Al cumplir la mayoría de edad salí de la casa de acogida donde viví durante
mis últimos diez años. No dejé nada
importante atrás, sólo algún compañero igual de desgraciado que yo y cientos de
recuerdos de soledad y desamparo emocional.
Empecé a trabajar a medía
jornada para poder pagar la habitación donde vivía y mantenerme. Por las tardes
estudiaba para poder acceder a la universidad, intentaba que los días pasaran
deprisa y estudiar me ocuparía mucho tiempo.
Todo se quedaba en intentos porque en realidad sentía un vacío tan grande que nada lo llenaba, nada me
hacía ilusión, vivía como un autómata, me levantaba porque debía hacerlo,
trabajaba porque era necesario para cubrir mis necesidades, algún día iba al
cine para intentar alejar el tedio que me acechaba en cada esquina. Iba solo
porque no tenía amigos, ni conocidos porque aquellos con quién había compartido
los últimos años de mi vida, fueron amigos de conveniencia, de la suya, porque
me utilizaron en más de una ocasión para salvar el pellejo y luego cuando me
veían triste y abatido se alejaban de mi
y me dejaban solo con mis pensamientos.
Muchas veces he pensado que,
quizá yo mismo y sin ser consciente de ello, rechazaba la amistad para que
nadie cercano volviera a hacerme daño.
Salí con una compañera de
trabajo durante unos meses, pero cuando intuí que nuestra relación no iba bien y
que seguir podía hacerme daño pensé en la posibilidad de dejarla, pero ella se
adelantó y de nuevo me quedé solo.
En las tardes interminables
de verano, leía, me leí parte de la biblioteca del barrio donde vivía y tuve
que hacerme el carnet de otra que había en el centro de la ciudad y que me
ofrecía una inmensa cantidad de libros.
Ahorré un dinero y me compré
una play para poder alquilarme juegos. Pasaba mi tiempo libre leyendo y
jugando, no tenía necesidad de nada ni nadie más.
Los inviernos los pasaba
entretenido, sin ningún sobresalto. Por las mañanas trabajaba y por las tardes
asistía a clase.
Los fines de semana me
quedaba en casa. Hacía la compra el sábado por la mañana y hasta el lunes no
volvía a darme el aire.
Un día que me sentía
agobiado, salí a dar un paseo por un parque cercano, anduve durante mucho rato
y cuando me cansé y decidí volver a casa, me dí cuenta de que un perro me
seguía, lo miré bien y vi que no tenía señales de tener dueño, no llevaba
correa y parecía un cachorro abandonado, pensé que se cansaría de seguirme en
algún momento y cambiaría su rumbo, pero eso no ocurrió y cuando llegué al
portal de mi casa estaba decidido a entrar conmigo. Intenté asustarle para que
se marchara, pero no había manera, al final lo esquivé, entré y se quedó fuera
mirándome como diciéndome que yo también lo abandonaba.
Por la noche me pareció oírle
ladrar, eran ladridos de dolor y efectivamente, cuando me asomé a la ventana
allí estaba el perro intentando zafarse de las garras de unos chavales que le
estaban pegando patadas porque el animal intentaba seguirlos. Les grité desde
la ventana y se alejaron riendo.
A la mañana siguiente, cuando
salí a la calle, allí estaba el chucho de nuevo y otra vez me siguió hasta mi
trabajo. A medio día, cuando salí parecía esperarme de nuevo. Un sentimiento
conocido me invadió y en ese momento decidí que iba a llevármelo a casa.
Lo llamé leal porque intuía
que lo sería.
Al día siguiente lo llevé a
un veterinario que había en una avenida cercana a mi casa. Efectivamente
parecía haber sido abandonado porque no tenía ni el chip que se pone a los
perros para controlarlos. Le pusieron las vacunas correspondientes y me
aconsejaron la comida que debía darle, se la compré y me fui a casa.
Le puse una toalla vieja al
lado de mi cama y allí pasaba la noche, a veces, cuando me despertaba, lo tenía
a mis pies mirándome y me daba los
buenos días con un movimiento de cola, sus ojos no dejaban de mirarme hasta que
retiraba la colcha y me levantaba, entonces él salía corriendo delante de mi en
dirección a la mini cocina, se sentaba y esperaba pacientemente a que le
llenara su plato con pienso, después bebía ansiosamente y al acabar se sacudía enérgicamente las gotas de agua que
quedaban adherías a su pelo. Mientras yo me duchaba y me vestía, él esperaba en
la puerta del baño a que acabara, cuando me ponía los zapatos empezaba a ladrar
y se dirigía a la entrada donde estaba su correa, me la traía para que se la
pusiera para salir a la calle. Nunca en todos los años que fuimos compañeros
hizo nada que pudiera enfadarme. No rompió nada ni mordía mi ropa o mis
zapatos, si se subía al sillón si yo antes no le ponía su manta.
Fue el primer ser leal que
había pasado por mi vida desde hacía demasiados años.
La vida se dulcificó un poco
para mi gracias a la presencia de leal, ahora tenía un motivo para volver a
casa, para salir a dar largos y entretenidos paseos por el parque y también un
compañero con el que compartir mis días de soledad y vacío.
Nunca antes pude imaginar que
un perro fuera capaz de transformar mi vida de ese modo, de compartir mi
espacio vital, de darme continuamente esa sensación de compañía que nadie me
había dado desde aquel fatídico día en que mi vida se transformó en un
infierno, ese ya lejano día en que pasé
de ser un niño protegido por mi madre y
mi familia a ser todo menos una persona
feliz, pero esa era otra historia en la que yo no debía ni quería pensar nunca
más porque me hacía tanto daño como si todo hubiera ocurrido ayer y habían
pasado ya trece largos y angustiosos años.
Capitulo dos
Sé que vivía de espaldas al
mundo, pero también él me la daba a cada
momento.
No había diferencias para mi
entre las estaciones del año, los meses o los días, todo transcurría de una
forma monótona, sin sobresaltos. La primera navidad que pasé solo fue un poco
extraña porque tanto mis compañeros de trabajo como los de clase hablaban de
las cosas que se suelen hacer esos días. De las compras, eso que tanto he
odiado toda mi vida porque no entiendo la necesidad de comprar cosas que no
sean útiles, además, si solo tenemos un cuerpo porqué comprar tanta ropa o
zapatos, si solo podemos ponernos una cosa cada vez, igual pasa con cualquier
otro articulo susceptible de ser comprado. De los regalos a esos familiares que nunca se
ven en todo el año, que se les compra cualquier cosa no importa si les gusta o no
y que por obligación cenas con ellos el día de nochebuena aunque no tengas casi
nada de que hablar.
Nadie se acordó de mí, ni me
invitó a su casa, tampoco hubiera aceptado porque me molestaba la hipocresía de
la gente que pone buena cara o hace las cosas por cortesía o simplemente por
costumbre, porque así lo dicen los demás.
En nochebuena no ponía la
televisión y procuraba no salir para no ver el bullicio, pero era inevitable oír
el ruido en las casas de los vecinos. Me
ponía los auriculares y la música alta, así no tenía que oír las risas forzadas
de mis vecinos mientras recibían a sus cuñados, esos mismos a los que
criticaban por cualquier motivo. Definitivamente ni yo
entendía el mundo ni el me entendía mi. Para mi la navidad no existía, era
como cualquier otro día. Algunas veces no podía evitar acordarme del día de reyes magos cuando era pequeño, cuando mi
vida y la de mi familia transcurrían con normalidad. Era muy emocionante
levantarme y encontrarme el comedor lleno de regalos, pero aún lo era más
llegar a casa de los abuelos y encontrar el gran árbol de navidad y a sus pies
infinidad de paquetes, la mayoría para
mi prima y para mí. A los abuelos les gustaba que fuéramos a recoger allí los
juguetes y luego comíamos todos juntos. Un año escribimos la carta los reyes
juntos y les pedimos una bicicleta para cada uno. Al llegar a casa de los
abuelos no había ninguna bicicleta y Amalia y yo nos enfadamos tanto que no
quisimos abrir los paquetes, nuestros padres nos regañaron y mi padre se enfadó
tanto que me insultó y me dijo que iban a devolver la bicicleta, lloré suplicando
a mi padre que me dejara probarla, Los demás adultos le insistieron y mi padre acabó por enfadarse de tal manera
que nos fuimos a casa y como yo seguía llorando me pegó como solo un salvaje
puede hacerlo, me pegó en la cabeza en la espalda en la cara, se volvió loco
diciéndome que parara de llorar y cuanto más me golpeaba más lloraba yo, mi madre intentó
protegerme y aún fue peor porque le pegó
un empujón y se cayó al suelo rompiéndose el brazo izquierdo.
Quizá este fue el principio
de todo. Quizá él necesitaba un motivo banal para pagar sus frustraciones y yo aquel día se lo
dí. A partir de entonces no hubo días felices en nuestras vidas. Yo tenía un
miedo atroz a sus golpes que se repetían por cualquier motivo, pero me
acostumbré a sus patadas y lo que más me dolía eran los otros golpes, los que
nunca entendía, los que me hacían daño en el alma cuando me insultaba y me
vejaba. Tampoco esto era lo peor, había algo que me dolía más si cabe, cuando
los golpes los recibía mi madre, era un dolor insoportable que no se calmaba con nada. Los ojos de mi
madre se volvieron tristes, siempre a punto de llorar y aún así siempre tenían
una palabra amable para mí.
Siempre estuve convencido de
que mi madre y yo éramos malos, muy malos y por eso mi padre nos pegaba, nos
insultaba, a ella le decía puta, empezaba a gritarle tan fuerte que los ojos se
le inyectaban en sangre, entonces yo salía corriendo a mi habitación y me escondía
debajo de la cama hasta que pasara la tormenta. Al rato bajaba y veía a mi
padre pidiendo perdón a mi madre, le decía que
no lo volvería a hacer, ella le perdonaba y se lo creía, yo no entendía
nada porque si le pegaba y la insultaba porque hacia algo mal¿ porqué luego le
pedía perdón?
Mi madre nunca le dijo nada a
nadie y cuando le preguntaban por el brazo escayolado o el moratón en el ojo,
ella siempre tenia una respuesta preparada, nada era espontáneo, estaba todo
previsto.
La familia de mi padre
sospechaba porque de algún modo lo vieron como cada di inventaba nuevas
mentiras que solo se creía el, su comportamiento fue cambiando poco a poco,
pero la agresividad solo la sacaba en la intimidad de nuestra casa, nunca
cuando había alguien delante, como también sabían de sus celos enfermizos. De
pequeño le tenía celos a su hermana Amalia y nunca las cosas le favorecían a
el, era su hermana la que salía ganando, así lo creía el y no había manera de
hacerle ver que todo estaba en su imaginación, pero los padres a veces son
ciegos y sordos con los defectos de los hijos
y no ven más allá de donde no quieren.
Hacía un año que Leal y yo
compartíamos nuestra vida cuando una mañana al recoger el correo vi una carta
cuyo remitente conocía muy bien. Era de alguien que compartió conmigo una parte
de mi pasado, la parte buena y entrañable de mi infancia.
Las manos empezaron a
temblarme y fui incapaz de abrirla hasta que llegué a casa. Un inoportuno
vecino subió conmigo en el ascensor e intentó hacerse el gracioso, pero cuando
vio que las manos no paraban de temblarme se calló y me miró como si fuera un
bicho raro, estaba seguro que sospechaba de mi cosas que no eran, pero a mi no
me importaba nadie, menos aún los vecinos cotillas y graciosos que
pretendían caerme bien para indagar en
mi vida.
El ascensor paró en el
tercero y mi vecino salio sin apenas despedirse de mi, mejor pensé, si no le
caigo bien me evito tener que soportar sus comentarios insulsos.
Al llegar al cuarto el
ascensor se paró en seco y al salir di
un respingo porque normalmente no me encontraba con nadie y aquel día era la
segunda persona, un vecino al que no le caía bien porque mi perro decía que
dejaba mal olor en el ascensor. No se si eso era cierto porque yo estaba tan
acostumbrado a leal que no me parecía que su olor fuera desagradable, ya
hubiera querido mi vecino ser la mitad de aseado que era mi perro.
Me costó meter la llave en la
cerradura y cuando lo conseguí abrí rápidamente antes de que mi vecino siguiera
con la retahíla habitual.
Leal se me tiró literalmente
encima y empezó a lamerme como si hiciera varios días que no me hubiera visto,
lo noté extraño, no era normal ese comportamiento tan efusivo por nada. Pensé
que quizá el podía notar mi nerviosismo, mi ansiedad, mi dolor.
Me preparé un té mientras
intentaba tranquilizarme y por fin reuní fuerzas para abrir la carta.
Mi prima Amalia se casaba y
me invitaba a su boda.
¿Cómo era posible que Amalia
se casara si era muy joven? Me hice cientos de preguntas aquella noche que,
como muchas otras en mi vida, la pasé en vela.
No había vuelto a mi pueblo
en todos aquellos años y quizá había llegado la hora de la verdad, el momento
de enfrentarme a lo inevitable.
En las largas horas que duró
la noche, me di cuenta de que casi había olvidado a mi prima Amalia y al leer
que se casaba me vino a la cabeza su imagen de niña que había permanecido
intacta en mi inconsciente todo el tiempo. A veces ocurre que pensamos en las
personas que hace tiempo que no vemos y las idealizamos dándole la última
imagen que tenemos de ellas y aunque
hayan pasado muchos años, nosotros las mantenemos jóvenes, como congelada su
imagen en el tiempo, eso me había pasado a mí con Amalia.
Pensé en todos los momentos
buenos que habíamos vivido juntos, en las confidencias que nos hacíamos, en sus
gustos, en su pelo castaño claro casi rubio, en su mirada inocente de niña
enamorada de la vida, en su sonrisa traviesa, en sus ojos grises como las nubes
de verano, en el aroma a fresco que
siempre la acompañaba, en sus piernas larguiruchas y flacas pero ágiles, en los
cientos de juegos que inventábamos en
las largas y tórridas tardes de verano
mientras nuestros padres hacían la
siesta en la casa veraniega de los
abuelos, en el colegio, cuando ella veía que alguien me insultaba iba a
defenderme como si fuera mi madre y solo tenía dos años más que yo.
Me pregunté también que habría sido de la casa
de los abuelos. Mi prima me decía en la carta que además de asistir a su boda
tenía que comunicarme algo importante. Nada absolutamente nada era importante en mi
vida, pero quizá mi prima pudiera hacerme sonreír como lo hacia cuando éramos
niños ¡hacía tantos años que no reía! Que, cuando por alguna circunstancia lo
hacía, aparecía en mi cara como una mueca indefinible que nada tenia que ver
con una sonrisa.
Pensaba que iría y me
enfrentaría a mis fantasmas y al día siguiente el pánico se apoderaba de mi y
decidía no volver nunca a mi pueblo, como si el pueblo hubiera sido el culpable
de lo que pasó.
Pasé una semana sin poder
conciliar el sueño, solo a ratos me adormecía de puro cansancio. Leal pasaba
las noches despierto a mi lado haciéndome compañía.
La ansiedad volvió a
instalarse en mi vida como un huésped maldito y de nuevo comencé a comer de
forma compulsiva. Comía y comía no importaba lo que fuera hasta calmarme un
poco, luego me sentía tan culpable que iba al baño para intentar reparar mi
torpeza. Era una rutina sin fin en la que cada vez comía más para calmarme y
cuando terminaba la culpa me abrumaba y tenía que deshacerme de ella.
Desde la llegada de leal a mi
vida parecía haberse disimulado un poco
mi compulsión con la comida y ahora de nuevo había vuelto a empañar mis días.
Pasé un tiempo dudando. Un
día me convencía de que debía ir y al siguiente todo se ponía en contra y
decidía que no.
Llegó la fecha limite y yo no
había decidido que hacer. Lo que más me trastornaba era pensar que podía
encontrarme a ese monstruo que lo único que hizo por mi fue engendrarme. Solo
un objetivo tenía en mi vida y era
matarle, aún no sabía como iba a hacerlo, pero lo haría seguro y así tendrían
sentido todos los años que había vivido.
Pedí una semana de vacaciones
en el trabajo y no me la negaron porque nunca las había
tomado, solo cuando la empresa me obligaba a cogerlas.
El lunes por la tarde salí a comprarme algo de ropa para ir a la boda. No había
contestado a la carta, ni llamado, pero decidía ir de todos modos.
Nada de lo que me probaba me
quedaba bien, ni las camisas ni los pantalones ni nada, no me gustaba mi cuerpo
peludo, ni mi cintura que siempre parecía sobresalir de los pantalones. Además,
salir de compras era siempre un martirio para mi, tanto que, cuando algo me
quedaba bien, me compraba dos pares, llegué a tener casi todo por duplicado,
así me ahorraba el trabajo de salir a comprar. Me decidí por un pantalón negro
y una camisa clara, no me pondría corbata, no soportaba que algo me oprimiera
el cuello.
El
martes por la tarde fui a la
estación y saqué un billete de tren. Cuando llegó mi turno y le dije al hombre
de la ventanilla el nombre de mi pueblo, me sonó tan extraño como si fuese un
lugar del extranjero del que nunca hubiera oído ni hablar. Quizá me había
pasado como con mi prima Amalia que de tanto intentar olvidar lo había casi
conseguido.
Una hora antes de la salida
del tren, allí estaba yo en medio del gentío, con la maleta en una mano y el
pensamiento perdido entre la gente y el
jaleo. Abrí el libro que estaba leyendo y me sumergí en sus páginas. Siempre
llevaba uno conmigo por si tenía que esperar en algún sitio, lo sacaba y aunque
no leyera evitaba que alguien me diera conversación. Nunca sabía que decir a
los extraños que me hablaban del tiempo o cualquier otra cosa insulsa. Además
de mi timidez enfermiza carecía de
habilidades sociales.
El tren entró puntual en la
vía y la gente salia corriendo como si alguien fuera a ocupar su sitio. Los
pasajeros que bajaban apenas tenían espacio porque los que iban a subir se
amontonaban en las puertas dejando apenas un pasillo para los que descendían.
Subí el último, sin prisa, sin que nadie me empujara, al llegar a mi asiento
estaba ocupado, miré varias veces el billete por si me había confundido a
asiento, pero no, alguien ocupaba mi lugar, pregunté educadamente y la otra
persona aprecia ofendida, me quedé de pie un buen rato porque no sabía que
debía hacer para ocupar el sitio que me correspondía, cuando pasó el revisor se
lo dije y por fin ocupé mi sitio. No podía comprender porqué algunas personas
se creen con todos los derechos aunque sepan que no tienen razón. Ocupé mi
sitio y volví a abrir el libro. No podía concentrarme en la lectura porque
pronto estaría cerca de mi pueblo y mi realidad.
Como nadie esperaba mi
llegada, decidía ir dando un paseo hasta la casa de verano de los abuelos que
estaba cerca de la estación. No me crucé con casi nadie por el camino y las
pocas personas que vi no me conocieron, tanto mejor para mi.
La verja de la entrada estaba
entreabierta, entré y lo primero que vi a la derecha fue el jardín en el que mi
madre pasaba horas y horas arreglando los rosales. Tenía una habilidad especial
para las plantas que compartía con su suegro, mi abuelo, conseguían que
sobrevivieran especies de flores que hubiera sido imposible sin los cuidados
especiales que recibían.
Nada parecía haber cambiado
en todos estos años. La casa y su porche el jardín, los árboles que la rodeaban
donde Amalia y yo nos columpiábamos por riguroso turno en el columpio que
construyo el abuelo con un viejo neumático y una soga, todo estaba igual, como
si el tiempo se hubiera detenido y solo un segundo separara aquella época dulce
y tierna de esta dura y amarga.
Pensé que estaba soñando y dejé que mis
pensamientos me retrotrajesen a los mejores días de mi vida.
Me vi escondido tras el álamo
mientras Amalia contaba hasta cien y salía a buscarme. A veces se ponía
misteriosa y yo salía del escondite porque me daba miedo y otras empezaba a
decir tonterías y a mi se me escapaba la
risa, siempre me encontraba enseguida, hasta que crecí un poco y empecé a
subirme a los árboles, entonces era ella la que se cansaba de buscarme, se
aburría se rendía y ganaba yo siempre.
En otras ocasiones hacíamos excursiones hasta el río y nos bañábamos en ropa
interior sin que nuestros padres lo supieran, con el tiempo Amalia dejó de
venir conmigo al río porque ya no quería que la viera en ropa interior, empezó
a ir con sus amigas y yo las espiaba desde algún escondite seguro, tan seguro
que siempre me descubrían y es que los dos años que mi prima tenia más que yo
se notaban en astucia y en madurez.
Los veranos parecían muy
largos y los días interminables, sobre todo las tardes que nos sentábamos en el
porche para hacer los deberes, no acabábamos nunca porque mi prima se empeñaba
en contarme historias de miedo y sorprenderme con algún ruido aterrador que
salía de entre los árboles y que luego no era más que el abuelo que volvía del
pueblo o algún vecino que se acercaba a saludar. Después me tocaba vengarme y
atrapaba un saltamontes o cualquier otro bicho que dejaba caer sigilosamente
sobre el libro de matemáticas de mi prima. Daba un salto y tiraba todo lo que
hubiese encima de la mesa, al final
siempre acabábamos riéndonos de las travesuras que hacíamos.
Luego venía la merienda que
nos preparaba mi tía Amalia casi siempre. La Hermana de mi padre tenía muy
buena mano en la cocina y cada tarde nos sorprendía con algo delicioso y
diferente.
Entre todos se repartían
nuestro cuidado, a mi madre no le gustaba la cocina y más tarde lo pagaría con
creces, pero le encantaba llevarnos al cine los sábados por la tarde, yo me
dormía y luego ponía atención a lo que comentaban mi madre y mi prima para disimular
aunque, era tarea imposible, Amalia siempre estaba dispuesta a demostrar lo
contrario.
Pasábamos el verano entre
risas y enfados y un día teníamos que volver a nuestras respectivas casas
porque el comienzo del curso estaba cercano.
Nos llevaban juntos a comprar
la nueva ropa para el colegio y cuando
Amalia se miraba en el espejo de los probadores de las tiendas yo le hacía
burla y le gritaba desde fuera que era repipi, ella se enfadaba porque odiaba
esa palabra, entonces se miraba de reojo para disimular, yo me daba cuenta pero
la dejaba porque realmente estaba guapa con su ropa nueva de invierno. Cuando
llegaba mi turno me ponía la ropa y si mi madre decía que estaba bien me la
quitaba y listo, no necesitaba mirarme en el espejo como si fuera una niña, eso
decía siempre mi padre a mi madre, que dejara de mirase en el espejo porque
parecía una fulana y yo entonces creía que fulana significaba niña o mujer pero
en el lenguaje de los adultos.
Una voz desde dentro me hizo
volver de mi ensimismamiento. La reconocí al instante, era Amalia. Me dieron
ganas de salir corriendo y alejarme de la casa, pero después de estar
recordando aquellos momentos no podía huir sin darle un abrazo a mi prima y
desearle que fuera feliz. Me pasó de todo por la cabeza porque realmente no
sabía en que persona se había convertido aquella niña traviesa compañera de
juegos, tampoco podía saber cual había sido su experiencia después de aquel
fatídico día. Ya no había tiempo de
pensar porque una mujer joven de mediana estatura, rubia con el pelo largo y
liso y una sonrisa inconfundible venía
corriendo hacía mi.
Nos fundimos en un largo
abrazo sin hablar. Nuestras lágrimas se mezclaron, casi podía oír los latidos de su corazón. Ninguno
se atrevía a mirar al otro a la cara por miedo a ver lo que el tiempo y las circunstancias habían hecho con
nosotros.
Ella no paraba de decir que
no se lo creía, pensaba que ni siquiera algo tan importante para ella como su
boda, podía hacerme volver.
Por fin se separaron y se
miraron a los ojos. Los de ella seguían siendo inocentes y traviesos, los de el
parecían los de una persona mayor, no eran los de aquel niño miedoso y tímido,
pero inocente. Amalia pensó que no podía juzgarle en apenas unos momentos que
lo había visto.
Entraron en la casa y empezaron
a recordar cada momento vivido. Entre risas y lágrimas pasó la tarde y antes de
despedirse Amalia le dijo que tenía una carta que su madre le escribió mucho
antes de morir, cuando presentía lo que algún día podía pasar. También le dijo
que la casa del abuelo era suya, era parte de su herencia.
Andrés le pidió a su prima
tiempo para asimilar todo.
Subió a su habitación y todo
estaba igual, se tumbó en la cama y notó como las piernas le sobresalían varios
centímetros, sonrió con esa mueca extraña que se dibujaba en los labios por la falta de costumbre. Recordó a su madre
diciendo que iba a ser tan alto que algún día tocaría la luna y pensó que en
vez de tocar la luna estaba tocando fondo.
Recordaba la habitación mucho
más grande, los muebles parecían de juguete. Abrió el armario para colgar la
ropa y vio la caja donde guardaba los juguetes, allí estaba el coche
teledirigido que le regaló su abuelo en su cumpleaños y que apenas le dio
tiempo a disfrutar, cerró la caja y volvió a tumbarse en la cama. Se sintió
mareado y confuso como si nada de lo que estaba pasando fuera realidad.
Al rato Amalia llamó a la
puerta y entró con unas toallas limpias en la mano. Se sentaron en la cama y
volvieron a mirarse los ojos. Ella le
infundía tranquilidad, pero no sabía si sería Asia con el resto de la familia.
-¡como me hubiera gustado
volver a ver al abuelo antes de morir! Le confesó Andrés a su prima.
-El no tenía otro pensamiento
en su cabeza que no fueras tú y murió con la pena de no tenerte cerca, pero
comprendía perfectamente que no quisieras saber nada de la familia de tu padre.
-Ya habrá tiempo de hablar de
todo esto, ahora vamos a dar un paseo.
Caminaron por los alrededores
y llegaron hasta el río, no pararon de hablar en todo el tiempo.
Por la noche, a solas en su
antigua habitación, Andrés intentaba pensar solo en la parte buena de su
infancia, la noche se hizo eterna, cada
vez que el sueño le llegaba, le volvían una y ora vez las imágenes de su madre
muerta y del charco de sangre que cubría su cuerpo. Se sentía culpable por no haber
hecho nada, por su silencio en las noches que su padre llegaba a casa bebido y
despertaba a su madre insultándola y a veces zarandeándola. La culpa era una de
las cosas que no lo dejaban vivir en paz porque si el le hubiera dicho a
alguien lo que pasaba, quizá el desenlace no hubiera sido el mismo. Aunque era
un secreto a voces que su padre maltrataba a su madre, nadie de la familia
intervino nunca, alguna vez sus abuelos le llamaban la atención, pero siempre
pensaban que era cosa del matrimonio y no debían inmiscuirse.
Algunas noches, cuando su
padre llegaba tarde y borracho, echaba a su madre de la cama y el la recibía en
la suya. Ella se abrazaba a su hijo con todas sus fuerzas y el niño le decía
que no se preocupara, que a su lado no iba a pasarle nada y que cuando él fuera mayor mataría a su padre
para que nunca más la hiciera llorar. La madre le regañaba y siempre le decía
que debía quererlo. El niño tenía claro que no podía querer a alguien que le
hacía daño a su madre, en muchas ocasiones los insultos eran también para el,
jamás tenía una palabra amable, ni cuando estaba ebrio ni nunca. Poco a poco
fue apartándose de su camino hasta convertirse en un perfecto desconocido y con
el paso del tiempo llegó a odiarle.
Cuando más lo odiaba era
cuando le decía que estaba gordo, que nunca sería un buen deportista, como si
el lo hubiera sido en algún momento de su vida. Andrés aprendió a callar e interiorizar todo lo que su padre le decía,
llegó a verse verdaderamente gordo y poco después empezó con sus problemas de
comida.
Su padre siempre tenía razón y nadie se
atrevía a contrariarle, el controlaba todo lo que ocurría en su casa y en la
vida de las personas que lo rodeaban.
Casi de madrugada se durmió,
pero al rato despertó en medio de una pesadilla empapado en sudor. Era una más
de tantas y siempre la misma, soñaba con su madre muerta envuelta en sangre, su
padre se reía a carcajadas y gritaba que
por fin se había librado de ella. Salía de casa y se iba al bar a beber como si
nada hubiera pasado. El le suplicaba que le ayudara a salvarla y el ni lo
escuchaba.
Se levantó y se dio una ducha
rápida, desde la cocina subía un delicioso aroma a café recién hecho y a
tostadas. Tenía hambre, la noche anterior no pudo probar bocado, los nervios,
la emoción y una extraña mezcla de sentimientos se agolpaban dentro de el y no
le dejaban pensar con claridad, menos aún comer.
Bajó a la cocina y allí
estaba su prima esperándolo con una humeante taza de café y dispuesta a seguir
conversando.
Amalia abrió un cajón de la
cocina y sacó la carta para dársela a su primo. El la tomó y con un nudo en la garganta y se la guardó
en el bolsillo para leerla más tarde en la intimidad de su habitación.
-Amalia, no quiero esta casa,
no quiero nada que me recuerde aquellos años, seguro que tu la vas a disfrutar
más que yo que no voy a volver a vivir aquí nunca más.
-cuando me independicé me
vine aquí a vivir sabiendo que era tuya, la he cuidado para ti y la he mantenido
como siempre ha estado, pero no te precipites y piensa las cosas detenidamente.
Ahora quizá estés confundido y no puedas pensar con claridad. Si quieres puedo
seguir cuidándola hasta que tengas las ideas claras.
-Lo tengo claro Amalia, no
quiero nada que me traiga recuerdos, la casa es tuya.
-¿Cuándo sale mi padre de la
cárcel, preguntó Andrés a bocajarro a su prima.
La chica se sorprendió porque
era lo último que esperaba que su primo le preguntara.
-No lo sé Andrés, respondió
Amalia de mala gana. Desde aquel día no hemos vuelto a saber nada, el abuelo
murió esperando una carta o una llamada de su hijo, pero tu padre era demasiado
rencorosa como para perdonar a su familia que nos pusiéramos de parte de la
justicia. Cuando el abuelo murió, mi madre intentó ponerse de nuevo en contacto
con el por si necesitaba algo, al fin y al cabo era su hermano y aunque no
merecía nada a mi madre le daba pena. El no quiso saber de nosotros y se cortó
la comunicación, no sabemos nada.
-¿Pero sabrás cuantos años le cayeron de
condena?
-¿Que más te da Andrés? eso
ahora no debería tener importancia, él está pagando por lo que hizo y tu no
deberías pensar más en ello, no podemos vivir obsesionados toda la vida, es
hora de pasar página y continuar. No como hizo el abuelo que se sentó a esperar
que le llegara el final, no fue capaz de vivir en paz ni uno de sus días y no
solo por lo que hizo tu padre, sino por tu rechazo a quedarte a vivir con
nosotros.
-Solo tenemos una vida y pasa
demasiado deprisa.
Andrés no quería seguir con
la conversación porque nadie ni siquiera su prima iba a hacerle cambiar de
opinión, él tenia claro cual era su objetivo en al vida, después todo le daría
igual…. vivir morir, que más daba después de cumplir su cometido. Su prima
siguió insistiendo para que dejara ya el pasado donde le correspondía, pero a
Andrés le iban y le venían los recuerdos de aquel día. Eran en blanco y negro
porque no soportaba darle color a aquellas terribles imágenes.
De pronto estalló y sus
labios empezaron a moverse solos, las palabras salían de su boca como un torrente
en una tarde de tormenta, no podía parar, su prima lo miraba y pensaba que se
había vuelto loco y le estaba contando algo que nunca ocurrió o quizá ella
nunca supo la verdad y era ahora cuando realmente se estaba enterando.
-Basta Andrés, cálmate y dime
todo lo que quieras, pero por favor tranquilízate que tenemos todo el tiempo
para hablar.
El chico tenía la cara roja,
las venas a punto de estallarles, la frente perlada de sudor y la respiración
entrecortada, temblaba como un niño pequeño, pero se calmó un poco y empezó de
nuevo a contarle a su prima todo lo que vivo aquel día:
-Fue aquella tarde del mes de
mayo, lo recuerdo como si fuera hoy porque justo ese día se paró el reloj para mí.
Llegué a casa, como cada tarde, al acabar el colegio, había quedado con un
amigo para jugar un rato en el parque, pero al llegar mis padres estaban
discutiendo, en esta ocasión era mi padre el que le gritaba a mi madre, le
decía puta y alargaba la a hasta que las cuerdas vocales no le daban más de si
y le hacían toser. Mi madre le decía que
se calmara, que estaba borracho y que durmiera un rato hasta que se le pasara.
-No me vieron entrar, subí a
mi habitación y me encerré. Tenía miedo, mucho miedo, llamé al abuelo pero debía
estar en el jardín y no oyó el teléfono, me escondí debajo de la cama aterrado
porque mi padre amenazaba a mi madre con matarla si no le decía de donde venia,
donde había estado toda la tarde, ella le contestaba que había estado en el
trabajo, que se había retrasado porque al salir había ido a casa de su amiga,el no se lo creía y seguía
interrogándola, pensé que sería como otras veces que se cansaba de amenazarla y
se tumbaba en el sofá a beber, luego se dormía y dejaba los cojines llenos de
babas, pero no fue así Amalia y yo estaba escondido debajo de la cama como un cobarde
mientras el mataba a mi madre. Ella gritaba como nunca en mi vida he oído
gritar, eran gritos de terror que me paralizaron. Me tapé las orejas con las
manos y así estuve un buen rato hasta que volvió la calma. No me atrevía a
moverme, estuve más de dos horas debajo de la cama en posición fetal
protegiéndome del monstruo que era mi padre.
Estaba tan aterrorizado que
no podía ni hablar, menos aún gritar. Pensé que quizá a alguien se lo ocurriría
buscarme, pero se hizo de noche y allí seguía yo debajo de la cama helado y con
los pantalones mojados por el miedo.
Salí de debajo de la cama y a
tientas encendí la luz tenue de mi mesilla de noche, bajé la escalera a oscuras
por si mi padre aún estaba y la emprendía conmigo. El silencio era total en
toda la casa, hasta la gata había desaparecido. Entré en el comedor, encendí la
luz y entonces lo vi todo.
Andrés empezó a llorar desconsolado, a cada
momento sus sollozos iban en aumento hasta que casi se marea por la falta de
aire. Amalia se asustó y le puso un dedo en los labios para que no siguiera,
pero él quería seguir y contarle todo hasta el final.
-Encendí la luz todo lo que
pude ver era sangre, la sangre de mi madre derramada por todo el comedor, los
colores dejaron de existir para dar paso al rojo, el sofá , la mesa, las
sillas, la televisión, las paredes, hasta en el techo había sangre. Me quedé
quieto durante un buen rato sin saber lo que había pasado hasta que escrutando
con la mirada la vi. No parecía ella, estaba destrozada, su cuerpo lleno de
puñaladas que sangraban aún, los ojos abiertos, como espantados por lo que había
visto. Pensé que me miraba e intenté decirle algo, pero de mi boca no salía
ninguna palabra, solo un movimiento torpe de labios. Le toqué la cara y estaba
tibia, mis manos se llenaron de sangre y pasé a formar parte del decorado
macabro y cruel del comedor. Me senté a su lado y así pasé horas o días, no lo
sé porque el tiempo se paró y cuando oí que alguien entraba pensé que si era mi
padre y me mataba a mí también no me importaba y quizá hubiera sido mejor para mí
porque mi vida se acabó aquel mismo día. También pensaba que podía adelantarme
y matarle yo a el, cogi el cuchillo ensangrentado y lo levanté amenazante, pero era el abuelo.
Mi padre se había entregado a la guardia civil y había confesado todo.
-No pude despedirme de ella,
ni darle un beso, ni decirle que la quería, el la mató, lo decía en serio y yo
mientras tanto estabas escondido debajo de la cama como un cobarde y los demás
también estaban escondidos porque toda la familia sabia que algo estaba pasando
y nadie hizo nada. No me digas nunca más que intente olvidar, no puedo y hasta
que el no pague por lo que hizo, yo no viviré en paz, No vuelvas a decírmelo,
le gritó a su prima con una voz que no era la suya.
Amalia estaba descompuesta
porque nunca había oído los detalles macabros del asesinato de su tía. Ahora
empezaba a comprender a su primo. Se acercó a el y se fundieron en un abrazo,
igual que cuando eran pequeños.
.
Cuando se quedó solo abrió la
carta e intentó leer las primeras líneas, pero no pudo continuar porque las
lágrimas no se lo permitieron.
¿Te he dicho alguna vez que
te quiero? Por si se te ha olvidado te lo vuelvo a repetir, te quiero como
nunca he querido a nadie. Eres el motor de mi vida. Desde el mismo instante en
el que comprendí que estaba embarazada ya te quise, después, poco a poco fuiste
llenándome de un sentimiento nuevo que acaparaba todo mi espacio, hasta que un
día naciste y ya sentí que estabas unido a mi para siempre.
Si esta carta llega hasta ti
será porque algo malo ha ocurrido, tengo malos
presentimientos y por eso quiero
dejarte esta letras, para que no vivas
con odio porque es el peor sentimiento que puede albergar una persona, piensa
siempre es nuestros buenos momentos, en esas noches estrelladas de verano
cuando nos sentábamos en el porche y esperábamos hasta que veíamos una estrella
fugaz y le pedíamos un deseo, recuerda que los deseos se cumplen, por ello cuando esta noche veas las estrellas, pide un deseo
y verás como se cumplirá. Mi mayor deseo ya se ha cumplido: tener un hijo como
tu es la mayor alegría para una madre.
No se que edad tendrás ahora,
pero te pido que seas fuerte porque esta vida es solo para los que saben salir
airosos de todas los obstáculos que hay en este camino que es la vida.
Por encima de todo recuerda
que te quiero y esté donde esté no va a cambiar nada, te voy a proteger
siempre.
Mamá
Andrés volvió a su casa
después de la boda. No apartaba de sus pensamientos la idea de tener que
esperar todos los años de prisión que le quedaban a su padre, vivir con ese
odio, con esa ansiedad iba a ser casi imposible, Además, hacía unos días que
leal le había dejado para siempre y sentía el peso de la soledad como una losa
de cementerio.
Aun faltaban muchos años para
que el padre de Andrés saliera de la cárcel y solo pensarlo se le hacia
insoportable. Él quería que el tiempo pasara deprisa, pero era todo lo
contrario, como si una extraña fuerza convirtiera las horas en días y los días
en meses.
El dolor que sentía era cada
vez más insoportable, hasta que un día decidió dejar de padecer. Tomó un frasco
de tranquilizantes entero y se cortó las
venas con una cuchilla. Cuando la sangre roja y espesa empezó a derramarse todo
se volvió en blanco y negro como la vida que había llevado. En sus labios
apareció esa extraña mueca que simulaba una sonrisa.
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