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sábado, 5 de julio de 2014


El último beso.

 

Críspulo nació en la casa anexa al cementerio de su pueblo. Además del nombre, heredaría de su padre la profesión de sepulturero.

Jugaba  entre las tumbas y trepaba por los nichos persiguiendo  gorriones, rodeado siempre de  coronas de flores y lazos morados con inscripciones, algunas de las cuales dolosas. Nunca, a lo largo de su infancia, tuvo miedo. Como decía su padre” dan más miedo los vivos que los muertos”.

En las largas veladas de invierno, su abuelo contaba viejas historias de muertos vivientes, descarnados y ridículos, que en vez de miedo daban pena. Críspulo reía y  acababa  por dormirse plácidamente, ni una pesadilla, ni un mal sueño. Era un niño feliz en medio de tanto final.

En el colegio ningún compañero sabía a lo que se dedicaba su familia, no lo escondía, pero tampoco lo pregonaba. Sabía con certeza, que si se enteraban sería el hazme reír de los chicos. Nunca invitaba a sus amigos a merendar a casa, no tenía un guion de cómo comportarse, le salía natural.

Era rubio, con los ojos de un gris intenso  y la piel tostada,  era un niño guapo. Tenía una cicatriz en la barbilla y otra en la pierna derecha, fruto de sus aventuras en solitario por el cementerio.

Le gustaban las flores silvestres y tenía una habilidad especial para cogerlas en la orilla de los caminos y formar ramilletes que ofrecía a su madre. Ella las colocaba en un viejo jarrón que tenía en el comedor y las cuidaba como lo que eran, un regalo especial del niño de sus ojos.

Un día, siendo casi  adolescente su abuelo  le dijo algo que  no le hizo gracia, pero él disimuló, en su familia estaba mal visto tener miedo y creencias sobrenaturales. A menudo se gastaban bromas pesadas entre ellos.

Poco tiempo después el abuelo murió y Críspulo tuvo miedo por primera vez en su vida, no cesaba de pensar en las palabras que le dijo, se repetían en su cabeza como una doctrina machacona. Por las noches, en la oscuridad de su habitación, veía sombras y oía lamentos que, sin duda, eran producto de su imaginación. Pensaba que su abuelo era demasiado bueno para hacerle jugarretas, pero entonces ¿por qué le dijo aquello?

Críspulo dejó de pasearse por el cementerio, ya no le hacía gracia sentarse frente a la tumbas  y leer sus libros preferidos de aventuras. Dejó de coleccionar las cintas de las coronas y perdió el gusto por las flores silvestres. Se volvió un adolescente taciturno.

Viendo que los días se sucedían sin que nada de lo que el abuelo vaticinó ocurriera, Críspulo volvió a la normalidad. El miedo fue, poco a poco, desapareciendo y casi lo había olvidado cuando una tarde de invierno, ya de noche llegó a casa y no había nadie. La oscuridad absorbía todo, era uno de esos días en los que la luna parecía no existir, estaba nublado y amenazaba tormenta. 

 En el  momento que introdujo la llave en la cerradura le pareció ver una sombra cruzar,  dio dos vueltas a la llave  y en ese instante un búho ululó y a Crispúlo se le erizó el bello de todo el cuerpo. Ni un atisbo de luz por ningún sitio, debía haberse ido por la tormenta. Instintivamente giró la mano a la izquierda para comprobar el interruptor.  Se topó con una mano helada y húmeda como la de un muerto,  un grito desgarrador salió de su garganta, el aire se detuvo en sus pulmones,  no podía respirar, el corazón empezó a latir con tanta fuerza que se le desbocó. De pronto vino la luz y Crispulo cerró los ojos, no quería ver lo que su abuelo le advirtió, cuando por  fin  los abrió  vio a su hermano mayor gritando a la par, después se reía socarronamente y apuntaba con el dedo  hacía él que, paralizado por el impacto, no era capaz de reaccionar.

Entre el secreto que le había confesado el abuelo y las bromas de su hermano, el chico vivía en una pesadilla continua.

Un día conoció a una chica. Era nueva en el pueblo y no sabía a lo que se dedicaba la familia  del muchacho.  Se fueron conociendo poco a poco hasta que inevitablemente  cupido les lanzo sus flechas.

El muchacho le regalaba flores silvestres, como hacía con su madre cuando era pequeño. Las cogía de las orillas de los caminos, formaba bonitos ramilletes y se los ofrecía a la chica.

Los rumores en el pueblo no cesaban. Decían que robaba las flores de las tumbas para regalárselas a su novia y que en alguna ocasión, ajeno al miedo se había quedado dormido en la oquedad de algún nicho.

Los rumores llegaron hasta la chica que, incrédula ante tanta insistencia, un día  le preguntó y él no pudo mentirle, le dijo a que se dedicaba su familia. La chica tiró el ramillete de flores, salió corriendo y Críspulo no volvió a verla.

El chico  creyó volverse loco, los días eran largos, las veladas  insulsas, su vida había dejado de tener sentido.

Al poco tiempo la chica murió y los rumores en el pueblo se dispararon. Se llegó a decir que Crispulo había desenterrado el cadáver de su novia para darle el último beso.

Pasaba las noches en vela y de madrugada cuando el sueño le vencía despertaba sobresaltado creyendo ver sombras  cruzar por delante de la ventana.

Una de esas noches notó un roce en el brazo, como una caricia fría y siniestra. Se sobresaltó, pensó que estaba soñando.

La noche siguiente estuvo atento, pero no ocurrió nada y cuando estaba a punto de dormirse volvió a notar el roce de una mano  sobre su brazo, era un roce suave y frio, como la caricia de un difunto, pero no le dio  miedo. Empezó a pensar en aquellas palabras del abuelo:

-Crispulo ¿sabes que dijo la comadrona el día que naciste?

-No abuelo, ¿Qué dijo?

-Que los nacidos el 25 de Enero pueden ver a los muertos.

El chico esperó la noche siguiente con la certeza de que lo que la comadrona había dicho era verdad y su novia le visitaba por las noches para comunicarse con él y, arrepentida de haberlo dejado, pedirle perdón.

 

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