Balón tiro.
Una fría mañana de enero,
como todas las de nuestra vida escolar, subíamos las escaleras que llevaban al
corredor donde estaban nuestras aulas. Las clases podían ser divertidas o
aburridas dependiendo de la materia o del día, incluso del maestro que la impartiera.
A media mañana, en timbre
de sonido estridente que anunciaba el recreo sonaba por toda la escuela y un
batallón de niñas vestidas con babi blanco saltábamos de nuestros asientos camino de la calle,
porque entonces jugábamos en medio de la calle. Nos comíamos el bocadillo en
dos bocados mientras nos apelotonábamos delante de las dos niñas que mejor
sabían jugar a balón tiro: Loli y Mari, ellas elegían una a una las que
jugarían en su equipo, por ello eran las mejores, las que lanzaban el balón con
más fuerza, sin miedo a hacerse daño. Pronto los grupos estaban formados para
iniciar el juego. Si las líneas aún estaban dibujadas bien y si no, pronto las
dibujábamos.
La capitana delante y detrás
el resto de niñas y en la parte contraria las chiquillas que de antemano le
daban sus tres vidas a la capitana y se pasaban al otro lado para recoger la
pelota y lanzarla a manos de la capitana.
El juego era ágil y algo
agresivo, si se tiraba a una se hacía a matar, nada de
contemplaciones, a veces se nos olvidaba que jugábamos en mitad de la calle y
teníamos que parar porque pasaba un coche, otras, la pelota salía disparada por
las escaleras de piedra y llegaba hasta la carretera, bajábamos todas corriendo
detrás , como si así aunáramos fuerzas para recuperarla.
El timbre sonaba de nuevo
y nosotras, con el babi manchado de barro contábamos las vidas de cada grupo
para saber quién había ganado. Volvíamos al aula alteradas por el juego,
sudando y con la cara enrojecida, contentas a veces por ganar y tristes cuando
perdíamos, pero la tristeza duraba poco y ya pensábamos en el partido del día
siguiente. El juego se sucedía un día tras otro durante todos los recreos de
nuestra vida. Éramos ya adolescentes y seguíamos jugando a balón tiro, hasta
que un día se marchó una niña, otro día otra y así poco a poco la calle dejó
paso a los coches y las niñas se olvidaron de jugar.
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