Capitulo uno
Al cumplir la mayoría de edad salí de la casa de acogida donde viví durante
mis últimos diez años. No dejé nada
importante atrás, solo algún compañero igual de desgraciado que yo y cientos de
recuerdos de soledad y desamparo emocional.
Empecé a trabajar a medía
jornada para poder pagar la habitación donde vivía y mantenerme. Por las tardes
estudiaba para poder acceder a la universidad, intentaba que los días pasaran
deprisa y estudiar me ocuparía mucho tiempo.
Todo se quedaba en intentos porque en realidad sentía un vacío tan grande que nada lo llenaba, nada me
hacía ilusión, vivía como un autómata, me levantaba porque debía hacerlo,
trabajaba porque era necesario para cubrir mis necesidades, algún día iba al
cine para intentar alejar el tedio que me acechaba en cada esquina. Iba solo
porque no tenía amigos, ni conocidos porque aquellos con quién había compartido
los últimos años de mi vida, fueron amigos de conveniencia, de la suya, porque
me utilizaron en más de una ocasión para salvar el pellejo y luego cuando me
veían triste y abatido se alejaban de mi
y me dejaban solo con mis pensamientos.
Muchas veces he pensado que
quizá yo mismo y sin ser consciente de ello rechazaba la amistad para que nadie
cercano volviera a hacerme daño.
Salí con una compañera de
trabajo durante unos meses, pero cuando intuí que nuestra relación no iba bien y
que seguir podía hacerme daño pensé en la posibilidad de dejarla, pero ella se
adelantó y de nuevo me quedé solo.
En las tardes interminables
de verano, leía, me leí parte de la biblioteca del barrio donde vivía y tuve
que hacerme el carnet de otra que había en el centro de la ciudad y que me
ofrecía una inmensa cantidad de libros.
Ahorré un dinero y me compré
una play para poder alquilarme juegos, pasaba mi tiempo libre leyendo y
jugando, no tenía necesidad de nada ni nadie más.
Los inviernos los pasaba
entretenido, sin ningún sobresalto. Por las mañanas trabajaba y por las tardes
asistía a clase.
Los fines de semana no salía
de casa. Hacía la compra el sábado por la mañana y hasta el lunes no volvía a
darme le aire.
Un día que me sentía
agobiado, salí a dar un paseo por un parque cercano, anduve durante mucho rato
y cuando me cansé y decidí volver a casa, me día cuenta de que un perro me
seguía, lo miré bien y vi que no tenía señales de tener dueño, no llevaba
correa y parecía un cachorro abandonado, pensé que se cansaría de seguirme en
algún momento y cambiaría su rumbo, pero eso no ocurrió y cuando llegué al
portal de mi casa estaba decidido a entrar conmigo. Intenté asustarle para que
se marchara, pero no había manera, al final lo esquivé, entré y se quedó fuera
mirándome como diciéndome que yo también lo abandonaba.
Por la noche me pareció oírle
ladrar, eran ladridos de dolor y efectivamente, cuando me asomé a la ventana
allí estaba el perro intentando zafarse de las garras de unos chavales que le
estaban pegando patadas porque el animal intentaba seguirlos. Les grité desde
la ventana y se alejaron riendo.
A la mañana siguiente, cuando
salía a la calle, allí estaba el chucho de nuevo y otra vez me siguió hasta mi
trabajo. A medio día, cuando salí parecía esperarme de nuevo. Un sentimiento
conocido me invadió y en ese momento decidí que iba a llevármelo a casa.
Lo llamé leal porque intuía
que lo sería.
Al día siguiente lo llevé a
un veterinario que había en una avenida cercana a mi casa. Efectivamente
parecía haber sido abandonado porque no tenía ni el chip que se pone a los
perros para controlarlos. Le pusieron las vacunas correspondientes y me
aconsejaron la comida que debía darle, se la compré y me fui a casa.
Le puse una toalla vieja al
lado de mi cama y allí pasaba la noche, a veces, cuando me despertaba, lo tenía
a mis pies mirándome y me daba los
buenos días con un movimiento de cola, sus ojos no dejaban de mirarme hasta que
retiraba la colcha y me levantaba, entonces él salía corriendo delante de mi en
dirección a la mini cocina, se sentaba y esperaba pacientemente a que le
llenara su plato con pienso, después bebía ansiosamente y al acabar se sacudía enérgicamente las gotas de agua que
quedaban adherías a su pelo. Mientras yo me duchaba y me vestía, él esperaba en
la puerta del baño a que acabara, cuando me ponía los zapatos empezaba a ladrar
y se dirigía a la entrada donde estaba su correa, me la traía para que se la
pusiera y así salir a la calle. Nunca en todos los años que fuimos compañeros
hizo nada que pudiera enfadarme. No rompió nada ni mordía mi ropa o mis
zapatos, si se subía al sillón si yo antes no le ponía su manta.
Fue el primer ser leal que
había pasado por mi vida desde hacía demasiados años.
La vida se dulcificó un poco
para mi gracias a la presencia de leal, ahora tenía un motivo para volver a
casa, para salir a dar largos y entretenidos paseos por el parque y también un
compañero con el que compartir mis días de soledad y vacío.
Nunca antes pude imaginar que
un perro fuera capaz de transformar mi vida de ese modo, de compartir mi
espacio vital, de darme continuamente esa sensación de compañía que nadie me
había dado desde aquel fatídico día en que mi vida se transformó en un
infierno, ese ya lejano día en que pasé
de ser un niño protegido por mi madre a
ser todo menos una persona feliz, pero esa era otra historia en la que yo no
debía ni quería pensar nunca más porque me hacía tanto daño como si todo
hubiera ocurrido ayer y habían pasado ya trece largos y angustiosos años.
Capitulo dos
Sé que vivía de espaldas al
mundo, pero también él me la daba a cada
momento.
Hacía un año que Leal y yo
compartíamos nuestra vida cuando una mañana al recoger el correo vi una carta
cuyo remitente conocía muy bien. Era de alguien que compartió conmigo una parte
de mi pasado, la parte buena y entrañable de mi infancia.
Las manos empezaron a
temblarme y fui incapaz de abrirla hasta que llegué a casa. Un inoportuno
vecino subió conmigo en el ascensor e intentó hacerse el gracioso, pero cuando
vio que las manos no paraban de temblarme se calló y me miró como si fuera un
bicho raro, estaba seguro que sospechaba de mi cosas que no eran, pero a mi no
me importaba nadie, menos aún los vecinos cotillas y graciosos que
pretendían caerme bien para indagar en
mi vida.
El ascensor paró en el
tercero y mi vecino salio sin apenas despedirse de mi, mejor pensé, si no le
caigo bien me evito tener que soportar sus comentarios insulsos.
Al llegar al cuarto el
ascensor se paró en seco y al salir di
un respingo porque normalmente no me encontraba con nadie y aquel día era la
segunda persona, un vecino al que no le caía bien porque mi perro decía que dejaba
mal olor en el ascensor. No se si eso era cierto porque yo estaba tan
acostumbrado a leal que no me parecía que su olor fuera desagradable, ya
hubiera querido mi vecino ser la mitad de aseado que era mi perro.
Me costó meter la llave en la
cerradura y cuando lo conseguí abrí rápidamente antes de que mi vecino siguiera
con la retahíla habitual.
Leal se me tiró literalmente
encima y empezó a lamerme como si hiciera varios días que no me hubiera visto,
lo noté extraño, no era normal ese comportamiento tan efusivo por nada. Pensé
que quizá el podía notar mi nerviosismo, mi ansiedad, mi dolor.
Me preparé un té mientras
intentaba tranquilizarme y por fin reuní fuerzas para abrir la carta.
Mi prima Amalia se casaba y
me invitaba a su boda.
¿Cómo era posible que Amalia se
casara si era muy joven? Me hice cientos de preguntas aquella noche que, como
muchas otras en mi vida, la pasé en vela.
No había vuelto a mi pueblo
en todos aquellos años y quizá había llegado la hora de la verdad, el momento
de enfrentarme a lo inevitable.
En las largas horas que duró
la noche, me di cuenta de que casi había olvidado a mi prima Amalia y al leer
que se casaba me vino a la cabeza su imagen de niña que había permanecido
intacta en mi inconsciente todo el tiempo. A veces ocurre que pensamos en las
personas que hace tiempo que no vemos y las idealizamos dándole la última
imagen que tenemos de ellas y aunque
hayan pasado muchos años, nosotros las mantenemos jóvenes, como congelada su
imagen en el tiempo, eso me había pasado a mí con Amalia.
Pensé en todos los momentos
buenos que habíamos vivido juntos, en las confidencias que nos hacíamos, en sus
gustos, en su pelo castaño claro casi rubio, en su mirada inocente de niña
enamorada de la vida, en su sonrisa traviesa, en sus ojos grises como las nubes
de verano, en el aroma a fresco que
siempre la acompañaba, en sus piernas larguiruchas y flacas pero ágiles, en los
cientos de juegos que inventábamos en
las largas y tórridas tardes de verano
mientras nuestros padres hacían la
siesta en la casa veraniega de los
abuelos, en el colegio, cuando ella veía que alguien me insultaba iba a
defenderme como si fuera mi madre y solo tenía dos años más que yo.
Me pregunté también que habría sido de la casa
de los abuelos. Mi prima me decía en la carta que además de asistir a su boda
tenía que comunicarme algo importante. Nada absolutamente nada era importante en mi
vida, pero quizá mi prima pudiera hacerme sonreír como lo hacia cuando éramos
niños ¡hacía tantos años que no reía! Que, cuando por alguna circunstancia lo
hacía, aparecía en mi cara como una mueca indefinible que nada tenia que ver
con una sonrisa.
Pensaba que iría y me
enfrentaría a mis fantasmas y al día siguiente el pánico se apoderaba de mi y
decidía no volver nunca a mi pueblo, como si el pueblo hubiera sido el culpable
de lo que pasó.
Pasé una semana sin poder
conciliar el sueño, solo a ratos me adormecía de puro cansancio. Leal pasaba
las noches despierto a mi lado haciéndome compañía.
La ansiedad volvió a
instalarse en mi vida como un huésped maldito y de nuevo comencé a comer de
forma compulsiva. Comía y comía no importaba lo que fuera hasta calmarme un
poco, luego me sentía tan culpable que iba al baño para intentar reparar mi
torpeza. Era una rutina sin fin en la que cada vez comía más para calmarme y
cuando terminaba la culpa me abrumaba y tenía que deshacerme de ella.
Desde la llegada de leal a mi
vida parecía haberse disimulado un poco
mi compulsión con la comida y ahora de nuevo había vuelto a empañar mis días.
Pasé un tiempo dudando. Un
día me convencía de que debía ir y al siguiente todo se ponía en contra y
decidía que no.
Llegó la fecha limite y yo no
había decidido que hacer. Lo que más me trastornaba era pensar que podía
encontrarme a ese monstruo que lo único que hizo por mi fue engendrarme. Solo
un objetivo tenía en mi vida y era
matarle, aún no sabía como iba a hacerlo, pero lo haría seguro y así tendrían
sentido todos los años que había vivido.
El jueves por la tarde
anterior a la boda de Amalia, salí a comprarme algo de ropa para ir a la boda. No había contestado
a la carta, ni llamado, pero decidía ir de todos modos.
Nada de lo que me probaba me
quedaba bien, ni las camisas ni los pantalones ni nada, no me gustaba mi cuerpo
peludo, ni mi cintura que siempre parecía sobresalir de los pantalones. Además,
salir de compras era siempre un martirio para mi, tanto que cuando algo me
quedaba bien, me compraba dos pares, llegué a tener casi todo por duplicado,
así me ahorraba el trabajo de salir a comprar. Me decidí por un pantalón negro
y una camisa clara, no me pondría corbata, no soportaba que algo me oprimiera
el cuello.
El viernes por la tarde fui a la estación y
saqué un billete de tren. Cuando llegó mi turno y le dije al hombre de la
ventanilla el nombre de mi pueblo, me sonó tan extraño como si fuese un lugar
del extranjero del que nunca hubiera oído ni hablar. Quizá me había pasado como
con mi prima Amalia que de tanto intentar olvidar lo había casi conseguido.
Una hora antes de la salida
del tren, allí estaba yo en medio del gentío, con la maleta en una mano y el
pensamiento perdido entre la gente y el
jaleo. Abrí el libro que estaba leyendo y me sumergí en sus páginas. Siempre
llevaba uno conmigo por si tenía que esperar en algún sitio, lo sacaba y aunque
no leyera evitaba que alguien me diera conversación. Nunca sabía que decir a
los extraños que me hablaban del tiempo o cualquier otra cosa insulsa. Además
de mi timidez enfermiza carecía de
habilidades sociales.
El tren entró puntual en la
vía y la gente salia corriendo como si alguien fuera a ocupar su sitio. Los
pasajeros que bajaban apenas tenían espacio porque los que iban a subir se
amontonaban en las puertas dejando apenas un pasillo para los que descendían.
Subí el último, sin prisa, sin que nadie me empujara, al llegar a mi asiento
estaba ocupado, miré varias veces el billete por si me había confundido a
asiento, pero no, alguien ocupaba mi lugar, pregunté educadamente y la otra
persona aprecia ofendida, me quedé de pie un buen rato porque no sabía que
debía hacer para ocupar el sitio que me correspondía, cuando pasó el revisor se
lo dije y por fin ocupé mi sitio. No podía comprender porqué algunas personas
se creen con todos los derechos aunque sepan que no tienen razón. Ocupé mi
sitio y volví a abrir el libro. No podía concentrarme en la lectura porque
pronto estaría cerca de mi pueblo y mi realidad.
Como nadie esperaba mi
llegada, decidía ir dando un paseo hasta la casa de verano de los abuelos que
estaba cerca de la estación. No me crucé con casi nadie por el camino y las
pocas personas que vi no me conocieron, tanto mejor para mi.
La verja de la entrada estaba
entreabierta, entré y lo primero que vi a la derecha fue el jardín en el que mi
madre pasaba horas y horas arreglando los rosales. Tenía una habilidad especial
para las plantas que compartía con mi abuelo, conseguían que sobrevivieran
especies de flores que hubiera sido imposible sin los cuidados especiales que
recibían.
Nada parecía haber cambiado
en todos estos años. La casa y su porche el jardín, los árboles que la rodeaban
donde Amalia y yo nos columpiábamos por riguroso turno en el columpio que
construyo el abuelo con un viejo neumático,
todo estaba igual, como si el tiempo se hubiera detenido y solo un segundo
separara aquella época dulce y tierna de
esta dura y amarga.
No hay comentarios:
Publicar un comentario