El 22 de Enero de 2011 llegó una carta certificada a casa de la familia Padilla Torres. El banco les comunicaba el desahucio, en un corto plazo de tiempo debían abandonar su piso, el que tantos esfuerzos y horas de trabajo extra les había costado.
Ningún reproche, sólo el sabor amargo de dos lágrimas que, en silencio, recorrieron las mejillas de la ya casi anciana Manuela.
Unos años atrás Inés, su hija pequeña, les pidió un último esfuerzo y ellos no supieron negarse. Sería la locura más peligrosa de cuantas habían precedido. Firmaron como avales para un negocio con lo único que poseían, su vivienda.
Era la hija que más problemas les había dado. Al ser la pequeña, todos la arroparon dándole caprichos y oportunidades que los demás hermanos no tuvieron. Inés no supo o no quiso aprovecharlas e hizo del sacrificio de su familia un constante sometimiento, en su contra y en la de todos.
A finales de Junio, más de cuarenta años después de haber salido del pueblo, la pareja de ancianos metió en dos maletas sus pertenecías y tomaron el tren de vuelta.
Hicieron el trayecto en silencio, sus pensamientos se perdían en la misma pregunta: ¿Qué hicimos mal? Pregunta para la que no tenían respuesta, porque lo único que habían hecho en su vida había sido trabajar por el futuro de sus hijos.
Los otros hijos eran independientes y cada uno se había labrado su futuro.
Llegaron al pueblo recién acabada la primavera. El paisaje les ofrecía una explosión de colores y olores. Cientos de flores silvestres entre los campos, mariposas de todos los tamaños, pequeños insectos que revoloteaban entre las plantas y entre las montañas varias cascadas de agua se precipitaba camino del rio.
Su pueblo les recibía vestido de blanco. Los vecinos les recibieron como al hijo pródigo, ofreciéndoles su cara más amable. Unos por amistad, otros por curiosidad.
La mujer sentía vergüenza al principio, pero después se sintió reconfortada y en más de una ocasión pensó que nunca debieron salir de su tierra.
Manuela pasó La noche del 5 de enero de 1969 cosiendo unas muñecas con restos de tela, sería el único regalo de reyes que tendrían sus dos hijas pequeñas. Los chicos mayores sabían de sobra las dificultades que pasaban cada día para salir adelante y no esperaban recibir ningún regalo.
A primera hora del día 6, la mujer preparó chocolate con unas onzas que había estado guardando para la ocasión, cortó unas rebanadas de pan para freírlas en abundante aceite de oliva y esperó a que los niños se levantaran.
El líquido caliente y dulce reconfortó los paladares de los niños mayores que, después de percibir la carita de alegría de sus hermanas pequeñas al ver sus muñecas, pensaron si ellos no tenían también derecho a recibir un regalo. Por unos momentos olvidaron el sabor amargo que les producía despertarse el día de reyes sin ningún regalo y degustaron el líquido espeso con gran satisfacción.
La madre hacía grandes sacrificios para darles lo que no tenía. Ella no probó el chocolate, nadie se dio cuenta y si lo hubieran hecho Manuela les diría que no tenía ganas o que tenía el estómago pesado, así los niños podrían repetir.
Ese año la recogida de aceituna había sido floja y aunque trabajaron ellos y los dos niños mayores, las ganancias apenas alcanzaron para pasar el invierno.
A Inés se le había quedado el abrigo pequeño, pero había heredado el de su hermana Manoli, a ésta se le había quedado ya pequeño el año anterior, ahora que el frio se colaba por todos los poros de la piel, la niña mayor iba con un abrigo que no podía ni abotonarse, lo mismo ocurría con los zapatos y con los vestidos y con los jerséis, los niños crecían a demasiada velocidad y el dinero no alcanzaba nunca.
Manuela hacía y deshacía los jerséis una y otra vez con la misma lana, pero sus esfuerzos no eran suficientes.
Después de Navidad, pensaron muy seriamente aceptar la recomendación de la familia de Pablo que, años atrás, buscando un futuro mejor para sus hijos se habían ido a Barcelona y cuando volvían en verano, eran la envidia de la calle.
El 22 de Junio de 1970, la familia embaló sus pocas pertenencias y dejando atrás su calle, su familia, sus amigos, sus costumbres y su pasado emprendieron el camino de ida hacia un lugar que prometía un futuro mejor.
En la cercana estación, compraron seis billetes para el tren expreso que les llevaría a la tierra prometida. Los nervios a flor de piel, las mejillas sonrosadas.
Subieron al tren en silencio, sin apenas mirarse a los ojos, las niñas más calladas que nunca y los padres disimulando la tristeza que les producía alejarse de ese mar de olivos que era la única tierra que conocían. Cuando la enorme máquina se puso en marcha, Manolita, Pablo y los niños miraban embelesados por la ventanilla como el tren les alejaba de su querida tierra, de lo conocido de lo próximo, de los ancestros. Dos silenciosas lágrimas recorrieron las mejillas tibias de una mujer dura, de pueblo.
El futuro era tan desconocido como incierto para ella y los suyos, pero estaba convencida de que peor no les podía ir.
El piso donde vivieron los primeros años, apenas tenía las dimensiones suficientes para que los niños pudieran dormir en su propia cama. En una habitación dormían el matrimonio y en la otra los cuatro hermanos, los mayores debajo y las niña en la parte de arriba de las literas, un espacio compartido al milímetro. Para los pequeños el cambio era como un juego, para los mayores, pronto sería algo más.
Manuela no podía parar de llorar, se sentía extrajera en su país, rodeada de personas que hablaban otra lengua y tenían unas costumbres muy diferentes a la suyas.
A los pocos días de instalarse, Pablo y el chico mayor empezaron a trabajar en un taller de coches y Manuela en una fábrica textil.
Las primeras jornadas fueron muy duras porque debían aprender, empezar desde cero, Pablo pasó el primer día de trabajo barriendo el taller y el chico ordenado herramientas. Para Manuela no fue diferente, entró a trabajar en el turno de mañana, se levantó a las 5, dejó preparada la comida de los niños y salió de su nueva casa.
La colocaron delante de una enorme máquina con docenas de pequeños brazos que giraban rápidamente mientras un batallón de conos se iba llenando de hilo. Su trabajo consistía en revisar uno por uno, todo el rato y si algún hilo se rompía, anudarlo y volver a poner la máquina en marcha, era un trabajo fácil, pero no podía entretenerse ni un segundo, la máquina no podía parar porque el trabajo de las compañeras dependía de ella, el primer día estuvo acompañada por otra mujer que le enseñaba el funcionamiento, poco tiempo después la dejaron sola. Aprendió pronto y lo único que no le gustaba era que le hablaran en esa lengua que ella no conocía, pero a eso también se acostumbró. Después de un día duro trabajando de seis a dos de la tarde vino el siguiente y así pasó la primera semana, el primer mes y una sucesión de años. Entre la fábrica, la casa, la compra y los niños manuela pasó su vida, a veces trabajaba más de diez horas seguidas para llevar dinero a casa y darles a sus hijos lo que antes no habían tenido. Nada para ella, lo único que se permitía era comprarse ropa nueva en verano, para ir al pueblo.
Cada mes apartaba unas pesetas, las ponía en una hucha y hacia cuenta que no las tenía. En verano, llegaban al pueblo con la ilusión de arreglar su vieja casa. Años después, Pablo y Manuela agradecerían tener su casa reformada y en perfectas condiciones para vivir.
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