, redondeada y acababan en punta, eran como una aceituna grande y muy amarilla. Alguna vez nos pillaba su dueño y salimos corriendo despavoridos como quién ve al diablo. Su dueño por el día no estaba ebrio, pero tenía muy mal genio y aunque él no cogía ni vendía las ciruelas, no quería que nadie se las robara. Ese pequeño placer del verano había desaparecido para nosotros, pero no importaba mucho, éramos niños con recursos y sabíamos buscarnos aventuras y diversión.

Los primeros días de verano, después de las vacaciones del colegio, el chalet parecía una casa fantasma donde apenas se veía movimiento por el día y por la noche permanecía con las luces encendidas, pero sin nadie más que los caseros.

Cuando el calor empezaba a ser casi insoportable y nada más levantarnos buscábamos la sombra de los árboles de la  calle, el chalet empezó a cobrar vida. Una serie de coches elegantes y  grandes   fueron llegando y de ellos bajaban familias enteras con niños de todas las edades que nada mas llegar se ponían sus bonitos bañadores de colores y se zambullían en la piscina dando gritos de alegría y tiritando de frío porque el agua, a pesar del calor,estaba fría. Mientras, nosotros babeábamos y nos asfixiábamos de calor.

Los niños de mi calle no nos habíamos bañado nunca en una piscina, como mucho, algunos en una alberca de riego o en un barreño que poníamos al sol y cuando llegaba la tarde nos metíamos en el como si se tratara de una piscina y disfrutábamos a nuestra manera.

La primera semana que nuestros nuevos  y distantes vecinos pasaron en su  nueva casa, nosotros lo único que pasamos fue envidia y no solo esa semana, también la siguiente y la otra y todo el verano y los sucesivos también, hasta que el seto creció y ya no pudimos verlos, solo les oíamos chapotear en el agua y gritar de felicidad. Nuestra envidia decreció, pero no desapareció del todo porque al caer la tarde los niños del chalet se paseaban por mi calle con sus flamantes bicicletas y sus ricas meriendas de chocolate y bizcocho hecho ese mismo día por sus criadas. Se nos caía literalmente la baba al ver las bicicletas porque nadie en aquellos años tenía una y menos nueva; tampoco merendábamos cada tarde aquellas cosas tan ricas a las que aquellos niños de ciudad apenas hacían aprecio. Los mirábamos como si fueran héroes, como si fueran una obra de arte, como si en vez de niños normales fueran de otra clase y realmente lo eran porque nunca se llegaron a mezclar con nosotros, ni siquiera nos miraban y menos aún nos dirigían la palabra, Debíamos parecerles seres inferiores porque no teníamos nada, absolutamente nada parecido a ellos.

Pasaron algunos veranos y nuestros nuevos vecinos no tenían nada nuevo que ofrecernos, todo estaba ya visto, estábamos tan acostumbrados a sus chapuzones ruidosos en plena siesta mientras nosotros sudábamos y a sus meriendas sabrosas y dulces que llegaron a parecernos invisibles, ya no notábamos su presencia ni soñábamos con una piscina. La envidia se fue diluyendo como azúcar en agua y dejamos de ocuparnos de los que hacían los niños diferentes. Continuamos con nuestros juegos y agudizamos nuestra imaginación más que nunca. Al final, ellos dejaron de pasearse por nuestra calle con sus bicicletas, quizá como ya no nos daban envidia, no necesitaban pasear por nuestra calle.

Como tampoco ellos podían vernos a nosotros, empezamos de nuevo a subirnos en la higuera que había justo enfrente de la entrada al chalet. Al principio nos daba vergüenza, pero como se volvieron invisibles para nosotros, continuamos con nuestras incursiones a la higuera de los higos negros, porque había dos: una a cada extremo de la parte baja del terraplén, una daba higos negros y la otra blancos. Eran unos frutos dulces y deliciosos, pero no te podías descuidar porque estaban al borde del camino y todo el que pasaba miraba con intención de divisar algún higo maduro, cosa rara, porque nosotros revisábamos cada día rama por rama a ver cuál podíamos coger. Teníamos incluso un artilugio rudimentario, pero efectivo, para recoger los higos de la parte más altas, esos a los que no se podía acceder ni subiéndose muy alto. El artilugio consistía en una caña cuyo extremo se abría y se astillaba en varias partes, se `ponía una piedra en el centro y quedaba un espacio, se acercaba la caña al higo se introducía en el espacio hueco  y se iba girando poco a poco hasta liberar el higo, asistíamos todos en silencio al ceremonial hasta que el fruto estaba en nuestras manos, no importaba comerlo lo importante era cogerlo y demostrar la destreza a los demás.

 

 

 

 

 

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