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domingo, 14 de septiembre de 2014

Mi vida en negro



 

 

 

Al cumplir  la mayoría de edad  salí de la casa de acogida donde viví durante mis últimos  diez años. No dejé nada importante atrás, sólo algún compañero igual de desgraciado que yo y cientos de recuerdos de soledad y desamparo emocional.

Empecé a trabajar a medía jornada para poder pagar la habitación donde vivía y mantenerme. Por las tardes estudiaba para poder acceder a la universidad, intentaba que los días pasaran deprisa y estudiar me ocuparía mucho tiempo.

Todo se quedaba en  intentos porque en realidad sentía un  vacío tan grande que nada lo llenaba, nada me hacía ilusión, vivía como un autómata, me levantaba porque debía hacerlo, trabajaba porque era necesario para cubrir mis necesidades, algún día iba al cine para intentar alejar el tedio que me acechaba en cada esquina. Iba solo porque no tenía amigos, ni conocidos porque aquellos con quién había compartido los últimos años de mi vida, fueron amigos de conveniencia, de la suya, porque me utilizaron en más de una ocasión para salvar el pellejo y luego cuando me veían triste y abatido se alejaban de mi  y me dejaban solo con mis pensamientos.

Muchas veces he pensado que, quizá yo mismo y sin ser consciente de ello, rechazaba la amistad para que nadie cercano volviera a hacerme daño.

Salí con una compañera de trabajo durante unos meses, pero cuando intuí que nuestra relación no iba bien y que seguir podía hacerme daño pensé en la posibilidad de dejarla, pero ella se adelantó y de nuevo me quedé solo.

En las tardes interminables de verano, leía, me leí parte de la biblioteca del barrio donde vivía y tuve que hacerme el carnet de otra que había en el centro de la ciudad y que me ofrecía una inmensa cantidad de libros.

Ahorré un dinero y me compré una play para poder alquilarme juegos. Pasaba mi tiempo libre leyendo y jugando, no tenía necesidad de nada ni nadie más.

Los inviernos los pasaba entretenido, sin ningún sobresalto. Por las mañanas trabajaba y por las tardes asistía a clase.

Los fines de semana me quedaba en casa. Hacía la compra el sábado por la mañana y hasta el lunes no volvía a darme el aire.

Un día que me sentía agobiado, salí a dar un paseo por un parque cercano, anduve durante mucho rato y cuando me cansé y decidí volver a casa, me dí cuenta de que un perro me seguía, lo miré bien y vi que no tenía señales de tener dueño, no llevaba correa y parecía un cachorro abandonado, pensé que se cansaría de seguirme en algún momento y cambiaría su rumbo, pero eso no ocurrió y cuando llegué al portal de mi casa estaba decidido a entrar conmigo. Intenté asustarle para que se marchara, pero no había manera, al final lo esquivé, entré y se quedó fuera mirándome como diciéndome que yo también lo abandonaba.

Por la noche me pareció oírle ladrar, eran ladridos de dolor y efectivamente, cuando me asomé a la ventana allí estaba el perro intentando zafarse de las garras de unos chavales que le estaban pegando patadas porque el animal intentaba seguirlos. Les grité desde la ventana y se alejaron riendo.

A la mañana siguiente, cuando salí a la calle, allí estaba el chucho de nuevo y otra vez me siguió hasta mi trabajo. A medio día, cuando salí parecía esperarme de nuevo. Un sentimiento conocido me invadió y en ese momento decidí que iba a llevármelo a casa.

Lo llamé leal porque intuía que lo sería.

Al día siguiente lo llevé a un veterinario que había en una avenida cercana a mi casa. Efectivamente parecía haber sido abandonado porque no tenía ni el chip que se pone a los perros para controlarlos. Le pusieron las vacunas correspondientes y me aconsejaron la comida que debía darle, se la compré y me fui a casa.

Le puse una toalla vieja al lado de mi cama y allí pasaba la noche, a veces, cuando me despertaba, lo tenía a mis pies mirándome  y me daba los buenos días con un movimiento de cola, sus ojos no dejaban de mirarme hasta que retiraba la colcha y me levantaba, entonces él salía corriendo delante de mi en dirección a la mini cocina, se sentaba y esperaba pacientemente a que le llenara su plato con pienso, después bebía ansiosamente y al acabar  se sacudía enérgicamente las gotas de agua que quedaban adherías a su pelo. Mientras yo me duchaba y me vestía, él esperaba en la puerta del baño a que acabara, cuando me ponía los zapatos empezaba a ladrar y se dirigía a la entrada donde estaba su correa, me la traía para que se la pusiera para salir a la calle. Nunca en todos los años que fuimos compañeros hizo nada que pudiera enfadarme. No rompió nada ni mordía mi ropa o mis zapatos, si se subía al sillón si yo antes no le ponía su manta.

Fue el primer ser leal que había pasado por mi vida desde hacía demasiados años.

La vida se dulcificó un poco para mi gracias a la presencia de leal, ahora tenía un motivo para volver a casa, para salir a dar largos y entretenidos paseos por el parque y también un compañero con el que compartir mis días de soledad y vacío.

Nunca antes pude imaginar que un perro fuera capaz de transformar mi vida de ese modo, de compartir mi espacio vital, de darme continuamente esa sensación de compañía que nadie me había dado desde aquel fatídico día en que mi vida se transformó en un infierno, ese ya lejano día en  que pasé de ser un   niño protegido por mi madre y mi familia  a ser todo menos una persona feliz, pero esa era otra historia en la que yo no debía ni quería pensar nunca más porque me hacía tanto daño como si todo hubiera ocurrido ayer y habían pasado ya trece largos y angustiosos años.

 

 

Capitulo dos

Sé que vivía de espaldas al mundo, pero también él me la  daba a cada momento.

No había diferencias para mi entre las estaciones del año, los meses o los días, todo transcurría de una forma monótona, sin sobresaltos. La primera navidad que pasé solo fue un poco extraña porque tanto mis compañeros de trabajo como los de clase hablaban de las cosas que se suelen hacer esos días. De las compras, eso que tanto he odiado toda mi vida porque no entiendo la necesidad de comprar cosas que no sean útiles, además, si solo tenemos un cuerpo porqué comprar tanta ropa o zapatos, si solo podemos ponernos una cosa cada vez, igual pasa con cualquier otro articulo susceptible de ser comprado.  De los regalos a esos familiares que nunca se ven en todo el año, que se les compra cualquier cosa no importa si les gusta o no y que por obligación cenas con ellos el día de nochebuena aunque no tengas casi nada de que hablar.  

Nadie se acordó de mí, ni me invitó a su casa, tampoco hubiera aceptado porque me molestaba la hipocresía de la gente que pone buena cara o hace las cosas por cortesía o simplemente por costumbre, porque así lo dicen los demás.

En nochebuena no ponía la televisión y procuraba no salir para no ver el bullicio, pero era inevitable oír el ruido en las casas de los vecinos.  Me ponía los auriculares y la música alta, así no tenía que oír las risas forzadas de mis vecinos mientras recibían a sus cuñados, esos mismos a los que criticaban por cualquier motivo. Definitivamente ni  yo  entendía el mundo ni el me entendía mi. Para mi la navidad no existía, era como cualquier otro día. Algunas veces no podía evitar acordarme del día de  reyes magos cuando era pequeño, cuando mi vida y la de mi familia transcurrían con normalidad. Era muy emocionante levantarme y encontrarme el comedor lleno de regalos, pero aún lo era más llegar a casa de los abuelos y encontrar el gran árbol de navidad y a sus pies infinidad de  paquetes, la mayoría para mi prima y para mí. A los abuelos les gustaba que fuéramos a recoger allí los juguetes y luego comíamos todos juntos. Un año escribimos la carta los reyes juntos y les pedimos una bicicleta para cada uno. Al llegar a casa de los abuelos no había ninguna bicicleta y Amalia y yo nos enfadamos tanto que no quisimos abrir los paquetes, nuestros padres nos regañaron y mi padre se enfadó tanto que me insultó y me dijo que iban a devolver la bicicleta, lloré suplicando a mi padre que me dejara probarla, Los demás adultos le insistieron  y mi padre acabó por enfadarse de tal manera que nos fuimos a casa y como yo seguía llorando me pegó como solo un salvaje puede hacerlo, me pegó en la cabeza en la espalda en la cara, se volvió loco diciéndome que parara de llorar y cuanto más me golpeaba  más lloraba yo, mi madre intentó protegerme  y aún fue peor porque le pegó un empujón y se cayó al suelo rompiéndose el brazo izquierdo.

Quizá este fue el principio de todo. Quizá él necesitaba un motivo banal para   pagar sus frustraciones y yo aquel día se lo dí. A partir de entonces no hubo días felices en nuestras vidas. Yo tenía un miedo atroz a sus golpes que se repetían por cualquier motivo, pero me acostumbré a sus patadas y lo que más me dolía eran los otros golpes, los que nunca entendía, los que me hacían daño en el alma cuando me insultaba y me vejaba. Tampoco esto era lo peor, había algo que me dolía más si cabe, cuando los golpes los recibía mi madre, era un dolor insoportable  que no se calmaba con nada. Los ojos de mi madre se volvieron tristes, siempre a punto de llorar y aún así siempre tenían una palabra amable para mí.

Siempre estuve convencido de que mi madre y yo éramos malos, muy malos y por eso mi padre nos pegaba, nos insultaba, a ella le decía puta, empezaba a gritarle tan fuerte que los ojos se le inyectaban en sangre, entonces yo salía corriendo a mi habitación y me escondía debajo de la cama hasta que pasara la tormenta. Al rato bajaba y veía a mi padre pidiendo perdón a mi madre, le decía que  no lo volvería a hacer, ella le perdonaba y se lo creía, yo no entendía nada porque si le pegaba y la insultaba porque hacia algo mal¿ porqué luego le pedía perdón?

Mi madre nunca le dijo nada a nadie y cuando le preguntaban por el brazo escayolado o el moratón en el ojo, ella siempre tenia una respuesta preparada, nada era espontáneo, estaba todo previsto.

La familia de mi padre sospechaba porque de algún modo lo vieron como cada di inventaba nuevas mentiras que solo se creía el, su comportamiento fue cambiando poco a poco, pero la agresividad solo la sacaba en la intimidad de nuestra casa, nunca cuando había alguien delante, como también sabían de sus celos enfermizos. De pequeño le tenía celos a su hermana Amalia y nunca las cosas le favorecían a el, era su hermana la que salía ganando, así lo creía el y no había manera de hacerle ver que todo estaba en su imaginación, pero los padres a veces son ciegos y sordos con los defectos de los hijos  y no ven más allá de donde no quieren.

 

Hacía un año que Leal y yo compartíamos nuestra vida cuando una mañana al recoger el correo vi una carta cuyo remitente conocía muy bien. Era de alguien que compartió conmigo una parte de mi pasado, la parte buena y entrañable de mi infancia.

Las manos empezaron a temblarme y fui incapaz de abrirla hasta que llegué a casa. Un inoportuno vecino subió conmigo en el ascensor e intentó hacerse el gracioso, pero cuando vio que las manos no paraban de temblarme se calló y me miró como si fuera un bicho raro, estaba seguro que sospechaba de mi cosas que no eran, pero a mi no me importaba nadie, menos aún los vecinos cotillas y graciosos que pretendían  caerme bien para indagar en mi vida.

El ascensor paró en el tercero y mi vecino salio sin apenas despedirse de mi, mejor pensé, si no le caigo bien me evito tener que soportar sus comentarios insulsos.

Al llegar al cuarto el ascensor se paró en seco y  al salir di un respingo porque normalmente no me encontraba con nadie y aquel día era la segunda persona, un vecino al que no le caía bien porque mi perro decía que dejaba mal olor en el ascensor. No se si eso era cierto porque yo estaba tan acostumbrado a leal que no me parecía que su olor fuera desagradable, ya hubiera querido mi vecino ser la mitad de aseado  que era mi perro.

Me costó meter la llave en la cerradura y cuando lo conseguí abrí rápidamente antes de que mi vecino siguiera con la  retahíla  habitual.

Leal se me tiró literalmente encima y empezó a lamerme como si hiciera varios días que no me hubiera visto, lo noté extraño, no era normal ese comportamiento tan efusivo por nada. Pensé que quizá el podía notar mi nerviosismo, mi ansiedad, mi dolor.

Me preparé un té mientras intentaba tranquilizarme y por fin reuní fuerzas para abrir la carta.

Mi prima Amalia se casaba y me invitaba a su boda.

¿Cómo era posible que Amalia se casara si era muy joven? Me hice cientos de preguntas aquella noche que, como muchas otras en mi vida, la pasé en vela.

No había vuelto a mi pueblo en todos aquellos años y quizá había llegado la hora de la verdad, el momento de enfrentarme a lo inevitable.

En las largas horas que duró la noche, me di cuenta de que casi había olvidado a mi prima Amalia y al leer que se casaba me vino a la cabeza su imagen de niña que había permanecido intacta en mi inconsciente todo el tiempo. A veces ocurre que pensamos en las personas que hace tiempo que no vemos y las idealizamos dándole la última imagen que tenemos de ellas  y aunque hayan pasado muchos años, nosotros las mantenemos jóvenes, como congelada su imagen en el tiempo, eso me había pasado a mí con Amalia.

Pensé en todos los momentos buenos que habíamos vivido juntos, en las confidencias que nos hacíamos, en sus gustos, en su pelo castaño claro casi rubio, en su mirada inocente de niña enamorada de la vida, en su sonrisa traviesa, en sus ojos grises como las nubes de verano, en el aroma  a fresco que siempre la acompañaba, en sus piernas larguiruchas y flacas pero ágiles, en los cientos de juegos que  inventábamos en las largas y tórridas  tardes de verano mientras nuestros padres hacían  la siesta  en la casa veraniega de los abuelos, en el colegio, cuando ella veía que alguien me insultaba iba a defenderme como si fuera mi madre y solo tenía dos años más que yo.

 Me pregunté también que habría sido de la casa de los abuelos. Mi prima me decía en la carta que además de asistir a su boda tenía que comunicarme algo importante.  Nada absolutamente nada era importante en mi vida, pero quizá mi prima pudiera hacerme sonreír como lo hacia cuando éramos niños ¡hacía tantos años que no reía! Que, cuando por alguna circunstancia lo hacía, aparecía en mi cara como una mueca indefinible que nada tenia que ver con una sonrisa.

Pensaba que iría y me enfrentaría a mis fantasmas y al día siguiente el pánico se apoderaba de mi y decidía no volver nunca a mi pueblo, como si el pueblo hubiera sido el culpable de lo que pasó.

Pasé una semana sin poder conciliar el sueño, solo a ratos me adormecía de puro cansancio. Leal pasaba las noches despierto a mi lado haciéndome compañía.

La ansiedad volvió a instalarse en mi vida como un huésped maldito y de nuevo comencé a comer de forma compulsiva.   Comía y comía  no importaba lo que fuera hasta calmarme un poco, luego me sentía tan culpable que iba al baño para intentar reparar mi torpeza. Era una rutina sin fin en la que cada vez comía más para calmarme y cuando terminaba la culpa me abrumaba y tenía que deshacerme de ella.

Desde la llegada de leal a mi vida  parecía haberse disimulado un poco mi compulsión con la comida y ahora de nuevo había vuelto a empañar mis días.

Pasé un tiempo dudando. Un día me convencía de que debía ir y al siguiente todo se ponía en contra y decidía que no.

Llegó la fecha limite y yo no había decidido que hacer. Lo que más me trastornaba era pensar que podía encontrarme a ese monstruo que lo único que hizo por mi fue engendrarme. Solo un objetivo tenía en  mi vida y era matarle, aún no sabía como iba a hacerlo, pero lo haría seguro y así tendrían sentido todos los años que había vivido.

 

Pedí una semana de vacaciones en el trabajo y no me la negaron porque nunca  las había  tomado, solo cuando la empresa me obligaba a cogerlas.

 El lunes por la tarde  salí a comprarme algo  de ropa para ir a la boda. No había contestado a la carta, ni llamado, pero decidía ir de todos modos.

Nada de lo que me probaba me quedaba bien, ni las camisas ni los pantalones ni nada, no me gustaba mi cuerpo peludo, ni mi cintura que siempre parecía sobresalir de los pantalones. Además, salir de compras era siempre un martirio para mi, tanto que, cuando algo me quedaba bien, me compraba dos pares, llegué a tener casi todo por duplicado, así me ahorraba el trabajo de salir a comprar. Me decidí por un pantalón negro y una camisa clara, no me pondría corbata, no soportaba que algo me oprimiera el cuello.

 El  martes  por la tarde fui a la estación y saqué un billete de tren. Cuando llegó mi turno y le dije al hombre de la ventanilla el nombre de mi pueblo, me sonó tan extraño como si fuese un lugar del extranjero del que nunca hubiera oído ni hablar. Quizá me había pasado como con mi prima Amalia que de tanto intentar olvidar lo había casi conseguido.

Una hora antes de la salida del tren, allí estaba yo en medio del gentío, con la maleta en una mano y el pensamiento perdido entre la gente  y el jaleo. Abrí el libro que estaba leyendo y me sumergí en sus páginas. Siempre llevaba uno conmigo por si tenía que esperar en algún sitio, lo sacaba y aunque no leyera evitaba que alguien me diera conversación. Nunca sabía que decir a los extraños que me hablaban del tiempo o cualquier otra cosa insulsa. Además de mi timidez enfermiza  carecía de habilidades sociales.

El tren entró puntual en la vía y la gente salia corriendo como si alguien fuera a ocupar su sitio. Los pasajeros que bajaban apenas tenían espacio porque los que iban a subir se amontonaban en las puertas dejando apenas un pasillo para los que descendían. Subí el último, sin prisa, sin que nadie me empujara, al llegar a mi asiento estaba ocupado, miré varias veces el billete por si me había confundido a asiento, pero no, alguien ocupaba mi lugar, pregunté educadamente y la otra persona aprecia ofendida, me quedé de pie un buen rato porque no sabía que debía hacer para ocupar el sitio que me correspondía, cuando pasó el revisor se lo dije y por fin ocupé mi sitio. No podía comprender porqué algunas personas se creen con todos los derechos aunque sepan que no tienen razón. Ocupé mi sitio y volví a abrir el libro. No podía concentrarme en la lectura porque pronto estaría cerca de mi pueblo y mi realidad.

Como nadie esperaba mi llegada, decidía ir dando un paseo hasta la casa de verano de los abuelos que estaba cerca de la estación. No me crucé con casi nadie por el camino y las pocas personas que vi no me conocieron, tanto mejor para mi.

La verja de la entrada estaba entreabierta, entré y lo primero que vi a la derecha fue el jardín en el que mi madre pasaba horas y horas arreglando los rosales. Tenía una habilidad especial para las plantas que compartía con su suegro, mi abuelo, conseguían que sobrevivieran especies de flores que hubiera sido imposible sin los cuidados especiales que recibían.

Nada parecía haber cambiado en todos estos años. La casa y su porche el jardín, los árboles que la rodeaban donde Amalia y yo nos columpiábamos por riguroso turno en el columpio que construyo el abuelo con un viejo neumático y una soga, todo estaba igual, como si el tiempo se hubiera detenido y solo un segundo separara aquella época dulce y tierna  de esta dura y  amarga.

 Pensé que estaba soñando y dejé que mis pensamientos me retrotrajesen a los mejores días de mi vida.

Me vi escondido tras el álamo mientras Amalia contaba hasta cien y salía a buscarme. A veces se ponía misteriosa y yo salía del escondite porque me daba miedo y otras empezaba a decir tonterías y  a mi se me escapaba la risa, siempre me encontraba enseguida, hasta que crecí un poco y empecé a subirme a los árboles, entonces era ella la que se cansaba de buscarme, se aburría  se rendía y ganaba yo siempre. En otras ocasiones hacíamos excursiones hasta el río y nos bañábamos en ropa interior sin que nuestros padres lo supieran, con el tiempo Amalia dejó de venir conmigo al río porque ya no quería que la viera en ropa interior, empezó a ir con sus amigas y yo las espiaba desde algún escondite seguro, tan seguro que siempre me descubrían y es que los dos años que mi prima tenia más que yo se notaban en astucia y en madurez.

Los veranos parecían muy largos y los días interminables, sobre todo las tardes que nos sentábamos en el porche para hacer los deberes, no acabábamos nunca porque mi prima se empeñaba en contarme historias de miedo y sorprenderme con algún ruido aterrador que salía de entre los árboles y que luego no era más que el abuelo que volvía del pueblo o algún vecino que se acercaba a saludar. Después me tocaba vengarme y atrapaba un saltamontes o cualquier otro bicho que dejaba caer sigilosamente sobre el libro de matemáticas de mi prima. Daba un salto y tiraba todo lo que hubiese  encima de la mesa, al final siempre acabábamos riéndonos de las travesuras que hacíamos.

Luego venía la merienda que nos preparaba mi tía Amalia casi siempre. La Hermana de mi padre tenía muy buena mano en la cocina y cada tarde nos sorprendía con algo delicioso y diferente.

Entre todos se repartían nuestro cuidado, a mi madre no le gustaba la cocina y más tarde lo pagaría con creces, pero le encantaba llevarnos al cine los sábados por la tarde, yo me dormía y luego ponía atención a lo que comentaban mi madre y mi prima para disimular aunque, era tarea imposible, Amalia siempre estaba dispuesta a demostrar lo contrario.

Pasábamos el verano entre risas y enfados y un día teníamos que volver a nuestras respectivas casas porque el comienzo del curso estaba cercano.

Nos llevaban juntos a comprar la nueva ropa para el colegio  y cuando Amalia se miraba en el espejo de los probadores de las tiendas yo le hacía burla y le gritaba desde fuera que era repipi, ella se enfadaba porque odiaba esa palabra, entonces se miraba de reojo para disimular, yo me daba cuenta pero la dejaba porque realmente estaba guapa con su ropa nueva de invierno. Cuando llegaba mi turno me ponía la ropa y si mi madre decía que estaba bien me la quitaba y listo, no necesitaba mirarme en el espejo como si fuera una niña, eso decía siempre mi padre a mi madre, que dejara de mirase en el espejo porque parecía una fulana y yo entonces creía que fulana significaba niña o mujer pero en el lenguaje de los adultos.

Una voz desde dentro me hizo volver de mi ensimismamiento. La reconocí al instante, era Amalia. Me dieron ganas de salir corriendo y alejarme de la casa, pero después de estar recordando aquellos momentos no podía huir sin darle un abrazo a mi prima y desearle que fuera feliz. Me pasó de todo por la cabeza porque realmente no sabía en que persona se había convertido aquella niña traviesa compañera de juegos, tampoco podía saber cual había sido su experiencia después de aquel fatídico día. Ya no había tiempo  de pensar porque una mujer joven de mediana estatura, rubia con el pelo largo y liso y  una sonrisa inconfundible venía corriendo  hacía mi.

Nos fundimos en un largo abrazo sin hablar. Nuestras lágrimas se mezclaron, casi  podía oír los latidos de su corazón. Ninguno se atrevía a mirar al otro a la cara por miedo a ver lo que el tiempo  y las circunstancias habían hecho con nosotros.

Ella no paraba de decir que no se lo creía, pensaba que ni siquiera algo tan importante para ella como su boda, podía hacerme volver.

Por fin se separaron y se miraron a los ojos. Los de ella seguían siendo inocentes y traviesos, los de el parecían los de una persona mayor, no eran los de aquel niño miedoso y tímido, pero inocente. Amalia pensó que no podía juzgarle en apenas unos momentos que lo había visto.

Entraron en la casa y empezaron a recordar cada momento vivido. Entre risas y lágrimas pasó la tarde y antes de despedirse Amalia le dijo que tenía una carta que su madre le escribió mucho antes de morir, cuando presentía lo que algún día podía pasar. También le dijo que la casa del abuelo era suya, era parte de su herencia.

Andrés le pidió a su prima tiempo para asimilar todo.

Subió a su habitación y todo estaba igual, se tumbó en la cama y notó como las piernas le sobresalían varios centímetros, sonrió con esa mueca extraña que se dibujaba en  los labios por la  falta de costumbre. Recordó a su madre diciendo que iba a ser tan alto que algún día tocaría la luna y pensó que en vez de tocar la luna estaba tocando fondo.

 

Recordaba la habitación mucho más grande, los muebles parecían de juguete. Abrió el armario para colgar la ropa y vio la caja donde guardaba los juguetes, allí estaba el coche teledirigido que le regaló su abuelo en su cumpleaños y que apenas le dio tiempo a disfrutar, cerró la caja y volvió a tumbarse en la cama. Se sintió mareado y confuso como si nada de lo que estaba pasando fuera realidad.

Al rato Amalia llamó a la puerta y entró con unas toallas limpias en la mano. Se sentaron en la cama y volvieron a mirarse  los ojos. Ella le infundía tranquilidad, pero no sabía si sería Asia con el resto de la familia.

-¡como me hubiera gustado volver a ver al abuelo antes de morir! Le confesó Andrés a su prima.

-El no tenía otro pensamiento en su cabeza que no fueras tú y murió con la pena de no tenerte cerca, pero comprendía perfectamente que no quisieras saber nada de la familia de tu padre.

-Ya habrá tiempo de hablar de todo esto, ahora vamos a dar un paseo.

Caminaron por los alrededores y llegaron hasta el río, no pararon de hablar en todo el tiempo.

Por la noche, a solas en su antigua habitación, Andrés intentaba pensar solo en la parte buena de su infancia,  la noche se hizo eterna, cada vez que el sueño le llegaba, le volvían una y ora vez las imágenes de su madre muerta y del charco de sangre que cubría su cuerpo. Se sentía culpable por no haber hecho nada, por su silencio en las noches que su padre llegaba a casa bebido y despertaba a su madre insultándola y a veces zarandeándola. La culpa era una de las cosas que no lo dejaban vivir en paz porque si el le hubiera dicho a alguien lo que pasaba, quizá el desenlace no hubiera sido el mismo. Aunque era un secreto a voces que su padre maltrataba a su madre, nadie de la familia intervino nunca, alguna vez sus abuelos le llamaban la atención, pero siempre pensaban que era cosa del matrimonio y no debían inmiscuirse.

Algunas noches, cuando su padre llegaba tarde y borracho, echaba a su madre de la cama y el la recibía en la suya. Ella se abrazaba a su hijo con todas sus fuerzas y el niño le decía que no se preocupara, que a su lado no iba a pasarle nada y   que cuando él fuera mayor mataría a su padre para que nunca más la hiciera llorar. La madre le regañaba y siempre le decía que debía quererlo. El niño tenía claro que no podía querer a alguien que le hacía daño a su madre, en muchas ocasiones los insultos eran también para el, jamás tenía una palabra amable, ni cuando estaba ebrio ni nunca. Poco a poco fue apartándose de su camino hasta convertirse en un perfecto desconocido y con el paso del tiempo llegó a odiarle.

Cuando más lo odiaba era cuando le decía que estaba gordo, que nunca sería un buen deportista, como si el lo hubiera sido en algún momento de su vida. Andrés aprendió a callar  e interiorizar todo lo que su padre le decía, llegó a verse verdaderamente gordo y poco después empezó con sus problemas de comida.

 Su padre siempre tenía razón y nadie se atrevía a contrariarle, el controlaba todo lo que ocurría en su casa y en la vida de las personas que lo rodeaban.

 

Casi de madrugada se durmió, pero al rato despertó en medio de una pesadilla empapado en sudor. Era una más de tantas y siempre la misma, soñaba con su madre muerta envuelta en sangre, su padre se reía a carcajadas y gritaba  que por fin se había librado de ella. Salía de casa y se iba al bar a beber como si nada hubiera pasado. El le suplicaba que le ayudara a salvarla y el ni lo escuchaba.

Se levantó y se dio una ducha rápida, desde la cocina subía un delicioso aroma a café recién hecho y a tostadas. Tenía hambre, la noche anterior no pudo probar bocado, los nervios, la emoción y una extraña mezcla de sentimientos se agolpaban dentro de el y no le dejaban pensar con claridad, menos aún comer.

Bajó a la cocina y allí estaba su prima esperándolo con una humeante taza de café y dispuesta a seguir conversando.

Amalia abrió un cajón de la cocina y sacó la carta para dársela a su primo. El la tomó  y con un nudo en la garganta y se la guardó en el bolsillo para leerla más tarde en la intimidad de su habitación.

-Amalia, no quiero esta casa, no quiero nada que me recuerde aquellos años, seguro que tu la vas a disfrutar más que yo que no voy a volver a vivir aquí nunca más.

-cuando me independicé me vine aquí a vivir sabiendo que era tuya, la he cuidado para ti y la he mantenido como siempre ha estado, pero no te precipites y piensa las cosas detenidamente. Ahora quizá estés confundido y no puedas pensar con claridad. Si quieres puedo seguir cuidándola hasta que tengas las ideas claras.

-Lo tengo claro Amalia, no quiero nada que me traiga recuerdos, la casa es tuya.

 

-¿Cuándo sale mi padre de la cárcel, preguntó Andrés a bocajarro a su prima.

La chica se sorprendió porque era lo último que esperaba que su primo le preguntara.

-No lo sé Andrés, respondió Amalia de mala gana. Desde aquel día no hemos vuelto a saber nada, el abuelo murió esperando una carta o una llamada de su hijo, pero tu padre era demasiado rencorosa como para perdonar a su familia que nos pusiéramos de parte de la justicia. Cuando el abuelo murió, mi madre intentó ponerse de nuevo en contacto con el por si necesitaba algo, al fin y al cabo era su hermano y aunque no merecía nada a mi madre le daba pena. El no quiso saber de nosotros y se cortó la comunicación, no sabemos nada.

 -¿Pero sabrás cuantos años le cayeron de condena?

-¿Que más te da Andrés? eso ahora no debería tener importancia, él está pagando por lo que hizo y tu no deberías pensar más en ello, no podemos vivir obsesionados toda la vida, es hora de pasar página y continuar. No como hizo el abuelo que se sentó a esperar que le llegara el final, no fue capaz de vivir en paz ni uno de sus días y no solo por lo que hizo tu padre, sino por tu rechazo a quedarte a vivir con nosotros.

-Solo tenemos una vida y pasa demasiado deprisa.

 

 

Andrés no quería seguir con la conversación porque nadie ni siquiera su prima iba a hacerle cambiar de opinión, él tenia claro cual era su objetivo en al vida, después todo le daría igual…. vivir morir, que más daba después de cumplir su cometido. Su prima siguió insistiendo para que dejara ya el pasado donde le correspondía, pero a Andrés le iban y le venían los recuerdos de aquel día. Eran en blanco y negro porque no soportaba darle color a aquellas terribles imágenes.

De pronto estalló y sus labios empezaron a moverse solos, las palabras salían de su boca como un torrente en una tarde de tormenta, no podía parar, su prima lo miraba y pensaba que se había vuelto loco y le estaba contando algo que nunca ocurrió o quizá ella nunca supo la verdad y era ahora cuando realmente se estaba enterando.

-Basta Andrés, cálmate y dime todo lo que quieras, pero por favor tranquilízate que tenemos todo el tiempo para hablar.

El chico tenía la cara roja, las venas a punto de estallarles, la frente perlada de sudor y la respiración entrecortada, temblaba como un niño pequeño, pero se calmó un poco y empezó de nuevo a contarle a su prima todo lo que vivo aquel día:

-Fue aquella tarde del mes de mayo, lo recuerdo como si fuera hoy porque justo ese día se paró el reloj para mí. Llegué a casa, como cada tarde, al acabar el colegio, había quedado con un amigo para jugar un rato en el parque, pero al llegar mis padres estaban discutiendo, en esta ocasión era mi padre el que le gritaba a mi madre, le decía puta y alargaba la a hasta que las cuerdas vocales no le daban más de si y le hacían toser.  Mi madre le decía que se calmara, que estaba borracho y que durmiera un rato hasta que se le pasara.

-No me vieron entrar, subí a mi habitación y me encerré. Tenía miedo, mucho miedo, llamé al abuelo pero debía estar en el jardín y no oyó el teléfono, me escondí debajo de la cama aterrado porque mi padre amenazaba a mi madre con matarla si no le decía de donde venia, donde había estado toda la tarde, ella le contestaba que había estado en el trabajo, que se había retrasado porque al salir había ido a  casa de su amiga,el no se lo creía y seguía interrogándola, pensé que sería como otras veces que se cansaba de amenazarla y se tumbaba en el sofá a beber, luego se dormía y dejaba los cojines llenos de babas, pero no fue así Amalia y yo estaba escondido debajo de la cama como un cobarde mientras el mataba a mi madre. Ella gritaba como nunca en mi vida he oído gritar, eran gritos de terror que me paralizaron. Me tapé las orejas con las manos y así estuve un buen rato hasta que volvió la calma. No me atrevía a moverme, estuve más de dos horas debajo de la cama en posición fetal protegiéndome del monstruo que era mi padre.

Estaba tan aterrorizado que no podía ni hablar, menos aún gritar. Pensé que quizá a alguien se lo ocurriría buscarme, pero se hizo de noche y allí seguía yo debajo de la cama helado y con los pantalones mojados por el miedo.

Salí de debajo de la cama y a tientas encendí la luz tenue de mi mesilla de noche, bajé la escalera a oscuras por si mi padre aún estaba y la emprendía conmigo. El silencio era total en toda la casa, hasta la gata había desaparecido. Entré en el comedor, encendí la luz y entonces lo vi todo.

 Andrés empezó a llorar desconsolado, a cada momento sus sollozos iban en aumento hasta que casi se marea por la falta de aire. Amalia se asustó y le puso un dedo en los labios para que no siguiera, pero él quería seguir y contarle todo hasta el final.

-Encendí la luz todo lo que pude ver era sangre, la sangre de mi madre derramada por todo el comedor, los colores dejaron de existir para dar paso al rojo, el sofá , la mesa, las sillas, la televisión, las paredes, hasta en el techo había sangre. Me quedé quieto durante un buen rato sin saber lo que había pasado hasta que escrutando con la mirada la vi. No parecía ella, estaba destrozada, su cuerpo lleno de puñaladas que sangraban aún, los ojos abiertos, como espantados por lo que había visto. Pensé que me miraba e intenté decirle algo, pero de mi boca no salía ninguna palabra, solo un movimiento torpe de labios. Le toqué la cara y estaba tibia, mis manos se llenaron de sangre y pasé a formar parte del decorado macabro y cruel del comedor. Me senté a su lado y así pasé horas o días, no lo sé porque el tiempo se paró y cuando oí que alguien entraba pensé que si era mi padre y me mataba a mí también no me importaba y quizá hubiera sido mejor para mí porque mi vida se acabó aquel mismo día. También pensaba que podía adelantarme y matarle yo a el, cogi el cuchillo ensangrentado  y lo levanté amenazante, pero era el abuelo. Mi padre se había entregado a la guardia civil y había confesado todo.

-No pude despedirme de ella, ni darle un beso, ni decirle que la quería, el la mató, lo decía en serio y yo mientras tanto estabas escondido debajo de la cama como un cobarde y los demás también estaban escondidos porque toda la familia sabia que algo estaba pasando y nadie hizo nada. No me digas nunca más que intente olvidar, no puedo y hasta que el no pague por lo que hizo, yo no viviré en paz, No vuelvas a decírmelo, le gritó a su prima con una voz que no era la suya.

Amalia estaba descompuesta porque nunca había oído los detalles macabros del asesinato de su tía. Ahora empezaba a comprender a su primo. Se acercó a el y se fundieron en un abrazo, igual que cuando eran pequeños.

 

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Cuando se quedó solo abrió la carta e intentó leer las primeras líneas, pero no pudo continuar porque las lágrimas no se lo permitieron.

¿Te he dicho alguna vez que te quiero? Por si se te ha olvidado te lo vuelvo a repetir, te quiero como nunca he querido a nadie. Eres el motor de mi vida. Desde el mismo instante en el que comprendí que estaba embarazada ya te quise, después, poco a poco fuiste llenándome de un sentimiento nuevo que acaparaba todo mi espacio, hasta que un día naciste y ya sentí que estabas unido a mi para siempre.

Si esta carta llega hasta ti será porque algo malo ha ocurrido, tengo malos  presentimientos  y por eso quiero dejarte esta letras, para que  no vivas con odio porque es el peor sentimiento que puede albergar una persona, piensa siempre es nuestros buenos momentos, en esas noches estrelladas de verano cuando nos sentábamos en el porche y esperábamos hasta que veíamos una estrella fugaz y le pedíamos un deseo, recuerda que los deseos se cumplen, por ello cuando  esta noche veas las estrellas, pide un deseo y verás como se cumplirá. Mi mayor deseo ya se ha cumplido: tener un hijo como tu es la mayor alegría para una madre.

No se que edad tendrás ahora, pero te pido que seas fuerte porque esta vida es solo para los que saben salir airosos de todas los obstáculos que hay en este camino que es la vida.

Por encima de todo recuerda que te quiero y esté donde esté no va a cambiar nada, te voy a proteger siempre.

Mamá

Andrés volvió a su casa después de la boda. No apartaba de sus pensamientos la idea de tener que esperar todos los años de prisión que le quedaban a su padre, vivir con ese odio, con esa ansiedad iba a ser casi imposible, Además, hacía unos días que leal le había dejado para siempre y sentía el peso de la soledad como una losa de cementerio.

 

Aun faltaban muchos años para que el padre de Andrés saliera de la cárcel y solo pensarlo se le hacia insoportable. Él quería que el tiempo pasara deprisa, pero era todo lo contrario, como si una extraña fuerza convirtiera las horas en días y los días en meses.

El dolor que sentía era cada vez más insoportable, hasta que un día decidió dejar de padecer. Tomó un frasco de tranquilizantes entero  y se cortó las venas con una cuchilla. Cuando la sangre roja y espesa empezó a derramarse todo se volvió en blanco y negro como la vida que había llevado. En sus labios apareció esa extraña mueca que simulaba una sonrisa.

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