In Memorian.
Alrededor
de la mesa camilla.
Las
gotas de lluvia mojan poco a poco los cristales de mi ventana, resbalan por
ella como si bailaran una danza lenta y triste, como si una extraña timidez les
impidiera empañar el cristal.
En la
calle, los árboles pierden las últimas hojas del otoño, una amalgama de colores ocres, amarillos,
verdes parecen formar una inmensa,
ligera y frondosa alfombra de hojas secas.
La
lluvia arrecia y las aceras empiezan a brillar reflejando el paso ligero de los
pocos paseantes. Las farolas reflejan la lluvia al caer que, poco a
poco, va perdiendo fuerza.
Cuando
cesa la lluvia es noche cerrada, veo mi gesto triste al otro lado del cristal y recuerdo aquellas tardes de lluvia de la
infancia donde la imaginación era un bien con el que entretenernos. Entonces
pienso en ella, en su imagen cuarenta años atrás, la que se quedó como
congelada en mis recuerdos, y la veo joven, tranquila, sabia. Con ese saber de
la gente sencilla y generosa, dedicada a los demás.
Parece que
los años han pasado en un instante. De pronto, el azar de la vida ha alejado la
infancia, las raíces y al volver la vista atrás te das cuenta de lo que se ha
ido quedando por el camino. Un sendero lleno de vivencias que, por momentos, te
ha alejado de aquellas personas que, junto a los más íntimos de la familia, te
enseñaron, te formaron y te trasmitieron
unos valores que ni ellos sabían que tenían.
Un día,
sin avisar, se van y dejan un enorme vacío que ya nadie puede llenar. El hueco queda
ya ahí irremplazable, perdido en el abismo de ese tiempo pasado que parece que siempre fue mejor.
El
recuerdo queda anclado en aquel tiempo, en los niños que fuimos, en el cariño
que nos dieron, en mil gestos antes obviados y ahora valorados, en palabras que
no comprendimos y ahora repetimos como una cantinela aprendida de memoria.
Hoy he
visto mi reflejo en el cristal mojado, el de la mujer madura que soy y he rememorado aquella niña que se sentaba
contigo alrededor de la mesa camilla en aquellas otras tardes de lluvia de
otoño, y he recordado la agujas con las que me enseñabas a tejer y la paciencia
infinita que tenías conmigo, he visto tus manos ajiles manejando las agujas, y
tu voz pausada indicándome los entresijos de la labor. Hoy cuarenta años después
el recuerdo está vivo. No guardo aquella prenda que tejimos juntas, pero recuerdo
los colores y hasta el sonido metálico de las agujas entrelazando la labor. Han
quedado en mi memoria grabados a fuego y lluvia como la de aquellas otras
veladas alrededor del brasero de tu mesa camilla.
A
menudo decimos que siempre se van primero los buenos, pero no quiero caer en la
pedantería porque sé que no es cierto. Nos
iremos todos y aunque parezca mentira, aquí estamos de paso e iremos desfilando
uno tras otro camino del lugar de donde vinimos, que para cada cual será
diferente según su ideología, pero nos iremos. Es una de las verdades absolutas
de la vida.
No diré
que todo en ella fue bueno, seguro que algún defecto tenia, pero eso la hacía
más humana.
Que hasta
donde estés te llegué el descanso de los justos, de los buenos, de los que
dejan huella a su paso y tristeza en su ausencia.
Hay personas
que cuando desaparecen dejan indiferencia y escasa estela, como un mal perfume, otras, a pesar del tiempo, la distancia y
cierto alejamiento, dejan una estela inmensa e imborrable difícil de olvidar.
“Sólo muere quien es olvidado”
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