Un espejo con nombre.
La casa
había permanecido cerrada más de cuarenta años. La puerta era grande, de
madera. La aldaba, dorada y reluciente en otro tiempo, parecía pegada por capas
de suciedad.
En la planta
baja hubo una tienda donde se vendían todo tipo de productos. Mi madre me
mandaba a comprar lo imprescindible porque era muy cara, aunque ella no iba
nunca.
Me daba un
miedo terrible esa tienda tan grande y sombría, con aquellos mostradores de
madera oscura y polvorienta y los dependientes, también polvorientos y oscuros
como la bata que llevaban.
Cuando mi
madre me mandaba a por especias, yo rezaba por el camino para que hubiera más
gente en la tienda. Cuando llegaba y no había ningún cliente las piernas me temblaban y mi voz desaparecía.
Había oído
cientos de historias a cada cual más tétrica de la familia que regentaba la
tienda. Eran dos hermanos que siempre habían sido viejos y nadie los había
visto sonreír. Nunca supe por qué mi madre se empeñaba en mandarme allí a
comprar.
Un día la tienda
cerró y la casa que estaba justo encima quedó deshabitada. Nadie supo nada de sus habitantes. Al poco
tiempo mi madre y yo nos fuimos del pueblo y todo quedó olvidado en ese fondo
oscuro que se guardan los malos recuerdos.
La semana
pasada recibí una misteriosa e
inesperada carta en la que se me comunicaba que era la única heredera de
alguien a quién no conocía. Pensé que era una equivocación, yo no tenía
parientes ricos y mi familia era muy reducida.
Como requisito indispensable se hacía constar
en el testamento que debía volver a mi pueblo donde se me comunicaría el
caprichoso legado de aun no sabía quién.
Llegué
agotada, entré en el hotel, me di una ducha, tomé un café y salí a pasear.
Mis pasos me
llevaron a la calle donde había estado la tienda y la casa que tanto miedo me
producían de niña. Quizá había sido una intuición, un adelanto de lo que más
tarde ocurriría.
Me quedé
delante observando los cristales de la puerta a través de los cuales no podía
verse nada. Vigilé que no viniera nadie, saqué un pañuelo de papel y froté con
fricción sobre el cristal polvoriento, acerqué la cabeza y miré con curiosidad.
Todo estaba como yo lo recordaba: Sombrío, polvoriento y sorprendentemente con
las estanterías llenas de mercancía, como si fueran a abrir la tienda de un
momento a otro. De pronto me sobresalté, vi una puerta abrirse al fondo, la luz
me cegó y no pude distinguir la silueta que cruzó la tienda. Él o ella debieron
asustarse lo mismo que yo al ver mi cara pegada al cristal. La puerta se cerró
y todo quedó de nuevo entre sombras. Retiré la cara del cristal, la gente
pasaba a mi lado y murmuraban con gesto de espanto.
Tampoco mi
madre había tenido grandes amistades como para que se acordaran de mi a la hora
de testar. Aunque ella había sido una mujer misteriosa y celosa de su intimidad
Una casa con vistas.
Segunda
parte.
Esa noche
dormí mal. No paraba de pensar. Aun no me podía creer lo que me estaba pasando.
Por un momento pensé irme sin descubrir quién me hacía su heredera.
La campana
del reloj del ayuntamiento sonaba
insistente cada hora. Estaba a escasos metros del hotel donde me alojaba, me
arrepentí de haberlo elegido nada más
acostarme y oír la media noche.
Por mi
cabeza pasaron todos los parientes de los que mi madre me había hablado a lo largo de mi vida. Ninguno de
ellos tenía propiedades, por lo tanto no podía ser de mi familia.
que nunca
satisfacía mis preguntas de niña y después de mayor, no me cabía la menor duda
de que nada tenía que ver con ella aquella extraña carta.
Me levanté
al amanecer, salí del hotel y me dirigí hacia la única cafetería abierta. La
poca gente que había me miraba con un gesto extraño que yo no supe interpretar.
Incluso después, al salir a la calle para dar un paseo antes de ir a mi cita,
algunas personas, al pasar por mi lado se rozaban el codo sin disimulo para
avisar de mi presencia.
Tenía la
impresión de ir disfrazada, o desnuda,
era algo tan extraño.........la gente me confundía o la confundida era yo.
La oficina
del notario estaba en la planta baja de una casa vieja con un jardín
espléndido. Llamé y nadie abrió, volví a pulsar el timbre y oí como alguien
desde dentro abría la puerta.
-¿Mercedes Escudero?-
preguntó una voz.
-Si-
contesté
Un hombre
mayor me tendió una mano lentamente a la vez que decía algo que yo no lograba entender. Hablaba
sin vocalizar, parecía una vieja radio a la que se le están acabando las pilas.
-Perdón
¿señor?....
- Pablo
Armenteros, señorita Escudero.
Su tono era
desagradable, igual que su cara y su mirada. Tenía los ojos hundidos y la
mirada cansada, como si le costara un trabajo tremendo el cometido que tenía
entre manos.
-Pase al
salón y espere un momento, cuando vengan los albaceas iremos juntos a enseñarle
su propiedad- me dijo, dejándome sola en aquella estancia que olía a rancio, en
cuyos muebles había polvo acumulado.
Tan poca
confianza me inspiraba que no me atreví a preguntarle quién era mi benefactor.
Fue la media
hora más larga de mi vida. En la que pensé salir corriendo y huir de aquella
aventura que me estaba empezando a poner nerviosa.
Por fin sonó un timbre ronco y viejo, como el
dueño de la casa. Alguien abrió la puerta del salón y pude ver dos hombres tan
viejos y siesos como el primero.
Se
presentaron como los albaceas de mi padre.
El pelo se me erizó en la nuca al oír la
palabra padre. Tabú durante todos mis años de infancia, adolescencia y también
madurez. Ahora por primera vez, después de morir mi madre, la oía como algo
natural en boca de unos desconocidos.
Mi cerebro
pareció experimentar una ligera crioterapia y además de helada me había quedado
muda.
Salimos los
tres de la casa, ellos con paso lento y semblante de velatorio, yo, como un
autómata, seguía sus pasos. Parecíamos la comitiva del Santo Entierro en jueves
santo. La gente nos miraba al pasar como si lleváramos el cuerpo del delito a
la vista de todos. ¡Era todo tan extraño! De nuevo quise huir, salir corriendo,
escapar de ese misterio que me empezaba a darme angustia.
Una casa con
vistas.
Tercera
parte.
Mi vida
había estado rodeada de cierto misterio.
Mi madre nunca contestó a mis preguntas y se llevó a la tumba secretos
minuciosamente guardados
Uno de esos
misterios era mi padre. A veces tenía la impresión de haber sido concebida por
obra y gracia del Espíritu Santo, pero como bien es sabido, así solo hubo uno y
yo hacía años que había perdido la fe.
La puerta
estaba como el día anterior, efectivamente era la que despertó mi curiosidad.
La marca que dejé en el cristal de la puerta de la tienda era evidente. La
comitiva receló, al parecer nadie en ese pueblo hubiera osado traspasar los
cristales con la mirada.
La llave de
enorme, de hierro se resistía a entrar en el ojo de la cerradura cegada por la
suciedad. Más cuarenta años cerrada era
demasiado tiempo.
Probaron
todos, incluso yo, pero la fuerza de aquellos vejestorios y la mía juntas no
era suficiente. El más joven de la comitiva sacó un móvil que era tan viejo
como el, quizá una pieza de museo. Marcó un número y habló con alguien.
Vino un
hombre más joven con herramientas como para echar la puerta abajo. Cedió
después de varios intentos.
Las
estanterías de la tienda estaban repletas de género, igual que en mis
recuerdos. La mercancía minuciosamente colocada en orden, pero con varias capas de polvo. Me dio
la impresión como si hubiera habido un accidente nuclear y los dueños hubiesen
desparecido dejando todo sin volver la mirada.
Antes de
leerme el testamento era requisito indispensable ver la casa y nos pusimos
manos a la obra.
Pasamos a al
trastienda atiborrada de productos antiguos de mercería. A la derecha había una
habitación cegada que pertenecía a la casa colindante y que conducía al sótano,
antiguamente había forado parte de una gran casa de la misma familia. A la
izquierda un baño con lavabo antiguo y retrete de pie. Al fondo una escalera de
caracol que conducía a la vivienda.
El detalle
de la puerta cegada mi inquietó, pero estaba tan acostumbrada a los misterios
de mi vida que añadí uno más.
Remontamos
la escalera de caracol y llegamos al salón. Estaba lleno de una espesa capa de polvo, como
el resto de la casa, pero ante mis ojos un salón espectacular, con muebles
antiguos y jarrones chinos de un valor extraordinario, las cortinas de
terciopelo no dejaban pasar la luz, los visillos eran de encaje Valenciano. Los
cuadros diseminados por las paredes eran preciosos, impresionistas.
Un gran
espejo enmarcaba una de las paredes y lo que parecían arabescos en las
esquinas, resultaron ser letras. Mercedes. Ponía mi nombre en grandes letras
arriba, disminuyendo de tamaño a medida
que el espejo llegabas al suelo. El vello se me erizó y sentí como si una
corriente de aire frio chocara contra mi cara.
Pregunté por qué estaba escrito mi nombre en el espejo
y me dijeron que era la antigua dueña de la casa, madre de los hermanos que regentaban la
tienda, en todas las generaciones de
mujeres había habido una Mercedes, me apuntaron al unísono.
¿Casualidad?
Mis dudas
iban en aumento y mis sospechas también. Quizá había llegado el momento de
saber algo de mi procedencia.
Abrí el
balcón que daba a la parte de atrás y el intenso olor a polvo contrató con un
aroma inconfundible a jazmines, hierbabuena y rosas. Las flores silvestres
crecían por doquier ganado terreno a los parterres. Un enorme jardín salvaje se
extendía hasta una casita pequeña de aperos, supuse.
El jardín me
cautivó, había sido siempre la ilusión de mi vida tener una casa con un enorme
jardín lleno de plantas y flores.
Allí,
delante del balcón me leyeron el testamento y acepté sabiendo que me estaba
metiendo en tremendo lio.
A estas
alturas de mi vida pocas cosas me importaban, no tenía nadie a quien rendirle
cuentas.
Acepté la
herencia, ahora no había duda, uno de aquellos hombres que regentaba la tienda
era mi padre.
Al dejarme sola perdí la noción del tiempo y
me trasladé a la niñez. Recordé con claridad la mirada de Diego, uno de los
dependientes. Nada más verme entrar se dirigía hacia mí y me llenaba de atenciones,
aunque yo entonces no lo percibía así, más bien me daba miedo. Aquel hombre me
regalaba cosas, pero se quedaba con las que yo llevaba. Un pañuelo, una muñeca,
un saltador, cualquier cosa que llevara entre mis manos me la cambiaba por una
más bonita.
El ruido de
la puerta de entrada al cerrase me sacó de mi regresión, salí corriendo camino
del hotel. Necesitaba arreglar aquella casa y averiguar qué había pasado para
que mis padres nunca hubieran estado juntos y ahora, de pronto, yo fuera la
beneficiaria de todos los bienes de aquella mi extraña familia.
Una casa con
vistas.
Cuarta parte
y final.
Además de la
casa, heredé una buena suma de dinero en efectivo. Por ello y con la idea firme
de averiguar los secretos de familia, decidí arreglarla y trasladarme allí
mientras pensaba qué hacer con mi vida.
Contraté un
equipo de pintores y limpiadoras. Pintaron paredes, descolgaron cortinas, enceraron suelos de madera y limpiaron las enormes
arañas que colgaban del techo. Sacaron brillo a las camas de metal, lavaron la
ropa de camas y toallas, limpiaron de
polvo los armarios y cuadros. Lavaron
los jarrones de porcelana china. En una semana la casa parecía otra, la gente pasaba por
delante y miraba de reojo, sin atreverse a mirar el interior. Como si intuyeran
alguna desgracia.
Bien es
cierto que el equipo que contraté vino del pueblo más cercano, en el mío todo
fueron excusas para no pisar la casa.
Impoluta y
oliendo a flores entré con la maleta.
Faltaba solo
el jardín, pero de eso ya me encargaría personalmente más adelante.
Cuando tuve
todo a punto fui a la iglesia y hablé con el viejo cura, el que había sido
párroco cuando yo era pequeña. Me dijo poca cosa, que no se acordaba, que si
algo sabia era secreto de confesión.......me dio largas y sólo algún detalle
por dónde empezar a averiguar.
Me habló de
una prima lejana de mi padre, ya muy mayor, que vivía en la residencia de
mayores.
Fui a verla
por la tarde y me recibió como si me conociera de toda la vida, como si nos hubiéramos
visto por última vez la semana anterior, como si comiéramos juntas todos los
domingos. Me abrazó y me beso efusivamente.
-¡Que guapa
estás Mercedes, por ti no pasan los años! Me repitió una y otra vez con una
cantinela monótona que me hizo pensar inmediatamente que padecía algún tipo de
demencia.
Le seguí la
corriente haciéndome pasar, sin pretenderlo, por alguien que debía parecérseme
mucho.
-¿Y tu hijo
Diego, sigue saliendo con esa chica?
- claro,
contesté, él la quiere-
Se quedó
mirándome extrañada, mi respuesta no debió ser la adecuada.
-Pero, ¿ya
no te parece mal que se case con ella antes de tener ese hijo que todo el mundo
sabe que esperan?
Le seguí la conversación
hasta sacar en claro los detalles que me interesaban.
Tuve claro
enseguida que la mujer con la que me confundía era mi abuela materna, Mercedes.
Nos debíamos parecer como dos gotas de agua.
La
conclusión que pude sacar de todo aquello era que mi abuela materna nunca quiso
a mi madre, no permitió que se casara con su hijo ni estando embarazada. Su
hijo, mi padre obedeció sus órdenes y prefería ver como mi madre sufría y
finalmente abandonaba el pueblo, antes de enfrentarse a la voluntad de su
madre.
Vivió
odiándola, lleno de rencor y resentimiento y cuando mi madre y yo nos fuimos
del pueblo ellos desaparecieron de la faz de la tierra.
Una tarde,
pensativa y cabizbaja salí al jardín con la idea de empezar a arreglarlo.
Llegué hasta la casa de aperos y vi que no era tal, que era grande y que
perfectamente podría ser una casa de servicio. Otra vez el misterio, pero ahora
iba a descubrir que se escondía tras aquellas paredes.
Lo que vi
allí, nada más abrir la puerta, marcaria mi existencia para el resto de mi
vida.
Un olor
nauseabundo impactó en mi nariz, una nube de polvo envolvía la entrada, saqué la cabeza y vomité
hasta quedarme vacía.
Cuando alcé
la vista y vi las paredes, pensé que aquello era obra de un psicópata.
La
habitación estaba empapelada con fotos de mi madre de joven y no tan joven,
mías de bebé y de niña. Los muebles adornados con mis peluches, con objetos que habían
pertenecido a mí y mi madre, reconocí
varios de ellos y supuse que el resto eran también nuestros. En un corcho había
pelo clavado, lo reconocí como mío. Era sin duda un santuario de locura y cobardía que había
elegido mi padre.
Abrí la habitación
despacio, con sigilo, con miedo. Allí el olor era más nauseabundo aun .Me pareció
ver una muñeca encima de la cama, pero lo que había allí me puso el pelo de
punta y me cortó la respiración. Era un esqueleto momificado rodeado de una
gran mancha marrón, en medio de lo que había sido el pecho un cuchillo clavado. El horror me cegó, pero aún
no lo había visto todo. En una esquina del baño, un esqueleto pendía de una
cuerda y en el espejo escrito con sangre podía leerse el nombre de mi madre.
Salí
corriendo despavorida, fui a la guardia civil y les conté lo que había visto.
La historia pareció no extrañar a nadie.
Renuncie a
mi herencia y cerré para siempre la puerta del misterio más grande de mi vida.
Desde aquel día odie con todas mis fuerzas a aquel hombre que había sido mi
progenitor, por cobarde, por no haberse sabido enfrenta a la oposición irracional
de su madre a que se casara con una chica sin medios económicos.
Le odiaría con todas mis fuerzas el resto de
mi vida, por hacer infeliz a mi madre, a mí y por ser capaz de matar
miserablemente a su madre en vez de enfrentarse a ella.
Un espejo con nombre.
La casa
había permanecido cerrada más de cuarenta años. La puerta era grande, de
madera. La aldaba, dorada y reluciente en otro tiempo, parecía pegada por capas
de suciedad.
En la planta
baja hubo una tienda donde se vendían todo tipo de productos. Mi madre me
mandaba a comprar lo imprescindible porque era muy cara, aunque ella no iba
nunca.
Me daba un
miedo terrible esa tienda tan grande y sombría, con aquellos mostradores de
madera oscura y polvorienta y los dependientes, también polvorientos y oscuros
como la bata que llevaban.
Cuando mi
madre me mandaba a por especias, yo rezaba por el camino para que hubiera más
gente en la tienda. Cuando llegaba y no había ningún cliente las piernas me temblaban y mi voz
desaparecía.
Había oído
cientos de historias a cada cual más tétrica de la familia que regentaba la
tienda. Eran dos hermanos que siempre habían sido viejos y nadie los había
visto sonreír. Nunca supe por qué mi madre se empeñaba en mandarme allí a
comprar.
Un día la
tienda cerró y la casa que estaba justo encima quedó deshabitada. Nadie supo nada de sus habitantes. Al poco
tiempo mi madre y yo nos fuimos del pueblo y todo quedó olvidado en ese fondo
oscuro que se guardan los malos recuerdos.
La semana
pasada recibí una misteriosa e
inesperada carta en la que se me comunicaba que era la única heredera de
alguien a quién no conocía. Pensé que era una equivocación, yo no tenía
parientes ricos y mi familia era muy reducida.
Como requisito indispensable se hacía constar
en el testamento que debía volver a mi pueblo donde se me comunicaría el
caprichoso legado de aun no sabía quién.
Llegué
agotada, entré en el hotel, me di una ducha, tomé un café y salí a pasear.
Mis pasos me
llevaron a la calle donde había estado la tienda y la casa que tanto miedo me
producían de niña. Quizá había sido una intuición, un adelanto de lo que más
tarde ocurriría.
Me quedé
delante observando los cristales de la puerta a través de los cuales no podía
verse nada. Vigilé que no viniera nadie, saqué un pañuelo de papel y froté con
fricción sobre el cristal polvoriento, acerqué la cabeza y miré con curiosidad.
Todo estaba como yo lo recordaba: Sombrío, polvoriento y sorprendentemente con
las estanterías llenas de mercancía, como si fueran a abrir la tienda de un
momento a otro. De pronto me sobresalté, vi una puerta abrirse al fondo, la luz
me cegó y no pude distinguir la silueta que cruzó la tienda. Él o ella debieron
asustarse lo mismo que yo al ver mi cara pegada al cristal. La puerta se cerró
y todo quedó de nuevo entre sombras. Retiré la cara del cristal, la gente
pasaba a mi lado y murmuraban con gesto de espanto.
Tampoco mi
madre había tenido grandes amistades como para que se acordaran de mi a la hora
de testar. Aunque ella había sido una mujer misteriosa y celosa de su intimidad
Una casa con vistas.
Segunda
parte.
Esa noche
dormí mal. No paraba de pensar. Aun no me podía creer lo que me estaba pasando.
Por un momento pensé irme sin descubrir quién me hacía su heredera.
La campana
del reloj del ayuntamiento sonaba
insistente cada hora. Estaba a escasos metros del hotel donde me alojaba, me
arrepentí de haberlo elegido nada más
acostarme y oír la media noche.
Por mi
cabeza pasaron todos los parientes de los que mi madre me había hablado a lo largo de mi vida. Ninguno de
ellos tenía propiedades, por lo tanto no podía ser de mi familia.
que nunca
satisfacía mis preguntas de niña y después de mayor, no me cabía la menor duda
de que nada tenía que ver con ella aquella extraña carta.
Me levanté
al amanecer, salí del hotel y me dirigí hacia la única cafetería abierta. La
poca gente que había me miraba con un gesto extraño que yo no supe interpretar.
Incluso después, al salir a la calle para dar un paseo antes de ir a mi cita,
algunas personas, al pasar por mi lado se rozaban el codo sin disimulo para
avisar de mi presencia.
Tenía la
impresión de ir disfrazada, o desnuda,
era algo tan extraño.........la gente me confundía o la confundida era yo.
La oficina
del notario estaba en la planta baja de una casa vieja con un jardín
espléndido. Llamé y nadie abrió, volví a pulsar el timbre y oí como alguien
desde dentro abría la puerta.
-¿Mercedes
Escudero?- preguntó una voz.
-Si-
contesté
Un hombre
mayor me tendió una mano lentamente a la vez que decía algo que yo no lograba entender.
Hablaba sin vocalizar, parecía una vieja radio a la que se le están acabando
las pilas.
-Perdón
¿señor?....
- Pablo
Armenteros, señorita Escudero.
Su tono era
desagradable, igual que su cara y su mirada. Tenía los ojos hundidos y la
mirada cansada, como si le costara un trabajo tremendo el cometido que tenía
entre manos.
-Pase al
salón y espere un momento, cuando vengan los albaceas iremos juntos a enseñarle
su propiedad- me dijo, dejándome sola en aquella estancia que olía a rancio, en
cuyos muebles había polvo acumulado.
Tan poca
confianza me inspiraba que no me atreví a preguntarle quién era mi benefactor.
Fue la media
hora más larga de mi vida. En la que pensé salir corriendo y huir de aquella
aventura que me estaba empezando a poner nerviosa.
Por fin sonó un timbre ronco y viejo, como el
dueño de la casa. Alguien abrió la puerta del salón y pude ver dos hombres tan
viejos y siesos como el primero.
Se
presentaron como los albaceas de mi padre.
El pelo se me erizó en la nuca al oír la
palabra padre. Tabú durante todos mis años de infancia, adolescencia y también
madurez. Ahora por primera vez, después de morir mi madre, la oía como algo
natural en boca de unos desconocidos.
Mi cerebro
pareció experimentar una ligera crioterapia y además de helada me había quedado
muda.
Salimos los
tres de la casa, ellos con paso lento y semblante de velatorio, yo, como un
autómata, seguía sus pasos. Parecíamos la comitiva del Santo Entierro en jueves
santo. La gente nos miraba al pasar como si lleváramos el cuerpo del delito a
la vista de todos. ¡Era todo tan extraño! De nuevo quise huir, salir corriendo,
escapar de ese misterio que me empezaba a darme angustia.
Una casa con
vistas.
Tercera
parte.
Mi vida
había estado rodeada de cierto misterio.
Mi madre nunca contestó a mis preguntas y se llevó a la tumba secretos
minuciosamente guardados
Uno de esos
misterios era mi padre. A veces tenía la impresión de haber sido concebida por
obra y gracia del Espíritu Santo, pero como bien es sabido, así solo hubo uno y
yo hacía años que había perdido la fe.
La puerta
estaba como el día anterior, efectivamente era la que despertó mi curiosidad.
La marca que dejé en el cristal de la puerta de la tienda era evidente. La
comitiva receló, al parecer nadie en ese pueblo hubiera osado traspasar los
cristales con la mirada.
La llave de
enorme, de hierro se resistía a entrar en el ojo de la cerradura cegada por la
suciedad. Más cuarenta años cerrada era
demasiado tiempo.
Probaron
todos, incluso yo, pero la fuerza de aquellos vejestorios y la mía juntas no
era suficiente. El más joven de la comitiva sacó un móvil que era tan viejo
como el, quizá una pieza de museo. Marcó un número y habló con alguien.
Vino un
hombre más joven con herramientas como para echar la puerta abajo. Cedió
después de varios intentos.
Las
estanterías de la tienda estaban repletas de género, igual que en mis
recuerdos. La mercancía minuciosamente colocada en orden, pero con varias capas de polvo. Me dio
la impresión como si hubiera habido un accidente nuclear y los dueños hubiesen
desparecido dejando todo sin volver la mirada.
Antes de
leerme el testamento era requisito indispensable ver la casa y nos pusimos
manos a la obra.
Pasamos a al
trastienda atiborrada de productos antiguos de mercería. A la derecha había una
habitación cegada que pertenecía a la casa colindante y que conducía al sótano,
antiguamente había forado parte de una gran casa de la misma familia. A la
izquierda un baño con lavabo antiguo y retrete de pie. Al fondo una escalera de
caracol que conducía a la vivienda.
El detalle
de la puerta cegada mi inquietó, pero estaba tan acostumbrada a los misterios
de mi vida que añadí uno más.
Remontamos
la escalera de caracol y llegamos al salón.
Estaba lleno de una espesa capa de polvo, como el resto de la casa, pero
ante mis ojos un salón espectacular, con muebles antiguos y jarrones chinos de
un valor extraordinario, las cortinas de terciopelo no dejaban pasar la luz,
los visillos eran de encaje Valenciano. Los cuadros diseminados por las paredes
eran preciosos, impresionistas.
Un gran
espejo enmarcaba una de las paredes y lo que parecían arabescos en las
esquinas, resultaron ser letras. Mercedes. Ponía mi nombre en grandes letras
arriba, disminuyendo de tamaño a medida
que el espejo llegabas al suelo. El vello se me erizó y sentí como si una
corriente de aire frio chocara contra mi cara.
Pregunté por qué estaba escrito mi nombre en el espejo
y me dijeron que era la antigua dueña de la casa, madre de los hermanos que regentaban la
tienda, en todas las generaciones de
mujeres había habido una Mercedes, me apuntaron al unísono.
¿Casualidad?
Mis dudas
iban en aumento y mis sospechas también. Quizá había llegado el momento de
saber algo de mi procedencia.
Abrí el
balcón que daba a la parte de atrás y el intenso olor a polvo contrató con un
aroma inconfundible a jazmines, hierbabuena y rosas. Las flores silvestres
crecían por doquier ganado terreno a los parterres. Un enorme jardín salvaje se
extendía hasta una casita pequeña de aperos, supuse.
El jardín me
cautivó, había sido siempre la ilusión de mi vida tener una casa con un enorme
jardín lleno de plantas y flores.
Allí,
delante del balcón me leyeron el testamento y acepté sabiendo que me estaba
metiendo en tremendo lio.
A estas
alturas de mi vida pocas cosas me importaban, no tenía nadie a quien rendirle
cuentas.
Acepté la
herencia, ahora no había duda, uno de aquellos hombres que regentaba la tienda
era mi padre.
Al dejarme sola perdí la noción del tiempo y
me trasladé a la niñez. Recordé con claridad la mirada de Diego, uno de los
dependientes. Nada más verme entrar se dirigía hacia mí y me llenaba de
atenciones, aunque yo entonces no lo percibía así, más bien me daba miedo.
Aquel hombre me regalaba cosas, pero se quedaba con las que yo llevaba. Un
pañuelo, una muñeca, un saltador, cualquier cosa que llevara entre mis manos me
la cambiaba por una más bonita.
El ruido de
la puerta de entrada al cerrase me sacó de mi regresión, salí corriendo camino
del hotel. Necesitaba arreglar aquella casa y averiguar qué había pasado para
que mis padres nunca hubieran estado juntos y ahora, de pronto, yo fuera la
beneficiaria de todos los bienes de aquella mi extraña familia.
Una casa con
vistas.
Cuarta parte
y final.
Además de la
casa, heredé una buena suma de dinero en efectivo. Por ello y con la idea firme
de averiguar los secretos de familia, decidí arreglarla y trasladarme allí
mientras pensaba qué hacer con mi vida.
Contraté un
equipo de pintores y limpiadoras. Pintaron paredes, descolgaron cortinas, enceraron suelos de madera y limpiaron las enormes
arañas que colgaban del techo. Sacaron brillo a las camas de metal, lavaron la
ropa de camas y toallas, limpiaron de
polvo los armarios y cuadros. Lavaron
los jarrones de porcelana china. En una semana
la casa parecía otra, la gente pasaba por delante y miraba de reojo, sin
atreverse a mirar el interior. Como si intuyeran alguna desgracia.
Bien es
cierto que el equipo que contraté vino del pueblo más cercano, en el mío todo
fueron excusas para no pisar la casa.
Impoluta y
oliendo a flores entré con la maleta.
Faltaba solo
el jardín, pero de eso ya me encargaría personalmente más adelante.
Cuando tuve
todo a punto fui a la iglesia y hablé con el viejo cura, el que había sido
párroco cuando yo era pequeña. Me dijo poca cosa, que no se acordaba, que si
algo sabia era secreto de confesión.......me dio largas y sólo algún detalle
por dónde empezar a averiguar.
Me habló de
una prima lejana de mi padre, ya muy mayor, que vivía en la residencia de
mayores.
Fui a verla
por la tarde y me recibió como si me conociera de toda la vida, como si nos
hubiéramos visto por última vez la semana anterior, como si comiéramos juntas
todos los domingos. Me abrazó y me beso efusivamente.
-¡Que guapa
estás Mercedes, por ti no pasan los años! Me repitió una y otra vez con una
cantinela monótona que me hizo pensar inmediatamente que padecía algún tipo de
demencia.
Le seguí la
corriente haciéndome pasar, sin pretenderlo, por alguien que debía parecérseme
mucho.
-¿Y tu hijo
Diego, sigue saliendo con esa chica?
- claro,
contesté, él la quiere-
Se quedó
mirándome extrañada, mi respuesta no debió ser la adecuada.
-Pero, ¿ya
no te parece mal que se case con ella antes de tener ese hijo que todo el mundo
sabe que esperan?
Le seguí la
conversación hasta sacar en claro los detalles que me interesaban.
Tuve claro
enseguida que la mujer con la que me confundía era mi abuela materna, Mercedes.
Nos debíamos parecer como dos gotas de agua.
La conclusión
que pude sacar de todo aquello era que mi abuela materna nunca quiso a mi
madre, no permitió que se casara con su hijo ni estando embarazada. Su hijo, mi
padre obedeció sus órdenes y prefería ver como mi madre sufría y finalmente
abandonaba el pueblo, antes de enfrentarse a la voluntad de su madre.
Vivió
odiándola, lleno de rencor y resentimiento y cuando mi madre y yo nos fuimos
del pueblo ellos desaparecieron de la faz de la tierra.
Una tarde,
pensativa y cabizbaja salí al jardín con la idea de empezar a arreglarlo.
Llegué hasta la casa de aperos y vi que no era tal, que era grande y que
perfectamente podría ser una casa de servicio. Otra vez el misterio, pero ahora
iba a descubrir que se escondía tras aquellas paredes.
Lo que vi
allí, nada más abrir la puerta, marcaria mi existencia para el resto de mi
vida.
Un olor
nauseabundo impactó en mi nariz, una nube de polvo envolvía la entrada, saqué la cabeza y vomité
hasta quedarme vacía.
Cuando alcé
la vista y vi las paredes, pensé que aquello era obra de un psicópata.
La
habitación estaba empapelada con fotos de mi madre de joven y no tan joven,
mías de bebé y de niña. Los muebles adornados con mis peluches, con objetos que
habían pertenecido a mí y mi madre,
reconocí varios de ellos y supuse que el resto eran también nuestros. En un
corcho había pelo clavado, lo reconocí como mío. Era sin duda un santuario de locura y cobardía que había
elegido mi padre.
Abrí la
habitación despacio, con sigilo, con miedo. Allí el olor era más nauseabundo
aun .Me pareció ver una muñeca encima de la cama, pero lo que había allí me
puso el pelo de punta y me cortó la respiración. Era un esqueleto momificado
rodeado de una gran mancha marrón, en medio de lo que había sido el pecho
un cuchillo clavado. El horror me cegó,
pero aún no lo había visto todo. En una esquina del baño, un esqueleto pendía
de una cuerda y en el espejo escrito con sangre podía leerse el nombre de mi
madre.
Salí
corriendo despavorida, fui a la guardia civil y les conté lo que había visto.
La historia pareció no extrañar a nadie.
Renuncie a
mi herencia y cerré para siempre la puerta del misterio más grande de mi vida.
Desde aquel día odie con todas mis fuerzas a aquel hombre que había sido mi
progenitor, por cobarde, por no haberse sabido enfrenta a la oposición
irracional de su madre a que se casara con una chica sin medios económicos.
Le odiaría con todas mis fuerzas el resto de
mi vida, por hacer infeliz a mi madre, a mí y por ser capaz de matar
miserablemente a su madre en vez de enfrentarse a ella.
Reservados
los derechos de autor.

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