Tardes de cine en las
casas nuevas.
Después de una tórrida tarde
de verano, la calle empezaba a cobrar vida. Salíamos poco a poco como
las hormigas después de la lluvia. Durante la siesta solo se oían las cigarras,
nadie se atrevía a enfrentarse al calor.
A los niños nos obligaban a
acostarnos un rato y los mayores permanecían en silencio con las ventanas
bajadas para evitar la entrada del calor.
Nuestras siestas eran cortas,
entre la duermevela obligada y la atención por si algo se movía fuera. Al
menor ruido en la calle o en el patio colindante saltábamos de la cama,
sigilosos, para escapar al tedio del silencio y la siesta.
Al rato el sol empezaba a
darnos una tregua y de vez en cuando llegaba la brisa fresca de la sierra,
entonces respirábamos aliviados y empezaba nuestra diversión.
Alguna tarde, nuestro vecino
Ángel anunciaba que si nos portábamos bien nos pondría una película. Durante un
rato nos transformábamos en dulces angelitos.
Al oscurecer nuestra nuestro
vecino sacaba el proyector y las madres
nos preparaban un bocadillo para cenar. La expectación era máxima, pronto la
calle se llenaba de chiquillos dispuestos a pasarlo bien. Nos sentábamos en
medio de la calle en riguroso orden de llegada. Entonces no había apenas
coches.
Las películas eran, como no,
en blanco y negro, del gordo y el flaco y Charli Chaplin, cine mudo. El único
sonido que se oía era el de nuestras respiraciones y risas infantiles emocionadas.
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