Violeta y la inocencia
“La vida de un niño
es como un trozo de papel sobre el cual todo el que pasa deja una señal”.
(Proverbio chino)
(Proverbio chino)
Capítulo I
La fábrica estaba situada en el entresuelo de
un edificio de viviendas. Se accedía a
ella por una puerta estrecha en la que nada hacía pensar
que allí podía haber una empresa, sólo un
letrero rudimentario y antiguo remachado en la pared , a la izquierda de
la puerta, en el que casi no podían
distinguirse las letras, daba idea de lo que allí dentro había.
Un pasillo estrecho y
sucio conducía a una estancia algo más grande donde se acumulaban los fardos de
prendas ya acabadas destinadas a la
distribución. A la derecha,
separada por unas mamparas antiguas y rudimentarias estaban las oficinas. Al
fondo, la máquina de hilar, al lado justo de
una también estrecha escalera que conducía al entresuelo del
edificio. La fábrica.
Lo primero que se veía
era una máquina rudimentaria con un reloj. Dividida en dos columnas el fichero
obligado para el control de las trabajadoras, los hombres no fichaban. Se metía
la ficha en una ranura, se bajaba la palanca y quedaba marcada la hora de
salida y entrada. Control rutinario para
cada segundo perdido de trabajo.
Al levantar la vista se
veía una maraña de tubos de desagües descubiertos, procedentes del edificio. A
ciertas horas del día el ruido de aguas residuales era constante y el olor
también.
Dividida en varias zonas
la estancia estaba siempre llena de polvo procedente de las máquinas.
Delante del fichero
estaba la zona para repasar las prendas. A continuación las máquinas
remalladoras manuales, delante la mesa de la encargada, a su lado, un viejo
aparato de radio sintonizado casi
siempre según los gustos musicales de la vieja encargada, o apagada si convenía
castigar a las trabajadoras. Todo en
medio de una estantería más vieja aún. Al otro lado la enorme plancha vomitando
calor en invierno y en verano, mezclándose el sudor de las trabajadoras con el
vapor de las enormes planchas. La zona de etiquetado y empaquetado
colindante a la de planchado estaba
siempre inmersa en una niebla
espesa de un olor desagradable, mezcla
de sudor, vapor y productos textiles.
Completaban el inmueble
dos retretes malolientes, el de señoras y el de caballeros, comunicado por
arriba y por abajo para controlar hasta nuestros más íntimos momentos. El de caballeros lo usaban el mecánico y un
señor mayor de la oficina que no tenía
ningún reparo el soltar grandes ventosidades y dejarnos el habitáculo perfumado
de inmundicia. Nunca comprendimos por qué no usaba el destinado a las oficinas.
Sin embargo, lo peor no eran ni sus ruidosas ventosidades ni los olores que
dejaba a perpetuidad, lo peor era que los viernes teníamos que limpiar los
baños por riguroso orden de, sobre todo, llegada. Las novatas limpiábamos
siempre, si era asqueroso limpiar nuestro propio baño, más lo era el de
caballeros, con sus manchas a perpetuidad fuera de la taza, el jabón de manos
siempre negro de nunca supimos qué y el suelo mojado de una mezcla de diferentes
fluidos.
Afortunadamente se
limpiaban los viernes y con la alegría de acabar la jornada parecía olvidarse
el momento horrible de meter la mano el esa taza que parecía no haberse
limpiado en años. La primera vez vomité el almuerzo, después me tapaba la nariz
y así solo aguantaba las impertinencias
visuales.
A la izquierda de los
baños había una puerta tapada con una cortina, disimulada, por la que se
accedía a una especie de almacén donde
se llevaban las sobras, los restos que permanecían allí hasta que un inspector
llamaba al jefe y le decía que en dos días pasaría a hacer una
revisión, entonces se paraba la producción y nos ponían a todas las niñas a
adecentar el almacén. En ese lugar
escondido estaban también las pistolas quitamanchas que usábamos sin ninguna
protección y cuyos líquidos, pura química, salían a presión y se expandían por
toda la estancia, incluso entrando por nuestros orificios nasales.
En un pequeño apartado
había un banco lleno de herramientas,
donde el mecánico las guardaba para
reparar nuestras máquinas.
Más que un señor era un ogro que gritaba como
una fiera fuera de si cuando se nos rompía una guja y tenía que reponerla. A veces, enderezaba la misma y volvía a
colocarla, ese mismo día o el siguiente los gritos retumbaban por toda la fábrica
cuando la aguja, anteriormente estropeada se rompía sin remedio. Las niñas temblábamos de miedo cuando teníamos que
llamarlo una y otra vez. Si la aguja se
rompía de pronto, por cualquier motivo, un sudor frio recorría mi espalda y las
manos me empezaban a temblar.
Capitulo II
Violeta esperaba el tren junto a su hermana mayor en una estación minúscula
del pueblo más cercano al suyo. Se habían levantado a las cinco de la madrugada
para coger el autobús que las llevaría hasta la estación, allí, tras varias
horas de espera hizo su entrada un viejo expreso compuesto por infinidad de vagones. Recorría
el país de este a sur y viceversa, tardando una eternidad.
Mientras esperaban el tren, la hermana mayora sacó un paquete con varios
cigarrillos arrugados y sin filtro, se pudo uno en los labios y empezó a
inhalar para mostrarle a su hermana que era mayor y moderna. Violeta, que tenía
13 años le pidió uno, pero la hermana se lo negó porque decía que como ella no
se tragaba el humo, era desperdiciar el cigarrillo, al final, ante la
insistencia le dio uno a regañadientes y la hermana pequeña les mostró a todos
los viajeros lo moderan y mayor que era. Se puso el cigarrillo en los labios y
aspiró como si le faltara el aire, un sabor desagradable y molesto le invadió
las papilas, el humo cegaba sus ojos, pero siguió inhalando hasta el último
trozo de colilla, ya húmeda y pastosa.
Hasta ahora, todo lo que había probado eran los chicles y la pipas del quiosco
de su pueblo, algún helado en verano y churros en invierno. El tabaco era nuevo
para ella, pero su vida empezaba a dar un cambio del que ni ella misma era
consciente.
Salió de su pueblo con la ilusión de avanzar, trabajar y estudiar hasta
forjarse un futuro, pero sin rumbo ni orientación y la sola supervisión de su
hermana, apenas cuatro años mayor que ella y con pretensiones parecidas.
El tren entro en la única vía y las caras de los pacientes viajeros
cambiaron de aburridos a sorprendidos,
algunos era la primera vez que veían una máquina de tales dimensiones. Los
primeros años 70 los pueblos estaban
llenos de pobres gentes ignorantes que apenas sabían leer y escribir, sólo
trabajar.
Los pasajeros fueron subiendo. El tren iba ya casi lleno y a pesar de la
numeración de los compartimentos, se vendían billetes ilimitados. Con suerte y
por el mismo precio podías ir cómodamente en un apartado para seis personas o
pasar las doce horas de trayecto en el pasillo, al lado de una ventana sentado
en la maleta si llevabas, o en tu caja
de cartón que hacía las veces de maleta.
Las hermanas tuvieron suerte y encontraron su compartimento casi
vacío. A pesar de los pocos ocupantes el
habitáculo parecía envuelto en tinieblas
por el humo, un fuerte olor a tabaco malo, tortilla de patatas y chorizo de
pueblo envolvía la cabina. Violeta se sentó al fondo, al lado de la ventana y
Victoria enfrente. Entre ellas la caja de cartón y la bolsa con la comida, el
espacio de aquellos trenes era grande y los viajeros transportaban con ellos
todo tipo de objetos, hasta los más increíbles.
Los asientos parecían cómodos a pesar del eskay roto en los laterales. Los
ceniceros emplazados en cada
reposabrazos estaban a rebosar, las ventanas, cerradas a cal y canto, tenían
polvo añejo, aun así, a través de ellas se podía ver el paisaje. A Violeta le interesaba más el paisaje de los
cuadros que colgaban encima del respaldo de las butacas. Pueblos de España,
ciudades importantes que Violeta no conocía ni había oído nunca nombrar. Ella,
soñadora, pensaba que algún día las visitaría.
En la siguiente estación subieron algunas personas que volvían de vacaciones a su lugar de
residencia, parecían más refinadas, con sus vestidos modernos y sus maletas nuevas.
A la chica le gustó esa primera aventura en solitario,
sin sus padres. Cada nueva persona que
subía al tren guardaba un misterio para ella. Hasta que los compartimentos del
tren se llenaron de niños gritones y mocosos, de olor a bocadillos de tortilla
y chorizo, botas de vino tinto y alientos de dudosa higiene, entonces empezó a
agobiarse y necesitar un poco de aire limpio que respirar. Intentó abrir la
ventana y lo consiguió solo a medias, nada parecía funcionar en aquel viejo
compartimento. La gente, a pesar de los olores y el aire viciado protestó y
violeta tuvo que volver a cerrarla. Salió a pasillo atestado de viajeros
fumando, con las radios sonando y hablando a gritos, fue aun peor.
Tenía un miedo irracional de perderse o que su hermana se
bajara en alguna estación y la abandonara, por eso no intentó ir a otro vagón a
probar suerte. Apenas habían pasado tres horas y estaba agotada. Volvió al compartimento y una
señora mayor histriónica y gritona había
ocupado su asiento, la timidez, la vergüenza, la educación o todo a la vez le
impidieron protestar. Pasó dos horas eternas de pie en el pasillo. Cuando la
mujer se dignó a dejarle el asiento, violeta entró como una exhalación a
ocuparlo. Su hermana sonreía con cierta malicia, Ella, enfadada, abrió su libro
de aventuras y se sumergió en el olvidando al resto del mundo un buen rato.
Leer era su refugio.
Cuando se disgustaba iba a la biblioteca del colegio y se gastaba todo el poco
dinero que le daban en sacar libros, una peseta por semana y libro. Hacía
ciertos sacrificios para tener siempre una moneda en caso de tener que recurrir
a la biblioteca. Si se quedaba sin monedas, hacia recados a las vecinas con la
esperanza de que le dieran alguna recompensa, cosa que no ocurría siempre.
Ahora, en el tren iba
provista de varias novelas de sus venturas preferidas, los cinco de Enid-
Blyton. Había ahorrado durante varios meses para comprarlas, se había perdido
más de una película en la sesión matinal de su pueblo, para obtener los libros
que tanto le gustaban.
Ahora devoraba página
tras página, ausente, fuera de control, sin oír ni el llanto de los niños, ni
las conversaciones de los mayores. Así, concentrada en sus aventuras vivía
otras vidas, tan ajenas como fantásticas. Hasta que Victoria, aburrida en su
esquina intentando que se le pasara el enfado, Le quitó el libro de un manotazo
y esto hizo que el enfado de Violeta aumentara. Ella se pasaba la vida enfadad
por todo y con todos, sus amigas se lo decían y se burlaban.
Recuperó el libro y salió
al pasillo, se sentó en el suelo y continuo leyendo hasta que su hermana salió
para decirle que debían comer, ni caso, Violeta seguía leyendo sin oír.
Victoria se vio obligada a prometerle que le compraría una de esas ridículas
novelas si se le pasaba el enfado.
Comieron sus bocadillos
revenidos y bebieron el agua caliente de una de las fuentes mejores de su
pueblo, guardaron el refresco de limón para merendar. Después, para aliviar el
aburrimiento sacaron unas onzas de chocolate medio derretidas por el calor y las
comieron como postre. Con la tripa llena todo parecía tener diferente color.
El paisaje por la ventanilla empezaba a
cambiar, ahora en vez de olivos, se veían grandes campos de trigo, salpicados
aun de amapolas. Inmensos llanos sembrados que se perdían de vista en el
horizonte.
La noche llegó después de
horas agotadoras. Las hermanas se acurrucaron en sus asientos para intentar
dormir, con el traqueteo del tren y el cansancio no fue
difícil trasportarse al otro lado mecidas entre los brazos de Morfeo. Las despertó un frenazo brusco del tren. Aturdidas
y confundías les costó recordar donde estaban,
sin duda en una gran estación porque anunciaban una hora de parada.
Al momento empezaron a
desfilar por el pasillo del tren una
serie de personajes vendiendo todo tipo de productos. Desde una
colonia barata hasta un jabón de dudosa procedencia, todo empaquetado con
cierto mal gusto, hasta un vendedor de tortas y chucherías. La gente que se
quedaba en el tren agarraba sus
pertenecías desconfiando de los vendedores.
Al rato de emprender la
marcha alguna viajera destapaba la colonia que acababa de comprar y un olor a
insecticida penetraba por los rincones de los compartimentos, pasando de uno en
otro como si una necesidad apremiante hiciera acto de presencia para matar algún insecto maligno. Entre la somnolencia, el cansancio el olor a
colonia barata, el sudor acumulado por las horas y los restos de comida
guardados para la siguiente ocasión, Violeta sintió ganas de vomitar y salió
corriendo. Bajó la ventana del pasillo y sacó la cabeza, una bocanada salió de
su boca y penetró por la nariz, el lateral del tren quedó impregnado. El aire
fresco, pero viciado de la noche le devolvió la estabilidad al estómago. Permaneció
así, asomada a la ventana, con el pelo más que alborotado por el viento, hasta
que dejó de sentir la sensación de mareo.
A su lado Victoria, seria y confundida le preguntaba si estaba mejor.
Por fin, después de
catorce horas de viaje, el tren entró en
la estación de destino. Las chicas bajaron exhaustas y confundidas, nadie las
esperaba.
Capitulo III
Estaban confundidas entre todos
aquellos pasajeros que bajaron del tren, pero que pronto se fueron por
diferentes caminos.
La estación era pequeña, tenía una cantina que desprendía olor a café
rancio. Las hermanas hubieran dado cualquier cosa por entrar y tomar un
refresco, pero llevaban el dinero justo.
Victoria desdobló un papel en que llevaba apuntada la dirección de una
prima lejana de su padre que las acogería durante un tiempo en su casa.
Salieron de la estación y Violeta notó un fuerte olor en el ambiente, no
supo identificarlo, pero era muy desagradable.
Preguntaron al primer viandante por
la calle a la que tenían que ir
Y éste les contestó en una mezcla de castellano y catalán, tuvieron que
volver a preguntar hasta que lo tuvieron claro.
Estaban muy cerca del piso de la prima de su padre. Llegaron en cinco
minutos, agotadas, sedientas y desilusionadas. No podían ni imaginar que una
ciudad fuera tan fea, gris y ruidosa.
El edificio tenía la apariencia de una hilera de nichos. De los minúsculos
balcones colgaba ropa tendida. La entrada era estrecha, tuvieron que subir los
cuatro pisos en fila, primero Victoria, después Violeta. Había ascensor, pero
ellas no habían subido nunca y les dio un poco de miedo. Ya en el rellano
sintieron unas ganas tremendas de volver a la estación y emprender el camino de vuelta, pero no podían ni debían
rendirse al primer contratiempo.
Llamaron al timbre y una voz gritona contestó desde dentro. La mujer abrió la puerta y por un momento no
las conoció, a punto estuvo de preguntarles que quienes eran, pero recordó de
pronto la carta que había recibido hacía ya más de quince días.
“pasad chiquillas, no os quedéis ahí mirando como dos pasmarotes” les dijo
su prima sin el menor entusiasmo.
Descargaron el equipaje en una habitación donde solo había una cama turca
con una colcha a cuadros verdes y negros, una silla que había conocido tiempos
mejores, un armario desvencijado y una falsa ventana con una persiana
polvorienta. El habitáculo que compartirían las hermanas no tenía ni luz ni
ventilación, una pequeña bombilla, que colgaba desnuda del techo, daba más pena
que luz.
Colocaron sus escasas pertenecías en el mini armario, se lavaron las manos
y ayudaron a poner la mesa.
Comieron en medio de un silencio incómodo.
El marido de la prima era un hombre
de baja estatura, de esas personas que se creen graciosas y hay que reírles las
memeces. Las interrogó sarcásticamente, violeta pensó que su única preocupación
era saber de qué iban a pagar su estancia. Su hermana era más descarda y le
contestó que en cuanto empezaran trabajar les recompensarían. La prima le quitó
importancia a lo que decía su marido, pero Violeta tenía una sensibilidad
especial para catalogar a los adultos y en esta ocasión no se equivocaba, aquel
hombre no le gustaba nada. Quizá debía darle una oportunidad, al fin y al cabo
iba a convivir con él.
El domingo la prima preparó unos bocadillos para ir a pasar el día a la
playa. Violeta estaba exaltada, era la primera vez en su vida que vería el mar.
Entre el calor, los ruidos, la nula ventilación de la habitación y lo extraña
que era la noche fuera de su casa, su pueblo y los suyos, no puedo dormir. A su
lado Victoria dormía plácidamente, eran tan diferentes.....
La prima se levantó temprano y las despertó. Entre las tres hicieron una
tortilla de patatas y unos pimientos fritos. Prepararon la nevera con mucho
hielo y a la hora de salir se dieron cuenta de que Violeta no tenía bañador. La prima
entró a su habitación en silencio, sin que el marido se diera cuenta y sacó uno
horrible, de señora mayor, con un escote que le cubría hasta casi el cuello,
una especie de faldilla que tapaba parte de los muslos y una especie de cazuelas
para mantener el pecho en su sitio. Violeta pensó morirse allí mismo cuando se
lo probó, estaba horrorosa, pero no tenía elección, o pasaba vergüenza o no se
bañaba en la playa. Su hermana se rio cuando la vio dentro de aquel bañador
pasado de moda y de vieja. La chica llenaba todo el espacio del bañador, estaba
rellenita, pero aún no tenía tanto pecho como para necesitar aquella especie de
cazuelas. Si la hubiera visto su amiga se hubiera reído también.
Salieron de casa camino del autobús. Un señor igual de bajito que el marido de su prima pasaba cobrando el
trayecto. Dependiendo del sitio de la playa al que iban era un precio u otro,
ellos se quedaban en la primera parada.
Capitulo IV
Violeta no daba crédito lo que sus ojos veían, esa inmensa cantidad de agua
se parecía a la gran extensión que era el cielo azul de su pueblo en una tarde
de verano, no podía compararlo con nada que hubiera visto anteriormente. Se
quedó contemplándolo con la boca abierta, la gente pasaba a su alrededor sin
que ella se diera cuenta, quería que sus retinas retuvieran toda aquella
inmensidad para después contárselo a su amiga Ana en la primera carta que le
escribiera.
Victoria se reía de ella sin contemplaciones, como si no estuviera igual de
sorprendida. Le dio un empujón y violeta reaccionó dando un traspié y empujando
a una señora bajita con un gorro de flores amarillas enroscado en la cabeza
como si fuera una tuerca.
Sacaron la sombrilla y pusieron debajo la nevera y la comida, extendieron
la toalla y se sentaron. Al momento se fueron todos al agua menso violeta que
sentía vergüenza de desnudarse, pero más
aun de mostrar su bañador.
Después de comer, animada por el vino con gaseosa del porrón, decidió dar
un paseo y coger pequeñas conchas marinas. Pensaba en su amiga Ana todo el
tiempo mientras hacía una buena colección de conchas de todos los tamaños y
colores. Al final de la tarde decidió bañarse, lo estaba deseando, pero podía
más la vergüenza que el deseo.
Se metió en el agua poco a poco, hasta que le llegó por la cintura, ya
nadie podía ver su horrible bañador de vieja. Saltó una ola y después otra y
otra, hasta que se olvidó de su aspecto y empezó a disfrutar como la niña que
aún era. Manoteaba y reía con cada nueva ola, se sumergía, se caía, hasta casi
perder la noción del tiempo. Era una nueva experiencia, tan inmensa como su
inocencia.
No sabía cuánto tiempo había pasado desde que entró en el mar, podían haber
sido minutos o una hora, no veía nada a su alrededor, sólo ella, el mar, las
olas y una sensación de libertad que la trasportó a su pueblo, con su gente y
sus amigos. Miró hacia la orilla para
orientarse y vio a su hermana hacerle
señas desde la arena. Sin duda era hora
de salir.
Se rieron de ella por cómo había saltado las olas sin control, como si
fuera una criatura salvaje. Violeta que tenía la sensibilidad a flor de piel se
sintió herida, no sabía cómo debía comportarse en momentos como ese.
Dio otro paseo mientras el agua salada se secaba en su cuerpo, cogió más y
más conchas pequeñas con la intención de
hacer una pulsera para su amiga Ana que adoraba el mar sin haberlo visto.
Paseaba por la orilla del mar, solitaria, pensando cómo pintaría de colores las
conchas y le haría un pequeño agujero para engarzarlas. Las pintaría de azul, su color preferido.
Carta a su amiga.
Ana, Ha pasado ya un mes y medio desde
que me fui. Tenía ganas de estar sola un rato y poderte contar lo que está
pasando en mi nueva vida, pero aquí es difícil tener un momento de intimidad,
parecemos sardinas en lata, quizá dentro de poco Victoria se mude a casa de
otra prima y yo pueda tener mi cuchitril para mi sola.
Decirte que esto no es como yo
esperaba. La ciudad es fea, triste, sin luz y huele raro, a contaminación. El
ambiente parece estar siempre lleno de humo, de partículas en suspensión.
Enfrente de mi nueva casa hay una fábrica con una chimenea enorme echando humo
día y noche, dejando grandes nubes de polución. Es un olor que se mete en la
nariz y llega hasta los pulmones, impidiéndome a veces respirar. Claro, en
nuestro pueblo no hay ni la más mínima nube de humo.
La semana que viene empiezo a trabajar.
Será, supongo, el cambio más importante que haga en mi vida, tengo miedo de
pensar la gente que encontraré, las compañeras, los horarios. Estoy apática y
abatida, te necesito tanto..... No puedes hacerte una idea de lo sola que
estoy.
Aquí la gente se pasa el día entero
trabajando, vuelven a casa cenan y se
acuestan, nada de salir a la calle, ni hablar con los vecinos. Fíjate como será que entras en el ascensor
con alguien y no te dicen ni hola, se cruzan contigo en la entrada y da la
impresión de que eres invisible, puede que poco a poco me acostumbre a esta
manera de vivir, por el momento es lo peor que me ha pasado en mi vida.
El próximo domingo me presentaran a unas chicas para que salga
con ellas, espero encontrar alguna amiga, aunque nunca tendré otra como tú. Ya
te iré contado como va todo.
Aunque no todo es malo aquí, hay algo
inmenso y bonito, azul como el cielo y fresco como la brisa de primavera, el
mar. Algún día lo verás tú también y te gustará, es más impresionante de lo que
puedas imaginar.
Tu postal me llenó de alegría, fue la
mejor felicitación de cumpleaños, las demás no han sido ni tan cariñosas ni tan
esperadas. Catorce años ya, ahora tenemos la misma edad. No dejes de escribirme
nunca.
Tu amiga que te quiere:
Violeta.
PD. Si ves a J.L dale recuerdos y
vigílamelo de cerca. Pienso en él cada momento del día y me arrepiento de no
haberme despedido, pero me daba tanta vergüenza.
Capitulo V
Segunda carta a Ana.
Ayer me presentaron a unas chicas.
Estaba impaciente por conocerlas y por salir con ellas. Ha sido un fracaso,
pero voy a aguantar porque no conozco a nadie y si no salgo temo volverme loca
entre las cuatro paredes de este minúsculo piso. Solo siento consuelo leyendo,
afortunadamente me traje mi colección de libros de los cinco, los estoy
volviendo a leer, no quiero acabar con las novedades, esas la guardo para
momentos difíciles, por si fuera necesario sumergirme entre las páginas, leer
se está convirtiendo en mi único aliado aquí, mi hermana se ríe de mí, no
comprende que es eso tan interesante que encuentro entre las páginas de los libros. Ya sabes como es, guasona e
ignorante, se muere por conocer a un c hico y casarse, son sus únicas metas en
la vida.
Una de las chicas, Marisa, lo primero
que ha hecho cuando nos han presentado es mirarme de arriba abajo y poner una
mueca de desagrado, como si yo oliera mal o algo parecido. A otra de las chicas
la he oído decir que vestía como una pueblerina. Solo una de ellas se ha portado
más o menos bien conmigo y me ha dicho el sitio donde quedaban para salir. El
domingo que viene voy a ir a un sitio a bailar. Todo esto es tan nuevo para mí.
Aun sueño que estamos en el recreo del
colegio jugando a la goma o a balón tiro y el sueño es tan dulce que no quiero
despertar, pero al final despierto y me enfrento a mi realidad. Solo de pensar
que tengo que ir a bailar el domingo me muero de vergüenza. Me pondré mi mejor
vestido para que no vuelvan a decir que parezco pueblerina.
¿Sabes? Es muy curioso lo mal que
hablan las chicas de la pandilla que me han presentado. Ellas piensan que soy
de pueblo, pero ellas casi no han ido al colegio y no saben nada, son medio
analfabetas. Prefiero parecer de pueblo y haber ido al colegio que parecer de ciudad y no saber ni casi leer.
Cuando empiece el curso me voy a
matricular en unas clases nocturnas para seguir estudiando.
Anoche soñé que era septiembre y empezábamos
el nuevo curso. Tú y yo juntas, como siempre íbamos al colegio, como desde el día que nos conocimos, aquel ya lejano primer
curso. Íbamos riendo, bromeando, con nuestros babis blancos impecables, los
libros nuevos, con ese olor que tanto me gustaba, con la goma de saltar en la
cartera y cientos de ilusiones para el
futuro. Tú llevabas el pelo suelto en vez de las dos trenzas de costumbre, yo
dos coletas y flequillo, como siempre. Al llegar al colegio nos encontrábamos con
las compañeras de toda la vida y nos fundíamos en un abrazo. Gritábamos en
medio de la clase mientras contábamos como se había pasado el verano, algunas niñas
habían crecido tanto que parecían ya
mayores. Al rato llegaba la maestra y nos sentábamos en desorden hasta que nos
colocaban por lista y, como nosotras compartimos la inicial del apellido, nos sentaban juntas,
como siempre, sin novedad.
Desperté sudando, con la boca seca,
desconsolada, lejos de mi familia, mis amigas, de mi pueblo, de mi gente y mi
vida. Hoy o dentro de unos días debería empezar el colegio como en mi sueño,
pero en realidad va a empezar mi nueva vida, en ella todo va a cambiar, más de
lo que yo misma imagino. Cambiaré el colegio por el trabajo en la fábrica y
estoy muy asustada.
Pienso en ti cada día.
Tu amiga siempre:
Violeta
Capítulo VI
Primer día de trabajo en la fábrica.
Violeta se levantó temprano, se puso uno de sus mejores vestidos, uno
estampado de grandes flores en colores naranja pálido y beige, cruzado en la
delantera y con dos hileras de botones, muy fresco y juvenil, quería aparentar
sus recién cumplidos catorce años, la edad permitida para trabajar. Salió de
casa acompañada de la prima de su madre, no pudo desayunar, los nervios, por primera
vez en muchos años, le impidieron tragar, tenía un nudo en la garganta que casi
le impedía respirar.
Cruzaron una avenida desierta a esa hora de la mañana, siguieron andando y
atravesaron una especie de parque con infinidad de árboles y plantas, por un
momento Violeta se relajó, pero al salir del parque se encontró con el ajetreo
de la gente camino de las fábricas, con la mirada perdida, demacrados y como
ausentes, caminaban como las hormigas en las tardes de verano, en fila india y
corriendo, como si temieran llegar tarde. Con el tiempo se dio cuenta de que la
gente de ciudad camina siempre deprisa como si perdieran el tren, pero no por apremio
sino por costumbre. También ella al cabo del tiempo acabaría caminado así, como
la hormigas.
Capitulo VII
Tardes en la ciudad.
Las veladas en la ciudad no se parecían
en nada a las de su pueblo.
Después de volver del trabajo Violeta se
sumergía entre las páginas de sus libros, así se olvida por momentos de su
antigua vida, de su pueblo, los amigos, el colegio, de las tardes de verano donde
los sonidos eran tan diferentes a los de la ciudad. En su pueblo oía las
cigarras cantar sin descanso, los pájaros piaban por la mañana y a última hora
de la tarde, las luciérnagas al anochecer formaban parte de un paisaje que olía
a jazmín, celindas y rosas. El sonido de fondo era el silencio en la siesta y
el de la guitarra de Manuel rodeado de chiquillos al atardecer.
En su casa del pueblo no había
televisión y a Violeta le gustaba mucho el cine, aquellas películas en blanco y
negro americanas que uno de sus vecinos la invitaba a ver en su casa. En verano
su amigo abría la ventana de par en par y arrimaba la televisión, al momento
una recua de mayores y pequeños estaban sentados enfrente de la ventana en medio
de la calle, listos para ver la película. Con sus bocadillos en la mano y las sonrisas
en los labios. Eran tantas cosas las que
la chica echaba de menos.... Hasta a la siesa de su hermana que hacía unos días
había encontrado trabajo en un pueblo cercano y se había ido con otra prima a
vivir. Y a sus padres los echaba también de menos, a pesar de no ser demasiado
cariñosos con ella, sobre todo la madre, que agobiada por el trabajo de tanto
hijo o simplemente porque era arisca, jamás le decía que la quería o que era
guapa, o buena, nunca un halago, ni una caricia, pero era su madre y ella la
quería.
Los halagos habían sido siempre para su
hermana Victoria que era muy guapa y
todos se encargaban de decírselo. Su madre la vestía muy bien, era la niña de sus ojos, con unos
vestidos dignos de los señoritos del pueblo que Violeta heredaba después, raídos y sin apresto. Pero
ella no importaba porque no era ni guapa ni fea, ni rubia ni morena, ni alta ni
baja. Era más bien invisible a los ojos de su madre. Ella y los demás hermanos.
Después de Victoria, decía su madre, los demás hijos vinieron sin querer.
Aunque violeta sacara las mejores
notas y ayudara en casa, su madre solo
comentaba las cosas que hacía mal. Aun así ella sentía adoración por su madre y
una extraña sensación que no sabía definir.
Le perdonaba todo, menos que hubiera
tomado la decisión de mandarla a la ciudad.
No todo era malo en su nueva vida.
Violeta notaba como poco a poco iba adelgazando, al principio no lo apreciaba,
pero el domingo al ponerse una falda nueva que le había comprado su madre antes
de salir del pueblo, se dio cuenta de que le sobraba una talla.
Había empezado a tener tanto momentos de
inapetencia como de gran apetito y los combinaba igual que la ropa, mal.
Los domingos por la mañana Violeta iba a
misa, pero desde que llegó a la ciudad no lo había hecho y se sentía mal.
Ese día decidió ir a la pequeña
parroquia del barrio, tan moderna como funcional en nada se parecía a las de su
pueblo. Había algo en lo que todas las iglesias eran iguales y era el olor
mezcla de incienso y cera de velas. Eran casi las once y hacía calor, dos
enormes ventiladores hacían más soportable los rigores de un verano que parecía
no tener fin. La chica esperaba que fuera una misa de niños cantada, como en su
pueblo, pero apenas había media docenas de ancianas en las primeras filas, una
pareja un poco más atrás y una familia con dos niños. Eran todos los asistentes
a una misa que duraría una eternidad sin canciones, ni niños, ni casi gente,
pero la chica vio su deber cumplido de buena
cristiana.
Se arrodilló y empezó a rezar en
silencio a la imagen de una virgen niña rodeada de flores que presidia un altar
pequeño al lado izquierdo de la sacristía.
Apenas había acabado de rezar el Ave
María cuando un cura anciano salió con desgana y la misa comenzó con el sermón
del hijo pródigo.
Violeta se sabía el sermón de memoria y
ese día no ponía atención, su cabeza estaba lejos de allí.
El domingo siguiente en el baile no tuvo
más acierto con la ropa y las chicas de la pandilla volvieron a reírse. Ella,
que había comprado unos cigarrillos sueltos, encendió uno, las inhalaciones de
aquel cigarrillo parecieron ponerla de buen humor, como queriendo decir a todos
que ella también sabía ser moderna.
Ese día no se atrevió a salir a la pista
de baile, se quedó con las ganas de moverse al ritmo de la música de una
orquesta que animaba el gran salón cada domingo. Su timidez podía más que las
ganas de bailar.
Fue a la barra y pidió un San Francisco, un
refresco sin nada de alcohol del que
nunca había oído hablar, pero que casi todas las chicas pedían. El líquido rosa
intenso, fresco y dulce se deslizaba por su garganta poco a poco.
Capitulo VIII
Los lunes.
El lunes era el peor día de la semana,
empezaba de nuevo la rutina y quedaba muy lejos el viernes, aunque Violeta
tenía que limpiar los baños de la fábrica junto a otra chica nueva, era la única pega del día,
porque el viernes era el fin de una sucesión de días aburridos tediosos y a
veces terribles. Sobre todo si tenía algún incidente con la máquina y el
mecánico le gritaba como si fuera a pegarle. Era un hombre tan brusco, tan
basto que Violeta le temía.
Ese lunes sería uno de ellos. Llevaba
muchos días cruzando el parque para atajar en el camino a la fábrica, se
ahorraba casi quince minutos de trayecto.
A pesar de las advertencias de la prima la chica cruzaba todas las
mañanas desde hacía días; miraba a derecha e izquierda esperando encontrar
algún monstruo infantil detrás de los arbustos, un animal salvaje o quizá, como
aquel día, un hombre.
Oyó moverse algo cera de ella y miró con
curiosidad. Un hombre chistaba en su dirección y movía la mano ahí abajo sin
ningún tipo de pudor. Nunca antes había visto las intimidades de un hombre
adulto y menos de esa guisa.
El corazón empezó a latir desbocado en
su garganta, le costaba respirar y jadeaba al unísono del hombre. Temió quedar paralizada allí
mismo como en sus sueños infantiles cuando quería escapar de algo terrible y
las piernas no le respondían, y que aquel monstruo de dos piernas se abalanzara
sobre ella y la devorara, pero sus
piernas le respondieron bien y cruzaron el parque en segundos, no pudo parar
hasta que llegó a la fábrica y entró. Nunca hubiera imaginado que podría
sentirse segura en aquel antro de tortura hasta ese mismo momento, entonces se
sintió a salvo.
No dijo nada a nadie, tampoco le
preguntaron. Su cara arrebolaba fue poco a poco volviendo a la normalidad.
Fichó, se puso el babi marrón y se sentó delante de la máquina. Las imágenes se
sucedían en su cerebro como en una película de terror cuya escena cumbre pasara
todo el rato sin control.
Al llegar a casa tampoco dijo nada, en
su menoría y para ella sola quedaría aquel suceso hasta muchos años después
cuando por fin comprendió que realmente había gente con maldad.
Comió nerviosa y deprisa, al momento se levantó
fue al baño y su estómago quedó aliviado.
A partir de entonces ya no cruzaría el parque
sola, ni a sentarse entre los árboles, entre el verde de aquella ciudad triste
y gris.
Se consolaba acordándose del verdor de
su pueblo, los grandes jardines alrededor de las casas, los pinos, los jazmines
y las buganvillas en verano.... parecía que se había marchado hacía una
eternidad y apenas hacía unos meses.
Por la noche le escribió a su amiga y se
lo contó, cuando acabó la carta la rompió en cuatro trozos que después tiró a la
basura.
Capitulo IX
La prima se llamaba Ramona y era amable,
pero poco cariñosa como su madre, quizá lo llevaban en los genes. Habían sido
inseparables de pequeñas aunque ella era
bastante mayor.
Cuando se casó se fue del pueblo para
darle una vida mejor a los hijos que tuviera.
En verano volvían y se alojaban en casa de los padres de Violeta, la
casa era espaciosa y las primas se adoraban, aunque cuando la familia de Ramona
fue aumentando dejaron de ir, ella se sentía en deuda con su prima y por ello accedió
a acoger a sus hijas.
Ramona tenía unos días libres y como le
gustaba coser le hizo un vestido a Violeta con unos trozos de tela que tenía en
casa.
-Súbeme más el bajo que siempre me han
gustado las mini faldas y nunca he tenido una.
-¿Hasta aquí?- señaló la mujer-
-Un poco más por favor.
-Así, ¡más no eh! que aún no tienes edad
de llevar esas faldas tan cortas. Violeta pensó que no tenía edad de llevar
esas faldas, pero si de trabajar como un adulto ¡que contradicción! Pero era
una constante en su vida.
Y le dejó el largo justo que Violeta
quería.
Cuando Ramona acabó el vestido la chica
estaba contenta, lo estrenaría el domingo y dejaría a sus “amigas” pasmadas.
Sin darse cuenta nadie Violeta había
perdido mucho peso. Su cara ya no era redonda y su figura ya no era de niña.
Las “amigas” de Violeta quedaban entre
semana, pero a ella no le decían nada. Les daba un poco de vergüenza que las vieran con una
pueblerina.
La amistad entre ellas estaba un poco más lejos cada día. Como si
fuera una carrera en las que los contrincantes corrieran en sentido opuesto.
Aquel sábado violeta se duchó, se lavó el
pelo, se hizo la toga y durmió toda la noche con ella, por la mañana fue a misa
y por la tarde se puso su vestido nuevo
y unos zapatos que le prestó Ramona con un poco de tacón que
estilizaban las piernas casi delgadas.
Acudió a la puerta del salón de baile,
como todos los domingos. Ese sería el último domingo que Violeta acudiera a su
encuentro, no quería mendigar amistad.
Cuando llegó las chicas habían sacado ya
el tique de la entrada y estaban en la
cola esperando la apertura del salón. Violeta compró el suyo y se acercó a
ellas, a primera vista no la habían conocido. Con el pelo liso y brillante, el
vestido nuevo que la hacía parecer más delgada, los zapatos de tacón y el agua
de colonia que le había rociado Ramona antes de salir, Violeta había dejado de
parecer una pueblerina y estaba más guapa que cualquiera de las chicas. Ellas la miraron con desdén y envidia porque era la más guapa de todas
ellas, a pesar de sus atuendos llamativos, y sus caras pintadas como un cuadro
naíf.
Esa tarde Violeta demostró, si ella
saberlo, que podía brillar con luz propia.
Conoció al que sería el primer amor de
su vida.
Capitulo X
Nada
más entrar en la sala de baile, las “amigas” salieron a la pista. Violeta se
fue a pedir un refresco, un San Francisco, esa bebida de moda de color rosa
intenso y sin alcohol. Encendió un
cigarrillo e inhaló profundamente, el humo penetró en sus pulmones y salió
formando una pequeña nube. Este gesto hizo que violeta se sintiera más segura,
como si el humo de aquel cigarro encerrara algo más que tabaco, un elixir que
le diera seguridad en ella misma. Se levantó y salió a bailar al lado de las
chicas, con un ritmo que sorprendió a todas. Como si el gesto de fumar y su ropa
nueva le dieran el empuje que necesitaba. Al rato se sentó cerca de las chicas
sin participar, como siempre, en las conversaciones.
Era tan susceptible que quizá imaginaba
cosas que no existían. Tan tímida que cualquier gesto era un logro.
Volvió a la barra y pidió otro San
Francisco con unas gotas de alcohol. Un chico rubio de ojos azueles y una
sonrisa encantadora miraba hacia ella, si, a la pueblerina, al patito feo. Sus
mejillas enrojecieron mientras miraba en otra dirección, no podía creérselo.
Con torpeza pagó la bebida y salió casi corriendo a reunirse con su grupo. Tuvo mucho cuidado
en no tropezar con aquellos tacones, sentía la mirada fija del chico a su
espalda.
Empezó otra vez la música y el chico se
acercaba lentamente hacia la mesa donde estaba Violeta. Las amigas se quedaron
mirando fijamente esperando que el chico eligiera. Él se acercó a Violeta y la
sacó a bailar, las demás enmudecieron,
no podían creer lo que veían, un atisbo de envidia y odio
recorría sus caras, pero Violeta no podía verlo porque iba camino de la
pista de baile con el chico más guapo de todo el salón.
Llegó a la pista cohibida y muerta de
vergüenza, aun no sabía cómo había sido capaz de decirle que sí, era la segunda
vez en su vida que bailaría con un chico, la primera había sido en el
cumpleaños de un amigo de su pueblo.
-¿Cómo te llamas?- le preguntó.
-Violeta- dijo intentado que no se le
notara el nerviosismo.
-¿Y tú?
-José Luis.
A la chica le pareció el nombre más
bonito que había oído nunca.
En ese momento la orquesta empezó a
cantar “amores de Mari Trini”.
“Amores se van marchando Como las olas del mar Amores los tienen todos Pero
¿Quién los sabe mirar? El amor es una barca Con dos remos en el mar Un remo lo
aprietan mis manos El otro lo lleva el azar ¿Quién no escribió un poema Huyendo
de la soledad? ¿Quién a los quince años No dejó su cuerpo abrazar? Y ¿Quién
cuando la vida se apaga Y las manos tiemblan ya Quien no buscó ese recuerdo De una
barca naufragar? “
Era su canción favorita, aunque ella
sólo tenía catorce años recién cumplidos. Las manos de él, posadas en su
cintura, la música y los susurros del chico cantando la canción cerca de su
oído le parecían a Violeta lo más maravilloso que había vivido en mucho tempo.
Bailó una, dos quizá tres canciones,
cuando acabó y se despidió de él, sus “amigas”
muertas de envidia se habían ido sin despedirse.
Sería el último día que saliera con
ellas. Prefería estar sola que con esas chicas a las que nada le unida. ¡Echaba
tanto de menos a su amiga y confidente Ana! Ella soportaba bien sus frecuentes enfados y hacia que todo fuera más
fácil. Tenía que escribirle y contarle todas las cosas que le estaban pasando que
eran más en pocos meses que lo que había vivido en años en su pueblo.
Su amiga Ana era una chica sencilla, de
pueblo, como ella, que no se vestía a la moda ni competía con ella. Estaba ahí
siempre que la necesitaba. Era buena aunque algo guasona, con ella cerca la
vida hubiera sido más fácil.
El lunes, a la salida de la fábrica se
encontró a José Luis enfrente, esperando. Nada más verlo se le aceleró el
corazón y empezó a latir desbocado. Violeta se quitó el babi marrón en un
segundo y se soltó el pelo recogido en
una cola de caballo. Sacó un cigarrillo y lo encendió, fumar parecía darle seguridad.
El chico le había gustado mucho y ahora estaba
allí por ella.
Él le había preguntado antes de irse que
si estudiaba o trabajaba y ella le dijo dónde trabajaba. Había pasado todo el
día pensando en él, en la posibilidad de volver a verlo, al salir del trabajo y
encontrárselo en la puerta y ahí estaba, con su pelo rubio rizado, sus ojos
azueles como el cielo y la sonrisa más bonita que había visto nunca. Iba
vestido con ropa de trabajo, recordó que le había dicho que trabajaba en un
taller. El mono azul le resaltaba aun más el color trasparente de sus ojos.
-Hola Violeta, estás muy guapa con tu
bata de trabajo, le dijo el chico.
Enrojeció hasta las orejas y una mueca
más que sonrisa salió de sus labios. –A ti también te sienta bien ese mono- el
chico rio por el cumplido tan extraño.
-Pasaba por aquí y me acordé que me dijiste
que trabajabas en esta fábrica.
La acompañó a casa cruzando el parque
que a esas horas hervía de chiquillos jugando en los toboganes.
Se despidieron en la esquina con un
simple adiós. El chico le dijo que iría el domingo al salón de baile, ella le dijo
que también. Por un momento no se acordó que ya no tenía amigas y que sola le
daría demasiada vergüenza ir.
Capitulo XI
Esa semana tuvo más horas que ninguna.
En la fábrica ya no hacía tanto calor, las compañeras empezaban a aceptarla, o
era ella la que empezaba a acercarse. A la hora del almuerzo ya no subían al
almacén de arriba, bajaban a la entrada y se sentaban encima de los fardos de
tejido, cada una en uno, así, cómodamente pasaban la media hora de almuerzo.
Hablaban atropelladamente, pugnando por
alzar más la voz y que se le escuchara. Violeta hasta ahora no hablaba,
escuchaba las aventuras de las demás, las tardes de verano paseando con sus
novios, los besos, la playa, el acercamiento de algún chico a las que aún no
tenían novio, las chicas contaban con toda clase de detalles, incluso las
películas que veían el fin de semana en la última fila del cine.
Una de las chicas, algo mayor, tenía
novio desde hacía varios años y Violeta no comprendía como podía llevar tanta
grasa en el pelo. Los lunes apenas se le pegaba en las sienes, pero los viernes
lo llevaba recogido en una coleta fina y larga resbaladiza, como si hubiera
utilizado aceite para lavárselo, olía a desodorante mezclado con sudor los
lunes y los viernes a sudor de toda la semana, pero era simpática y cariñosa
por lo que Violeta se limitaba a ponerse enfrente de ella y nunca al lado.
Las interminables horas delante de la
máquina le daban tiempo para pensar, pero en vez de reflexionar Violeta llevaba
una lucha continua dentro de su cabeza dándole vueltas a cada nueva situación
sin llegar a ninguna conclusión.
A pesar del miedo que seguía teniéndole
al mecánico, la chica aprendía poco a poco el trabajo rutinario. En alguna
ocasión, cuando algo no salía todo lo bien que los jefes querían llamaban a las
chicas a la oficina les daban sermones y las amenazaban, Violeta temblaba de
miedo y volvía a la máquina sin levantar la cabeza en horas, poniendo mucha
atención en lo que hacía.
-¡Que es la hora!- decía la señorita Rottenmeier posada al lado izquierdo del reloj de fichar y las
máquinas paraban al unísono produciéndose un silencio total, al segundo un
sonido de sillas retirándose de delante de las máquinas y después el silencio
de nuevo, enseguida las risas y las bromas entre las compañeras.
A pesar de que violeta no se
acostumbraba a estar fuera de su pueblo, sin su familia. A levantarse a las
siete de la mañana, dar la vuelta al parque para ir sola a trabajar, la
monotonía de estar ocho horas diarias delante de una máquina haciendo los
mismos movimientos rutinarios, preciosos y agotadores, esa semana sus
pensamientos estaban en otra parte, esperando la hora de la salida para
encontrase a aquel chico tan guapo que tanto le estaba gustando, pero eso no ocurrió
y el viernes por la tarde mientras limpiaba los baños con la otra chica nueva
pensó que si el domingo no iba al salón no volvería a ver a J.L, podía más la
vergüenza y la timidez, pero en esta ocasión
decidió preguntarle a su compañera que qué hacía el domingo, la chica le
dijo que aún no lo sabía, que no tenía demasiadas amigas y que quizá fuera al
cine, Violeta sacó su parte más seductora y la invitó a que fuera con ella el
domingo al salón, la chica no dijo que no, pero tendría que decírselo a otra
chica con la que había quedado.
Las tardes de esa semana Violeta no
podía concentrase en su lectura, aunque le quedaban ya pocos libros y algunos
los había releído, le daba igual y se sentaba al lado de Ramona a oír la novela
en la radio o el consultorio de Elena Francis en el que varias chicas le
exponían sus dudas sentimentales y Doña Elena les daba consejos. A la madre de Violeta no le gustaban las
novelas ni la radio, por eso ella no lo había escuchado nunca y le gustó.
Por fin llegó el día, Violeta volvió a
ponerse su ropa de los domingos, los zapatos de la prima con un poco de tacón y
se dejó el pelo suelto, le llegaba casi a la cintura, al final del verano era
casi dorado. Sus ojos grises resaltaban en su cara blanca ahora tostada por el
sol del verano. Estaba guapa, se vio guapa, como nunca. Se perfumó detrás de
las orejas y salió en busca de su nueva amiga.
Después de las presentaciones de rigor
entraron al salón. Violeta buscó con la mirada como quien espera ver a dios.
Buscó y buscó por todas partes, pero ni rastro del chico guapo de ojos azules.
Encendió un cigarrillo y pidió un San
Francisco con una gotas de alcohol, se sentó y perdió la miraba entre las
gente.
La tarde pasó lenta, como las horas en
al fábrica y cuando ya había perdido la esperanza de volver a verlo sonó su
canción preferida. Si no hubiera sido porque sentía mucha vergüenza hubiera
dejado que las lágrimas se desbordaran de sus ojos.
Apagó el tercer cigarrillo, apuró el
último sorbo de bebida y sintió una mano tocarle en el hombro, volvió la cabeza
y oyó las palabras que tanto había deseado durante toda la semana.
-¿Bailas?- le dijo J.L
Se levantó atropelladamente y salieron a bailar. Ahora, entre los brazos
del chico no podía ver nada, se concentraba en la música y en el momento, nada
había en el mundo que pudiera estropearle el momento, cerró los ojos y se dejó
llevar. No pudo ver cómo, a su lado, una de las antiguas “amigas” bailaba a
desgana con un chico bajito y nada agraciado, muerta de envidia.
Capitulo XII
Violeta había pasado, en apenas unos
meses, de jugar con sus amigas en el
pueblo y dar grandes paseos como una niña de 13 años a entrar en el mundo de
los adultos de golpe, sin previa preparación.
Ahora debía preocuparse de buscar una
escuela para seguir estudiando, no perdía la ilusión de formarse, ser una chica
culta y realizar su sueño.
Había una gran diferencia entre Ramona y su madre. Al
principio violeta solo supo ver lo distante que era, pero fue conociéndola y
empezó a ver grandes diferencias.
Entre ellas surgió un cariño especial,
aunque Ramona lo demostraba poco, como su madre, pero había detalles que dejaban
ver la gran mujer que era.
Mientras Violeta ayudaba en la cocina le
hacía confidencias que nunca le hubiera hecho a su madre.
La cocina era
minúscula, un pequeño pasillo, pero Ramona, delgada y ágil se movía como
si dispusiera de mucho espacio. Violeta,
sentada en el único taburete arrimado a una tabla saliente de la pared que
hacía las veces de mesa, pelaba cebollas y lloraba mientras Ramona hacía lo
propio.
_ ¿Sabes, prima?- dijo violeta.
-Cuando sea un poco más mayor y gane más
dinero quiero irme a la capital para estudiar y ser actriz.
Ramona la miraba con cariño y asentía
con la cabeza, en realidad pensaba que algún día se daría cuenta de que ese
sueño era poco menos que imposible, pero ella no era nadie para arrebatárselo.
El paso del tiempo y la vida se encargarían de ello.
Ramona había criado cinco hijos con
mucho trabajo y esfuerzo, ella no había sabido demostrar con palabras lo que los
quería, pero su manera de mirar y los gestos lo decían todo.
Sus ilusiones se habían cumplido porque
ella deseaba cosas que podían ser posibles, como darles un futuro mejor a su
hijos, eso sí, trabajando de sol a sol y no permitiéndose ni un día de
vacaciones ni un capricho, era austera como pocas mujeres. Los domingos, su
único día libre lo dedicaba a limpiar la casa a fondo a lavar a coser a cocinar, sin ayuda de nadie. Ni una
tarde de cine, ni un aperitivo, sólo algún domingo de playa en verano, pero
ella cocinaba la noche antes para todos y no gastaban más que en el autobús.
Sus hijos tenía trabajo, una familia, un
piso en propiedad y hasta coche ¡que más podía pedir ella! Que fueran felices o
no formaba parte de otra historia.
Cuando era más joven ahorraba para
comprarse un terreno e ir los domingos a cultivar flores y tomates, pero eso
era el pasado, ahora su ilusión se había desvanecido como lo haría la de
Violeta de ser actriz.
-Claro hija- le decía Ramona mientras la
chica le contaba cómo y de qué manera haría para irse a la capital a estudiar.
-Todo es posible si le pones empeño.
Y siguieron pelando cebollas y llorando.
Ramona no había faltado al trabajo más
que cuando paría, ni una baja por enfermedad, ni una queja. Su vida, desde
pequeña, había sido el trabajo. Cuando tenía un rato libre y oía la radio no
estaba parada, hacia ganchillo, tapetes que colocaba por todo el piso, en los
brazos del sofá, encima de la mesa, en todos sitios. Hacía bolsas para el pan y
delantales de retales que sobraban en la fábrica. Deliciosos bizcochos que no
dejaba comerlos en grandes porciones. Cocinaba muy bien y todo lo se proponía hacer le salía bien. Incluso se
tintaba ella sola el pelo y se ponía unos horribles rulos una vez por semana
para arreglarse el pelo.
No era una persona feliz. Su marido
había pasado la mitad de la vida trabajando y la otra en el bar. Estaba resignada
a la vida que le había tocado vivir, sin cuestionarse nada. Tanto se lo creyó que cuando sus hijos fueron
mayores y ya no tenía la obligación de trabajar tanto, ni ahorrar, ni ser tan austera,
ya no sabía vivir de otro modo.
La presencia de Violeta le incomodó al
principio, pero después lo asumió como hacía con todo lo que no le gustaba, sin
pensar en las consecuencias.
A ratos salían a pasear y al pasar por
los escaparates se fijaban en los vestidos, después ella los copiaba y se los
hacía a Violeta. Ahora la chica tenía varios a cada cual más moderno y bonito,
incluso le hizo un pantalón a cuadros verdes y blancos con la camisa a juego,
la última moda del momento.
Capitulo XIII
Cambio de estación.
En la ciudad el tiempo parece medirse de
modo diferente, con las prisas y las horas de ocupación no puede saberse si es
por la mañana o por la tarde, primavera o verano, apenas algunos detalles
imperceptibles marcan la diferencia.
Como hay que acostarse pronto para poder
madrugar e ir a trabajar, la noche no tiene el mismo misterio que en el pueblo
de Violeta, sobre todo en verano, cuando ella y su amiga, bien entrada la noche
se tumbaban a observar en el cielo la lluvia de estrellas y pedir deseos a las
perseidas, deseos de calor y de ilusiones, de amistad y de libertad, ésa que
violeta siente que ha perdido para siempre.
En la urbe no hay matices ni colores que
diferencien las estaciones del año. Los árboles son tan pocos que no se puede
observar la gama de colores del otoño: desde el verde intenso pasando por el amarillo,
ocre, granate, hasta el marrón.
Sólo un leve cambio en la temperatura
recuerda que el otoño está ahí.
Violeta vive los días de manera
diferente. Para ella sólo existen los domingos, si tuviera que medir los momentos
felices serían cortos y concentrados en los domingos por la tarde.
Espera cada tarde con impaciencia, con
la ilusión que sólo proporciona un amor.
Ese volcán en erupción irrefrenable que
lucha contra todo por salir.
El domingo estrenará el vestido nuevo
que le ha hecho Ramona, copiado de una de las mejores boutiques del centro.
Corto, dejando ver sus largas piernas, como le gusta a Violeta, de color gris,
que aun resaltaba más sus ojos.
Aquel domingo Violeta llevaba puesta
también su mejor sonrisa, además de su vestido nuevo. Era capaz de vencer su
timidez sólo en casos extremos y necesarios. Al verse en el espejo se vio
guapa, aunque éste seguía sin devolverle la imagen de delgadez que ella soñaba.
Su pelo, largo y sedoso le infería una sensualidad que ella ni imaginaba.
Ramona la miraba de arriba abajo y le
decía que tenía una belleza salvaje y moderna, ella no comprendía muy bien lo
que quería decir, pero el halago le gustaba; eran quizá las únicas palabras que
había oído en su vida que la reconfortaran, en su casa lo halagos eran para
Victoria y los pequeños, a ella le había tocado el rol del patito feo dentro de
una familia de hermanos guapos.
Apenas había comido en toda la semana,
los nervios se habían hecho un nudo en el estómago y no dejaban pasar nada,
solía disimular delante de la prima.
Los días en la fábrica pasaban lentos
como un duelo, como el luto por un ser querido. El trabajo rutinario y aburrido
junto a los gritos del mecánico se le hacía insoportables a ratos, por eso se pasaba el día pensando en el domingo.
Por fin llegaba el día y Violeta quedaba con su compañera de trabajo. Llegaban al
salón y sacaban las entradas.
No podía soportar los minutos de espera,
le hubiera gustado encontrar a J.L nada más entrar para tenerlo toda la tarde
junto a ella, pero casi nada ocurría como a ella le gustaba.
Pasó casi una hora esperando, aburrida,
impaciente y decepcionada, con ese nudo que se le ponía en el estómago cuando
algo le salía mal.
El chico apareció al fin, pero tardó un
rato en acercarse donde estaba ella,
aquella tarde su momento de felicidad iba a ser corto. ¡Le fastidiaba
tanto que los momentos felices pasaran tan de prisa!
Fumaba compulsivamente para calmar los
nervios, también masticaba chicle para disimular el olor a tabaco.
Cuando por fin se acercó y vio sus ojos,
pensó que no había nada en el mundo más bonito ¡y su sonrisa! Parecía un actor
de cine.
-¿Bailas?- le dijo.
-Claro- contestó ella atrapada por un
amor adolescente que era más fuerte que la corriente de un rio en primavera.
-Hoy estás muy guapa- le dijo, y a ella
le hubiera gustado decirle que el sí que era guapo, pero de nuevo la timidez le
impedía expresarse.
Él le acariciaba la cintura, su mano subía
lentamente hasta la nuca, donde Violeta notó sus dedos rozándole la piel,
permaneció con las manos en los hombros de él, muda, estática, sin atreverse a
pestañear por miedo a cambiar algo de aquel momento.
Su canción preferida empezó a sonar, sus
piernas se movían torpes entre las de él, Violeta cerró los ojos y pensó que el
cielo sería algo parecido a ese momento, no quería que nada estropeara su tarde
de felicidad. El chico acercó sus labios y la besó. El primer Beso de violeta,
con esa música de fondo, el cuerpo de JL cerca y sus labios entre los de él ¡el
mundo de pronto era perfecto!, la felicidad era eso, estaba segura. Perdió la
noción del tiempo y se dejó llevar.
El beso pudo durar igual unos segundos
que una eternidad, ahora la medida era diferente porque la felicidad se mide en
momentos intensos vividos, pero eso Violetas aún no lo sabía.
A partir de aquel beso algo había
cambiado en ella; su nueva vida ya no era gris, ahora estaba llena de una explosión colores, olores y sabores alegres y divertidos imposibles de describir.
La semana en la fábrica pasó lenta,
aunque la cabeza de Violeta estaba lejos, su cuerpo permanecía allí. Pensaba y reproducía
los segundos del beso en su imaginación, le supo a chicle de fresa, a estrella
fugaz en una noche tibia de verano, a deseo, a saciedad. Sus cinco sentidos
despertaron para después anularse a la voluntad del chico.
¿Era posible obtener un sentimientos más
fuerte? La respuesta era no, no hay nada que supere la fuerza de un amor
adolescente, incondicional, irracional.
Pensaba
en el chico cada momento del día, era más que su primer amor, una obsesión, todo carecía de
importancia excepto él.
Ya apenas podía leer por las tardes, las
letras de los libros se difuminaban entre los pensamientos. Cuando conseguía
concentrase en lo que estaba leyendo era
casi un alivio.
Capitulo XIV
Pensando en la muerte.
Algunas noches, cuando violeta era
pequeña, lloraba entre la intimidad de sus sábanas de basto algodón blanco.
Pensaba en la muerte, en que algún día
llegaría y ella no quería morir como su abuela y el vecino. Se le hacía
insoportable la idea de no poder respirar. Metía la cabeza dentro de la cama y
percibía el aroma a jabón casero, de pronto contenía la respiración y se
imaginaba estar muerta, al momento soltaba todo el aire contenido en sus
pulmones y volvía a llorar.
Sin embargo, ahora sería capaz de morir
por él, para permanecer eternamente a su lado. Como romeo y Julieta o Abelardo
y Eloísa.
Si violeta hubiera tenido una madre
cercana quizá la hubiera consolado diciéndole que las muerte forma parte de la
vida, que no hay que anticiparse y pensar en algo tan lejano para una niña, que
es importante saber que existe, que la vida es corta y hasta triste, pero
también puede ser maravillosa y muchas cosas dependen sólo de nosotros, de como
queramos vivirlas.
Quizá le hubiera hecho ver que la muerte
y el amor se parecen en la intensidad con la que se viven, la emoción ante
alguien a quién se quiere y la tristeza por la pérdida, son sentimientos tan
intensos como antagónicos
Los únicos días de la semana que tenían
sentido eran los domingos, el resto eran días simples de horas eternas en la
cada vez más tétrica fábrica. Apenas algo nuevo, la rutina mataba el tiempo, el
tedio se incrustaba en cada minuto de cada hora y Violeta dejaba escurrirse los
días hasta que llegaba el domingo.
Una mañana fueron unos señores de la
radio y las chicas de la fábrica eligieron dos canciones cada una, para después
ponerlas en un programa dedicado. Violeta quiso hacerse la interesante y pidió
que le pusieran la danza húngara nº 5 de Brahms, se acordó que en el colegio su
profesor de música era un enamorado de este músico y en concreto de esta pieza,
la otra canción que eligió fue amores de Mari Trini, su preferida. Se la dedicó
a JL, ese chico tan especial de ojos azules y mirada triste. Las compañeras se
reían de ella porque no entendían que tuviera esos gustos musicales tan
refinados ¡total para trabajar en una fabrica no hacía falta saber todo eso! Le
espetó una compañera muerta de risa.
El día que lo emitieron, las chicas se arremolinaron delante de la radio entusiasmadas, pero sólo se pudo oír la voz de
Violeta haciendo la petición y diciendo que adoraba la música clásica. Se
sintió importante porque habían elegido sólo su petición para radiar. Las
compañeras sintieron envidia y la miraban con rabia mientras ella sonreía
sarcásticamente, triunfadora.
Cada tarde de domingo se repetía el
baile, el beso y las confidencias entre cigarrillo y sorbo de San Francisco.
Aquella tarde él se lo dijo al oído:
-Te he oído en la radio.
Ella, muerta de vergüenza, reconoció que
era su voz y que le había dedicado la
canción.
Violeta esperaba con impaciencia su
canción preferida porque era el momento en el que él acercaba sus labios y la
besaba entre las candilejas de la única luz indirecta del salón. Entonces el
mundo volvía a detenerse y violeta soñaba con estar así eternamente. El tiempo para ella se media en domingos por
la tarde, los demás días carecían de importancias.
Aquel domingo de octubre el chico le
dijo algo que impactó en violeta dejándole un sabor amargo.
Capítulo
XV
Es
propio de las personas felices desear que los demás también lo sean.
Víctor Hugo (los miserables)
Las tardes parecen cada día más cortas. Pronto
irá a la escuela nocturna, mientras
tanto, después de volver de la fábrica, se sienta con la prima Ramona a ver una
adaptación de la novela los miserables de Víctor Hugo, para T.V.E.
Aún no se atreve con la lectura de
novelas de tanta enjundia, pero verlas es otra cosa.
Capta su atención inmediatamente cuando
aparece en escena Cosset, una niña huérfana
y desvalida. Vive las penurias y empatiza hasta llorar en silencio por ella, olvidándose
por completo que se trata de un personaje.
Ha empezado octubre y Violeta acude al salón como
cada domingo. Más que una costumbre se ha convertido en una especie de ritual: Llega con una compañera, sacan la entrada,
entran, van a la barra y piden un San Francisco, elijen mesa y espera impacientemente
a que aparezca el chico; mientras fuma un cigarrillo detrás de otro,
compulsivamente como si el humo ayudara a sobrellevar la espera. Lo cogía grácilmente
entre los dedos de la mano derecha, se lo llevaba a los labios, inhalaba, lo
dejaba dentro uno segundos y después lo expulsaba lentamente, levantando
ligeramente la barbilla. Violeta se estaba convirtiendo en una chica interesante,
era guapa, pero no lo sabía y ahora casi delgada. La intensidad de su mirada
contrastaba con su cara aun infantil.
J.L se retrasaba aquel día y violeta no
podía comprender que se entretuviera con sus amigos cuando para ella era lo más
importante de su vida. Por fin el chico aparecía y ella se olvidaba de todo,
del tiempo, de la fábrica, de los malos ratos.....
Aquel domingo no salieron a bailar a la
pista, se quedaron sentados en un apartado hablando.
Él le cogió la mano y le acaricio el
pelo, se lo decía siempre –nunca en mi
vida he acariciado un pelo tan suave y bonito- y a violeta sus palabras le sabían
a chicle de fresa, a algodón dulce. Se perdía entre sus palabras, sus besos.
Hablaron de varias cosas en su afán por
conocerse. Violeta le dijo que vivía con la prima Ramona, le contó un poco de
su vida y entonces el chico le dijo que él tampoco era de la ciudad, que
tampoco vivía con sus padres, vivía en una institución para chicos como él a la
que llamaban “El Hogar” porque era huérfano. La palabra impactó en violeta como
si de una bala se tratase y le hizo tanto daño que a partir de ese día sintió la
necesidad de protegerlo, cobijarlo, de ser su amiga, su madre, su novia, todo,
para que él no se sintiera solo. A menudo interiorizaba los problemas y las
carencias de otros y los hacía suyos.
En
parte sentía que tenían algo en común porque ella no era huérfana, pero su
madre nunca había sido cariñosa y ahora la mantenía lejos de casa, como si no
existiera; sólo parecía atenta al poco dinero que cobraba a final de semana. La
prima Ramona guardaba casi todo el sobre marrón con el dinero, separaba algo
para Violeta, apenas un poco para contribuir a los gatos y el resto lo mandaba al pueblo.
a los gastos y el resto lo mandaba al pueblo.
Capitulo XVI
La
vida es aquello que pasa mientras estás ocupado en hacer otros planes.
John
Lennon
El mes
de octubre transcurre lento y violeta está agotada. Han empezado las clases
nocturnas y los días son eternos, con un ritmo frenético.
Se
levanta a las 7, entra a las 8 a trabajar, hasta la 1, vuelve a las 3 y sale a
las 6, las clases empiezan a las seis y media y terminan a las nueve y media,
llega a casa cena y se acuesta.
Cuando
suena el despertador parece que sólo ha pasado una hora durmiendo.
Pero
ella quiere formarse, estudiar y sacarse el graduado escolar para continuar.
Una
noche de finales de octubre soñó que volvía a su colegio, con su babi blanco;
aunque ese año sus compañeras irían al instituto y por primera vez el babi quedaría en el recuerdo. Para Violeta todo seguía igual, anclado en sus
días de colegiala, en sus días felices, en sus libros, con ese olor a imprenta, a nuevo,
que tanto le gustaba, la goma Milán de color rosa y olor a nata, los cuadernos
nuevos.... Con sus compañeras riendo y
alborotando hasta que el profesor sacaba la lista y se sentaban por orden
alfabético. Ella siempre al lado de su
compañera y amiga Ana, pero ahora sólo en sueños. Su vida había dado un giro
total, se hubiera cambiado por cualquiera de sus compañeras.
¿Qué sería de Ana? Hacía tiempo que no le
escribía, le faltaban horas al día.
Tenía
que sentarse a escribirle y contarle los últimos acontecimientos de su vida.
Despertó
cansada aunque con una sonrisa en los labios, había pasado un rato con sus
amigas y compañeras del pueblo y aunque sólo había sido un sueño, estaba contenta.
Las
clases nocturnas no se parecían en nada a las de su colegio. En ellas había personas de todo tipo y edad. Ella era una de
las más jóvenes.
No se
sientan por orden alfabético, ni el maestro pasa lista, ni los alumnos se ríen,
ni se lo pasan bien, ni son simpáticos, ni le dirigen la palabra. Cada uno
llega, escucha, hace los deberes y salen corriendo. Es triste, muy triste.
Hasta la clase es antigua. Violeta está acostumbrada a su colegio nuevo, a sus maestros
jóvenes y a sus clases modernas y funcionales. Es como montarse en la máquina
del tiempo y retroceder a otra época.
Los
pupitres son antiguos, la clase es oscura y el maestro, bizco y aburrido,
como pasar una tarde de domingo en casa.
Cuando
se compra los libros le sorprende el de francés, una edición antigua del método
de Raoul Massé. Ella estaba acostumbrada
a libros más modernos con fichas de
trabajo y métodos avanzados. Quizá porque sus maestros eran jóvenes y conocían
otra manera de enseñar. Lo que no comprendía era como en una ciudad estaban
menos avanzados que en su pueblo.
Era lo que había si quería acabar sus
estudios.
¡Deseaba
tanto que llegara la Navidad!
Tendría
unos días de vacaciones en la fábrica y bastantes más en la escuela. Entonces
descansaría, leería, iría a ver a su hermana Victoria, le escribiría a Ana y,
sobre todo, pasaría largas horas con J.L. era lo que más deseaba.
Hasta
ahora sólo hacía lo que debía y nada de lo que le apetecía realmente. Vivía un
día tras otro sin ni siquiera ver la luz del sol.
Quizá
esa vida de sacrificio no era lo adecuado para una niña de 14 años, pero hacia
lo que todos esperaban de ella.
A lo
largo de su corta vida había pensado que una opción de vida sería ser monja y
dedicar su vida a los demás, era algo que le rondaba por la cabeza cuando era
pequeña y en alguna otra ocasión, pero ahora había algo que se lo impedía.
¡Estaba
tan enamorada! Sólo pensaba en su futuro junto a él.
Pronto
llegaría la Navidad y con ella la primera gran decepción en la vida de Violeta.
Violeta capitulo XVII
Una semana antes de Navidad, violeta
estaba agotada.
A los 14 años, ocho horas de trabajo y
cuatro de clase eran más que suficiente, pero ahora estaba de exámenes y se
levantaba un poco antes para estudiar, para tratar de hacer un último esfuerzo.
Estaba tan agotada que de nada le servía. En clase no se enteraba de nada y por
la mañana, leía una y otra vez los temas, pero sin comprender lo que leía.
Un domingo, después de comer, la prima
Ramona se fue a un funeral y ella aprovechó el rato para estudiar.
Sentada delante de la mesa camilla, con las piernas bien arrimadas
al brasero eléctrico, se sentía cómoda, pero el marido de la prima, que cada
día bebía más, se arrimó a ella de una manera extraña. Notaba cada vez más cerca su aliento a alcohol y no
podía evitar sentir repugnancia por aquel ser amorfo que la miraba con una
expresión que ella no entendía. Siguió tratando de estudiar francés, pero era
casi imposible concentrarse.
La boca del marido de la prima se acercó
a su oído, la repugnancia se tornó angustia mientras el pronunciaba las
palabras que Violeta nunca hubiera imaginado oír.
Le dijo si quería pasar a la habitación
y pasar un rato agradable. La chica lo miró con cara de asco y le dijo que no
se acercara nunca más a ella si no quería que se enterara Ramona.
Las palabras herían a Violeta como armas
letales, dejándole una marca indeleble.
A partir de entonces procuró no quedarse
a solas con él, cualquier excusa era buena para evitarlo. Jamás se le ocurrió
decirle nada a Ramona, pues pensaba que sería hacerle daño, o quizá no la
creería y quedaría por mentirosa.
Todo parecía precipitarse en su vida, lo
que no había ocurrido en 14 años en su pueblo, estaba ocurriendo ahora en
apenas unos meses.
Algo cambió en ella a partir de ese
domingo. O quizá ya había empezado a cambiar desde el mismo día que llegó a esa
maldita ciudad de provincias.
Si su madre supiera todas las
vicisitudes que estaba pasando quizá cambiaria de opinión y la reclamaría junto
a ella de nuevo, pero eso no iba a ocurrir.
Su madre no era consciente del daño que
le producía a violeta estar alejada de los suyos.
En ocasiones pensaba que su madre no la
quería, que la necesitaba por el interés del poco dinero que le mandaba cada
mes.
Tampoco Violeta hubiera regresado en
esos momentos, cuando el amor había llegado de una forma brutal, descubriendo
en ella los sentimientos más profundos, las experiencias más maravillosas. Ahora no hubiera vuelto, aunque el
desafortunado encuentro con el marido de Ramona la tuviera preocupada, sobre
todo por las noches, cuando temía oírlo entrar en la habitación. Algunas noches
tuvo pesillas en las que él se colaba en su habitación y ella despertaba con la
boca seca y bañada en sudor, sin poder decir a nadie lo que le había ocurrido.
Aquella tarde de domingo volvió a
encontrase con J.L. a su lado olvidaba todo: las fábrica y el trabajo pesado y monótono,
el marido de Ramona, las clases, el cansancio la falta de amigas, todo,
absolutamente todo valía la pena por una tarde de domingo junto a él.
La
Navidad estaba a la vuelta de la esquina y Violeta quiso hacer planes para ir
al cine, a merendar a bailar y a pasear cogidos de la mano. Junto a él todo
tenía sentido, de su mano las horas pasaban rápidas, la vida tenía color, hasta conseguía olvidar la cara del
marido de Ramona que tantas pesadillas le causaba.
Capitulo
XVIII
Violeta
apenas notaba el frio que precedía la
Navidad en su pueblo. Parecía no llegar
nunca. Lo único que hacía pensar en las fechas venideras eran las luces. Sentía
cierta alegría porque le recordada a las fiestas de su pueblo.
Aunque
estaba agotada y había perdido mucho peso, tenía ilusión por pasar más tiempo
con J.L.
Por fin
llegaría la recompensa a tanto esfuerzo, pero unos días antes de navidad J.L le
dijo que tenía que irse a pasar las fiestas con sus tíos que vivían en un
pueblo de la provincia de Albacete. Las palabras le cayeron como un vaso de
agua fría, no podía creer lo que estaba oyendo.
Violeta
no conocía la maldad, ni en engaño, ni las mentiras. Su mundo parecía girar en
torno a un eje inexistente. En su casa
le habían dicho hasta la saciedad que no debía mentir, ni ser deshonesta, ni
robar, ni faltar al respeto y ella lo había asumido como algo normal y natural
inherente a todas las personas.
No
podía anticiparse a un engaño porque desconocía lo que significaba, estaba
convencida de que alguien que vistiera bien
y tuviera cara de bueno, lo sería por norma y por su aspecto, pero lo que no sabía era que el aspecto físico de una persona
no le delata como farsante. Un asesino no lleva escrito en la cara que lo es,
ni un estafador, vaya vestido con harapos o con traje de chaqueta.
La lealtad, la honradez, la bondad que a ella
le habían enseñado no era para todos igual, cada uno se rige por sus códigos
éticos, pero eso ella aún no lo sabía.
Los
días de fiesta que ella preveía maravillosos se convirtieron en tristes y
aburridos.
Cena
con los hijos de la prima Ramona, jaleo de niños, misa del gallo y algunos regalos.
Ramona que, apenas sabía leer, le regaló dos libros que ella devoró en esas tardes
tediosas de Navidad. Los curas comunistas y la vida sale al encuentro de José
Luis Martin Vigil. Acostumbrada a lecturas más infantiles, estas le encantaron
y le sirvieron de cobijo, de consuelo.
Si
hubiera tenido teléfono quizá podría haber escuchado su voz, se hubiera
conformado sólo con eso, pero nadie cercano a ella lo tenía.
Su
cabeza volaba lejos, a ese pueblo donde estaba J. L, del que ella nunca había
oído hablar.
Parecía
que su sino era sentarse y esperar a ver pasar al vida.
Aquella misa del gallo animada y larga sería
la última a la que asistiera violeta, después de aquella Navidad su vida dio un
giro total, en medio año había dado ya un cambio abismal y aún le esperaban
más.
Pasó la
Nochevieja con su hermana, su novio y los amigos. En un piso viejo, escuchando música
y contando chistes. Su hermana Victoria se había adaptado perfectamente, o eso
parecía. Tenía un novio feo y simple, sin gracia ni estilo, pero era trabajador
y ganaba dinero, con eso le bastaba a Victoria. Las hermanas estaban cada día
más lejos la una de la otra. Violeta tenía necesidad, curiosidad por aprender,
saber, avanzar en la vida y victoria
se conformaba con poco.
Capitulo
XIX
Por fin
el día siete de Enero hacía frio, no era el mismo que en el pueblo de Violeta,
pero la sensación le gustaba, quizá lo único agradable de ese día.
Empezar
otra vez en la fábrica era una tortura. Allí no había nada ni nadie que le
resultara agradable.
Las
compañeras se arremolinaban en la puerta de la fábrica diez minutos antes de
las ocho. Heladas de frio por la poca costumbre
que tenían de que la temperatura bajara.
Violeta
no llevaba ni abrigo, con una chaqueta de punto gruesa era suficiente. Las compañeras
la miraban extrañadas, pero no decían nada.
La
puerta se abrió y las chicas entraron en tropel, riendo y contándose las
Navidades tan divertidas que habían pasado y los regalos que les habían hecho.
Violeta
no tenía nada que contar.
La
encargada, como de costumbre, se acercó al reloj fichero y dijo: “que es la
hora”. Se hizo es silencio de voces y en
su lugar se podía oír el sonido monótono de las máquinas.
La
chica puso la suya en marcha y empezó a coser, mientras sus manos alimentaban
la máquina, su cabeza huía a otro sitio haciéndose preguntas para las que nunca
había respuesta.
A la
hora del almuerzo se sentó un poco apartada de las compañeras.
En invierno almorzaban en el pequeño almacén
que había en la entrada de la fábrica, sentadas encima de los cómodos sacos de
tejido.
Mientras
mordisqueaba el almuerzo que le había puesto Ramona, una compañera se le
acercó. Era una chica de su edad, muy fea, parecía un mono tití, con el pelo rizado
de color rojizo, los ojos muy pequeños y la nariz acabada en pico, la boca de labios
finos y los dientes diminutos, enjuta, algo encorvada, pero simpática. Le dijo
si salía con J.L y a Violeta le sorprendió
la pregunta y abrió tanto los
ojos que la otra chica se extrañó.
Le dijo
que si, y entonces La otra muchacha le
dijo que su novio era compañero de J.L, que vivían juntos en el hogar, él
también era huérfano, pero pasaba la Navidad en el Hogar porque no tenía familia ninguna.
Violeta
sonrió y sintió ternura por el novio de su compañera, un chico que ella conocía
porque J.L se lo había presentado.
No
comprendía como aquel chico tan guapo podía ser el novio de aquella chica tan
poco agraciada.
-¿Que
vas a hacer ahora?- le dijo Paqui. Así se llamaba la compañera.
-Violeta
no entendió la pregunta, creía que le estaba diciendo de salir las dos parejas
juntas. En ese momento se oyó a la encargada reclamando su atención, era la
hora de volver al trabajo.
No le
quitó la vista en toda la mañana, la vigiló de cerca por si iba al lavabo, para
levantarse y acercarse, pero Paqui estaba entretenida con su tarea y no fue ni
al lavabo.
Al
sonar la hora de salida, fue corriendo hacia ella y le preguntó, la
Capitulo
XX
¿En qué hondonada esconderé mi alma para que no vea tu ausencia que como un sol terrible, sin ocaso, brilla definitiva y despiadada?.
Autor: Jorge Luis Borges
El
domingo llego, pero J.L no. Ni ese domingo, ni el siguiente, ni el otro, ni
nunca. Era como si la tierra se hubiera abierto y se lo hubiera tragado.
Lo veía
por la calle, en el cine, por todos sitios, lo imaginaba al volver una esquina,
esperándola, en el parque, en el salón de baile. Su imagen la perseguía. El
olor de su colonia también estaba por todos sitios, en cada chico que la usaba
y dejaba un rastro de ilusión, de falsas esperanzas.
Al
salir del trabajo iba paseando hasta el hogar, se sentaba enfrente, en un
murete y esperaba no sabía qué, quizá verle entrar o salir. Después de un rato,
daba la vuelta al edificio y miraba cada ventana en busca de movimiento.
Un día,
la compañera que salía con aquel amigo de J.L le dijo que a su novio le daba
pena verla así, que no lo esperara que
no iba a volver.
Quizá
la incertidumbre era el menor de los males. Desde ese día Violeta dejó de vivir
para vegetar en un mundo cruel y oscuro, donde nada tenía sentido, donde sus
preguntas no tenían respuesta.
Atacó
su cuerpo hasta odiarlo, detestaba su mundo y su suerte. La vida, por primera
vez, carecía de sentido.
Dejó de
salir los días de fiesta y purgó su pena encerrada en su habitación, leyendo
sin comprender lo que leía. Ausente y siniestra como una noche sin luna.
Engullía
comida sin control y después vomitaba.
Estaba delgada y demacrada, pero ella se vía gorda y fea, si ella hubiera sido
esa chica guapa que algunos dicen ¿por qué José Luis había dejado de quererla y
la había abandonado sin darle ni una explicación? Sus complejos iban aumentado
al mismo tiempo que su inseguridad y con ellos el odio a su cuerpo.
La
prima Ramona estaba cada día más ocupada y preocupada por el incipiente
alcoholismo de su marido, hasta tal punto que apenas notaba los cambios de Violeta.
Siempre le había parecido una niña diferente y algo rara, pero nada excepcional
a los 14 años, en plena adolescencia.
Quizá
lo peor, después de la pérdida de J.L, fuese que no tenía amigas con las que
aliviar sus penas y compartir sus dudas.
Sentada
delante de su máquina en el trabajo, rememoraba, repasaba cada momento de su aventura con J.L,
empeñada en adivinar las razones del abandono, del silencio total, era como una
película que se repetía en su cabeza una y otra vez cada día durante muchos meses.
Por las noches, en la intimidad de su cama,
lloraba y pensaba que vivir se le hacía
tan cuesta arriba que no valía la pena,
que si fuera sólo un poco valiente.........
Decidió
escribir a su amiga Ana. Era el único nexo agradable que le quedaba con su
pasado, con su vida feliz. No sabía cómo empezar ¡le daba tanto miedo que se
hubiera levantado una barrera insondable entre ellas! ¡La necesitaba tanto su lado¡ sus risas, sus palabras elocuentes y
certeras, su madurez de hermana mayor; incluso su vena guasona echaba de menos,
sentía tanta necesidad de desahogarse, de contarle a alguien el suplicio por el
que estaba pasando que se lanzó sin miedo y escribió una carta de tres folios.
Querida amiga Ana:
Me alegraré que a la llegada de esta carta te encuentres bien, yo bien
G.A.D.
Hace tanto tiempo que no nos escribimos que temo te hayas olvidado de mí.
Pienso en ti cada día, a todas horas; aquí no tengo amigas. ¿Recuerdas que
te conté que me habían presentado unas chicas? Fue imposible continuar con
ellas. No sólo se burlaban de mi por mi ropa, según ellas pueblerina, también
de mi acento. ¡Y tú que decías que yo era muy moderna! Ya ves, ellas piensan todo lo contrario.
Creo que tú me mirabas como una amiga y ellas lo hacían con envidia porque
al poco tiempo se me acercaban los chicos y a alguna de ellas no, de todos
modos para ser amigas es necesario alabar, pero también criticar las cosas malas,
como hacías tu cuando te burlabas de mi y me llamabas “enfadica” ¡si supieras
la rabia que me daba y con qué cariño lo recuerdo ahora!
No puedes ni imaginar lo que he cambiado. No parezco la misma persona, ni
en mi manera de pensar, ni de vestir, incluso empiezo a no creer en las cosas
de antes. Todo a consecuencia de lo que he vivido durante estos penosos meses. No te asustes, en el fondo sigo siendo
la misma que jugaba y reía contigo en el recreo y cuando nos echaban de clase
por hablar, quizá ya no soy tan niña, es lo único, me he hecho mayor en menos
de un año, no comprenderías todo lo que pasa por mi cabeza porque tú sigues
rodeada de tu familia, tus amigos, tus maestros y toda esa gente del pueblo que
te conoce y te mira con cariño, aquí, donde yo vivo, nadie sabe quién soy, ni
si mis padres son buenos o malos, desconfían de personas como yo, que dicen que viene de fuera a quitarles en trabajo. Tú
mejor que nadie sabes que yo no quería irme. Daría cualquier cosa por volver y
ser una más de la clase, por no tener estos malos pensamientos que me ponen
triste.
Sigo sin acostumbrarme a la fábrica, es una tortura estar ocho horas
delante de una máquina ruidosa haciendo los mismos movimientos monótonos y
repetitivos, rodeada de compañeras que nada tienen en común conmigo , que dicen
que soy muy pija porque quiero seguir estudiando y leo durante los descansos
del almuerzo.
Alguna vez se ríen de mi manera de hablar, de mi acento; ellas que comenten
faltas a cada palabra que dicen, que no saben casi leer ni escribir. Se nota
que no han tenido un maestro como don
Julián, que no nos permitía ni un fallo en la clase de lengua. .
Las lágrimas asoman a mis mejillas mientras te escribo. Son de emoción y de
pena. De emoción por tantos y buenos momentos vividos y de pena porque sé que
no volverán, que tu mundo y el mío, antes paralelo, ahora diverge
inexorablemente.
Estoy triste y desolada. Empecé a salir con un chico, me enamoré como una
tonta, permití que me besara, que me tocara y él me ha dejado sin darme explicaciones,
ha desaparecido de mi vida como si se hubiera muerto. Estoy obsesionada y tengo
miedo de tomar el camino equivocado, pero no tengo a nadie a quien recurrir, mi
hermana Victoria vive acomodada en su mundo, ella ha encontrado su hueco y vive
feliz alejada de todo y todos. Por eso te escribo, con la esperanza de que me
comprendas y me aconsejes.
Me despido de ti con la esperanza de recibir pronto noticia tuyas.
Un fuerte abrazo para ti y para tus hermanos.
PD: Da recuerdos a nuestras compañeras de clase y los maestros, en especial
a don Julian.
Capitulo XXII.
Ana, su mejor amiga tardó en
escribirle. La chica estaba asustada, su amiga no era la misma, había cambiado
demasiado, le parecía que algo no marchaba bien en su cabeza. Por ello le
escribió contándole cosas banales, no sabía ni qué aconsejarle ni que decirle,
se limitó a contarle como eran sus días en el instituto, los nuevos profesores,
compañeros y poco más, tampoco había grandes cosas en la vida de Ana.
A Violeta le dolió tanto la carta insulsa de su amiga que se sintió
abandonada también por ella, pensó que su vida no tenía sentido. Se hundió
hasta el fondo, se dejó arrastrar por la pena y
la desgana.
La desidia se apoderó de su día a día. Se levantaba porque tenía que
hacerlo, iba al trabajo por el mismo motivo y se encerraba en una clase que ya
no le hacía ilusión. Salía de casa a las siete y media de la mañana, tenía hora
y media para comer y volvía a las diez de la noche, agotada, derrotada hundida.
Antes de llegar el verano había perdido diez kilos, había leído todos los
libros de la biblioteca del barrio y pasaba los días de fiesta encerada en casa
con la prima Ramona, a excepción de los ratos que la prima se ausentaba y ella ponía cualquier excusa para salir y no
encontrase a solas con su marido que, aunque solo otra vez se atrevió a
insinuarse, ella ya no se fiaba. Hubiera querido decirle a la prima que no era bueno, pero se portaba tan bien con
ella que el daba pena el daño que podía hacerle, eso y que seguro llegaría a
oídos de su madre y esta pensaría que ella tenía parte de culpa.
Violeta no era precisamente ecléctica, más bien iba de extremo a extremo
y a la deriva de sin saber que existe el punto medio entre lo
bueno y lo malo, lo útil y lo inútil, lo moral y lo amoral.
No entendía la maldad sin remordimiento.
Quizá sus convicciones, sin duda alimentadas por la moral católica que le habían
inculcado, ya no le valían y tendría que reinventarse y hacer crecer en su interior otro orden de
las cosas.
Los domingos se sentía culpable por no ir a misa y cuando iba, volvía peor,
pues no comprendía los principios que le transmitía su iglesia, con los que ella
se había manejado hasta ahora y la
actitud que veía en la gente que pertenecía
a ella.
Ese domingo fue a misa con la prima y, como de costumbre, un mendigo y una
anciana pedían limosna. Ella y Ramona separaban unas pesetas de las dedicadas al
cepillo y le daban cada una a uno de los pedigüeños.
A la salida de misa, una señora envuelta en pieles y joyas y oliendo a
perfume caro, puso cara de asco y distancia entre ella y los mendigos, agarrándose
el bolso, como si esas criaturas no fueran de dios, como si solo ella y los de su calaña tuvieran derecho a ese tipo
de vida.
Estas cosas que, tanto daño hacían a Violeta, dejaban indiferente a Ramona,
tan acostumbrada a los sinsabores de la vida.
Dejó de ir a misa. Era tan joven e inocente que las ideas se le mezclaban en la cabeza y acababa
por no comprender. Negándolo todo y a todos, sumergiéndose en una especie de nihilismo
que ni ella misma comprendía.
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