Como tantas veces había hecho de niño, me senté en el
viejo sillón de papá con un libro entre las manos y empecé a leer. Repetí el
gesto día tras día para intentar transmitir
a mis hijos el amor que mi padre me había inculcado por la lectura, pero veía,
con tristeza, como el ordenador y la play iban ganándome terreno.
Un día me volví loco y escondí todas las máquinas de jugar. Me llevé a los
niños a una librería y pasamos la tarde eligiendo libros, al principio los
niños leían, estaban contentos, con el tiempo
perdí la batalla.
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