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jueves, 25 de septiembre de 2014


 

Un espejo con nombre.

 

La casa había permanecido cerrada  más  de cuarenta años. La puerta era grande, de madera. La aldaba, dorada y reluciente en otro tiempo, parecía pegada por capas de suciedad.

En la planta baja hubo una tienda donde se vendían todo tipo de productos. Mi madre me mandaba a comprar lo imprescindible porque era muy cara, aunque ella no iba nunca.

Me daba un miedo terrible esa tienda tan grande y sombría, con aquellos mostradores de madera oscura y polvorienta y los dependientes, también polvorientos y oscuros como la bata que llevaban.

Cuando mi madre me mandaba a por especias, yo rezaba por el camino para que hubiera más gente en la tienda. Cuando llegaba y no había ningún cliente  las piernas me temblaban y mi voz desaparecía.

Había oído cientos de historias a cada cual más tétrica de la familia que regentaba la tienda. Eran dos hermanos que siempre habían sido viejos y nadie los había visto sonreír. Nunca supe por qué mi madre se empeñaba en mandarme allí a comprar.

Un día la tienda cerró y la casa que estaba justo encima quedó deshabitada.  Nadie supo nada de sus habitantes. Al poco tiempo mi madre y yo nos fuimos del pueblo y todo quedó olvidado en ese fondo oscuro que se guardan los malos recuerdos.

La semana pasada recibí una misteriosa  e inesperada carta en la que se me comunicaba que era la única heredera de alguien a quién no conocía. Pensé que era una equivocación, yo no tenía parientes ricos y mi familia era muy reducida.

 Como requisito indispensable se hacía constar en el testamento que debía volver a mi pueblo donde se me comunicaría el caprichoso legado de aun no sabía quién.

Llegué agotada, entré en el hotel, me di una ducha, tomé un café y salí a pasear.

Mis pasos me llevaron a la calle donde había estado la tienda y la casa que tanto miedo me producían de niña. Quizá había sido una intuición, un adelanto de lo que más tarde ocurriría.

Me quedé delante observando los cristales de la puerta a través de los cuales no podía verse nada. Vigilé que no viniera nadie, saqué un pañuelo de papel y froté con fricción sobre el cristal polvoriento, acerqué la cabeza y miré con curiosidad. Todo estaba como yo lo recordaba: Sombrío, polvoriento y sorprendentemente con las estanterías llenas de mercancía, como si fueran a abrir la tienda de un momento a otro. De pronto me sobresalté, vi una puerta abrirse al fondo, la luz me cegó y no pude distinguir la silueta que cruzó la tienda. Él o ella debieron asustarse lo mismo que yo al ver mi cara pegada al cristal. La puerta se cerró y todo quedó de nuevo entre sombras. Retiré la cara del cristal, la gente pasaba a mi lado y murmuraban con gesto de espanto.

Tampoco mi madre había tenido grandes amistades como para que se acordaran de mi a la hora de testar. Aunque ella había sido una mujer misteriosa y celosa de su intimidad Una casa con vistas.

Segunda parte.

Esa noche dormí mal. No paraba de pensar. Aun no me podía creer lo que me estaba pasando. Por un momento pensé irme sin descubrir quién me hacía su heredera.

La campana del  reloj del ayuntamiento sonaba insistente cada hora. Estaba a escasos metros del hotel donde me alojaba, me arrepentí de haberlo elegido  nada más acostarme y oír la media noche.

Por mi cabeza pasaron todos los parientes de los que mi madre me había  hablado a lo largo de mi vida. Ninguno de ellos tenía propiedades, por lo tanto no podía ser de mi familia.

que nunca satisfacía mis preguntas de niña y después de mayor, no me cabía la menor duda de que nada tenía que ver con ella aquella extraña carta.

Me levanté al amanecer, salí del hotel y me dirigí hacia la única cafetería abierta. La poca gente que había me miraba con un gesto extraño que yo no supe interpretar. Incluso después, al salir a la calle para dar un paseo antes de ir a mi cita, algunas personas, al pasar por mi lado se rozaban el codo sin disimulo para avisar de mi presencia.

Tenía la impresión de ir disfrazada, o  desnuda, era algo tan extraño.........la gente me confundía o la confundida era yo.

La oficina del notario estaba en la planta baja de una casa vieja con un jardín espléndido. Llamé y nadie abrió, volví a pulsar el timbre y oí como alguien desde dentro abría la puerta.

-¿Mercedes Escudero?- preguntó una voz.

-Si- contesté

Un hombre mayor me tendió una mano lentamente a la vez que  decía algo que yo no lograba entender. Hablaba sin vocalizar, parecía una vieja radio a la que se le están acabando las pilas.

-Perdón ¿señor?....

- Pablo Armenteros, señorita Escudero.

Su tono era desagradable, igual que su cara y su mirada. Tenía los ojos hundidos y la mirada cansada, como si le costara un trabajo tremendo el cometido que tenía entre manos.

-Pase al salón y espere un momento, cuando vengan los albaceas iremos juntos a enseñarle su propiedad- me dijo, dejándome sola en aquella estancia que olía a rancio, en cuyos muebles había polvo acumulado.

Tan poca confianza me inspiraba que no me atreví a preguntarle quién era mi benefactor.

Fue la media hora más larga de mi vida. En la que pensé salir corriendo y huir de aquella aventura que me estaba empezando a poner nerviosa.

 Por fin sonó un timbre ronco y viejo, como el dueño de la casa. Alguien abrió la puerta del salón y pude ver dos hombres tan viejos y siesos como el primero.

Se presentaron como los albaceas de mi padre.

 El pelo se me erizó en la nuca al oír la palabra padre. Tabú durante todos mis años de infancia, adolescencia y también madurez. Ahora por primera vez, después de morir mi madre, la oía como algo natural en boca de unos desconocidos.

Mi cerebro pareció experimentar una ligera crioterapia y además de helada me había quedado muda. 

Salimos los tres de la casa, ellos con paso lento y semblante de velatorio, yo, como un autómata, seguía sus pasos. Parecíamos la comitiva del Santo Entierro en jueves santo. La gente nos miraba al pasar como si lleváramos el cuerpo del delito a la vista de todos. ¡Era todo tan extraño! De nuevo quise huir, salir corriendo, escapar de ese misterio que me empezaba a darme angustia.

 

 

Una casa con vistas.

Tercera parte.

Mi vida había estado rodeada  de cierto misterio. Mi madre nunca contestó a mis preguntas y se llevó a la tumba secretos minuciosamente guardados

Uno de esos misterios era mi padre. A veces tenía la impresión de haber sido concebida por obra y gracia del Espíritu Santo, pero como bien es sabido, así solo hubo uno y yo hacía años que había perdido la fe.

La puerta estaba como el día anterior, efectivamente era la que despertó mi curiosidad. La marca que dejé en el cristal de la puerta de la tienda era evidente. La comitiva receló, al parecer nadie en ese pueblo hubiera osado traspasar los cristales con la mirada.

La llave de enorme, de hierro se resistía a entrar en el ojo de la cerradura cegada por la suciedad.  Más cuarenta años cerrada era demasiado tiempo.

Probaron todos, incluso yo, pero la fuerza de aquellos vejestorios y la mía juntas no era suficiente. El más joven de la comitiva sacó un móvil que era tan viejo como el, quizá una pieza de museo. Marcó un número y habló con alguien.

Vino un hombre más joven con herramientas como para echar la puerta abajo. Cedió después de varios intentos.

Las estanterías de la tienda estaban repletas de género, igual que en mis recuerdos. La mercancía minuciosamente colocada en  orden, pero con varias capas de polvo. Me dio la impresión como si hubiera habido un accidente nuclear y los dueños hubiesen desparecido dejando todo sin volver la mirada.

Antes de leerme el testamento era requisito indispensable ver la casa y nos pusimos manos a la obra.

Pasamos a al trastienda atiborrada de productos antiguos de mercería. A la derecha había una habitación cegada que pertenecía a la casa colindante y que conducía al sótano, antiguamente había forado parte de una gran casa de la misma familia. A la izquierda un baño con lavabo antiguo y retrete de pie. Al fondo una escalera de caracol que conducía a la vivienda.

El detalle de la puerta cegada mi inquietó, pero estaba tan acostumbrada a los misterios de mi vida que añadí uno más.

Remontamos la escalera de caracol y llegamos al salón.  Estaba lleno de una espesa capa de polvo, como el resto de la casa, pero ante mis ojos un salón espectacular, con muebles antiguos y jarrones chinos de un valor extraordinario, las cortinas de terciopelo no dejaban pasar la luz, los visillos eran de encaje Valenciano. Los cuadros diseminados por las paredes eran preciosos, impresionistas.

Un gran espejo enmarcaba una de las paredes y lo que parecían arabescos en las esquinas, resultaron ser letras. Mercedes. Ponía mi nombre en grandes letras arriba, disminuyendo de  tamaño a medida que el espejo llegabas al suelo. El vello se me erizó y sentí como si una corriente de aire frio chocara contra mi cara.

Pregunté  por qué estaba escrito mi nombre en el espejo y me dijeron que era la antigua dueña de la casa,  madre de los hermanos que regentaban la tienda,  en todas las generaciones de mujeres había habido una Mercedes, me apuntaron al  unísono.

¿Casualidad?

Mis dudas iban en aumento y mis sospechas también. Quizá había llegado el momento de saber algo de mi procedencia.

Abrí el balcón que daba a la parte de atrás y el intenso olor a polvo contrató con un aroma inconfundible a jazmines, hierbabuena y rosas. Las flores silvestres crecían por doquier ganado terreno a los parterres. Un enorme jardín salvaje se extendía hasta una casita pequeña de aperos, supuse.

El jardín me cautivó, había sido siempre la ilusión de mi vida tener una casa con un enorme jardín lleno de plantas y flores.

Allí, delante del balcón me leyeron el testamento y acepté sabiendo que me estaba metiendo en tremendo lio.

A estas alturas de mi vida pocas cosas me importaban, no tenía nadie a quien rendirle cuentas.

Acepté la herencia, ahora no había duda, uno de aquellos hombres que regentaba la tienda era mi padre.

 Al dejarme sola perdí la noción del tiempo y me trasladé a la niñez. Recordé con claridad la mirada de Diego, uno de los dependientes. Nada más verme entrar se dirigía hacia mí y me llenaba de atenciones, aunque yo entonces no lo percibía así, más bien me daba miedo. Aquel hombre me regalaba cosas, pero se quedaba con las que yo llevaba. Un pañuelo, una muñeca, un saltador, cualquier cosa que llevara entre mis manos me la cambiaba por una más bonita.

El ruido de la puerta de entrada al cerrase me sacó de mi regresión, salí corriendo camino del hotel. Necesitaba arreglar aquella casa y averiguar qué había pasado para que mis padres nunca hubieran estado juntos y ahora, de pronto, yo fuera la beneficiaria de todos los bienes de aquella mi extraña familia.

 

Una casa con vistas.

Cuarta parte y final.

Además de la casa, heredé una buena suma de dinero en efectivo. Por ello y con la idea firme de averiguar los secretos de familia, decidí arreglarla y trasladarme allí mientras pensaba qué hacer con mi vida.

Contraté un equipo de pintores y limpiadoras. Pintaron paredes,   descolgaron cortinas, enceraron  suelos de madera y limpiaron las enormes arañas que colgaban del techo. Sacaron brillo a las camas de metal, lavaron la ropa de camas y  toallas, limpiaron de polvo los armarios y cuadros.  Lavaron los jarrones de porcelana china. En una semana  la casa parecía otra, la gente pasaba por delante y miraba de reojo, sin atreverse a mirar el interior. Como si intuyeran alguna desgracia.

Bien es cierto que el equipo que contraté vino del pueblo más cercano, en el mío todo fueron excusas para no pisar la casa.

Impoluta y oliendo a flores entré con la maleta.

Faltaba solo el jardín, pero de eso ya me encargaría personalmente  más adelante.

Cuando tuve todo a punto fui a la iglesia y hablé con el viejo cura, el que había sido párroco cuando yo era pequeña. Me dijo poca cosa, que no se acordaba, que si algo sabia era secreto de confesión.......me dio largas y sólo algún detalle por dónde empezar a averiguar.

Me habló de una prima lejana de mi padre, ya muy mayor, que vivía en la residencia de mayores.

Fui a verla por la tarde y me recibió como si me conociera de toda la vida, como si nos hubiéramos visto por última vez la semana anterior, como si comiéramos juntas todos los domingos. Me abrazó y me beso efusivamente. 

-¡Que guapa estás Mercedes, por ti no pasan los años! Me repitió una y otra vez con una cantinela monótona que me hizo pensar inmediatamente que padecía algún tipo de demencia.

Le seguí la corriente haciéndome pasar, sin pretenderlo, por alguien que debía parecérseme mucho.

-¿Y tu hijo Diego, sigue saliendo con esa chica?

- claro, contesté, él la quiere-

Se quedó mirándome extrañada, mi respuesta no debió ser la adecuada.

-Pero, ¿ya no te parece mal que se case con ella antes de tener ese hijo que todo el mundo sabe que esperan?

Le seguí la conversación hasta sacar en claro los detalles que me interesaban.

Tuve claro enseguida que la mujer con la que me confundía era mi abuela materna, Mercedes. Nos debíamos parecer como dos gotas de agua.

La conclusión que pude sacar de todo aquello era que mi abuela materna nunca quiso a mi madre, no permitió que se casara con su hijo ni estando embarazada. Su hijo, mi padre obedeció sus órdenes y prefería ver como mi madre sufría y finalmente abandonaba el pueblo, antes de enfrentarse a la voluntad de su madre.

Vivió odiándola, lleno de rencor y resentimiento y cuando mi madre y yo nos fuimos del pueblo ellos desaparecieron de la faz de la tierra.

Una tarde, pensativa y cabizbaja salí al jardín con la idea de empezar a arreglarlo. Llegué hasta la casa de aperos y vi que no era tal, que era grande y que perfectamente podría ser una casa de servicio. Otra vez el misterio, pero ahora iba a descubrir que se escondía tras aquellas paredes.

Lo que vi allí, nada más abrir la puerta, marcaria mi existencia para el resto de mi vida.

Un olor nauseabundo impactó en mi nariz, una nube de polvo  envolvía la entrada, saqué la cabeza y vomité hasta quedarme vacía.

Cuando alcé la vista y vi las paredes, pensé que aquello era  obra de un psicópata.

La habitación estaba empapelada con fotos de mi madre de joven y no tan joven, mías de bebé y de niña.  Los muebles  adornados con mis peluches, con objetos que habían pertenecido a mí y  mi madre, reconocí varios de ellos y supuse que el resto eran también nuestros. En un corcho había pelo clavado, lo reconocí como mío. Era sin duda  un santuario de locura y cobardía que había elegido mi padre.

Abrí la habitación despacio, con sigilo, con miedo. Allí el olor era más nauseabundo aun .Me pareció ver una muñeca encima de la cama, pero lo que había allí me puso el pelo de punta y me cortó la respiración. Era un esqueleto momificado rodeado de una gran mancha marrón, en medio de lo que había sido el pecho un  cuchillo clavado. El horror me cegó, pero aún no lo había visto todo. En una esquina del baño, un esqueleto pendía de una cuerda y en el espejo escrito con sangre podía leerse el nombre de mi madre.

Salí corriendo despavorida, fui a la guardia civil y les conté lo que había visto. La historia pareció no extrañar a nadie.

Renuncie a mi herencia y cerré para siempre la puerta del misterio más grande de mi vida. Desde aquel día odie con todas mis fuerzas a aquel hombre que había sido mi progenitor, por cobarde, por no haberse sabido enfrenta a la oposición irracional de su madre a que se casara con una chica sin medios económicos.

  Le odiaría con todas mis fuerzas el resto de mi vida, por hacer infeliz a mi madre, a mí y por ser capaz de matar miserablemente a su madre en vez de enfrentarse a ella.

Reservados los derechos de autor.


 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 




 
 
Un espejo con nombre.
 
La casa había permanecido cerrada  más  de cuarenta años. La puerta era grande, de madera. La aldaba, dorada y reluciente en otro tiempo, parecía pegada por capas de suciedad.
En la planta baja hubo una tienda donde se vendían todo tipo de productos. Mi madre me mandaba a comprar lo imprescindible porque era muy cara, aunque ella no iba nunca.
Me daba un miedo terrible esa tienda tan grande y sombría, con aquellos mostradores de madera oscura y polvorienta y los dependientes, también polvorientos y oscuros como la bata que llevaban.
Cuando mi madre me mandaba a por especias, yo rezaba por el camino para que hubiera más gente en la tienda. Cuando llegaba y no había ningún cliente  las piernas me temblaban y mi voz desaparecía.
Había oído cientos de historias a cada cual más tétrica de la familia que regentaba la tienda. Eran dos hermanos que siempre habían sido viejos y nadie los había visto sonreír. Nunca supe por qué mi madre se empeñaba en mandarme allí a comprar.
Un día la tienda cerró y la casa que estaba justo encima quedó deshabitada.  Nadie supo nada de sus habitantes. Al poco tiempo mi madre y yo nos fuimos del pueblo y todo quedó olvidado en ese fondo oscuro que se guardan los malos recuerdos.
La semana pasada recibí una misteriosa  e inesperada carta en la que se me comunicaba que era la única heredera de alguien a quién no conocía. Pensé que era una equivocación, yo no tenía parientes ricos y mi familia era muy reducida.
 Como requisito indispensable se hacía constar en el testamento que debía volver a mi pueblo donde se me comunicaría el caprichoso legado de aun no sabía quién.
Llegué agotada, entré en el hotel, me di una ducha, tomé un café y salí a pasear.
Mis pasos me llevaron a la calle donde había estado la tienda y la casa que tanto miedo me producían de niña. Quizá había sido una intuición, un adelanto de lo que más tarde ocurriría.
Me quedé delante observando los cristales de la puerta a través de los cuales no podía verse nada. Vigilé que no viniera nadie, saqué un pañuelo de papel y froté con fricción sobre el cristal polvoriento, acerqué la cabeza y miré con curiosidad. Todo estaba como yo lo recordaba: Sombrío, polvoriento y sorprendentemente con las estanterías llenas de mercancía, como si fueran a abrir la tienda de un momento a otro. De pronto me sobresalté, vi una puerta abrirse al fondo, la luz me cegó y no pude distinguir la silueta que cruzó la tienda. Él o ella debieron asustarse lo mismo que yo al ver mi cara pegada al cristal. La puerta se cerró y todo quedó de nuevo entre sombras. Retiré la cara del cristal, la gente pasaba a mi lado y murmuraban con gesto de espanto.
Tampoco mi madre había tenido grandes amistades como para que se acordaran de mi a la hora de testar. Aunque ella había sido una mujer misteriosa y celosa de su intimidad Una casa con vistas.
Segunda parte.
Esa noche dormí mal. No paraba de pensar. Aun no me podía creer lo que me estaba pasando. Por un momento pensé irme sin descubrir quién me hacía su heredera.
La campana del  reloj del ayuntamiento sonaba insistente cada hora. Estaba a escasos metros del hotel donde me alojaba, me arrepentí de haberlo elegido  nada más acostarme y oír la media noche.
Por mi cabeza pasaron todos los parientes de los que mi madre me había  hablado a lo largo de mi vida. Ninguno de ellos tenía propiedades, por lo tanto no podía ser de mi familia.
que nunca satisfacía mis preguntas de niña y después de mayor, no me cabía la menor duda de que nada tenía que ver con ella aquella extraña carta.
Me levanté al amanecer, salí del hotel y me dirigí hacia la única cafetería abierta. La poca gente que había me miraba con un gesto extraño que yo no supe interpretar. Incluso después, al salir a la calle para dar un paseo antes de ir a mi cita, algunas personas, al pasar por mi lado se rozaban el codo sin disimulo para avisar de mi presencia.
Tenía la impresión de ir disfrazada, o  desnuda, era algo tan extraño.........la gente me confundía o la confundida era yo.
La oficina del notario estaba en la planta baja de una casa vieja con un jardín espléndido. Llamé y nadie abrió, volví a pulsar el timbre y oí como alguien desde dentro abría la puerta.
-¿Mercedes Escudero?- preguntó una voz.
-Si- contesté
Un hombre mayor me tendió una mano lentamente a la vez que  decía algo que yo no lograba entender. Hablaba sin vocalizar, parecía una vieja radio a la que se le están acabando las pilas.
-Perdón ¿señor?....
- Pablo Armenteros, señorita Escudero.
Su tono era desagradable, igual que su cara y su mirada. Tenía los ojos hundidos y la mirada cansada, como si le costara un trabajo tremendo el cometido que tenía entre manos.
-Pase al salón y espere un momento, cuando vengan los albaceas iremos juntos a enseñarle su propiedad- me dijo, dejándome sola en aquella estancia que olía a rancio, en cuyos muebles había polvo acumulado.
Tan poca confianza me inspiraba que no me atreví a preguntarle quién era mi benefactor.
Fue la media hora más larga de mi vida. En la que pensé salir corriendo y huir de aquella aventura que me estaba empezando a poner nerviosa.
 Por fin sonó un timbre ronco y viejo, como el dueño de la casa. Alguien abrió la puerta del salón y pude ver dos hombres tan viejos y siesos como el primero.
Se presentaron como los albaceas de mi padre.
 El pelo se me erizó en la nuca al oír la palabra padre. Tabú durante todos mis años de infancia, adolescencia y también madurez. Ahora por primera vez, después de morir mi madre, la oía como algo natural en boca de unos desconocidos.
Mi cerebro pareció experimentar una ligera crioterapia y además de helada me había quedado muda. 
Salimos los tres de la casa, ellos con paso lento y semblante de velatorio, yo, como un autómata, seguía sus pasos. Parecíamos la comitiva del Santo Entierro en jueves santo. La gente nos miraba al pasar como si lleváramos el cuerpo del delito a la vista de todos. ¡Era todo tan extraño! De nuevo quise huir, salir corriendo, escapar de ese misterio que me empezaba a darme angustia.
 
 
Una casa con vistas.
Tercera parte.
Mi vida había estado rodeada  de cierto misterio. Mi madre nunca contestó a mis preguntas y se llevó a la tumba secretos minuciosamente guardados
Uno de esos misterios era mi padre. A veces tenía la impresión de haber sido concebida por obra y gracia del Espíritu Santo, pero como bien es sabido, así solo hubo uno y yo hacía años que había perdido la fe.
La puerta estaba como el día anterior, efectivamente era la que despertó mi curiosidad. La marca que dejé en el cristal de la puerta de la tienda era evidente. La comitiva receló, al parecer nadie en ese pueblo hubiera osado traspasar los cristales con la mirada.
La llave de enorme, de hierro se resistía a entrar en el ojo de la cerradura cegada por la suciedad.  Más cuarenta años cerrada era demasiado tiempo.
Probaron todos, incluso yo, pero la fuerza de aquellos vejestorios y la mía juntas no era suficiente. El más joven de la comitiva sacó un móvil que era tan viejo como el, quizá una pieza de museo. Marcó un número y habló con alguien.
Vino un hombre más joven con herramientas como para echar la puerta abajo. Cedió después de varios intentos.
Las estanterías de la tienda estaban repletas de género, igual que en mis recuerdos. La mercancía minuciosamente colocada en  orden, pero con varias capas de polvo. Me dio la impresión como si hubiera habido un accidente nuclear y los dueños hubiesen desparecido dejando todo sin volver la mirada.
Antes de leerme el testamento era requisito indispensable ver la casa y nos pusimos manos a la obra.
Pasamos a al trastienda atiborrada de productos antiguos de mercería. A la derecha había una habitación cegada que pertenecía a la casa colindante y que conducía al sótano, antiguamente había forado parte de una gran casa de la misma familia. A la izquierda un baño con lavabo antiguo y retrete de pie. Al fondo una escalera de caracol que conducía a la vivienda.
El detalle de la puerta cegada mi inquietó, pero estaba tan acostumbrada a los misterios de mi vida que añadí uno más.
Remontamos la escalera de caracol y llegamos al salón.  Estaba lleno de una espesa capa de polvo, como el resto de la casa, pero ante mis ojos un salón espectacular, con muebles antiguos y jarrones chinos de un valor extraordinario, las cortinas de terciopelo no dejaban pasar la luz, los visillos eran de encaje Valenciano. Los cuadros diseminados por las paredes eran preciosos, impresionistas.
Un gran espejo enmarcaba una de las paredes y lo que parecían arabescos en las esquinas, resultaron ser letras. Mercedes. Ponía mi nombre en grandes letras arriba, disminuyendo de  tamaño a medida que el espejo llegabas al suelo. El vello se me erizó y sentí como si una corriente de aire frio chocara contra mi cara.
Pregunté  por qué estaba escrito mi nombre en el espejo y me dijeron que era la antigua dueña de la casa,  madre de los hermanos que regentaban la tienda,  en todas las generaciones de mujeres había habido una Mercedes, me apuntaron al  unísono.
¿Casualidad?
Mis dudas iban en aumento y mis sospechas también. Quizá había llegado el momento de saber algo de mi procedencia.
Abrí el balcón que daba a la parte de atrás y el intenso olor a polvo contrató con un aroma inconfundible a jazmines, hierbabuena y rosas. Las flores silvestres crecían por doquier ganado terreno a los parterres. Un enorme jardín salvaje se extendía hasta una casita pequeña de aperos, supuse.
El jardín me cautivó, había sido siempre la ilusión de mi vida tener una casa con un enorme jardín lleno de plantas y flores.
Allí, delante del balcón me leyeron el testamento y acepté sabiendo que me estaba metiendo en tremendo lio.
A estas alturas de mi vida pocas cosas me importaban, no tenía nadie a quien rendirle cuentas.
Acepté la herencia, ahora no había duda, uno de aquellos hombres que regentaba la tienda era mi padre.
 Al dejarme sola perdí la noción del tiempo y me trasladé a la niñez. Recordé con claridad la mirada de Diego, uno de los dependientes. Nada más verme entrar se dirigía hacia mí y me llenaba de atenciones, aunque yo entonces no lo percibía así, más bien me daba miedo. Aquel hombre me regalaba cosas, pero se quedaba con las que yo llevaba. Un pañuelo, una muñeca, un saltador, cualquier cosa que llevara entre mis manos me la cambiaba por una más bonita.
El ruido de la puerta de entrada al cerrase me sacó de mi regresión, salí corriendo camino del hotel. Necesitaba arreglar aquella casa y averiguar qué había pasado para que mis padres nunca hubieran estado juntos y ahora, de pronto, yo fuera la beneficiaria de todos los bienes de aquella mi extraña familia.
 
Una casa con vistas.
Cuarta parte y final.
Además de la casa, heredé una buena suma de dinero en efectivo. Por ello y con la idea firme de averiguar los secretos de familia, decidí arreglarla y trasladarme allí mientras pensaba qué hacer con mi vida.
Contraté un equipo de pintores y limpiadoras. Pintaron paredes,   descolgaron cortinas, enceraron  suelos de madera y limpiaron las enormes arañas que colgaban del techo. Sacaron brillo a las camas de metal, lavaron la ropa de camas y  toallas, limpiaron de polvo los armarios y cuadros.  Lavaron los jarrones de porcelana china. En una semana  la casa parecía otra, la gente pasaba por delante y miraba de reojo, sin atreverse a mirar el interior. Como si intuyeran alguna desgracia.
Bien es cierto que el equipo que contraté vino del pueblo más cercano, en el mío todo fueron excusas para no pisar la casa.
Impoluta y oliendo a flores entré con la maleta.
Faltaba solo el jardín, pero de eso ya me encargaría personalmente  más adelante.
Cuando tuve todo a punto fui a la iglesia y hablé con el viejo cura, el que había sido párroco cuando yo era pequeña. Me dijo poca cosa, que no se acordaba, que si algo sabia era secreto de confesión.......me dio largas y sólo algún detalle por dónde empezar a averiguar.
Me habló de una prima lejana de mi padre, ya muy mayor, que vivía en la residencia de mayores.
Fui a verla por la tarde y me recibió como si me conociera de toda la vida, como si nos hubiéramos visto por última vez la semana anterior, como si comiéramos juntas todos los domingos. Me abrazó y me beso efusivamente. 
-¡Que guapa estás Mercedes, por ti no pasan los años! Me repitió una y otra vez con una cantinela monótona que me hizo pensar inmediatamente que padecía algún tipo de demencia.
Le seguí la corriente haciéndome pasar, sin pretenderlo, por alguien que debía parecérseme mucho.
-¿Y tu hijo Diego, sigue saliendo con esa chica?
- claro, contesté, él la quiere-
Se quedó mirándome extrañada, mi respuesta no debió ser la adecuada.
-Pero, ¿ya no te parece mal que se case con ella antes de tener ese hijo que todo el mundo sabe que esperan?
Le seguí la conversación hasta sacar en claro los detalles que me interesaban.
Tuve claro enseguida que la mujer con la que me confundía era mi abuela materna, Mercedes. Nos debíamos parecer como dos gotas de agua.
La conclusión que pude sacar de todo aquello era que mi abuela materna nunca quiso a mi madre, no permitió que se casara con su hijo ni estando embarazada. Su hijo, mi padre obedeció sus órdenes y prefería ver como mi madre sufría y finalmente abandonaba el pueblo, antes de enfrentarse a la voluntad de su madre.
Vivió odiándola, lleno de rencor y resentimiento y cuando mi madre y yo nos fuimos del pueblo ellos desaparecieron de la faz de la tierra.
Una tarde, pensativa y cabizbaja salí al jardín con la idea de empezar a arreglarlo. Llegué hasta la casa de aperos y vi que no era tal, que era grande y que perfectamente podría ser una casa de servicio. Otra vez el misterio, pero ahora iba a descubrir que se escondía tras aquellas paredes.
Lo que vi allí, nada más abrir la puerta, marcaria mi existencia para el resto de mi vida.
Un olor nauseabundo impactó en mi nariz, una nube de polvo  envolvía la entrada, saqué la cabeza y vomité hasta quedarme vacía.
Cuando alcé la vista y vi las paredes, pensé que aquello era  obra de un psicópata.
La habitación estaba empapelada con fotos de mi madre de joven y no tan joven, mías de bebé y de niña.  Los muebles  adornados con mis peluches, con objetos que habían pertenecido a mí y  mi madre, reconocí varios de ellos y supuse que el resto eran también nuestros. En un corcho había pelo clavado, lo reconocí como mío. Era sin duda  un santuario de locura y cobardía que había elegido mi padre.
Abrí la habitación despacio, con sigilo, con miedo. Allí el olor era más nauseabundo aun .Me pareció ver una muñeca encima de la cama, pero lo que había allí me puso el pelo de punta y me cortó la respiración. Era un esqueleto momificado rodeado de una gran mancha marrón, en medio de lo que había sido el pecho un  cuchillo clavado. El horror me cegó, pero aún no lo había visto todo. En una esquina del baño, un esqueleto pendía de una cuerda y en el espejo escrito con sangre podía leerse el nombre de mi madre.
Salí corriendo despavorida, fui a la guardia civil y les conté lo que había visto. La historia pareció no extrañar a nadie.
Renuncie a mi herencia y cerré para siempre la puerta del misterio más grande de mi vida. Desde aquel día odie con todas mis fuerzas a aquel hombre que había sido mi progenitor, por cobarde, por no haberse sabido enfrenta a la oposición irracional de su madre a que se casara con una chica sin medios económicos.
  Le odiaría con todas mis fuerzas el resto de mi vida, por hacer infeliz a mi madre, a mí y por ser capaz de matar miserablemente a su madre en vez de enfrentarse a ella.
Reservados los derechos de autor.
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