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sábado, 5 de julio de 2014


In Memorian.

Alrededor de la mesa camilla.

Las gotas de lluvia mojan poco a poco los cristales de mi ventana, resbalan por ella como si bailaran una danza lenta y triste, como si una extraña timidez les impidiera empañar el cristal.

En la calle, los árboles pierden las últimas hojas del otoño,  una amalgama de colores ocres, amarillos, verdes parecen  formar una inmensa, ligera  y frondosa alfombra  de hojas secas.

La lluvia arrecia y las aceras empiezan a brillar reflejando el paso ligero de los pocos paseantes. Las farolas reflejan la lluvia al caer que, poco a poco, va perdiendo fuerza.

Cuando cesa la lluvia es noche cerrada, veo mi gesto triste al otro lado del cristal  y recuerdo aquellas tardes de lluvia de la infancia donde la imaginación era un bien con el que entretenernos. Entonces pienso en ella, en su imagen cuarenta años atrás, la que se quedó como congelada en mis recuerdos, y la veo joven, tranquila, sabia. Con ese saber de la gente sencilla y generosa, dedicada a los demás.

Parece que los años han pasado en un instante. De pronto, el azar de la vida ha alejado la infancia, las raíces y al volver la vista atrás te das cuenta de lo que se ha ido quedando por el camino. Un sendero lleno de vivencias que, por momentos, te ha alejado de aquellas personas que, junto a los más íntimos de la familia, te enseñaron, te formaron y te  trasmitieron unos valores que ni ellos sabían que tenían.

Un día, sin avisar, se van y dejan un enorme vacío que ya nadie puede llenar. El hueco queda ya ahí irremplazable, perdido en el abismo de ese tiempo pasado  que parece que siempre fue mejor.

El recuerdo queda anclado en aquel tiempo, en los niños que fuimos, en el cariño que nos dieron, en mil gestos antes obviados y ahora valorados, en palabras que no comprendimos y ahora repetimos como una cantinela aprendida de memoria.

Hoy he visto mi reflejo en el cristal mojado, el de la mujer madura que soy  y he rememorado aquella niña que se sentaba contigo alrededor de la mesa camilla en aquellas otras tardes de lluvia de otoño, y he recordado la agujas con las que me enseñabas a tejer y la paciencia infinita que tenías conmigo, he visto tus manos ajiles manejando las agujas, y tu voz pausada indicándome los entresijos de la labor. Hoy cuarenta años después el recuerdo está vivo. No guardo aquella prenda que tejimos juntas, pero recuerdo los colores y hasta el sonido metálico de las agujas entrelazando la labor. Han quedado en mi memoria grabados a fuego y lluvia como la de aquellas otras veladas alrededor del brasero de tu mesa camilla.

A menudo decimos que siempre se van primero los buenos, pero no quiero caer en la pedantería porque  sé que no es cierto. Nos iremos todos y aunque parezca mentira, aquí estamos de paso e iremos desfilando uno tras otro camino del lugar de donde vinimos, que para cada cual será diferente según su ideología, pero nos iremos. Es una de las verdades absolutas de la vida.

No diré que todo en ella fue bueno, seguro que algún defecto tenia, pero eso la hacía más humana.

Que hasta donde estés te llegué el descanso de los justos, de los buenos, de los que dejan huella a su paso y tristeza en su ausencia.

Hay personas que cuando desaparecen dejan indiferencia y escasa estela, como un mal perfume,  otras, a pesar del tiempo, la distancia y cierto alejamiento, dejan una estela inmensa e imborrable difícil de olvidar.

 


“Sólo muere quien es olvidado”

 

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