Datos personales

sábado, 5 de julio de 2014

Violeta y la inocencia

 
 
 “La vida de un niño es como un trozo de papel sobre el cual todo el que pasa deja una señal”.
(Proverbio chino)
Capítulo I
 
 La fábrica estaba situada en el entresuelo de un edificio de viviendas.  Se accedía a ella  por una  puerta estrecha en la que nada hacía pensar que allí podía haber una empresa, sólo un   letrero rudimentario y antiguo remachado en la pared , a la izquierda de la puerta,  en el que casi no podían distinguirse las letras, daba idea de lo que allí dentro había.
Un pasillo estrecho y sucio conducía a una estancia algo más grande donde se acumulaban los fardos de prendas ya acabadas destinadas a la  distribución.  A la derecha, separada por unas mamparas antiguas y rudimentarias estaban las oficinas. Al fondo, la máquina de hilar, al lado justo de  una también estrecha escalera que conducía al entresuelo del edificio.  La fábrica.
Lo primero que se veía era una máquina rudimentaria con un reloj. Dividida en dos columnas el fichero obligado para el control de las trabajadoras, los hombres no fichaban. Se metía la ficha en una ranura, se bajaba la palanca y quedaba marcada la hora de salida y entrada. Control rutinario para  cada segundo perdido de trabajo.
Al levantar la vista se veía una maraña de tubos de desagües descubiertos, procedentes del edificio. A ciertas horas del día el ruido de aguas residuales era constante y el olor también.
Dividida en varias zonas la estancia estaba siempre llena de polvo procedente de las máquinas.
Delante del fichero estaba la zona para repasar las prendas. A continuación las máquinas remalladoras manuales, delante la mesa de la encargada, a su lado, un viejo aparato de  radio sintonizado casi siempre según los gustos musicales de la vieja encargada, o apagada si convenía castigar a las trabajadoras.   Todo en medio de una estantería más vieja aún. Al otro lado la enorme plancha vomitando calor en invierno y en verano, mezclándose el sudor de las trabajadoras con el vapor  de las enormes planchas.  La zona de etiquetado y empaquetado colindante a la  de planchado estaba siempre inmersa en  una niebla espesa  de un olor desagradable, mezcla de sudor, vapor y  productos textiles.
Completaban el inmueble dos retretes malolientes, el de señoras y el de caballeros, comunicado por arriba y por abajo para controlar hasta nuestros más íntimos momentos.  El de caballeros lo usaban el mecánico y un señor  mayor de la oficina que no tenía ningún reparo el soltar grandes ventosidades y dejarnos el habitáculo perfumado de inmundicia. Nunca comprendimos por qué no usaba el destinado a las oficinas. Sin embargo, lo peor no eran ni sus ruidosas ventosidades ni los olores que dejaba a perpetuidad, lo peor era que los viernes teníamos que limpiar los baños por riguroso orden de, sobre todo, llegada. Las novatas limpiábamos siempre, si era asqueroso limpiar nuestro propio baño, más lo era el de caballeros, con sus manchas a perpetuidad fuera de la taza, el jabón de manos siempre negro de nunca supimos qué y el suelo mojado de una mezcla de diferentes fluidos.
Afortunadamente se limpiaban los viernes y con la alegría de acabar la jornada parecía olvidarse el momento horrible de meter la mano el esa taza que parecía no haberse limpiado en años. La primera vez vomité el almuerzo, después me tapaba la nariz  y así solo aguantaba las impertinencias visuales.
A la izquierda de los baños había una puerta tapada con una cortina, disimulada, por la que se accedía a una especie de  almacén donde se llevaban las sobras, los restos que permanecían allí hasta que un inspector llamaba al jefe  y le  decía que en dos días pasaría a hacer una revisión, entonces se paraba la producción y nos ponían a todas las niñas a adecentar el almacén.  En ese lugar escondido estaban también las pistolas quitamanchas que usábamos sin ninguna protección y cuyos líquidos, pura química, salían a presión y se expandían por toda la estancia, incluso entrando por nuestros orificios nasales.
En un pequeño apartado había un banco  lleno de herramientas, donde el mecánico  las guardaba para reparar nuestras máquinas.
 Más que un señor era un ogro que gritaba como una fiera fuera de si cuando se nos rompía una guja y tenía que reponerla.  A veces, enderezaba la misma y volvía a colocarla, ese mismo día o el siguiente los gritos retumbaban por toda la fábrica cuando la aguja, anteriormente estropeada se rompía sin remedio. Las niñas temblábamos de miedo cuando teníamos que llamarlo una y otra vez.  Si la aguja se rompía de pronto, por cualquier motivo, un sudor frio recorría mi espalda y las manos me empezaban a temblar.
Capitulo II
Violeta esperaba el tren junto a su hermana mayor en una estación minúscula del pueblo más cercano al suyo. Se habían levantado a las cinco de la madrugada para coger el autobús que las llevaría hasta la estación, allí, tras varias horas de espera hizo su entrada un viejo expreso  compuesto por infinidad de vagones. Recorría el país de este a sur y viceversa, tardando una eternidad.
Mientras esperaban el tren, la hermana mayora sacó un paquete con varios cigarrillos arrugados y sin filtro, se pudo uno en los labios y empezó a inhalar para mostrarle a su hermana que era mayor y moderna. Violeta, que tenía 13 años le pidió uno, pero la hermana se lo negó porque decía que como ella no se tragaba el humo, era desperdiciar el cigarrillo, al final, ante la insistencia le dio uno a regañadientes y la hermana pequeña les mostró a todos los viajeros lo moderan y mayor que era. Se puso el cigarrillo en los labios y aspiró como si le faltara el aire, un sabor desagradable y molesto le invadió las papilas, el humo cegaba sus ojos, pero siguió inhalando hasta el último trozo de colilla, ya húmeda y pastosa.  Hasta ahora, todo lo que había probado eran los chicles y la pipas del quiosco de su pueblo, algún helado en verano y churros en invierno. El tabaco era nuevo para ella, pero su vida empezaba a dar un cambio del que ni ella misma era consciente.
Salió de su pueblo con la ilusión de avanzar, trabajar y estudiar hasta forjarse un futuro, pero sin rumbo ni orientación y la sola supervisión de su hermana, apenas cuatro años mayor que ella y con pretensiones parecidas.
El tren entro en la única vía y las caras de los pacientes viajeros cambiaron  de aburridos a sorprendidos, algunos era la primera vez que veían una máquina de tales dimensiones. Los primeros años 70  los pueblos estaban llenos de pobres gentes ignorantes que apenas sabían leer y escribir, sólo trabajar.
Los pasajeros fueron subiendo. El tren iba ya casi lleno y a pesar de la numeración de los compartimentos, se vendían billetes ilimitados. Con suerte y por el mismo precio podías ir cómodamente en un apartado para seis personas o pasar las doce horas de trayecto en el pasillo, al lado de una ventana sentado en la maleta si llevabas,  o en tu caja de cartón que hacía las veces de maleta.
Las hermanas tuvieron suerte y encontraron su compartimento casi vacío.  A pesar de los pocos ocupantes el habitáculo  parecía envuelto en tinieblas por el humo, un fuerte olor a tabaco malo, tortilla de patatas y chorizo de pueblo envolvía la cabina. Violeta se sentó al fondo, al lado de la ventana y Victoria enfrente. Entre ellas la caja de cartón y la bolsa con la comida, el espacio de aquellos trenes era grande y los viajeros transportaban con ellos todo tipo de objetos, hasta los más increíbles.
Los asientos parecían cómodos a pesar del eskay roto en los laterales. Los ceniceros emplazados  en cada reposabrazos estaban a rebosar, las ventanas, cerradas a cal y canto, tenían polvo añejo, aun así, a través de ellas se podía ver el paisaje.  A Violeta le interesaba más el paisaje de los cuadros que colgaban encima del respaldo de las butacas. Pueblos de España, ciudades importantes que Violeta no conocía ni había oído nunca nombrar. Ella, soñadora, pensaba que algún día las visitaría.
En la siguiente estación subieron algunas personas que volvían de vacaciones a su lugar de residencia, parecían más refinadas, con sus vestidos modernos y sus maletas  nuevas.
A la chica  le gustó esa primera aventura en solitario, sin sus padres. Cada  nueva persona que subía al tren guardaba un misterio para ella. Hasta que los compartimentos del tren se llenaron de niños gritones y mocosos, de olor a bocadillos de tortilla y chorizo, botas de vino tinto y alientos de dudosa higiene, entonces empezó a agobiarse y necesitar un poco de aire limpio que respirar. Intentó abrir la ventana y lo consiguió solo a medias, nada parecía funcionar en aquel viejo compartimento. La gente, a pesar de los olores y el aire viciado protestó y violeta tuvo que volver a cerrarla. Salió a pasillo atestado de viajeros fumando, con las radios sonando y hablando a gritos, fue aun peor.
Tenía un miedo  irracional de perderse o que su hermana se bajara en alguna estación y la abandonara, por eso no intentó ir a otro vagón a probar suerte. Apenas habían pasado tres horas y  estaba agotada. Volvió al compartimento y una señora mayor  histriónica y gritona había ocupado su asiento, la timidez, la vergüenza, la educación o todo a la vez le impidieron protestar. Pasó dos horas eternas de pie en el pasillo. Cuando la mujer se dignó a dejarle el asiento, violeta entró como una exhalación a ocuparlo. Su hermana sonreía con cierta malicia, Ella, enfadada, abrió su libro de aventuras y se sumergió en el olvidando al resto del mundo un buen rato.
Leer era su refugio. Cuando se disgustaba iba a la biblioteca del colegio y se gastaba todo el poco dinero que le daban en sacar libros, una peseta por semana y libro. Hacía ciertos sacrificios para tener siempre una moneda en caso de tener que recurrir a la biblioteca. Si se quedaba sin monedas, hacia recados a las vecinas con la esperanza de que le dieran alguna recompensa, cosa que no ocurría siempre.
Ahora, en el tren iba provista de varias novelas de sus venturas preferidas, los cinco de Enid- Blyton. Había ahorrado durante varios meses para comprarlas, se había perdido más de una película en la sesión matinal de su pueblo, para obtener los libros que tanto le gustaban.
Ahora devoraba página tras página, ausente, fuera de control, sin oír ni el llanto de los niños, ni las conversaciones de los mayores. Así, concentrada en sus aventuras vivía otras vidas, tan ajenas como fantásticas. Hasta que Victoria, aburrida en su esquina intentando que se le pasara el enfado, Le quitó el libro de un manotazo y esto hizo que el enfado de Violeta aumentara. Ella se pasaba la vida enfadad por todo y con todos, sus amigas se lo decían y se burlaban.
Recuperó el libro y salió al pasillo, se sentó en el suelo y continuo leyendo hasta que su hermana salió para decirle que debían comer, ni caso, Violeta seguía leyendo sin oír. Victoria se vio obligada a prometerle que le compraría una de esas ridículas novelas si se le pasaba el enfado.
Comieron sus bocadillos revenidos y bebieron el agua caliente de una de las fuentes mejores de su pueblo, guardaron el refresco de limón para merendar. Después, para aliviar el aburrimiento sacaron unas onzas de chocolate medio derretidas por el calor y las comieron como postre. Con la tripa llena todo parecía tener diferente color.
 El paisaje por la ventanilla empezaba a cambiar, ahora en vez de olivos, se veían grandes campos de trigo, salpicados aun de amapolas. Inmensos llanos  sembrados que se perdían de vista en el horizonte.
La noche llegó después de horas agotadoras. Las hermanas se acurrucaron en sus asientos para intentar dormir, con  el  traqueteo del tren y el cansancio no fue difícil trasportarse al otro lado mecidas entre los brazos de Morfeo.  Las despertó un frenazo brusco del tren. Aturdidas y confundías les costó recordar donde  estaban, sin duda en una gran estación porque anunciaban una hora de parada.
Al momento empezaron a desfilar por  el pasillo del tren una serie de personajes vendiendo todo tipo de productos.  Desde  una colonia barata hasta un jabón de dudosa procedencia, todo empaquetado con cierto mal gusto, hasta un vendedor de tortas y chucherías. La gente que se quedaba en  el tren agarraba sus pertenecías desconfiando de los vendedores.
Al rato de emprender la marcha alguna viajera destapaba la colonia que acababa de comprar y un olor a insecticida penetraba por los rincones de los compartimentos, pasando de uno en otro como si una necesidad apremiante hiciera acto de presencia para  matar algún insecto maligno. Entre  la somnolencia, el cansancio el olor a colonia barata, el sudor acumulado por las horas y los restos de comida guardados para la siguiente ocasión, Violeta sintió ganas de vomitar y salió corriendo. Bajó la ventana del pasillo y sacó la cabeza, una bocanada salió de su boca y penetró por la nariz, el lateral del tren quedó impregnado. El aire fresco, pero viciado de la noche le devolvió la estabilidad al estómago. Permaneció así, asomada a la ventana, con el pelo más que alborotado por el viento, hasta que dejó de sentir la sensación  de mareo. A su lado Victoria, seria y confundida le preguntaba si estaba mejor.
Por fin, después de catorce horas  de viaje, el tren entró en la estación de destino. Las chicas bajaron exhaustas y confundidas, nadie las esperaba.
 
 
 

Capitulo III

Estaban  confundidas entre todos aquellos pasajeros que bajaron del tren, pero que pronto se fueron por diferentes caminos.

La estación era pequeña, tenía una cantina que desprendía olor a café rancio. Las hermanas hubieran dado cualquier cosa por entrar y tomar un refresco, pero llevaban el dinero justo.

Victoria desdobló un papel en que llevaba apuntada la dirección de una prima lejana de su padre que las acogería durante un tiempo en su casa.

Salieron de la estación y Violeta notó un fuerte olor en el ambiente, no supo identificarlo, pero era muy desagradable.

Preguntaron al primer viandante  por la calle a la que tenían que ir

Y éste les contestó en una mezcla de castellano y catalán, tuvieron que volver a preguntar hasta que lo tuvieron claro.

Estaban muy cerca del piso de la prima de su padre. Llegaron en cinco minutos, agotadas, sedientas y desilusionadas. No podían ni imaginar que una ciudad fuera tan fea, gris y ruidosa.

El edificio tenía la apariencia de una hilera de nichos. De los minúsculos balcones colgaba ropa tendida. La entrada era estrecha, tuvieron que subir los cuatro pisos en fila, primero Victoria, después Violeta. Había ascensor, pero ellas no habían subido nunca y les dio un poco de miedo. Ya en el rellano sintieron unas ganas tremendas de volver a la estación y emprender el  camino de vuelta, pero no podían ni debían rendirse al primer contratiempo.

Llamaron al timbre y una voz gritona contestó desde dentro.  La mujer abrió la puerta y por un momento no las conoció, a punto estuvo de preguntarles que quienes eran, pero recordó de pronto la carta que había recibido hacía ya más de quince días.

“pasad chiquillas, no os quedéis ahí mirando como dos pasmarotes” les dijo su prima sin el menor entusiasmo.

Descargaron el equipaje en una habitación donde solo había una cama turca con una colcha a cuadros verdes y negros, una silla que había conocido tiempos mejores, un armario desvencijado y una falsa ventana con una persiana polvorienta. El habitáculo que compartirían las hermanas no tenía ni luz ni ventilación, una pequeña bombilla, que colgaba desnuda del techo, daba más pena que luz. 

Colocaron sus escasas pertenecías en el mini armario, se lavaron las manos y ayudaron a poner la mesa.

Comieron en medio de un silencio incómodo.

 El marido de la prima era un hombre de baja estatura, de esas personas que se creen graciosas y hay que reírles las memeces. Las interrogó sarcásticamente, violeta pensó que su única preocupación era saber de qué iban a pagar su estancia. Su hermana era más descarda y le contestó que en cuanto empezaran trabajar les recompensarían. La prima le quitó importancia a lo que decía su marido, pero Violeta tenía una sensibilidad especial para catalogar a los adultos y en esta ocasión no se equivocaba, aquel hombre no le gustaba nada. Quizá debía darle una oportunidad, al fin y al cabo iba a convivir con él.

El domingo la prima preparó unos bocadillos para ir a pasar el día a la playa. Violeta estaba exaltada, era la primera vez en su vida que vería el mar. Entre el calor, los ruidos, la nula ventilación de la habitación y lo extraña que era la noche fuera de su casa, su pueblo y los suyos, no puedo dormir. A su lado Victoria dormía plácidamente, eran tan diferentes.....

La prima se levantó temprano y las despertó. Entre las tres hicieron una tortilla de patatas y unos pimientos fritos. Prepararon la nevera con mucho hielo y a la hora de salir se dieron cuenta  de que Violeta no tenía bañador. La prima entró a su habitación en silencio, sin que el marido se diera cuenta y sacó uno horrible, de señora mayor, con un escote que le cubría hasta casi el cuello, una especie de faldilla que tapaba parte de los muslos y una especie de cazuelas para mantener el pecho en su sitio. Violeta pensó morirse allí mismo cuando se lo probó, estaba horrorosa, pero no tenía elección, o pasaba vergüenza o no se bañaba en la playa. Su hermana se rio cuando la vio dentro de aquel bañador pasado de moda y de vieja. La chica llenaba todo el espacio del bañador, estaba rellenita, pero aún no tenía tanto pecho como para necesitar aquella especie de cazuelas. Si la hubiera visto su amiga se hubiera reído también.

Salieron de casa camino del autobús. Un señor igual de bajito  que el marido de su prima pasaba cobrando el trayecto. Dependiendo del sitio de la playa al que iban era un precio u otro, ellos se quedaban en la primera parada.




 

Capitulo IV


Violeta no daba crédito lo que sus ojos veían, esa inmensa cantidad de agua se parecía a la gran extensión que era el cielo azul de su pueblo en una tarde de verano, no podía compararlo con nada que hubiera visto anteriormente. Se quedó contemplándolo con la boca abierta, la gente pasaba a su alrededor sin que ella se diera cuenta, quería que sus retinas retuvieran toda aquella inmensidad para después contárselo a su amiga Ana en la primera carta que le escribiera.


Victoria se reía de ella sin contemplaciones, como si no estuviera igual de sorprendida. Le dio un empujón y violeta reaccionó dando un traspié y empujando a una señora bajita con un gorro de flores amarillas enroscado en la cabeza como si fuera una tuerca.


Sacaron la sombrilla y pusieron debajo la nevera y la comida, extendieron la toalla y se sentaron. Al momento se fueron todos al agua menso violeta que sentía  vergüenza de desnudarse, pero más aun de mostrar su bañador.


Después de comer, animada por el vino con gaseosa del porrón, decidió dar un paseo y coger pequeñas conchas marinas. Pensaba en su amiga Ana todo el tiempo mientras hacía una buena colección de conchas de todos los tamaños y colores. Al final de la tarde decidió bañarse, lo estaba deseando, pero podía más la vergüenza que el deseo.


Se metió en el agua poco a poco, hasta que le llegó por la cintura, ya nadie podía ver su horrible bañador de vieja. Saltó una ola y después otra y otra, hasta que se olvidó de su aspecto y empezó a disfrutar como la niña que aún era. Manoteaba y reía con cada nueva ola, se sumergía, se caía, hasta casi perder la noción del tiempo. Era una nueva experiencia, tan inmensa como su inocencia.


No sabía cuánto tiempo había pasado desde que entró en el mar, podían haber sido minutos o una hora, no veía nada a su alrededor, sólo ella, el mar, las olas y una sensación de libertad que la trasportó a su pueblo, con su gente y sus amigos.  Miró hacia la orilla para orientarse y  vio a su hermana hacerle señas  desde la arena. Sin duda era hora de salir.


Se rieron de ella por cómo había saltado las olas sin control, como si fuera una criatura salvaje. Violeta que tenía la sensibilidad a flor de piel se sintió herida, no sabía cómo debía comportarse en momentos como ese.


Dio otro paseo mientras el agua salada se secaba en su cuerpo, cogió más y más conchas  pequeñas con la intención de hacer una pulsera para su amiga Ana que adoraba el mar sin haberlo visto. Paseaba por la orilla del mar, solitaria, pensando cómo pintaría de colores las conchas y  le haría un pequeño agujero  para engarzarlas.   Las pintaría de azul, su color preferido.


 

 

 

 

Carta a su amiga.

Ana, Ha pasado ya un mes y medio desde que me fui. Tenía ganas de estar sola un rato y poderte contar lo que está pasando en mi nueva vida, pero aquí es difícil tener un momento de intimidad, parecemos sardinas en lata, quizá dentro de poco Victoria se mude a casa de otra prima y yo pueda tener mi cuchitril para mi sola.

Decirte que esto no es como yo esperaba. La ciudad es fea, triste, sin luz y huele raro, a contaminación. El ambiente parece estar siempre lleno de humo, de partículas en suspensión. Enfrente de mi nueva casa hay una fábrica con una chimenea enorme echando humo día y noche, dejando grandes nubes de polución. Es un olor que se mete en la nariz y llega hasta los pulmones, impidiéndome a veces respirar. Claro, en nuestro pueblo no hay ni la más mínima nube de humo.

La semana que viene empiezo a trabajar. Será, supongo, el cambio más importante que haga en mi vida, tengo miedo de pensar la gente que encontraré, las compañeras, los horarios. Estoy apática y abatida, te necesito tanto..... No puedes hacerte una idea de lo sola que estoy.

Aquí la gente se pasa el día entero trabajando, vuelven a casa cenan y  se acuestan, nada de salir a la calle, ni hablar con los vecinos.  Fíjate como será que entras en el ascensor con alguien y no te dicen ni hola, se cruzan contigo en la entrada y da la impresión de que eres invisible, puede que poco a poco me acostumbre a esta manera de vivir, por el momento es lo peor que me ha pasado en mi vida.

El próximo domingo  me presentaran a unas chicas para que salga con ellas, espero encontrar alguna amiga, aunque nunca tendré otra como tú. Ya te iré contado como va todo.

Aunque no todo es malo aquí, hay algo inmenso y bonito, azul como el cielo y fresco como la brisa de primavera, el mar. Algún día lo verás tú también y te gustará, es más impresionante de lo que puedas imaginar.

Tu postal me llenó de alegría, fue la mejor felicitación de cumpleaños, las demás no han sido ni tan cariñosas ni tan esperadas. Catorce años ya, ahora tenemos la misma edad. No dejes de escribirme nunca.

Tu amiga que te quiere:

Violeta.

PD. Si ves a J.L dale recuerdos y vigílamelo de cerca. Pienso en él cada momento del día y me arrepiento de no haberme despedido, pero me daba tanta vergüenza.

Capitulo V   

Segunda carta a Ana.

Ayer me presentaron a unas chicas. Estaba impaciente por conocerlas y por salir con ellas. Ha sido un fracaso, pero voy a aguantar porque no conozco a nadie y si no salgo temo volverme loca entre las cuatro paredes de este minúsculo piso. Solo siento consuelo leyendo, afortunadamente me traje mi colección de libros de los cinco, los estoy volviendo a leer, no quiero acabar con las novedades, esas la guardo para momentos difíciles, por si fuera necesario sumergirme entre las páginas, leer se está convirtiendo en mi único aliado aquí, mi hermana se ríe de mí, no comprende que es eso tan interesante que encuentro entre las páginas de  los libros. Ya sabes como es, guasona e ignorante, se muere por conocer a un c hico y casarse, son sus únicas metas en la vida.

Una de las chicas, Marisa, lo primero que ha hecho cuando nos han presentado es mirarme de arriba abajo y poner una mueca de desagrado, como si yo oliera mal o algo parecido. A otra de las chicas la he oído decir que vestía como una pueblerina. Solo una de ellas se ha portado más o menos bien conmigo y me ha dicho el sitio donde quedaban para salir. El domingo que viene voy a ir a un sitio a bailar. Todo esto es  tan nuevo para mí.

Aun sueño que estamos en el recreo del colegio jugando a la goma o a balón tiro y el sueño es tan dulce que no quiero despertar, pero al final despierto y me enfrento a mi realidad. Solo de pensar que tengo que ir a bailar el domingo me muero de vergüenza. Me pondré mi mejor vestido para que no vuelvan a decir que parezco pueblerina.

¿Sabes? Es muy curioso lo mal que hablan las chicas de la pandilla que me han presentado. Ellas piensan que soy de pueblo, pero ellas casi no han ido al colegio y no saben nada, son medio analfabetas. Prefiero parecer de pueblo y haber ido al colegio que  parecer de ciudad y no saber ni casi leer.

Cuando empiece el curso me voy a matricular en unas clases nocturnas para seguir estudiando.

Anoche soñé que era septiembre y empezábamos el nuevo curso. Tú y yo juntas, como siempre íbamos  al colegio,  como  desde el  día que nos conocimos, aquel ya lejano primer curso. Íbamos riendo, bromeando, con nuestros babis blancos impecables, los libros nuevos, con ese olor que tanto me gustaba, con la goma de saltar en la cartera  y cientos de ilusiones para el futuro. Tú llevabas el pelo suelto en vez de las dos trenzas de costumbre, yo dos coletas y flequillo, como siempre. Al llegar al colegio nos encontrábamos con las compañeras de toda la vida y nos fundíamos en un abrazo. Gritábamos en medio de la clase mientras contábamos como se había pasado el verano, algunas niñas habían crecido tanto  que parecían ya mayores. Al rato llegaba la maestra y nos sentábamos en desorden hasta que nos colocaban por lista y, como nosotras compartimos la  inicial del apellido, nos sentaban juntas, como siempre, sin novedad.

Desperté sudando, con la boca seca, desconsolada, lejos de mi familia, mis amigas, de mi pueblo, de mi gente y mi vida. Hoy o dentro de unos días debería empezar el colegio como en mi sueño, pero en realidad va a empezar mi nueva vida, en ella todo va a cambiar, más de lo que yo misma imagino. Cambiaré el colegio por el trabajo en la fábrica y estoy muy asustada.

Pienso en ti cada día.

 

Tu amiga siempre:

Violeta

 

Capítulo VI

Primer día de trabajo en la  fábrica.

Violeta se levantó temprano, se puso uno de sus mejores vestidos, uno estampado de grandes flores en colores naranja pálido y beige, cruzado en la delantera y con dos hileras de botones, muy fresco y juvenil, quería aparentar sus recién cumplidos catorce años, la edad permitida para trabajar. Salió de casa acompañada de la prima de su madre, no pudo desayunar, los nervios, por primera vez en muchos años, le impidieron tragar, tenía un nudo en la garganta que casi le impedía respirar.

Cruzaron una avenida desierta a esa hora de la mañana, siguieron andando y atravesaron una especie de parque con infinidad de árboles y plantas, por un momento Violeta se relajó, pero al salir del parque se encontró con el ajetreo de la gente camino de las fábricas, con la mirada perdida, demacrados y como ausentes, caminaban como las hormigas en las tardes de verano, en fila india y corriendo, como si temieran llegar tarde. Con el tiempo se dio cuenta de que la gente de ciudad camina siempre deprisa como si perdieran el tren, pero no por apremio sino por costumbre. También ella al cabo del tiempo acabaría caminado así, como la hormigas.

 




 

Capitulo VII


Tardes en la ciudad.


Las veladas en la ciudad no se parecían en nada a las de su pueblo.


Después de volver del trabajo Violeta se sumergía entre las páginas de sus libros, así se olvida por momentos de su antigua vida, de su pueblo, los amigos, el colegio, de las tardes de verano donde los sonidos eran tan diferentes a los de la ciudad. En su pueblo oía las cigarras cantar sin descanso, los pájaros piaban por la mañana y a última hora de la tarde, las luciérnagas al anochecer formaban parte de un paisaje que olía a jazmín, celindas y rosas. El sonido de fondo era el silencio en la siesta y el de la guitarra de Manuel rodeado de chiquillos al atardecer.


En su casa del pueblo no había televisión y a Violeta le gustaba mucho el cine, aquellas películas en blanco y negro americanas que uno de sus vecinos la invitaba a ver en su casa. En verano su amigo abría la ventana de par en par y arrimaba la televisión, al momento una recua de mayores y pequeños estaban sentados enfrente de la ventana en medio de la calle, listos para ver la película. Con sus bocadillos en la mano y las sonrisas en los labios.  Eran tantas cosas las que la chica echaba de menos.... Hasta a la siesa de su hermana que hacía unos días había encontrado trabajo en un pueblo cercano y se había ido con otra prima a vivir. Y a sus padres los echaba también de menos, a pesar de no ser demasiado cariñosos con ella, sobre todo la madre, que agobiada por el trabajo de tanto hijo o simplemente porque era arisca, jamás le decía que la quería o que era guapa, o buena, nunca un halago, ni una caricia, pero era su madre y ella la quería.


Los halagos habían sido siempre para su hermana  Victoria que era muy guapa y todos se encargaban de decírselo. Su madre la vestía  muy bien, era la niña de sus ojos, con unos vestidos dignos de los señoritos del pueblo que Violeta  heredaba después, raídos y sin apresto. Pero ella no importaba porque no era ni guapa ni fea, ni rubia ni morena, ni alta ni baja. Era más bien invisible a los ojos de su madre. Ella y los demás hermanos. Después de Victoria, decía su madre, los demás hijos vinieron sin querer.

Aunque violeta sacara las mejores notas  y ayudara en casa, su madre solo comentaba las cosas que hacía mal. Aun así ella sentía adoración por su madre y una extraña sensación que no sabía definir.

Le perdonaba todo, menos que hubiera tomado la decisión de mandarla a la ciudad.

No todo era malo en su nueva vida. Violeta notaba como poco a poco iba adelgazando, al principio no lo apreciaba, pero el domingo al ponerse una falda nueva que le había comprado su madre antes de salir del pueblo, se dio cuenta de que le sobraba una talla.

Había empezado a tener tanto momentos de inapetencia como de gran apetito y los combinaba igual que la ropa, mal.

Los domingos por la mañana Violeta iba a misa, pero desde que llegó a la ciudad no lo había hecho y se sentía mal.

Ese día decidió ir a la pequeña parroquia del barrio, tan moderna como funcional en nada se parecía a las de su pueblo. Había algo en lo que todas las iglesias eran iguales y era el olor mezcla de incienso y cera de velas. Eran casi las once y hacía calor, dos enormes ventiladores hacían más soportable los rigores de un verano que parecía no tener fin. La chica esperaba que fuera una misa de niños cantada, como en su pueblo, pero apenas había media docenas de ancianas en las primeras filas, una pareja un poco más atrás y una familia con dos niños. Eran todos los asistentes a una misa que duraría una eternidad sin canciones, ni niños, ni casi gente, pero la chica vio su deber cumplido de buena  cristiana.

Se arrodilló y empezó a rezar en silencio a la imagen de una virgen niña rodeada de flores que presidia un altar pequeño al lado izquierdo de la sacristía.

Apenas había acabado de rezar el Ave María cuando un cura anciano salió con desgana y la misa comenzó con el sermón del hijo pródigo.

Violeta se sabía el sermón de memoria y ese día no ponía atención, su cabeza estaba lejos de allí.

 

El domingo siguiente en el baile no tuvo más acierto con la ropa y las chicas de la pandilla volvieron a reírse. Ella, que había comprado unos cigarrillos sueltos, encendió uno, las inhalaciones de aquel cigarrillo parecieron ponerla de buen humor, como queriendo decir a todos que ella también sabía ser moderna.

Ese día no se atrevió a salir a la pista de baile, se quedó con las ganas de moverse al ritmo de la música de una orquesta que animaba el gran salón cada domingo. Su timidez podía más que las ganas de bailar.

 Fue a la barra y pidió un San Francisco, un refresco sin nada de alcohol  del que nunca había oído hablar, pero que casi todas las chicas pedían. El líquido rosa intenso, fresco y dulce se deslizaba por su garganta poco a poco.

 

Capitulo VIII

Los lunes.

El lunes era el peor día de la semana, empezaba de nuevo la rutina y quedaba muy lejos el viernes, aunque Violeta tenía que limpiar los baños de la fábrica junto a  otra chica nueva, era la única pega del día, porque el viernes era el fin de una sucesión de días aburridos tediosos y a veces terribles. Sobre todo si tenía algún incidente con la máquina y el mecánico le gritaba como si fuera a pegarle. Era un hombre tan brusco, tan basto que Violeta le temía.

Ese lunes sería uno de ellos. Llevaba muchos días cruzando el parque para atajar en el camino a la fábrica, se ahorraba casi quince minutos de trayecto.  A pesar de las advertencias de la prima la chica cruzaba todas las mañanas desde hacía días; miraba a derecha e izquierda esperando encontrar algún monstruo infantil detrás de los arbustos, un animal salvaje o quizá, como aquel día, un hombre.

Oyó moverse algo cera de ella y miró con curiosidad. Un hombre chistaba en su dirección y movía la mano ahí abajo sin ningún tipo de pudor. Nunca antes había visto las intimidades de un hombre adulto y menos de esa guisa.

El corazón empezó a latir desbocado en su garganta, le costaba respirar y jadeaba al unísono  del hombre. Temió quedar paralizada allí mismo como en sus sueños infantiles cuando quería escapar de algo terrible y las piernas no le respondían, y que aquel monstruo de dos piernas se abalanzara sobre ella y la devorara,  pero sus piernas le respondieron bien y cruzaron el parque en segundos, no pudo parar hasta que llegó a la fábrica y entró. Nunca hubiera imaginado que podría sentirse segura en aquel antro de tortura hasta ese mismo momento, entonces se sintió a salvo.

No dijo nada a nadie, tampoco le preguntaron. Su cara arrebolaba fue poco a poco volviendo a la normalidad. Fichó, se puso el babi marrón y se sentó delante de la máquina. Las imágenes se sucedían en su cerebro como en una película de terror cuya escena cumbre pasara todo el rato sin control.

Al llegar a casa tampoco dijo nada, en su menoría y para ella sola quedaría aquel suceso hasta muchos años después cuando por fin comprendió que realmente había gente con maldad.

Comió nerviosa y deprisa, al momento se levantó fue al baño y su estómago quedó aliviado.

A partir de entonces ya no cruzaría el parque sola, ni a sentarse entre los árboles, entre el verde de aquella ciudad triste y gris.

Se consolaba acordándose del verdor de su pueblo, los grandes jardines alrededor de las casas, los pinos, los jazmines y las buganvillas en verano.... parecía que se había marchado hacía una eternidad y apenas hacía unos meses.

Por la noche le escribió a su amiga y se lo contó, cuando acabó la carta la   rompió en cuatro trozos que después tiró a la basura.

 

Capitulo IX

La prima se llamaba Ramona y era amable, pero poco cariñosa como su madre, quizá lo llevaban en los genes. Habían sido inseparables de pequeñas  aunque ella era bastante mayor.

Cuando se casó se fue del pueblo para darle una vida mejor a los hijos que tuviera.  En verano volvían y se alojaban en casa de los padres de Violeta, la casa era espaciosa y las primas se adoraban, aunque cuando la familia de Ramona fue aumentando dejaron de ir, ella se sentía en deuda con su prima y por ello accedió a acoger a sus hijas.

Ramona tenía unos días libres y como le gustaba coser le hizo un vestido a Violeta con unos trozos de tela que tenía en casa.

-Súbeme más el bajo que siempre me han gustado las mini faldas y nunca he tenido una.

-¿Hasta aquí?- señaló la mujer-

-Un poco más por favor.

-Así, ¡más no eh! que aún no tienes edad de llevar esas faldas tan cortas. Violeta pensó que no tenía edad de llevar esas faldas, pero si de trabajar como un adulto ¡que contradicción! Pero era una constante en su vida.

Y le dejó el largo justo que Violeta quería.

Cuando Ramona acabó el vestido la chica estaba contenta, lo estrenaría el domingo y dejaría a sus “amigas” pasmadas.

Sin darse cuenta nadie Violeta había perdido mucho peso. Su cara ya no era redonda y su figura ya no era de niña.

Las “amigas” de Violeta quedaban entre semana, pero a ella no le decían nada. Les daba   un poco de vergüenza que las vieran con una pueblerina.

La amistad entre ellas  estaba un poco más lejos cada día. Como si fuera una carrera en las que los contrincantes corrieran en sentido opuesto.

Aquel sábado violeta se duchó, se lavó el pelo, se hizo la toga y durmió toda la noche con ella, por la mañana fue a misa y por la tarde se  puso su vestido nuevo y unos zapatos que le prestó Ramona con un poco de tacón  que  estilizaban las piernas casi delgadas.

Acudió a la puerta del salón de baile, como todos los domingos. Ese sería el último domingo que Violeta acudiera a su encuentro, no quería mendigar amistad.

Cuando llegó las chicas habían sacado ya el tique de la entrada  y estaban en la cola esperando la apertura del salón. Violeta compró el suyo y se acercó a ellas, a primera vista no la habían conocido. Con el pelo liso y brillante, el vestido nuevo que la hacía parecer más delgada, los zapatos de tacón y el agua de colonia que le había rociado Ramona antes de salir, Violeta había dejado de parecer una pueblerina y estaba más guapa que cualquiera de las chicas.  Ellas la miraron con desdén y  envidia porque era la más guapa de todas ellas, a pesar de sus atuendos llamativos, y sus caras pintadas como un cuadro naíf.

Esa tarde Violeta demostró, si ella saberlo, que podía brillar con luz propia.

Conoció al que sería el primer amor de su vida.

 

 

 

Capitulo X

 Nada más entrar en la sala de baile, las “amigas” salieron a la pista. Violeta se fue a pedir un refresco, un San Francisco, esa bebida de moda de color rosa intenso y sin alcohol.  Encendió un cigarrillo e inhaló profundamente, el humo penetró en sus pulmones y salió formando una pequeña nube. Este gesto hizo que violeta se sintiera más segura, como si el humo de aquel cigarro encerrara algo más que tabaco, un elixir que le diera seguridad en ella misma. Se levantó y salió a bailar al lado de las chicas, con un ritmo que sorprendió a todas. Como si el gesto de fumar y su ropa nueva le dieran el empuje que necesitaba. Al rato se sentó cerca de las chicas sin participar, como siempre, en las conversaciones.

Era tan susceptible que quizá imaginaba cosas que no existían. Tan tímida que cualquier gesto era un logro.

Volvió a la barra y pidió otro San Francisco con unas gotas de alcohol. Un chico rubio de ojos azueles y una sonrisa encantadora miraba hacia ella, si, a la pueblerina, al patito feo. Sus mejillas  enrojecieron mientras  miraba en otra dirección, no podía creérselo. Con torpeza pagó la bebida y salió casi corriendo  a reunirse con su grupo. Tuvo mucho cuidado en no tropezar con aquellos tacones, sentía la mirada fija del chico a su espalda.

Empezó otra vez la música y el chico se acercaba lentamente hacia la mesa donde estaba Violeta. Las amigas se quedaron mirando fijamente esperando que el chico eligiera. Él se acercó a Violeta y la sacó a bailar, las demás  enmudecieron, no podían creer lo que veían, un atisbo de envidia  y odio  recorría sus caras, pero Violeta no podía verlo porque iba camino de la pista de baile con el chico más guapo de todo el salón.

Llegó a la pista cohibida y muerta de vergüenza, aun no sabía cómo había sido capaz de decirle que sí, era la segunda vez en su vida que bailaría con un chico, la primera había sido en el cumpleaños de un amigo de su pueblo.

-¿Cómo te llamas?- le preguntó.

-Violeta- dijo intentado que no se le notara el nerviosismo.

-¿Y tú?

-José Luis.

A la chica le pareció el nombre más bonito que había oído nunca.

En ese momento la orquesta empezó a cantar “amores de Mari Trini”.

“Amores se van marchando Como las olas del mar Amores los tienen todos Pero ¿Quién los sabe mirar? El amor es una barca Con dos remos en el mar Un remo lo aprietan mis manos El otro lo lleva el azar ¿Quién no escribió un poema Huyendo de la soledad? ¿Quién a los quince años No dejó su cuerpo abrazar? Y ¿Quién cuando la vida se apaga Y las manos tiemblan ya Quien no buscó ese recuerdo De una barca naufragar? “

 

Era su canción favorita, aunque ella sólo tenía catorce años recién cumplidos. Las manos de él, posadas en su cintura, la música y los susurros del chico cantando la canción cerca de su oído le parecían a Violeta lo más maravilloso que había vivido en mucho tempo.

Bailó una, dos quizá tres canciones, cuando acabó y se despidió de él, sus “amigas”  muertas de envidia se habían ido sin despedirse.

Sería el último día que saliera con ellas. Prefería estar sola que con esas chicas a las que nada le unida. ¡Echaba tanto de menos a su amiga y confidente Ana! Ella soportaba bien sus  frecuentes enfados y hacia que todo fuera más fácil. Tenía que escribirle y contarle todas las cosas que le estaban pasando que eran más en pocos meses que lo que había vivido en años en su pueblo.

Su amiga Ana era una chica sencilla, de pueblo, como ella, que no se vestía a la moda ni competía con ella. Estaba ahí siempre que la necesitaba. Era buena aunque algo guasona, con ella cerca la vida hubiera  sido más fácil.

El lunes, a la salida de la fábrica se encontró a José Luis enfrente, esperando. Nada más verlo se le aceleró el corazón y empezó a latir desbocado. Violeta se quitó el babi marrón en un segundo y se soltó el pelo  recogido en una cola de caballo. Sacó un cigarrillo y lo encendió, fumar parecía darle  seguridad.

 El chico le había gustado mucho y ahora estaba allí por ella.

Él le había preguntado antes de irse que si estudiaba o trabajaba y ella le dijo dónde trabajaba. Había pasado todo el día pensando en él, en la posibilidad de volver a verlo, al salir del trabajo y encontrárselo en la puerta y ahí estaba, con su pelo rubio rizado, sus ojos azueles como el cielo y la sonrisa más bonita que había visto nunca. Iba vestido con ropa de trabajo, recordó que le había dicho que trabajaba en un taller. El mono azul le resaltaba aun más el color trasparente de sus ojos.

-Hola Violeta, estás muy guapa con tu bata de trabajo, le dijo el chico.

Enrojeció hasta las orejas y una mueca más que sonrisa salió de sus labios. –A ti también te sienta bien ese mono- el chico rio por el cumplido tan extraño.

-Pasaba por aquí y me acordé que me dijiste que trabajabas en esta fábrica.

La acompañó a casa cruzando el parque que a esas horas hervía de chiquillos jugando en los toboganes.

Se despidieron en la esquina con un simple adiós. El chico le dijo que iría el domingo al salón de baile, ella le dijo que también. Por un momento no se acordó que ya no tenía amigas y que sola le daría demasiada vergüenza ir.

 

 

 

 

Capitulo XI

 

Esa semana tuvo más horas que ninguna. En la fábrica ya no hacía tanto calor, las compañeras empezaban a aceptarla, o era ella la que empezaba a acercarse. A la hora del almuerzo ya no subían al almacén de arriba, bajaban a la entrada y se sentaban encima de los fardos de tejido, cada una en uno, así, cómodamente pasaban la media hora de almuerzo.

Hablaban atropelladamente, pugnando por alzar más la voz y que se le escuchara. Violeta hasta ahora no hablaba, escuchaba las aventuras de las demás, las tardes de verano paseando con sus novios, los besos, la playa, el acercamiento de algún chico a las que aún no tenían novio, las chicas contaban con toda clase de detalles, incluso las películas que veían el fin de semana en la última fila del cine. 

Una de las chicas, algo mayor, tenía novio desde hacía varios años y Violeta no comprendía como podía llevar tanta grasa en el pelo. Los lunes apenas se le pegaba en las sienes, pero los viernes lo llevaba recogido en una coleta fina y larga resbaladiza, como si hubiera utilizado aceite para lavárselo, olía a desodorante mezclado con sudor los lunes y los viernes a sudor de toda la semana, pero era simpática y cariñosa por lo que Violeta se limitaba a ponerse enfrente de ella y nunca al lado.

Las interminables horas delante de la máquina le daban tiempo para pensar, pero en vez de reflexionar Violeta llevaba una lucha continua dentro de su cabeza dándole vueltas a cada nueva situación sin llegar a ninguna conclusión.

A pesar del miedo que seguía teniéndole al mecánico, la chica aprendía poco a poco el trabajo rutinario. En alguna ocasión, cuando algo no salía todo lo bien que los jefes querían llamaban a las chicas a la oficina les daban sermones y las amenazaban, Violeta temblaba de miedo y volvía a la máquina sin levantar la cabeza en horas, poniendo mucha atención en lo que hacía.

-¡Que es la hora!- decía la señorita Rottenmeier posada al lado izquierdo del reloj de fichar y las máquinas paraban al unísono produciéndose un silencio total, al segundo un sonido de sillas retirándose de delante de las máquinas y después el silencio de nuevo, enseguida las risas y las bromas entre las compañeras.

A pesar de que violeta no se acostumbraba a estar fuera de su pueblo, sin su familia. A levantarse a las siete de la mañana, dar la vuelta al parque para ir sola a trabajar, la monotonía de estar ocho horas diarias delante de una máquina haciendo los mismos movimientos rutinarios, preciosos y agotadores, esa semana sus pensamientos estaban en otra parte, esperando la hora de la salida para encontrase a aquel chico tan guapo que tanto le estaba gustando, pero eso no ocurrió y el viernes por la tarde mientras limpiaba los baños con la otra chica nueva pensó que si el domingo no iba al salón no volvería a ver a J.L, podía más la vergüenza y la timidez, pero en esta ocasión  decidió preguntarle a su compañera que qué hacía el domingo, la chica le dijo que aún no lo sabía, que no tenía demasiadas amigas y que quizá fuera al cine, Violeta sacó su parte más seductora y la invitó a que fuera con ella el domingo al salón, la chica no dijo que no, pero tendría que decírselo a otra chica con la que había quedado.

Las tardes de esa semana Violeta no podía concentrase en su lectura, aunque le quedaban ya pocos libros y algunos los había releído, le daba igual y se sentaba al lado de Ramona a oír la novela en la radio o el consultorio de Elena Francis en el que varias chicas le exponían sus dudas sentimentales y Doña Elena les daba consejos.  A la madre de Violeta no le gustaban las novelas ni la radio, por eso ella no lo había escuchado nunca y le gustó.

Por fin llegó el día, Violeta volvió a ponerse su ropa de los domingos, los zapatos de la prima con un poco de tacón y se dejó el pelo suelto, le llegaba casi a la cintura, al final del verano era casi dorado. Sus ojos grises resaltaban en su cara blanca ahora tostada por el sol del verano. Estaba guapa, se vio guapa, como nunca. Se perfumó detrás de las orejas y salió en busca de su nueva amiga.

Después de las presentaciones de rigor entraron al salón. Violeta buscó con la mirada como quien espera ver a dios. Buscó y buscó por todas partes, pero ni rastro del chico guapo de ojos azules.

Encendió un cigarrillo y pidió un San Francisco con una gotas de alcohol, se sentó y perdió la miraba entre las gente.

La tarde pasó lenta, como las horas en al fábrica y cuando ya había perdido la esperanza de volver a verlo sonó su canción preferida. Si no hubiera sido porque sentía mucha vergüenza hubiera dejado que las lágrimas se desbordaran de sus ojos.

Apagó el tercer cigarrillo, apuró el último sorbo de bebida y sintió una mano tocarle en el hombro, volvió la cabeza y oyó las palabras que tanto había deseado durante toda la semana.

-¿Bailas?- le dijo J.L

Se levantó atropelladamente y  salieron a bailar. Ahora, entre los brazos del chico no podía ver nada, se concentraba en la música y en el momento, nada había en el mundo que pudiera estropearle el momento, cerró los ojos y se dejó llevar. No pudo ver cómo, a su lado, una de las antiguas “amigas” bailaba a desgana con un chico bajito y nada agraciado, muerta de envidia.

 

 

Capitulo XII

Violeta había pasado, en apenas unos meses,  de jugar con sus amigas en el pueblo y dar grandes paseos como una niña de 13 años a entrar en el mundo de los adultos de golpe, sin previa preparación.

Ahora debía preocuparse de buscar una escuela para seguir estudiando, no perdía la ilusión de formarse, ser una chica culta y realizar su sueño.

Había una gran  diferencia entre Ramona y su madre. Al principio violeta solo supo ver lo distante que era, pero fue conociéndola y empezó a ver grandes diferencias.

Entre ellas surgió un cariño especial, aunque Ramona lo demostraba poco, como su madre, pero había detalles que dejaban ver la gran mujer que era.

Mientras Violeta ayudaba en la cocina le hacía confidencias que nunca le hubiera hecho a su madre.

 La cocina era  minúscula, un pequeño pasillo, pero Ramona, delgada y ágil se movía como si dispusiera de mucho espacio.  Violeta, sentada en el único taburete arrimado a una tabla saliente de la pared que hacía las veces de mesa, pelaba cebollas y lloraba mientras Ramona hacía lo propio.

_ ¿Sabes, prima?- dijo violeta.

-Cuando sea un poco más mayor y gane más dinero quiero irme a la capital para estudiar y ser actriz.

Ramona la miraba con cariño y asentía con la cabeza, en realidad pensaba que algún día se daría cuenta de que ese sueño era poco menos que imposible, pero ella no era nadie para arrebatárselo. El paso del tiempo y la vida se encargarían de ello.

Ramona había criado cinco hijos con mucho trabajo y esfuerzo, ella no había sabido demostrar con palabras lo que los quería, pero su manera de mirar y los gestos lo decían todo.

Sus ilusiones se habían cumplido porque ella deseaba cosas que podían ser posibles, como darles un futuro mejor a su hijos, eso sí, trabajando de sol a sol y no permitiéndose ni un día de vacaciones ni un capricho, era austera como pocas mujeres. Los domingos, su único día libre lo dedicaba a limpiar la casa a fondo a lavar  a coser a cocinar, sin ayuda de nadie. Ni una tarde de cine, ni un aperitivo, sólo algún domingo de playa en verano, pero ella cocinaba la noche antes para todos y no gastaban más que en el autobús.

Sus hijos tenía trabajo, una familia, un piso en propiedad y hasta coche ¡que más podía pedir ella! Que fueran felices o no  formaba parte de otra historia.

Cuando era más joven ahorraba para comprarse un terreno e ir los domingos a cultivar flores y tomates, pero eso era el pasado, ahora su ilusión se había desvanecido como lo haría la de Violeta de ser actriz.

-Claro hija- le decía Ramona mientras la chica le contaba cómo y de qué manera haría para irse a la capital a estudiar.

-Todo es posible si le pones empeño.

Y siguieron pelando cebollas y llorando.

Ramona no había faltado al trabajo más que cuando paría, ni una baja por enfermedad, ni una queja. Su vida, desde pequeña, había sido el trabajo. Cuando tenía un rato libre y oía la radio no estaba parada, hacia ganchillo, tapetes que colocaba por todo el piso, en los brazos del sofá, encima de la mesa, en todos sitios. Hacía bolsas para el pan y delantales de retales que sobraban en la fábrica. Deliciosos bizcochos que no dejaba comerlos en grandes porciones. Cocinaba muy bien y todo lo  se proponía hacer le salía bien. Incluso se tintaba ella sola el pelo y se ponía unos horribles rulos una vez por semana para arreglarse el pelo.

No era una persona feliz. Su marido había pasado la mitad de la vida trabajando y la otra en el bar. Estaba resignada a la vida que le había tocado vivir, sin cuestionarse nada.  Tanto se lo creyó que cuando sus hijos fueron mayores y ya no tenía la obligación de trabajar tanto, ni ahorrar, ni ser tan austera, ya no sabía vivir de otro modo.

La presencia de Violeta le incomodó al principio, pero después lo asumió como hacía con todo lo que no le gustaba, sin pensar en las consecuencias.

A ratos salían a pasear y al pasar por los escaparates se fijaban en los vestidos, después ella los copiaba y se los hacía a Violeta. Ahora la chica tenía varios a cada cual más moderno y bonito, incluso le hizo un pantalón a cuadros verdes y blancos con la camisa a juego, la última moda del momento.

Capitulo XIII

Cambio de estación.

En la ciudad el tiempo parece medirse de modo diferente, con las prisas y las horas de ocupación no puede saberse si es por la mañana o por la tarde, primavera o verano, apenas algunos detalles imperceptibles marcan la diferencia.

Como hay que acostarse pronto para poder madrugar e ir a trabajar, la noche no tiene el mismo misterio que en el pueblo de Violeta, sobre todo en verano, cuando ella y su amiga, bien entrada la noche se tumbaban a observar en el cielo la lluvia de estrellas y pedir deseos a las perseidas, deseos de calor y de ilusiones, de amistad y de libertad, ésa que violeta siente que ha perdido para siempre.

En la urbe no hay matices ni colores que diferencien las estaciones del año. Los árboles son tan pocos que no se puede observar la gama de colores del otoño: desde el verde intenso pasando por el amarillo, ocre, granate, hasta el marrón.

Sólo un leve cambio en la temperatura recuerda que el otoño está ahí.

Violeta vive los días de manera diferente. Para ella sólo existen los domingos, si tuviera que medir los momentos felices serían cortos y concentrados en los domingos por la tarde.

Espera cada tarde con impaciencia, con la ilusión que sólo proporciona un  amor. Ese volcán en erupción irrefrenable  que lucha contra todo por salir.

El domingo estrenará el vestido nuevo que le ha hecho Ramona, copiado de una de las mejores boutiques del centro. Corto, dejando ver sus largas piernas, como le gusta a Violeta, de color gris, que aun resaltaba más sus ojos.

Aquel domingo Violeta llevaba puesta también su mejor sonrisa, además de su vestido nuevo. Era capaz de vencer su timidez sólo en casos extremos y necesarios. Al verse en el espejo se vio guapa, aunque éste seguía sin devolverle la imagen de delgadez que ella soñaba. Su pelo, largo y sedoso le infería una sensualidad que ella ni imaginaba.

Ramona la miraba de arriba abajo y le decía que tenía una belleza salvaje y moderna, ella no comprendía muy bien lo que quería decir, pero el halago le gustaba; eran quizá las únicas palabras que había oído en su vida que la reconfortaran, en su casa lo halagos eran para Victoria y los pequeños, a ella le había tocado el rol del patito feo dentro de una familia de hermanos guapos.

Apenas había comido en toda la semana, los nervios se habían hecho un nudo en el estómago y no dejaban pasar nada, solía disimular delante de la prima.

Los días en la fábrica pasaban lentos como un duelo, como el luto por un ser querido. El trabajo rutinario y aburrido junto a los gritos del mecánico se le hacía insoportables a ratos, por eso  se pasaba el día pensando en el domingo.

 Por fin llegaba el día y Violeta quedaba  con su compañera de trabajo. Llegaban al salón y sacaban las entradas.

No podía soportar los minutos de espera, le hubiera gustado encontrar a J.L nada más entrar para tenerlo toda la tarde junto a ella, pero casi nada ocurría como a ella le gustaba.

Pasó casi una hora esperando, aburrida, impaciente y decepcionada, con ese nudo que se le ponía en el estómago cuando algo le salía mal.

El chico apareció al fin, pero tardó un rato en acercarse donde estaba ella,  aquella tarde su momento de felicidad iba a ser corto. ¡Le fastidiaba tanto que los momentos felices pasaran tan de prisa!

Fumaba compulsivamente para calmar los nervios, también masticaba chicle para disimular el olor a tabaco.

Cuando por fin se acercó y vio sus ojos, pensó que no había nada en el mundo más bonito ¡y su sonrisa! Parecía un actor de cine.

-¿Bailas?- le dijo.

-Claro- contestó ella atrapada por un amor adolescente que era más fuerte que la corriente de un rio en primavera.

-Hoy estás muy guapa- le dijo, y a ella le hubiera gustado decirle que el sí que era guapo, pero de nuevo la timidez le impedía expresarse.

Él le acariciaba la cintura, su mano subía lentamente hasta la nuca, donde Violeta notó sus dedos rozándole la piel, permaneció con las manos en los hombros de él, muda, estática, sin atreverse a pestañear por miedo a cambiar algo de aquel momento.

Su canción preferida empezó a sonar, sus piernas se movían torpes entre las de él, Violeta cerró los ojos y pensó que el cielo sería algo parecido a ese momento, no quería que nada estropeara su tarde de felicidad. El chico acercó sus labios y la besó. El primer Beso de violeta, con esa música de fondo, el cuerpo de JL cerca y sus labios entre los de él ¡el mundo de pronto era perfecto!, la felicidad era eso, estaba segura. Perdió la noción del tiempo y se dejó llevar.

El beso pudo durar igual unos segundos que una eternidad, ahora la medida era diferente porque la felicidad se mide en momentos intensos vividos, pero eso Violetas aún no lo sabía.

A partir de aquel beso algo había cambiado en ella; su nueva vida ya no era gris, ahora estaba llena de  una explosión colores, olores y sabores  alegres y divertidos imposibles de describir.

La semana en la fábrica pasó lenta, aunque la cabeza de Violeta estaba lejos, su cuerpo permanecía allí. Pensaba y reproducía los segundos del beso en su imaginación, le supo a chicle de fresa, a estrella fugaz en una noche tibia de verano, a deseo, a saciedad. Sus cinco sentidos despertaron para después anularse a la voluntad del chico.

¿Era posible obtener un sentimientos más fuerte? La respuesta era no, no hay nada que supere la fuerza de un amor adolescente, incondicional, irracional.

 Pensaba en el chico cada momento del día, era más que su primer  amor, una obsesión, todo carecía de importancia excepto él.

Ya apenas podía leer por las tardes, las letras de los libros se difuminaban entre los pensamientos. Cuando conseguía concentrase  en lo que estaba leyendo era casi un alivio.



 

Capitulo XIV


Pensando en la muerte.


Algunas noches, cuando violeta era pequeña, lloraba entre la intimidad de sus sábanas de basto algodón blanco.


Pensaba en la muerte, en que algún día llegaría y ella no quería morir como su abuela y el vecino. Se le hacía insoportable la idea de no poder respirar. Metía la cabeza dentro de la cama y percibía el aroma a jabón casero, de pronto contenía la respiración y se imaginaba estar muerta, al momento soltaba todo el aire contenido en sus pulmones y volvía a llorar.

 

Sin embargo, ahora sería capaz de morir por él, para permanecer eternamente a su lado. Como romeo y Julieta o Abelardo y Eloísa.

Si violeta hubiera tenido una madre cercana quizá la hubiera consolado diciéndole que las muerte forma parte de la vida, que no hay que anticiparse y pensar en algo tan lejano para una niña, que es importante saber que existe, que la vida es corta y hasta triste, pero también puede ser maravillosa y muchas cosas dependen sólo de nosotros, de como queramos vivirlas.

Quizá le hubiera hecho ver que la muerte y el amor se parecen en la intensidad con la que se viven, la emoción ante alguien a quién se quiere y la tristeza por la pérdida, son sentimientos tan intensos como antagónicos

Los únicos días de la semana que tenían sentido eran los domingos, el resto eran días simples de horas eternas en la cada vez más tétrica fábrica. Apenas algo nuevo, la rutina mataba el tiempo, el tedio se incrustaba en cada minuto de cada hora y Violeta dejaba escurrirse los días hasta que llegaba el domingo.

Una mañana fueron unos señores de la radio y las chicas de la fábrica eligieron dos canciones cada una, para después ponerlas en un programa dedicado. Violeta quiso hacerse la interesante y pidió que le pusieran la danza húngara nº 5 de Brahms, se acordó que en el colegio su profesor de música era un enamorado de este músico y en concreto de esta pieza, la otra canción que eligió fue amores de Mari Trini, su preferida. Se la dedicó a JL, ese chico tan especial de ojos azules y mirada triste. Las compañeras se reían de ella porque no entendían que tuviera esos gustos musicales tan refinados ¡total para trabajar en una fabrica no hacía falta saber todo eso! Le espetó una compañera muerta de risa.

El día que lo emitieron, las chicas  se arremolinaron delante de la radio  entusiasmadas, pero sólo se pudo oír la voz de Violeta haciendo la petición y diciendo que adoraba la música clásica. Se sintió importante porque habían elegido sólo su petición para radiar. Las compañeras sintieron envidia y la miraban con rabia mientras ella sonreía sarcásticamente, triunfadora.

Cada tarde de domingo se repetía el baile, el beso y las confidencias entre cigarrillo y sorbo de San Francisco.

Aquella tarde él se lo dijo al oído:

-Te he oído en la radio.

Ella, muerta de vergüenza, reconoció que era su voz y que le había dedicado  la canción.

Violeta esperaba con impaciencia su canción preferida porque era el momento en el que él acercaba sus labios y la besaba entre las candilejas de la única luz indirecta del salón. Entonces el mundo volvía a detenerse y violeta soñaba con estar así eternamente.  El tiempo para ella se media en domingos por la tarde, los demás días carecían de importancias.

 

Aquel domingo de octubre el chico le dijo algo que impactó en violeta dejándole un sabor amargo.

 Capítulo XV

Es propio de las personas felices desear que los demás también lo sean.

               Víctor Hugo (los miserables)

 

Las tardes parecen cada día más cortas. Pronto irá a  la escuela nocturna, mientras tanto, después de volver de la fábrica, se sienta con la prima Ramona a ver una adaptación de la novela los miserables de Víctor Hugo, para T.V.E.

Aún no se atreve con la lectura de novelas de tanta enjundia, pero verlas es otra cosa.

Capta su atención inmediatamente cuando aparece  en escena Cosset, una niña huérfana y desvalida. Vive las penurias y empatiza hasta llorar en silencio por ella, olvidándose por completo que se trata de un personaje.

 Ha empezado octubre y Violeta acude al salón como cada domingo. Más que una costumbre se ha convertido en una especie de ritual:  Llega con una compañera, sacan la entrada, entran, van a la barra y piden un San Francisco, elijen mesa y espera impacientemente a que aparezca el chico; mientras fuma un cigarrillo detrás de otro, compulsivamente como si el humo ayudara a sobrellevar la espera. Lo cogía grácilmente entre los dedos de la mano derecha, se lo llevaba a los labios, inhalaba, lo dejaba dentro uno segundos y después lo expulsaba lentamente, levantando ligeramente la barbilla. Violeta se estaba convirtiendo en una chica interesante, era guapa, pero no lo sabía y ahora casi delgada. La intensidad de su mirada contrastaba con su cara aun infantil.

J.L se retrasaba aquel día y violeta no podía comprender que se entretuviera con sus amigos cuando para ella era lo más importante de su vida. Por fin el chico aparecía y ella se olvidaba de todo, del tiempo, de la fábrica, de los malos ratos.....

Aquel domingo no salieron a bailar a la pista, se quedaron sentados en un apartado hablando.

Él le cogió la mano y le acaricio el pelo, se lo decía siempre  –nunca en mi vida he acariciado un pelo tan suave y bonito- y a violeta sus palabras le sabían a chicle de fresa, a algodón dulce. Se perdía entre sus palabras, sus besos.

Hablaron de varias cosas en su afán por conocerse. Violeta le dijo que vivía con la prima Ramona, le contó un poco de su vida y entonces el chico le dijo que él tampoco era de la ciudad, que tampoco vivía con sus padres, vivía en una institución para chicos como él a la que llamaban “El Hogar” porque era huérfano. La palabra impactó en violeta como si de una bala se tratase y le hizo tanto daño que a partir de ese día sintió la necesidad de protegerlo, cobijarlo, de ser su amiga, su madre, su novia, todo, para que él no se sintiera solo. A menudo interiorizaba los problemas y las carencias de otros y los hacía suyos.

 En parte sentía que tenían algo en común porque ella no era huérfana, pero su madre nunca había sido cariñosa y ahora la mantenía lejos de casa, como si no existiera; sólo parecía atenta al poco dinero que cobraba a final de semana. La prima Ramona guardaba casi todo el sobre marrón con el dinero, separaba algo para Violeta, apenas un poco para contribuir a los gatos y el resto  lo mandaba al pueblo.

 
a los gastos y el resto  lo mandaba al pueblo.
 
Capitulo XVI
La vida es aquello que pasa mientras estás ocupado en hacer otros planes.
John Lennon
El mes de octubre transcurre lento y violeta está agotada. Han empezado las clases nocturnas y los días son eternos, con un ritmo frenético.
Se levanta a las 7, entra a las 8 a trabajar, hasta la 1, vuelve a las 3 y sale a las 6, las clases empiezan a las seis y media y terminan a las nueve y media, llega a casa cena y se acuesta.
Cuando suena el despertador parece que sólo ha pasado una hora durmiendo.
Pero ella quiere formarse, estudiar y sacarse el graduado escolar para continuar.
Una noche de finales de octubre soñó que volvía a su colegio, con su babi blanco; aunque ese año sus compañeras irían al instituto y por primera vez  el babi quedaría en el recuerdo.  Para Violeta todo seguía igual, anclado en sus días de colegiala, en sus días felices, en  sus libros, con ese olor a imprenta, a nuevo, que tanto le gustaba, la goma Milán de color rosa y olor a nata, los cuadernos nuevos....  Con sus compañeras riendo y alborotando hasta que el profesor sacaba la lista y se sentaban por orden alfabético.  Ella siempre al lado de su compañera y amiga Ana, pero ahora sólo en sueños. Su vida había dado un giro total, se hubiera cambiado por cualquiera de sus compañeras.
 
 ¿Qué sería de Ana? Hacía tiempo que no le escribía, le faltaban horas al día.
Tenía que sentarse a escribirle y contarle los últimos acontecimientos de su vida.
Despertó cansada aunque con una sonrisa en los labios, había pasado un rato con sus amigas y compañeras del pueblo y aunque sólo había sido un sueño, estaba contenta.
Las clases nocturnas no se parecían en nada a las de su colegio. En ellas había  personas de todo tipo y edad. Ella era una de las más jóvenes.
No se sientan por orden alfabético, ni el maestro pasa lista, ni los alumnos se ríen, ni se lo pasan bien, ni son simpáticos, ni le dirigen la palabra. Cada uno llega, escucha, hace los deberes y salen corriendo. Es triste, muy triste. Hasta la clase es antigua. Violeta está acostumbrada a su colegio nuevo, a sus maestros jóvenes y a sus clases modernas y funcionales. Es como montarse en la máquina del tiempo y retroceder a otra época.
Los pupitres son antiguos, la clase es oscura y el maestro, bizco y aburrido, como  pasar una tarde de domingo en casa.
Cuando se compra los libros le sorprende el de francés, una edición antigua del método de Raoul Massé. Ella estaba  acostumbrada a libros  más modernos con fichas de trabajo y métodos avanzados. Quizá porque sus maestros eran jóvenes y conocían otra manera de enseñar. Lo que no comprendía era como en una ciudad estaban menos avanzados que en su pueblo.
 Era lo que había si quería acabar sus estudios.
¡Deseaba tanto que llegara la Navidad!
Tendría unos días de vacaciones en la fábrica y bastantes más en la escuela. Entonces descansaría, leería, iría a ver a su hermana Victoria, le escribiría a Ana y, sobre todo, pasaría largas horas con J.L. era lo que más deseaba.
Hasta ahora sólo hacía lo que debía y nada de lo que le apetecía realmente. Vivía un día tras otro sin ni siquiera ver la luz del sol.
Quizá esa vida de sacrificio no era lo adecuado para una niña de 14 años, pero hacia lo que todos esperaban de ella. 
A lo largo de su corta vida había pensado que una opción de vida sería ser monja y dedicar su vida a los demás, era algo que le rondaba por la cabeza cuando era pequeña y en alguna otra ocasión, pero ahora había algo que se lo impedía.
¡Estaba tan enamorada! Sólo pensaba en su futuro junto a él.
Pronto llegaría la Navidad y con ella la primera gran decepción en la vida de Violeta.

 



 

Violeta capitulo XVII

Una semana antes de Navidad, violeta estaba agotada.

A los 14 años, ocho horas de trabajo y cuatro de clase eran más que suficiente, pero ahora estaba de exámenes y se levantaba un poco antes para estudiar, para tratar de hacer un último esfuerzo. Estaba tan agotada que de nada le servía. En clase no se enteraba de nada y por la mañana, leía una y otra vez los temas, pero sin comprender lo que leía.

Un domingo, después de comer, la prima Ramona se fue a un funeral y ella aprovechó el rato para estudiar.

Sentada delante de la  mesa camilla, con las piernas bien arrimadas al brasero eléctrico, se sentía cómoda, pero el marido de la prima, que cada día bebía más, se arrimó a ella de una manera extraña. Notaba  cada vez más cerca su aliento a alcohol y no podía evitar sentir repugnancia por aquel ser amorfo que la miraba con una expresión que ella no entendía. Siguió tratando de estudiar francés, pero era casi imposible concentrarse.

La boca del marido de la prima se acercó a su oído, la repugnancia se tornó angustia mientras el pronunciaba las palabras que Violeta nunca hubiera imaginado oír.

Le dijo si quería pasar a la habitación y pasar un rato agradable. La chica lo miró con cara de asco y le dijo que no se acercara nunca más a ella si no quería que se enterara Ramona.

Las palabras herían a Violeta como armas letales, dejándole una marca indeleble.

A partir de entonces procuró no quedarse a solas con él, cualquier excusa era buena para evitarlo. Jamás se le ocurrió decirle nada a Ramona, pues pensaba que sería hacerle daño, o quizá no la creería y quedaría por mentirosa.

Todo parecía precipitarse en su vida, lo que no había ocurrido en 14 años en su pueblo, estaba ocurriendo ahora en apenas unos meses.

Algo cambió en ella a partir de ese domingo. O quizá ya había empezado a cambiar desde el mismo día que llegó a esa maldita ciudad de provincias.

Si su madre supiera todas las vicisitudes que estaba pasando quizá cambiaria de opinión y la reclamaría junto a ella de nuevo, pero eso no iba a ocurrir.

Su madre no era consciente del daño que le producía a violeta estar alejada de los suyos.

En ocasiones pensaba que su madre no la quería, que la necesitaba por el interés del poco dinero que le mandaba cada mes.

Tampoco Violeta hubiera regresado en esos momentos, cuando el amor había llegado de una forma brutal, descubriendo en ella los sentimientos más profundos, las experiencias más maravillosas.  Ahora no hubiera vuelto, aunque el desafortunado encuentro con el marido de Ramona la tuviera preocupada, sobre todo por las noches, cuando temía oírlo entrar en la habitación. Algunas noches tuvo pesillas en las que él se colaba en su habitación y ella despertaba con la boca seca y bañada en sudor, sin poder decir a nadie lo que le había ocurrido.

Aquella tarde de domingo volvió a encontrase con J.L. a su lado olvidaba todo: las fábrica y el trabajo pesado y monótono, el marido de Ramona, las clases, el cansancio la falta de amigas, todo, absolutamente todo valía la pena por una tarde de domingo junto a él.

 La Navidad estaba a la vuelta de la esquina y Violeta quiso hacer planes para ir al cine, a merendar a bailar y a pasear cogidos de la mano. Junto a él todo tenía sentido, de su mano las horas pasaban rápidas, la vida tenía  color, hasta conseguía olvidar la cara del marido de Ramona que tantas pesadillas le causaba.



 
Capitulo XVIII

Violeta apenas  notaba el frio que precedía la Navidad en su pueblo.  Parecía no llegar nunca. Lo único que hacía pensar en las fechas venideras eran las luces. Sentía cierta alegría porque le recordada a las fiestas de su pueblo.

Aunque estaba agotada y había perdido mucho peso, tenía ilusión por pasar más tiempo con J.L.

Por fin llegaría la recompensa a tanto esfuerzo, pero unos días antes de navidad J.L le dijo que tenía que irse a pasar las fiestas con sus tíos que vivían en un pueblo de la provincia de Albacete. Las palabras le cayeron como un vaso de agua fría, no podía creer lo que estaba oyendo.

Violeta no conocía la maldad, ni en engaño, ni las mentiras. Su mundo parecía girar en torno a un eje  inexistente. En su casa le habían dicho hasta la saciedad que no debía mentir, ni ser deshonesta, ni robar, ni faltar al respeto y ella lo había asumido como algo normal y natural inherente a todas las personas.

No podía anticiparse a un engaño porque desconocía lo que significaba, estaba convencida  de que alguien que vistiera bien y tuviera cara de bueno, lo sería por norma y por su aspecto, pero lo que  no sabía era que el aspecto físico de una persona no le delata como farsante. Un asesino no lleva escrito en la cara que lo es, ni un estafador, vaya vestido con harapos o con traje de chaqueta. 

 La lealtad, la honradez, la bondad que a ella le habían enseñado no era para todos igual, cada uno se rige por sus códigos éticos, pero eso ella aún no lo sabía.

Los días de fiesta que ella preveía maravillosos se convirtieron en tristes y aburridos.

Cena con los hijos de la prima Ramona, jaleo de niños, misa del gallo  y algunos regalos.

 Ramona que, apenas sabía leer, le regaló  dos libros que ella devoró en esas tardes tediosas de Navidad. Los curas comunistas y la vida sale al encuentro de José Luis Martin Vigil. Acostumbrada a lecturas más infantiles, estas le encantaron y le sirvieron de cobijo, de consuelo.

Si hubiera tenido teléfono quizá podría haber escuchado su voz, se hubiera conformado sólo con eso, pero nadie cercano a ella lo tenía.

Su cabeza volaba lejos, a ese pueblo donde estaba J. L, del que ella nunca había oído hablar.

Parecía que su sino era sentarse y esperar a ver pasar al vida.

 Aquella misa del gallo animada y larga sería la última a la que asistiera violeta, después de aquella Navidad su vida dio un giro total, en medio año había dado ya un cambio abismal y aún le esperaban más.

Pasó la Nochevieja con su hermana, su novio y los amigos. En un piso viejo, escuchando música y contando chistes. Su hermana Victoria se había adaptado perfectamente, o eso parecía. Tenía un novio feo y simple, sin gracia ni estilo, pero era trabajador y ganaba dinero, con eso le bastaba a Victoria. Las hermanas estaban cada día más lejos la una de la otra. Violeta tenía necesidad, curiosidad por   aprender,  saber,  avanzar en la vida y victoria se conformaba con poco.

 

 

Capitulo XIX

Por fin el día siete de Enero hacía frio, no era el mismo que en el pueblo de Violeta, pero la sensación le gustaba, quizá lo único agradable de ese día.

Empezar otra vez en la fábrica era una tortura. Allí no había nada ni nadie que le resultara agradable.

Las compañeras se arremolinaban en la puerta de la fábrica diez minutos antes de las ocho. Heladas de frio por la poca costumbre  que tenían de que la temperatura bajara.

Violeta no llevaba ni abrigo, con una chaqueta de punto gruesa era suficiente. Las compañeras la miraban extrañadas, pero no decían nada.

La puerta se abrió y las chicas entraron en tropel, riendo y contándose las Navidades tan divertidas que habían pasado y los regalos que les habían hecho.

Violeta no tenía nada que contar.

La encargada, como de costumbre, se acercó al reloj fichero y dijo: “que es la hora”. Se hizo es silencio  de voces y en su lugar se podía oír el sonido monótono de las máquinas.

La chica puso la suya en marcha y empezó a coser, mientras sus manos alimentaban la máquina, su cabeza huía a otro sitio haciéndose preguntas para las que nunca había respuesta.

A la hora del almuerzo se sentó un poco apartada de las compañeras.

 En invierno almorzaban en el pequeño almacén que había en la entrada de la fábrica, sentadas encima de los cómodos sacos de tejido.

Mientras mordisqueaba el almuerzo que le había puesto Ramona, una compañera se le acercó. Era una chica de su edad, muy fea, parecía un mono tití, con el pelo rizado de color rojizo, los ojos muy pequeños y la nariz acabada en pico, la boca de labios finos y los dientes diminutos, enjuta, algo encorvada, pero simpática. Le dijo si salía con J.L y a Violeta le sorprendió  la pregunta y  abrió tanto los ojos que la otra chica se extrañó.

Le dijo que si, y entonces  La otra muchacha le dijo que su novio era compañero de J.L, que vivían juntos en el hogar, él también era huérfano, pero pasaba la Navidad en el Hogar porque  no tenía familia ninguna.

Violeta sonrió y sintió ternura por el novio de su compañera, un chico que ella conocía porque J.L se lo había presentado.

No comprendía como aquel chico tan guapo podía ser el novio de aquella chica tan poco agraciada.

-¿Que vas a hacer ahora?- le dijo Paqui. Así se llamaba la compañera.

-Violeta no entendió la pregunta, creía que le estaba diciendo de salir las dos parejas juntas. En ese momento se oyó a la encargada reclamando su atención, era la hora de volver al trabajo.

No le quitó la vista en toda la mañana, la vigiló de cerca por si iba al lavabo, para levantarse y acercarse, pero Paqui estaba entretenida con su tarea y no fue ni al lavabo.

Al sonar la hora de salida, fue corriendo hacia ella y le preguntó, la

Capitulo XX

 


¿En qué hondonada esconderé mi alma para que no vea tu ausencia que como un sol terrible, sin ocaso, brilla definitiva y despiadada?.

Autor: Jorge Luis Borges

 

El domingo llego, pero J.L no. Ni ese domingo, ni el siguiente, ni el otro, ni nunca. Era como si la tierra se hubiera abierto y se lo hubiera tragado.

Lo veía por la calle, en el cine, por todos sitios, lo imaginaba al volver una esquina, esperándola, en el parque, en el salón de baile. Su imagen la perseguía. El olor de su colonia también estaba por todos sitios, en cada chico que la usaba y dejaba un rastro de ilusión, de falsas esperanzas.

Al salir del trabajo iba paseando hasta el hogar, se sentaba enfrente, en un murete y esperaba no sabía qué, quizá verle entrar o salir. Después de un rato, daba la vuelta al edificio y miraba cada ventana en busca de movimiento.

Un día, la compañera que salía con aquel amigo de J.L le dijo que a su novio le daba pena verla así,  que no lo esperara que no iba a volver.

Quizá la incertidumbre era el menor de los males. Desde ese día Violeta dejó de vivir para vegetar en un mundo cruel y oscuro, donde nada tenía sentido, donde sus preguntas no tenían respuesta.

Atacó su cuerpo hasta odiarlo, detestaba su mundo y su suerte. La vida, por primera vez, carecía de sentido.

Dejó de salir los días de fiesta y purgó su pena encerrada en su habitación, leyendo sin comprender lo que leía. Ausente y siniestra como una noche sin luna.

Engullía comida  sin control y después vomitaba. Estaba delgada y demacrada, pero ella se vía gorda y fea, si ella hubiera sido esa chica guapa que algunos dicen ¿por qué José Luis había dejado de quererla y la había abandonado sin darle ni una explicación? Sus complejos iban aumentado al mismo tiempo que su inseguridad y con ellos el odio a su cuerpo.

La prima Ramona estaba cada día más ocupada y preocupada por el incipiente alcoholismo de su marido, hasta tal punto que apenas notaba los cambios de Violeta. Siempre le había parecido una niña diferente y algo rara, pero nada excepcional a los 14 años, en plena adolescencia.

Quizá lo peor, después de la pérdida de J.L, fuese que no tenía amigas con las que aliviar sus penas y compartir sus dudas.

Sentada delante de su máquina en el trabajo, rememoraba,  repasaba cada momento de su aventura con J.L, empeñada en adivinar las razones del abandono, del silencio total, era como una película que se repetía en su cabeza una y otra vez cada día durante muchos meses.   

 Por las noches, en la intimidad de su cama, lloraba y pensaba  que vivir se le hacía tan cuesta arriba que  no valía la pena, que si fuera sólo un poco valiente.........

Decidió escribir a su amiga Ana. Era el único nexo agradable que le quedaba con su pasado, con su vida feliz. No sabía cómo empezar ¡le daba tanto miedo que se hubiera levantado una barrera insondable entre ellas! ¡La necesitaba tanto  su lado¡ sus risas, sus palabras elocuentes y certeras, su madurez de hermana mayor; incluso su vena guasona echaba de menos, sentía tanta necesidad de desahogarse, de contarle a alguien el suplicio por el que estaba pasando que se lanzó sin miedo y escribió una carta de tres folios.

 Capitulo XXI
 

Querida amiga Ana:
Me alegraré que a la llegada de esta carta te encuentres bien, yo bien G.A.D.
Hace tanto tiempo que no nos escribimos que temo te hayas olvidado de mí.
Pienso en ti cada día, a todas horas; aquí no tengo amigas. ¿Recuerdas que te conté que me habían presentado unas chicas? Fue imposible continuar con ellas. No sólo se burlaban de mi por mi ropa, según ellas pueblerina, también de mi acento. ¡Y tú que decías que yo era muy moderna!  Ya ves, ellas piensan todo lo contrario.
Creo que tú me mirabas como una amiga y ellas lo hacían con envidia porque al poco tiempo se me acercaban los chicos y a alguna de ellas no, de todos modos para ser amigas es necesario alabar, pero también criticar las cosas malas, como hacías tu cuando te burlabas de mi y me llamabas “enfadica” ¡si supieras la rabia que me daba y con qué cariño lo recuerdo ahora!
No puedes ni imaginar lo que he cambiado. No parezco la misma persona, ni en mi manera de pensar, ni de vestir, incluso empiezo a no creer en las cosas de antes. Todo a consecuencia de lo que he vivido durante estos penosos  meses. No te asustes, en el fondo sigo siendo la misma que jugaba y reía contigo en el recreo y cuando nos echaban de clase por hablar, quizá ya no soy tan niña, es lo único, me he hecho mayor en menos de un año, no comprenderías todo lo que pasa por mi cabeza porque tú sigues rodeada de tu familia, tus amigos, tus maestros y toda esa gente del pueblo que te conoce y te mira con cariño, aquí, donde yo vivo, nadie sabe quién soy, ni si mis padres son buenos o malos, desconfían de personas como yo, que dicen  que viene de fuera a quitarles en trabajo. Tú mejor que nadie sabes que yo no quería irme. Daría cualquier cosa por volver y ser una más de la clase, por no tener estos malos pensamientos que me ponen triste.
Sigo sin acostumbrarme a la fábrica, es una tortura estar ocho horas delante de una máquina ruidosa haciendo los mismos movimientos monótonos y repetitivos, rodeada de compañeras que nada tienen en común conmigo , que dicen que soy muy pija porque quiero seguir estudiando y leo durante los descansos del almuerzo.
Alguna vez se ríen de mi manera de hablar, de mi acento; ellas que comenten faltas a cada palabra que dicen, que no saben casi leer ni escribir. Se nota que no han tenido un maestro  como don Julián, que no nos permitía ni un fallo en la clase de lengua. .
Las lágrimas asoman a mis mejillas mientras te escribo. Son de emoción y de pena. De emoción por tantos y buenos momentos vividos y de pena porque sé que no volverán, que tu mundo y el mío, antes paralelo, ahora diverge inexorablemente.
Estoy triste y desolada. Empecé a salir con un chico, me enamoré como una tonta, permití que me besara, que me tocara y él me ha dejado sin darme explicaciones, ha desaparecido de mi vida como si se hubiera muerto. Estoy obsesionada y tengo miedo de tomar el camino equivocado, pero no tengo a nadie a quien recurrir, mi hermana Victoria vive acomodada en su mundo, ella ha encontrado su hueco y vive feliz alejada de todo y todos. Por eso te escribo, con la esperanza de que me comprendas y me aconsejes.
Me despido de ti con la esperanza de recibir pronto noticia tuyas.
Un fuerte abrazo para ti y para tus hermanos.
PD: Da recuerdos a nuestras compañeras de clase y los maestros, en especial a don Julian.
 
 


Capitulo XXII.

Ana, su mejor amiga  tardó en escribirle. La chica estaba asustada, su amiga no era la misma, había cambiado demasiado, le parecía que algo no marchaba bien en su cabeza. Por ello le escribió contándole cosas banales, no sabía ni qué aconsejarle ni que decirle, se limitó a contarle como eran sus días en el instituto, los nuevos profesores, compañeros y poco más, tampoco había grandes cosas en la vida de Ana.

A Violeta le dolió tanto la carta insulsa de su amiga que se sintió abandonada también por ella, pensó que su vida no tenía sentido. Se hundió hasta el fondo, se dejó arrastrar por la pena y  la desgana.

La desidia se apoderó de su día a día. Se levantaba porque tenía que hacerlo, iba al trabajo por el mismo motivo y se encerraba en una clase que ya no le hacía ilusión. Salía de casa a las siete y media de la mañana, tenía hora y media para comer y volvía a las diez de la noche, agotada, derrotada hundida.

Antes de llegar el verano había perdido diez kilos, había leído todos los libros de la biblioteca del barrio y pasaba los días de fiesta encerada en casa con la prima Ramona, a excepción de los ratos que la prima se ausentaba y  ella ponía cualquier excusa para salir y no encontrase a solas con su marido que, aunque solo otra vez se atrevió a insinuarse, ella ya no se fiaba. Hubiera querido decirle a la prima que  no era bueno, pero se portaba tan bien con ella que el daba pena el daño que podía hacerle, eso y que seguro llegaría a oídos de su madre y esta pensaría que ella tenía parte de culpa.

Violeta no era precisamente ecléctica, más bien iba de extremo a extremo y  a la deriva de  sin saber que existe el punto medio entre lo bueno y lo malo, lo útil y lo inútil, lo moral y lo amoral.

No entendía la maldad sin remordimiento.

Quizá sus convicciones, sin duda alimentadas por la moral católica que le habían inculcado, ya no le valían y tendría que reinventarse  y hacer crecer en su interior otro orden de las cosas.

Los domingos se sentía culpable por no ir a misa y cuando iba, volvía peor, pues no comprendía los principios que le transmitía su iglesia, con los que ella se había manejado hasta ahora  y la actitud que veía en la gente  que pertenecía a ella.

Ese domingo fue a misa con la prima y, como de costumbre, un mendigo y una anciana pedían limosna. Ella y Ramona separaban unas pesetas de las dedicadas al cepillo y le daban cada una a uno de los pedigüeños.

A la salida de misa, una señora envuelta en pieles y joyas y oliendo a perfume caro, puso cara de asco y  distancia entre ella y los mendigos, agarrándose el bolso, como si esas criaturas no fueran de dios, como si solo ella  y los de su calaña tuvieran derecho a ese tipo de  vida.

Estas cosas que, tanto daño hacían a Violeta, dejaban indiferente a Ramona, tan acostumbrada a los sinsabores de la vida.  

Dejó de ir a misa.  Era tan joven e  inocente que las  ideas se le mezclaban en la cabeza y acababa por no comprender. Negándolo todo y a todos, sumergiéndose en una especie de nihilismo que ni ella misma comprendía.

 

 
 
 
 
 
 
 
 
 



 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 
 

 

 


 

 

 

 

 

 

 

 

No hay comentarios:

Publicar un comentario