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domingo, 14 de septiembre de 2014

Mi leal compañero


Capitulo uno

 

Al cumplir  la mayoría de edad  salí de la casa de acogida donde viví durante mis últimos  diez años. No dejé nada importante atrás, solo algún compañero igual de desgraciado que yo y cientos de recuerdos de soledad y desamparo emocional.

Empecé a trabajar a medía jornada para poder pagar la habitación donde vivía y mantenerme. Por las tardes estudiaba para poder acceder a la universidad, intentaba que los días pasaran deprisa y estudiar me ocuparía mucho tiempo.

Todo se quedaba en  intentos porque en realidad sentía un  vacío tan grande que nada lo llenaba, nada me hacía ilusión, vivía como un autómata, me levantaba porque debía hacerlo, trabajaba porque era necesario para cubrir mis necesidades, algún día iba al cine para intentar alejar el tedio que me acechaba en cada esquina. Iba solo porque no tenía amigos, ni conocidos porque aquellos con quién había compartido los últimos años de mi vida, fueron amigos de conveniencia, de la suya, porque me utilizaron en más de una ocasión para salvar el pellejo y luego cuando me veían triste y abatido se alejaban de mi  y me dejaban solo con mis pensamientos.

Muchas veces he pensado que quizá yo mismo y sin ser consciente de ello rechazaba la amistad para que nadie cercano volviera a hacerme daño.

Salí con una compañera de trabajo durante unos meses, pero cuando intuí que nuestra relación no iba bien y que seguir podía hacerme daño pensé en la posibilidad de dejarla, pero ella se adelantó y de nuevo me quedé solo.

En las tardes interminables de verano, leía, me leí parte de la biblioteca del barrio donde vivía y tuve que hacerme el carnet de otra que había en el centro de la ciudad y que me ofrecía una inmensa cantidad de libros.

Ahorré un dinero y me compré una play para poder alquilarme juegos, pasaba mi tiempo libre leyendo y jugando, no tenía necesidad de nada ni nadie más.

Los inviernos los pasaba entretenido, sin ningún sobresalto. Por las mañanas trabajaba y por las tardes asistía a clase.

Los fines de semana no salía de casa. Hacía la compra el sábado por la mañana y hasta el lunes no volvía a darme le aire.

Un día que me sentía agobiado, salí a dar un paseo por un parque cercano, anduve durante mucho rato y cuando me cansé y decidí volver a casa, me día cuenta de que un perro me seguía, lo miré bien y vi que no tenía señales de tener dueño, no llevaba correa y parecía un cachorro abandonado, pensé que se cansaría de seguirme en algún momento y cambiaría su rumbo, pero eso no ocurrió y cuando llegué al portal de mi casa estaba decidido a entrar conmigo. Intenté asustarle para que se marchara, pero no había manera, al final lo esquivé, entré y se quedó fuera mirándome como diciéndome que yo también lo abandonaba.

Por la noche me pareció oírle ladrar, eran ladridos de dolor y efectivamente, cuando me asomé a la ventana allí estaba el perro intentando zafarse de las garras de unos chavales que le estaban pegando patadas porque el animal intentaba seguirlos. Les grité desde la ventana y se alejaron riendo.

A la mañana siguiente, cuando salía a la calle, allí estaba el chucho de nuevo y otra vez me siguió hasta mi trabajo. A medio día, cuando salí parecía esperarme de nuevo. Un sentimiento conocido me invadió y en ese momento decidí que iba a llevármelo a casa.

Lo llamé leal porque intuía que lo sería.

Al día siguiente lo llevé a un veterinario que había en una avenida cercana a mi casa. Efectivamente parecía haber sido abandonado porque no tenía ni el chip que se pone a los perros para controlarlos. Le pusieron las vacunas correspondientes y me aconsejaron la comida que debía darle, se la compré y me fui a casa.

Le puse una toalla vieja al lado de mi cama y allí pasaba la noche, a veces, cuando me despertaba, lo tenía a mis pies mirándome  y me daba los buenos días con un movimiento de cola, sus ojos no dejaban de mirarme hasta que retiraba la colcha y me levantaba, entonces él salía corriendo delante de mi en dirección a la mini cocina, se sentaba y esperaba pacientemente a que le llenara su plato con pienso, después bebía ansiosamente y al acabar  se sacudía enérgicamente las gotas de agua que quedaban adherías a su pelo. Mientras yo me duchaba y me vestía, él esperaba en la puerta del baño a que acabara, cuando me ponía los zapatos empezaba a ladrar y se dirigía a la entrada donde estaba su correa, me la traía para que se la pusiera y así salir a la calle. Nunca en todos los años que fuimos compañeros hizo nada que pudiera enfadarme. No rompió nada ni mordía mi ropa o mis zapatos, si se subía al sillón si yo antes no le ponía su manta.

Fue el primer ser leal que había pasado por mi vida desde hacía demasiados años.

La vida se dulcificó un poco para mi gracias a la presencia de leal, ahora tenía un motivo para volver a casa, para salir a dar largos y entretenidos paseos por el parque y también un compañero con el que compartir mis días de soledad y vacío.

Nunca antes pude imaginar que un perro fuera capaz de transformar mi vida de ese modo, de compartir mi espacio vital, de darme continuamente esa sensación de compañía que nadie me había dado desde aquel fatídico día en que mi vida se transformó en un infierno, ese ya lejano día en  que pasé de ser un   niño protegido por mi madre a ser todo menos una persona feliz, pero esa era otra historia en la que yo no debía ni quería pensar nunca más porque me hacía tanto daño como si todo hubiera ocurrido ayer y habían pasado ya trece largos y angustiosos años.

 

 

Capitulo dos

Sé que vivía de espaldas al mundo, pero también él me la  daba a cada momento.

Hacía un año que Leal y yo compartíamos nuestra vida cuando una mañana al recoger el correo vi una carta cuyo remitente conocía muy bien. Era de alguien que compartió conmigo una parte de mi pasado, la parte buena y entrañable de mi infancia.

Las manos empezaron a temblarme y fui incapaz de abrirla hasta que llegué a casa. Un inoportuno vecino subió conmigo en el ascensor e intentó hacerse el gracioso, pero cuando vio que las manos no paraban de temblarme se calló y me miró como si fuera un bicho raro, estaba seguro que sospechaba de mi cosas que no eran, pero a mi no me importaba nadie, menos aún los vecinos cotillas y graciosos que pretendían  caerme bien para indagar en mi vida.

El ascensor paró en el tercero y mi vecino salio sin apenas despedirse de mi, mejor pensé, si no le caigo bien me evito tener que soportar sus comentarios insulsos.

Al llegar al cuarto el ascensor se paró en seco y  al salir di un respingo porque normalmente no me encontraba con nadie y aquel día era la segunda persona, un vecino al que no le caía bien porque mi perro decía que dejaba mal olor en el ascensor. No se si eso era cierto porque yo estaba tan acostumbrado a leal que no me parecía que su olor fuera desagradable, ya hubiera querido mi vecino ser la mitad de aseado  que era mi perro.

Me costó meter la llave en la cerradura y cuando lo conseguí abrí rápidamente antes de que mi vecino siguiera con la  retahíla  habitual.

Leal se me tiró literalmente encima y empezó a lamerme como si hiciera varios días que no me hubiera visto, lo noté extraño, no era normal ese comportamiento tan efusivo por nada. Pensé que quizá el podía notar mi nerviosismo, mi ansiedad, mi dolor.

Me preparé un té mientras intentaba tranquilizarme y por fin reuní fuerzas para abrir la carta.

Mi prima Amalia se casaba y me invitaba a su boda.

¿Cómo era posible que Amalia se casara si era muy joven? Me hice cientos de preguntas aquella noche que, como muchas otras en mi vida, la pasé en vela.

No había vuelto a mi pueblo en todos aquellos años y quizá había llegado la hora de la verdad, el momento de enfrentarme a lo inevitable.

En las largas horas que duró la noche, me di cuenta de que casi había olvidado a mi prima Amalia y al leer que se casaba me vino a la cabeza su imagen de niña que había permanecido intacta en mi inconsciente todo el tiempo. A veces ocurre que pensamos en las personas que hace tiempo que no vemos y las idealizamos dándole la última imagen que tenemos de ellas  y aunque hayan pasado muchos años, nosotros las mantenemos jóvenes, como congelada su imagen en el tiempo, eso me había pasado a mí con Amalia.

Pensé en todos los momentos buenos que habíamos vivido juntos, en las confidencias que nos hacíamos, en sus gustos, en su pelo castaño claro casi rubio, en su mirada inocente de niña enamorada de la vida, en su sonrisa traviesa, en sus ojos grises como las nubes de verano, en el aroma  a fresco que siempre la acompañaba, en sus piernas larguiruchas y flacas pero ágiles, en los cientos de juegos que  inventábamos en las largas y tórridas  tardes de verano mientras nuestros padres hacían  la siesta  en la casa veraniega de los abuelos, en el colegio, cuando ella veía que alguien me insultaba iba a defenderme como si fuera mi madre y solo tenía dos años más que yo.

 Me pregunté también que habría sido de la casa de los abuelos. Mi prima me decía en la carta que además de asistir a su boda tenía que comunicarme algo importante.  Nada absolutamente nada era importante en mi vida, pero quizá mi prima pudiera hacerme sonreír como lo hacia cuando éramos niños ¡hacía tantos años que no reía! Que, cuando por alguna circunstancia lo hacía, aparecía en mi cara como una mueca indefinible que nada tenia que ver con una sonrisa.

Pensaba que iría y me enfrentaría a mis fantasmas y al día siguiente el pánico se apoderaba de mi y decidía no volver nunca a mi pueblo, como si el pueblo hubiera sido el culpable de lo que pasó.

Pasé una semana sin poder conciliar el sueño, solo a ratos me adormecía de puro cansancio. Leal pasaba las noches despierto a mi lado haciéndome compañía.

La ansiedad volvió a instalarse en mi vida como un huésped maldito y de nuevo comencé a comer de forma compulsiva.   Comía y comía  no importaba lo que fuera hasta calmarme un poco, luego me sentía tan culpable que iba al baño para intentar reparar mi torpeza. Era una rutina sin fin en la que cada vez comía más para calmarme y cuando terminaba la culpa me abrumaba y tenía que deshacerme de ella.

Desde la llegada de leal a mi vida  parecía haberse disimulado un poco mi compulsión con la comida y ahora de nuevo había vuelto a empañar mis días.

Pasé un tiempo dudando. Un día me convencía de que debía ir y al siguiente todo se ponía en contra y decidía que no.

Llegó la fecha limite y yo no había decidido que hacer. Lo que más me trastornaba era pensar que podía encontrarme a ese monstruo que lo único que hizo por mi fue engendrarme. Solo un objetivo tenía en  mi vida y era matarle, aún no sabía como iba a hacerlo, pero lo haría seguro y así tendrían sentido todos los años que había vivido.

El jueves por la tarde anterior a la boda de Amalia, salí a comprarme algo  de ropa para ir a la boda. No había contestado a la carta, ni llamado, pero decidía ir de todos modos.

Nada de lo que me probaba me quedaba bien, ni las camisas ni los pantalones ni nada, no me gustaba mi cuerpo peludo, ni mi cintura que siempre parecía sobresalir de los pantalones. Además, salir de compras era siempre un martirio para mi, tanto que cuando algo me quedaba bien, me compraba dos pares, llegué a tener casi todo por duplicado, así me ahorraba el trabajo de salir a comprar. Me decidí por un pantalón negro y una camisa clara, no me pondría corbata, no soportaba que algo me oprimiera el cuello.

 El viernes por la tarde fui a la estación y saqué un billete de tren. Cuando llegó mi turno y le dije al hombre de la ventanilla el nombre de mi pueblo, me sonó tan extraño como si fuese un lugar del extranjero del que nunca hubiera oído ni hablar. Quizá me había pasado como con mi prima Amalia que de tanto intentar olvidar lo había casi conseguido.

Una hora antes de la salida del tren, allí estaba yo en medio del gentío, con la maleta en una mano y el pensamiento perdido entre la gente  y el jaleo. Abrí el libro que estaba leyendo y me sumergí en sus páginas. Siempre llevaba uno conmigo por si tenía que esperar en algún sitio, lo sacaba y aunque no leyera evitaba que alguien me diera conversación. Nunca sabía que decir a los extraños que me hablaban del tiempo o cualquier otra cosa insulsa. Además de mi timidez enfermiza  carecía de habilidades sociales.

El tren entró puntual en la vía y la gente salia corriendo como si alguien fuera a ocupar su sitio. Los pasajeros que bajaban apenas tenían espacio porque los que iban a subir se amontonaban en las puertas dejando apenas un pasillo para los que descendían. Subí el último, sin prisa, sin que nadie me empujara, al llegar a mi asiento estaba ocupado, miré varias veces el billete por si me había confundido a asiento, pero no, alguien ocupaba mi lugar, pregunté educadamente y la otra persona aprecia ofendida, me quedé de pie un buen rato porque no sabía que debía hacer para ocupar el sitio que me correspondía, cuando pasó el revisor se lo dije y por fin ocupé mi sitio. No podía comprender porqué algunas personas se creen con todos los derechos aunque sepan que no tienen razón. Ocupé mi sitio y volví a abrir el libro. No podía concentrarme en la lectura porque pronto estaría cerca de mi pueblo y mi realidad.

Como nadie esperaba mi llegada, decidía ir dando un paseo hasta la casa de verano de los abuelos que estaba cerca de la estación. No me crucé con casi nadie por el camino y las pocas personas que vi no me conocieron, tanto mejor para mi.

La verja de la entrada estaba entreabierta, entré y lo primero que vi a la derecha fue el jardín en el que mi madre pasaba horas y horas arreglando los rosales. Tenía una habilidad especial para las plantas que compartía con mi abuelo, conseguían que sobrevivieran especies de flores que hubiera sido imposible sin los cuidados especiales que recibían.

Nada parecía haber cambiado en todos estos años. La casa y su porche el jardín, los árboles que la rodeaban donde Amalia y yo nos columpiábamos por riguroso turno en el columpio que construyo el abuelo con un viejo neumático,  todo estaba igual, como si el tiempo se hubiera detenido y solo un segundo separara aquella época dulce y tierna  de esta dura y  amarga.

 

 

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