Además, el
pollo rebozado siempre humea demasiado y empapa toda esa pringue de la freidora
que acaba sentándole mal.
Eran los
gritos que mi madre repetía cada quince días a través del teléfono, cuando
volvía de casa de mi padre.
A los pocos
meses de divorciarse mi padre descubrió que la única cena que me gustaba era el
pollo rebozado y le costó aprender a cocinarlo, pero acabó siendo un
especialista. Cada domingo, por la noche, disfrutábamos las pocas horas que
pasábamos juntos, pero cuando llegaba a casa de mi madre, se repetía el mismo
ritual de gritos e insultos, hasta que acabó por hacerme aborrecer el rebozado
y a mi padre.
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