Y mi padre resucitó.
Una mañana, del día de todos los santos, mi madre se levantó temprano y me puso el desayuno. No paraba de repetirme que me diera prisa que teníamos que ir al cementerio a limpiar la tumba a mi padre y ponerle flores.
Yo tenía ocho años y no había conocido a aquel señor que me miraba desde la foto que tenía mi madre en su mesilla de noche y que al parecer era mi padre.
Era la primera vez que iba a un cementerio y estaba nerviosa, por eso tardaba tanto en acabarme la leche con galletas que, a diario me terminaba en un momento y ese día no tenía hueco por donde tragar.
Pasé la noche casi en vela, pensando en el hombre misterioso de la foto, en el cementerio y en las historias que contaba mi abuela sobre muertos que volvían reclamando promesas incumplidas. Hasta soñé que mi padre salía de la tumba cuando la estábamos limpiando y con la mano descarnada y huesuda pretendía darme una golosina, mi madre insistía en que la tomara y yo me moría de miedo en ese mismo instante y me enterraban allí mismo, sentía el peso de la tierra caer sobre mi cara desnuda. Pero resulta que estaba viva y me escapaba corriendo y llegaba a mi casa y empezaba a gritar a mi madre que me abriera la puerta y ella no quería abrirme porque decía que era una pesadilla. Yo seguía muerta. Me desperté sudando y llamé a mi madre a gritos, me regañó porque nunca entendía mis miedos infantiles, daba la impresión de que ella siempre había sido adulta y no había tenido miedo a nada.
Por fin me acabé el último sorbo de leche, con las galletas no pude y, a pesar de la continua vigilancia, conseguí devolverlas a su caja sin que se diera cuenta.
Me vestí apresuradamente, tenía la impresión de que alguien me vigilaba por detrás y en cualquier momento me agarraría. Me puse el abrigo rojo con botones negros que acababa de comprarme mi madre, los calcetines largos blancos y los zapatazos negros de charol, ni me miré en el espejo por miedo a que alguien se reflejara detrás de mí, pero estaba segura de estar guapa. Me puse unas gotas de colonia detrás de las orejas y sentí ese olor a violetas que tanto me gustaba. Salí corriendo hasta el comedor, por el pasillo me pareció oír una voz de hombre que me hizo parar en seco, era como una voz distorsionada, repetitiva y monótona. Por fin llegué al comedor donde me esperaba mi madre vestida de negro y perfumada con ese suave aroma a violetas, estaba segura de que no se daría cuenta que yo olía igual, pero me equivoqué y en cuanto lo notó entró al lavabo y me lavó con fricción detrás de las orejas.
Mi madre era así, no me dejaba ni un ápice de espacio, ni un capricho, ni una caricia, nada.
Al salir a la calle notamos como un viento gélido nos golpeaba la cara y nos helaba manos y pies, pero seguimos camino del cementerio.
Yo sentía el frío helar mis manos, pero sólo por fuera porque las palmas me sudaban de miedo, era un sudor frio y desagradable.
Bajamos una cuesta y cruzamos el parque de mi pueblo desierto a esas horas, seguimos caminando por la acera derecha de una calle que desembocaba en la carretera que conducía al camposanto.
Acababan de abrir la puerta del cementerio y oímos la verja chirriar.
Éramos las primeras en llegar.
Antes de entrar, a la derecha, vi un montón de flores, coronas secas y restos de lápidas; el espectáculo me pareció siniestro, pero no dije nada.
Al traspasar la puerta vi una pequeña y oscura capilla, me la imaginé rodeada de muertos por todas partes.
Varias hileras de cipreses bordeaban los caminos, las tumbas estaban llenas de flores y el cementerio olía a algo que no sabía identificar, no era sólo olor a flores marchitas, era un olor nauseabundo que hizo que se me revolviera el estómago.
Caminamos por el pasillo central hasta la fuente, vi unas pequeñas lápidas en las que pensé que no cabría una persona en tan poco espacio, ni se me ocurrió pensar que los niños también morían, eso estaba fuera de mi racionalidad. Le pegunté a mi madre y su respuesta fue fulminante, no empleó ningún eufemismo para responderme, me dijo que eran tumbas de niños. Por primera vez en mi vida no la creí, o no quise creerla, en el fondo de mis pensamientos estaba la duda, pero desde aquel día supe una verdad rotunda, quizá una de las más dura de mi vida.
Los ojos se me llenaron de lágrimas por todos los niños del mundo que hubieran podido morir. Entonces vi con claridad una pequeña tumba y una foto, era casi un bebé. Mis lágrimas silenciosas se convirtieron en sollozos incontrolables y cuando mi madre me preguntó le contesté que me dolían las manos del frío, ella no se lo creyó, tampoco quiso saber más y seguimos hasta la parte vieja del cementerio donde las tumbas, decía mi madre, eran de los ricos. Para una niña la palabra rico no tiene el mismo significado que para un adulto y pensé que tanto ángel y tanto mármol era patético y que la muerte se llevaba por delante a todos sin distinción de ninguna clase.
Llegamos a la tumba y mi madre me dejó al cuidado de las flores mientras iba a la fuente a por agua. Me dejó sola en medio de un mar de difuntos que en cualquier momento podían salir de sus tumbas y enseñarme sus cuerpos descarnados y sus huesos y sus dientes y sus calaveras, el corazón empezó a latirme con tanta fuerza que pensé que los muertos me oirían, ya no tenía frío, estaba empapada en sudor y la leche del desayuno amenazaba con salir por donde había entrado. Todo a mi alrededor parecía moverse, los ruidos, amortizados por mi miedo, salían de cada tumba, de cada nicho y llegaban hasta mi amenazantes, hasta que por fin llegó mi madre y los ruidos se alejaron como si jugaran conmigo al escondite.
Puso detergente en un pequeño cubo y empezó a pasar la bayeta por el mármol de la tumba, estaba tan ensimismada que no vio al hombre que se acercaba sonriente y le decía buenos días. Yo lo vi, vaya si lo vi y salí corriendo como alma que lleva al diablo porque ese hombre era mi padre, sí, mi padre, algo más mayor que en la foto, pero era él. No pude ni gritar, no me dio tiempo, solo tuve unos momentos de lucidez para meterme en una especie de cobertizo que había justo enfrente de la tumba. Me acurruqué en un rincón, por una rendija podía ver como “mi padre” hablaba con mi madre y la agarraba por el brazo y se la llevaba fuera de mi ángulo de visión, quizá al otro mundo. Abrí la boca para gritar, pero igual que en las pesadillas, la voz no me salía, se quedaba atascada en mi garganta y el corazón amenazaba con desbocárseme, me latía tan fuerte que seguro se podía oír desde fuera, respiraba con tanta intensidad que acabó por dolerme el pecho, oí un grito distorsionado, como el de mi pesadilla del día anterior y pensé que ahora no era un sueño y que mi padre había salido de su tumba y me llevaría con él al mundo de los muertos y así estaríamos toda la familia junta, unida para siempre por la muerte.
Entre las sombras del cobertizo me pacía ver manos salir de las esquinas y bocas abiertas y desdentadas que me gritaban -¡vennnnnnnnn! y brazos que me abrazaban eternamente y niños muertos que succionaban y que reían y lloraban a la vez.
Me estaba volviendo loca, oía mi nombre a lo lejos, los gritos eran desgarradores y aún me daba más miedo y no contestaba por si los difuntos se habían levantado y me estaban buscando.
-Inessssssssss, Inesssssssss, oía gritar constantemente.
La respiración se me agitaba cada vez más, hasta que no pude más y me desmayé.
No sé el tiempo que estuve sin sentido, cuando volví en mí no veía nada, por unos momentos creí que estaba en mi casa y en mi habitación. Poco a poco los ojos se acostumbraron a la oscuridad, empecé a ver con claridad y cuando me di cuenta de donde estaba y que era de noche, me quedé paralizada de nuevo, sin poder ni gritar ni casi respirar, pensé que esa era la última noche de mi vida y razón no me faltaba porque una niña sola en el cementerio y de noche era el plan perfecto si algún muerto quería llevarme del mundo de los vivos.
Desde mi rincón veía unas lucecillas tenues, como linternas, pensé que si respiraba despacio nadie me descubriría.
Pasé mucho rato así, agazapada, respirando despacio para que los difuntos no notaran que estaba allí, al rato oí como unas garras arañaban la puerta insistentemente. Salí corriendo por la puerta de atrás para librarme del monstruo, apenas se veía nada, tumbas llenas de flores y ese olor nauseabundo del cementerio. Cuanto más corría, más cerca sentía a la bestia de mi, hasta que metí el pie en una tumba que tenía la lápida rota y me quedé atrapada con el pie dentro, cerré los ojos y grité tanto como pude para ahuyentar a la bestia, en esta ocasión si pude gritar y lo hice con tanta intensidad que me asusté de mi propio grito. Tan ocupada estaba espantando a la bestia que no vi que era mi perrita July la que me perseguía.
La tomé en brazos y el miedo se mitigó un poco. Nos dirigimos a la entrada del cementerio y allí estaba mi madre con “mi padre” un vecino y el enterrador, me habían estado buscando todo el día, hasta bien entrada la tarde.
Al ver que mi padre estaba vivo pedí una explicación a mi madre y esta se echó a reír a carcajadas, como nunca la había visto antes hacerlo.
-No es tu padre, Ines, es tu tío, su hermano gemelo.
Una mañana, del día de todos los santos, mi madre se levantó temprano y me puso el desayuno. No paraba de repetirme que me diera prisa que teníamos que ir al cementerio a limpiar la tumba a mi padre y ponerle flores.
Yo tenía ocho años y no había conocido a aquel señor que me miraba desde la foto que tenía mi madre en su mesilla de noche y que al parecer era mi padre.
Era la primera vez que iba a un cementerio y estaba nerviosa, por eso tardaba tanto en acabarme la leche con galletas que, a diario me terminaba en un momento y ese día no tenía hueco por donde tragar.
Pasé la noche casi en vela, pensando en el hombre misterioso de la foto, en el cementerio y en las historias que contaba mi abuela sobre muertos que volvían reclamando promesas incumplidas. Hasta soñé que mi padre salía de la tumba cuando la estábamos limpiando y con la mano descarnada y huesuda pretendía darme una golosina, mi madre insistía en que la tomara y yo me moría de miedo en ese mismo instante y me enterraban allí mismo, sentía el peso de la tierra caer sobre mi cara desnuda. Pero resulta que estaba viva y me escapaba corriendo y llegaba a mi casa y empezaba a gritar a mi madre que me abriera la puerta y ella no quería abrirme porque decía que era una pesadilla. Yo seguía muerta. Me desperté sudando y llamé a mi madre a gritos, me regañó porque nunca entendía mis miedos infantiles, daba la impresión de que ella siempre había sido adulta y no había tenido miedo a nada.
Por fin me acabé el último sorbo de leche, con las galletas no pude y, a pesar de la continua vigilancia, conseguí devolverlas a su caja sin que se diera cuenta.
Me vestí apresuradamente, tenía la impresión de que alguien me vigilaba por detrás y en cualquier momento me agarraría. Me puse el abrigo rojo con botones negros que acababa de comprarme mi madre, los calcetines largos blancos y los zapatazos negros de charol, ni me miré en el espejo por miedo a que alguien se reflejara detrás de mí, pero estaba segura de estar guapa. Me puse unas gotas de colonia detrás de las orejas y sentí ese olor a violetas que tanto me gustaba. Salí corriendo hasta el comedor, por el pasillo me pareció oír una voz de hombre que me hizo parar en seco, era como una voz distorsionada, repetitiva y monótona. Por fin llegué al comedor donde me esperaba mi madre vestida de negro y perfumada con ese suave aroma a violetas, estaba segura de que no se daría cuenta que yo olía igual, pero me equivoqué y en cuanto lo notó entró al lavabo y me lavó con fricción detrás de las orejas.
Mi madre era así, no me dejaba ni un ápice de espacio, ni un capricho, ni una caricia, nada.
Al salir a la calle notamos como un viento gélido nos golpeaba la cara y nos helaba manos y pies, pero seguimos camino del cementerio.
Yo sentía el frío helar mis manos, pero sólo por fuera porque las palmas me sudaban de miedo, era un sudor frio y desagradable.
Bajamos una cuesta y cruzamos el parque de mi pueblo desierto a esas horas, seguimos caminando por la acera derecha de una calle que desembocaba en la carretera que conducía al camposanto.
Acababan de abrir la puerta del cementerio y oímos la verja chirriar.
Éramos las primeras en llegar.
Antes de entrar, a la derecha, vi un montón de flores, coronas secas y restos de lápidas; el espectáculo me pareció siniestro, pero no dije nada.
Al traspasar la puerta vi una pequeña y oscura capilla, me la imaginé rodeada de muertos por todas partes.
Varias hileras de cipreses bordeaban los caminos, las tumbas estaban llenas de flores y el cementerio olía a algo que no sabía identificar, no era sólo olor a flores marchitas, era un olor nauseabundo que hizo que se me revolviera el estómago.
Caminamos por el pasillo central hasta la fuente, vi unas pequeñas lápidas en las que pensé que no cabría una persona en tan poco espacio, ni se me ocurrió pensar que los niños también morían, eso estaba fuera de mi racionalidad. Le pegunté a mi madre y su respuesta fue fulminante, no empleó ningún eufemismo para responderme, me dijo que eran tumbas de niños. Por primera vez en mi vida no la creí, o no quise creerla, en el fondo de mis pensamientos estaba la duda, pero desde aquel día supe una verdad rotunda, quizá una de las más dura de mi vida.
Los ojos se me llenaron de lágrimas por todos los niños del mundo que hubieran podido morir. Entonces vi con claridad una pequeña tumba y una foto, era casi un bebé. Mis lágrimas silenciosas se convirtieron en sollozos incontrolables y cuando mi madre me preguntó le contesté que me dolían las manos del frío, ella no se lo creyó, tampoco quiso saber más y seguimos hasta la parte vieja del cementerio donde las tumbas, decía mi madre, eran de los ricos. Para una niña la palabra rico no tiene el mismo significado que para un adulto y pensé que tanto ángel y tanto mármol era patético y que la muerte se llevaba por delante a todos sin distinción de ninguna clase.
Llegamos a la tumba y mi madre me dejó al cuidado de las flores mientras iba a la fuente a por agua. Me dejó sola en medio de un mar de difuntos que en cualquier momento podían salir de sus tumbas y enseñarme sus cuerpos descarnados y sus huesos y sus dientes y sus calaveras, el corazón empezó a latirme con tanta fuerza que pensé que los muertos me oirían, ya no tenía frío, estaba empapada en sudor y la leche del desayuno amenazaba con salir por donde había entrado. Todo a mi alrededor parecía moverse, los ruidos, amortizados por mi miedo, salían de cada tumba, de cada nicho y llegaban hasta mi amenazantes, hasta que por fin llegó mi madre y los ruidos se alejaron como si jugaran conmigo al escondite.
Puso detergente en un pequeño cubo y empezó a pasar la bayeta por el mármol de la tumba, estaba tan ensimismada que no vio al hombre que se acercaba sonriente y le decía buenos días. Yo lo vi, vaya si lo vi y salí corriendo como alma que lleva al diablo porque ese hombre era mi padre, sí, mi padre, algo más mayor que en la foto, pero era él. No pude ni gritar, no me dio tiempo, solo tuve unos momentos de lucidez para meterme en una especie de cobertizo que había justo enfrente de la tumba. Me acurruqué en un rincón, por una rendija podía ver como “mi padre” hablaba con mi madre y la agarraba por el brazo y se la llevaba fuera de mi ángulo de visión, quizá al otro mundo. Abrí la boca para gritar, pero igual que en las pesadillas, la voz no me salía, se quedaba atascada en mi garganta y el corazón amenazaba con desbocárseme, me latía tan fuerte que seguro se podía oír desde fuera, respiraba con tanta intensidad que acabó por dolerme el pecho, oí un grito distorsionado, como el de mi pesadilla del día anterior y pensé que ahora no era un sueño y que mi padre había salido de su tumba y me llevaría con él al mundo de los muertos y así estaríamos toda la familia junta, unida para siempre por la muerte.
Entre las sombras del cobertizo me pacía ver manos salir de las esquinas y bocas abiertas y desdentadas que me gritaban -¡vennnnnnnnn! y brazos que me abrazaban eternamente y niños muertos que succionaban y que reían y lloraban a la vez.
Me estaba volviendo loca, oía mi nombre a lo lejos, los gritos eran desgarradores y aún me daba más miedo y no contestaba por si los difuntos se habían levantado y me estaban buscando.
-Inessssssssss, Inesssssssss, oía gritar constantemente.
La respiración se me agitaba cada vez más, hasta que no pude más y me desmayé.
No sé el tiempo que estuve sin sentido, cuando volví en mí no veía nada, por unos momentos creí que estaba en mi casa y en mi habitación. Poco a poco los ojos se acostumbraron a la oscuridad, empecé a ver con claridad y cuando me di cuenta de donde estaba y que era de noche, me quedé paralizada de nuevo, sin poder ni gritar ni casi respirar, pensé que esa era la última noche de mi vida y razón no me faltaba porque una niña sola en el cementerio y de noche era el plan perfecto si algún muerto quería llevarme del mundo de los vivos.
Desde mi rincón veía unas lucecillas tenues, como linternas, pensé que si respiraba despacio nadie me descubriría.
Pasé mucho rato así, agazapada, respirando despacio para que los difuntos no notaran que estaba allí, al rato oí como unas garras arañaban la puerta insistentemente. Salí corriendo por la puerta de atrás para librarme del monstruo, apenas se veía nada, tumbas llenas de flores y ese olor nauseabundo del cementerio. Cuanto más corría, más cerca sentía a la bestia de mi, hasta que metí el pie en una tumba que tenía la lápida rota y me quedé atrapada con el pie dentro, cerré los ojos y grité tanto como pude para ahuyentar a la bestia, en esta ocasión si pude gritar y lo hice con tanta intensidad que me asusté de mi propio grito. Tan ocupada estaba espantando a la bestia que no vi que era mi perrita July la que me perseguía.
La tomé en brazos y el miedo se mitigó un poco. Nos dirigimos a la entrada del cementerio y allí estaba mi madre con “mi padre” un vecino y el enterrador, me habían estado buscando todo el día, hasta bien entrada la tarde.
Al ver que mi padre estaba vivo pedí una explicación a mi madre y esta se echó a reír a carcajadas, como nunca la había visto antes hacerlo.
-No es tu padre, Ines, es tu tío, su hermano gemelo.
Llera.
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