El último beso.
Críspulo nació en la
casa anexa al cementerio de su pueblo. Además del nombre, heredaría de su padre
la profesión de sepulturero.
Jugaba entre las tumbas y trepaba por los nichos
persiguiendo gorriones, rodeado siempre
de coronas de flores y lazos morados con
inscripciones, algunas de las cuales dolosas. Nunca, a lo largo de su infancia,
tuvo miedo. Como decía su padre” dan más miedo los vivos que los muertos”.
En las largas veladas de
invierno, su abuelo contaba viejas historias de muertos vivientes, descarnados
y ridículos, que en vez de miedo daban pena. Críspulo reía y acababa
por dormirse plácidamente, ni una pesadilla, ni un mal sueño. Era un
niño feliz en medio de tanto final.
En el colegio ningún
compañero sabía a lo que se dedicaba su familia, no lo escondía, pero tampoco
lo pregonaba. Sabía con certeza, que si se enteraban sería el hazme reír de los
chicos. Nunca invitaba a sus amigos a merendar a casa, no tenía un guion de
cómo comportarse, le salía natural.
Era rubio, con los ojos
de un gris intenso y la piel
tostada, era un niño guapo. Tenía una
cicatriz en la barbilla y otra en la pierna derecha, fruto de sus aventuras en
solitario por el cementerio.
Le gustaban las flores
silvestres y tenía una habilidad especial para cogerlas en la orilla de los
caminos y formar ramilletes que ofrecía a su madre. Ella las colocaba en un
viejo jarrón que tenía en el comedor y las cuidaba como lo que eran, un regalo
especial del niño de sus ojos.
Un día, siendo casi adolescente su abuelo le dijo algo que no le hizo gracia, pero él disimuló, en su
familia estaba mal visto tener miedo y creencias sobrenaturales. A menudo se
gastaban bromas pesadas entre ellos.
Poco tiempo después el
abuelo murió y Críspulo tuvo miedo por primera vez en su vida, no cesaba de
pensar en las palabras que le dijo, se repetían en su cabeza como una doctrina
machacona. Por las noches, en la oscuridad de su habitación, veía sombras y oía
lamentos que, sin duda, eran producto de su imaginación. Pensaba que su abuelo
era demasiado bueno para hacerle jugarretas, pero entonces ¿por qué le dijo
aquello?
Críspulo dejó de
pasearse por el cementerio, ya no le hacía gracia sentarse frente a la
tumbas y leer sus libros preferidos de
aventuras. Dejó de coleccionar las cintas de las coronas y perdió el gusto por
las flores silvestres. Se volvió un adolescente taciturno.
Viendo que los días se
sucedían sin que nada de lo que el abuelo vaticinó ocurriera, Críspulo volvió a
la normalidad. El miedo fue, poco a poco, desapareciendo y casi lo había
olvidado cuando una tarde de invierno, ya de noche llegó a casa y no había
nadie. La oscuridad absorbía todo, era uno de esos días en los que la luna
parecía no existir, estaba nublado y amenazaba tormenta.
En el
momento que introdujo la llave en la cerradura le pareció ver una sombra
cruzar, dio dos vueltas a la llave y en ese instante un búho ululó y a Crispúlo
se le erizó el bello de todo el cuerpo. Ni un atisbo de luz por ningún sitio,
debía haberse ido por la tormenta. Instintivamente giró la mano a la izquierda
para comprobar el interruptor. Se topó
con una mano helada y húmeda como la de un muerto, un grito desgarrador salió de su garganta, el
aire se detuvo en sus pulmones, no podía
respirar, el corazón empezó a latir con tanta fuerza que se le desbocó. De
pronto vino la luz y Crispulo cerró los ojos, no quería ver lo que su abuelo le
advirtió, cuando por fin los abrió vio a su hermano mayor gritando a la par,
después se reía socarronamente y apuntaba con el dedo hacía él que, paralizado por el impacto, no
era capaz de reaccionar.
Entre el secreto que le
había confesado el abuelo y las bromas de su hermano, el chico vivía en una
pesadilla continua.
Un día conoció a una
chica. Era nueva en el pueblo y no sabía a lo que se dedicaba la familia del muchacho.
Se fueron conociendo poco a poco hasta que inevitablemente cupido les lanzo sus flechas.
El muchacho le regalaba
flores silvestres, como hacía con su madre cuando era pequeño. Las cogía de las
orillas de los caminos, formaba bonitos ramilletes y se los ofrecía a la chica.
Los rumores en el pueblo
no cesaban. Decían que robaba las flores de las tumbas para regalárselas a su
novia y que en alguna ocasión, ajeno al miedo se había quedado dormido en la
oquedad de algún nicho.
Los rumores llegaron
hasta la chica que, incrédula ante tanta insistencia, un día le preguntó y él no pudo mentirle, le dijo a
que se dedicaba su familia. La chica tiró el ramillete de flores, salió
corriendo y Críspulo no volvió a verla.
El chico creyó volverse loco, los días eran largos,
las veladas insulsas, su vida había
dejado de tener sentido.
Al poco tiempo la chica
murió y los rumores en el pueblo se dispararon. Se llegó a decir que Crispulo
había desenterrado el cadáver de su novia para darle el último beso.
Pasaba las noches en
vela y de madrugada cuando el sueño le vencía despertaba sobresaltado creyendo
ver sombras cruzar por delante de la
ventana.
Una de esas noches notó
un roce en el brazo, como una caricia fría y siniestra. Se sobresaltó, pensó
que estaba soñando.
La noche siguiente estuvo
atento, pero no ocurrió nada y cuando estaba a punto de dormirse volvió a notar
el roce de una mano sobre su brazo, era
un roce suave y frio, como la caricia de un difunto, pero no le dio miedo. Empezó a pensar en aquellas palabras
del abuelo:
-Crispulo ¿sabes que
dijo la comadrona el día que naciste?
-No abuelo, ¿Qué dijo?
-Que los nacidos el 25
de Enero pueden ver a los muertos.
El chico esperó la noche
siguiente con la certeza de que lo que la comadrona había dicho era verdad y su
novia le visitaba por las noches para comunicarse con él y, arrepentida de
haberlo dejado, pedirle perdón.
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