Sentado en un cómodo sillón, el hombre miraba al vacío, sus
ojos tristes, ausentes, melancólicos.
A sus 80 años conserva el cuerpo esbelto, el pelo que le
queda en la nuca, aún no es blanco del todo, su boca seductora ya no sonríe
como antes.
Entre las manos un pequeño libro que lee a intervalos de
tiempo, sus ojos se llena de lágrimas y de nostalgia. Lágrimas de tristeza por
lo perdido y de alegría por lo logrado.
-Abuelo ¿quiere usted que le traiga otro libro? Le dice la
empleada de la residencia, este se lo debe usted saber de memoria, lleva un año
leyendo cada página y cada letra como si lo tuviera que aprender.
_no, gracias, no quiero otro, responde el hombre con voz
segura y rotunda. Quiero aprender de memoria cada frase, cada letra. Los ojos
se le humedecen y baja la cabeza, la auxiliar piensa que todos los abuelos son
un poco raros y están algo locos.
Por las mañanas, al levantarse lo primero que hace después
de desayunar es ir al jardín para quitar las hojas secas, regar las plantas y
admirar su obra, es una de las pocas
cosas que aún le quedan y que el director de la residencia le permite.
El hombre es independiente y sale cada mañana a dar su
paseo. Siempre recorre las mismas calles, algunas veces cambia de itinerario,
pero después de su paseo por” la calle de abajo”.
Ya no queda casi nadie de sus contemporáneos, se han ido
marchando en silencio, como un día se va el otoño y aparecen de pronto las
primeras nieves.
Siempre quiso volver a su pueblo, pero nunca imaginó que lo
haría solo.
Hoy, por primera vez, después de muchos meses ha decidido pasear por la zona antigua del
pueblo. Al llegar a la plaza se ha sentado a descansar en un banco frente a una
hermosa fuente con tres caños grandes de agua, el sonido del agua le ha
recordado otros tiempos en los que de un salto subía las tres escaleras y
acercando sus labios a la fuente bebía con ansiedad hasta calmar la sed juvenil
y sentir como el agua sonaba en su barriga, luego subía de nuevo a la bicicleta
y con piernas ágiles y jóvenes enfilaba el camino del castillo. Cuando llegaba,
se sentaba extasiado y contemplaba el
esplendido paisaje que ofrecía el pueblo desde ese lugar, rápidamente
volvía sobre sus pasos porqué sus padres nunca debían saber donde había estado.
Otros días subía hasta la ermita, lo hacía en otoño, para
comprobar el cambio de tonalidad en los árboles del paisaje, era una explosión
de colores, desde el verde claro y oscuro hasta el amarillo, el mostaza y el rojizo pasando por toda la gana de ocres,
se le pasaba el tiempo volando y se preguntaba muchas veces porqué esa belleza
de paisaje, al rato se contestaba que era dios quién tenía poder para hacer
toda esa belleza. Entonces tenia respuestas simples a preguntas complicadas,
ahora que ya no creía en dios ni en muchas otras cosas, le costaba dar
respuesta a muchas peguntas que aún se hacía.
Subió las escaleras de la fuente de una en una, se agachó y
colocó sus labios para recibir el chorro de agua fresca, una de las pocas cosas
que no había cambiado en tantos años.
Siguió su camino con intención de llegar al castillo,
observó como el cauce del río Cerezuelo
había aumentado a causa de las últimas lluvias, con esa agua tan transparente y
ese sonido relajante se olvidó por un momento de la soledad y se sintió
integrado en la naturaleza, algunos pájaros se desgañitaban cantando y al mirar
hacia arriba pudo ver las ramas del frondoso sauce llorón llenas de gorriones y
otros muchos pájaros que a esas horas de la mañana cantaban sin que nadie
interrumpiera su rutina.
Al llegar al castillo se sentó agotado en un muro que
parecía estar esperándole. Cuando recobró el aliento,, miró hacia el pueblo y
de nuevo sintió tristeza porque nada era como antes. Casi todo había cambiado,
ahora las casas llegaban hasta casi el castillo y si miraba al frente casi no
recocía el paisaje, otras veces de pequeñas casas encaladas en blanco y ahora
de apartamentos por doquier sin respetar el entorno ni la antigua belleza.
Habían hecho verdaderas barbaridades y ahora quedaba poco de
aquel pueblo que le vio nacer, crecer y convertirse en adolescente, ya nada era
igual.
Emprendió la vuelta todo lo rápido que pudo, no quería que
esos pensamientos negativos le fastidiaran el día.
Al llegar de nuevo a la plaza vieja, pasó por un horno que
había estado allí toda la vida, iba sumido en sus pensamientos cuando de pronto
notó que un olor dulce y conocido se iba repartiendo por toda la calle, era un
olor ligado a un sabor que nunca había olvidado, estaba escondido en su memoria
y ahora volvía. Era el olor a merienda de su infancia, a tortas de manteca
recién hechas. Se le hizo la boca agua y sin pensarlo dos veces entró en el
horno y se compró dos ¡que más daba si luego no comía o si le subía el
colesterol! A su edad, pensaba el, se había ganado el derecho de hacer lo que
le diera la gana.
Dio el primer bocado y se sorprendió, era el mismo sabor de
entonces, se sentó en un banco y se comió las tortas a pequeños mordiscos,
saboreando cada uno como si estuviera comiendo un gran manjar.
Fue un buen día porque al menos una cosa no había cambiado y
se sintió bien por un momento.
Al llegar a la residencia dijo que le había sentado mal el
desayuno y no quería comer, la auxiliar quería hacerle una manzanilla y el no
quiso porque no quería quitarse el sabor
de las tortas recién hechas.
Empezaron a gustarles los paseos matutinos. Disfrutaba
metiéndose por las calles de la
zona antigua, empinadas, blancas,
imposibles, con casitas blancas de balcones
adornadas con geranios, esparragueras
y aspidistras.
Al llegar a la residencia, volvía a coger el libro y se
sumía en la lectura. Si por casualidad algún día la encontraba, le contaría la
novela entera.
Una tarde de verano, paseando por la calle de abajo se le
hizo de noche. Los grillos empezaron a cantar, los don Pedros y los jazmines exhalaban
un aroma que le hicieron transportarse de nuevo a otra época. Fue hasta mitad
de la calle y torció a la izquierda, cruzó la calle del medio, subió la
escalera y se sentó en el muro del rellano de la escalera, varias luciérnagas
lo recibieron dándole su luz para iluminarle los recuerdos. Le pareció que en
el aire aún estaban los sonidos de las voces de aquellos adolescentes que
jugaban y entrelazaban las manos buscando el contacto que les estremeciera la
piel y les ayudara a hacerse mayores. Se levantó, miró la vieja farola que en
otro tiempo parecía dar tanta luz y se lamentó de la poca que en realidad
tenía, o quizá eran sus ojos los que ya
no le iluminaban.
Que penoso era, iba pensando de camino a la residencia,
vivir solo y únicamente de recuerdos. Por otra parte aquellos recuerdos
llenaban muchas horas vacías y hasta le hacían sonreír.
El hombre acabó por acostumbrarse a la rutina de su nueva
vida y entre el arreglo del jardín, los paseos por el pueblo y alguna nueva
amistad que iba haciendo, las horas no eran tan lentas. Escuchar música también
le ocupaba muchas horas y le aportaba buenos momentos.
Había pasado ya un año y medio, los días y las horas pasaban
lentas, pero los años pasaban deprisa y con ellos se iba la vida, se escapaba
por momentos y ella seguía sin aparecer.
Una mañana se fue a dar su paseo matutino y al llegar a la
calle de abajo vio que el rosal del nº 32 tenía aún dos rosas amarillas, se
escondió un poco para que nadie pudiera verlo y cortó una de las rosas,
luego salio todo lo corriendo que pudo, como si fuera aquel
adolescente que bajaba a la calle de abajo con su bicicleta a jugar, nadie debía verlo,
porque explicar a su edad el robo de una rosa y de esa casa iba a ser un poco
difícil.
Al llegar a la residencia sacó el libro y metió entre sus
hojas los pétalos aromáticos de aquellas rosas tan especiales, después lo cerró
y con una sonrisa en los labios leyó por tercer vez el capitulo en el que ella contaba el día mas
feliz de su vida, el del cumpleaños de el cuando bailaron por primera vez y el
no sabía que la chica lo quería y que era su primer amor. Lo leyó tantas veces
que la hoja del libro estaba ligeramente estropeada.
Por la noche soñó que estaban en las escaleras jugando a las
prendas, cuando le tocó a ella pagar prenda, para recuperarla tenía que darle
un beso al chico mas guapo de todos y como no, lo eligió a el, le dio un beso y
el contacto con sus mejillas fue maravilloso, tal y como ella había esperado
durante muchos meses, quizá desde el primer día que empezaron a jugar a las
prendas en aquel lugar que, amparados por la oscuridad, se atrevían a darse un
beso e incluso algún empujón y más de una confidencia de adolescentes. Soñó que
se cumplían los deseos de cada uno. Que el nunca se iría del pueblo, que los amigos
permanecían unidos, que ella tampoco se iría y que el dolor, la nostalgia y todas las penas nunca habían existido. De
pronto notó un delicioso olor a jazmín y pensó que era el jazminero que había
en uno de los patios de ella, pero no era así. Despertó y vio que era del
jazmín que el cada día regaba, de donde le llegaba ese maravilloso olor. Se
miró en el espejo y vio la sonrisa de sus labios. El sueño había merecido la
pena.
No era la primera vez que le pasaba. Una noche de San Antón
soñó que volvía otra vez al pasado y en la calle de abajo encendían una gran
luminaria y ellos, los amigos de entonces la saltaban, comían churros y pipas
alrededor, se contaban historias mientras iban poniendo troncos de olivo en la
lumbre. No notaban apenas el frío porque era más grande la emoción de compartir
la experiencia mientras se hacían mayores, que el frío que hacía que era mucho.
Llegó a pensar que ella se había olvidado de aquella vez
cuando le dijo que si en alguna ocasión estaban solos y ya nadie los necesita,
volverían al pueblo a pasar los últimos años en compañía.
Una mañana de primavera el hombre se sentó en su sillón a
pensar, a soñar, como hacía cada día. Levantó
la vista y no reconoció a la mujer mayor
que en ese momento entraba con un
gran ramo de rosas amarillas. Le llamó la atención el ramo porque no conocía
mucha gente a la que le gustaran las rosas de ese color, miró de nuevo y vio que la mujer sonreía, desvío la
mirada y siguió con la lectura de su libro.
La mujer se detuvo delante con una sonrisa que a el le
pareció familial. Ella adelantó una mano con las rosas y se las dio, entonces
el hombre las tomó y con torpeza se
levantó del sillón para abrazarla, acababa de darse cuenta que era ella, la
persona que había esperado pacientemente.
Se sentaron uno frente al otro y empezaron a conversar. Se
les hizo de noche sin darse cuenta. Se contaron parte de sus vidas y no se
dieron ni cuenta del paso del tiempo.
Se quitaban la palabra uno al otro como dos adolescentes que
acaban de descubrirse, como si aún fueran aquellos adolescentes que jugaban a
ser mayores.
El acabó diciéndole que no la había reconocido a la
llegada porque en sus recuerdos ella era
la niña de catorce años que un día se fue sin apenas despedirse, un poco
avergonzado bajó la cabeza y vio que los años no solo habían pasado para el,
también el tiempo había hecho estragos
en ella, pero no importaba en absoluto porque seguían siendo las mismas
personas y porque la amistad no sabe ni
de belleza física ni de juventud o senectud, la amistad y la ternura están
siempre en el mismo sito para quien quiera acercarse y notarla.
A menudo se les veía hacer excursiones por el pueblo,
siempre juntos, como dos almas gemelas destinadas a pasar los últimos años de
sus vidas juntos en una armonía fuera de lo común, indefinible.
Cada día emprenden un nuevo camino y descubren rincones que
casi habían olvidado, lugares que guardan el encanto de la naturaleza casi
salvaje de otros tiempos.
Una tarde caminaron río cerezuelo arriba hasta llegar a la
cueva de la malena con sus estalactitas y sus estalagmitas, rodeada de verde de
musgo, se sentaban un poco a descansar y emprendían la bajada. Disfrutaban con
la naturaleza tanto como de su gran amistad.
Algunas veces iban a la calle de abajo que estaba tan llena
de coches que apenas había sitio para nada más. Ellos daban gracias por haber
vivido esos años de calles vacías , sin coches de espacios para jugar de
árboles para dar sombra en verano y de niños traviesos jugando todo el día en
medio de la calle, en el descampado de la vuelta de la esquina o en el descanso
de las escaleras de la calle de arriba.
Por las tardes, si el frío no les dejaba salir escuchaban
música, esas canciones de viejos piratas que en sus letras escondían tiempos
pasados en común, vivencias parecidas, sensaciones placenteras.
Poco a poco fueron contándose sin tapujos sus vidas y cuando
la confianza alcanzó el grado suficiente el le confesó que se había aprendido de memoria su libro, el
único que ella había conseguido publicar y que tenía por titulo aquellos
maravillosos años.
No hay comentarios:
Publicar un comentario