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martes, 24 de junio de 2014


La eterna juventud.

Mi sueño hecho realidad.

                          1ª parte.

Me prometí a mí misma, después de superar unos momentos muy duros, que por muchas dificultades que me pusiera  la vida, no iba a perder la razón, ni a amargarme la existencia. Sería fuerte y aguantaría los reveses. Al fin y al cabo ¿Qué hay más importante que vivir? Además, estamos de paso, solo unos años y después toda una eternidad muertos, entonces ¿para que tomarnos todo tan en serio?

Estos eran mis razonamientos cuando tenía algún problema serio para el que no encontraba solución. Me había servido siempre para escapar de la ansiedad de los malos momentos, para volver  al camino de lo cotidiano, para no desesperar. Los años y las  malas experiencias vividas habían convertido mi frágil equilibrio psicológico  un círculo perfecto en el que cada día tenía más peso mi  habilidad para afrontar las adversidades que mi sensibilidad para padecerlas.

Un día Iba  distraída leyendo. El tren de cercanías traqueteaba mi libro electrónico que, entre mis manos, amenazaba con caer al suelo. Harta de que las letras bailaran antes mi ojos lo cerré mientras observaba de reojo al chico joven que no había parado de mirarme desde que me  subí al vagón. Esto no hubiera sido extraño en otra época, cuando tenía veinte años, incluso treinta, pero ahora no, apenas era capaz de recordar los días en los que algunos chicos me miraban así, con deseo.

No podía ser, yo debía estar equivocaba. Volví  detrás, por si había alguien más, pero no había nadie. Un misterio, un sueño, no sabía que pensar. Volvía a abrir el libro, pero mientras esperaba que apareciera mi página levanté la vista y vi mi reflejo distorsionado en le cristal de enfrente. Me sobresalté porque vi el contorno de mi cara, pero de cuando tenía veinte años. Fueron solo unos segundos, pero me trastorné.

Seguí leyendo, sin enterarme muy bien, releí una y otra vez la misma página, volví a cerrar el libro porque no podía concéntrame y el chico de enfrente no parabas de escanearme con la mirada.

Hacía tantos años que nadie me miraba,  que se me había olvidado por completo es sensación agradable, por un lado e incómoda por otro.

Volví a ver mi reflejo en el cristal y se me escapó un grito. El chico me miraba de reojo y sonreía. Sentía la necesidad de que acabara el trayecto y volver a casa, estaba empezando a ponerme nerviosa, no es normal que un chico de menos de treinta años  mire de ese modo a una mujer de 50.

Pensé que el cansancio me jugaba una mala pasada.

Bajé del tren y me dirigí a la parada de autobús, esperé diez minutos y por fin vi venir el 5. El conductor era el de siempre, pero me miró como si estuviera viendo visiones.

Al llegar a casa estaba tan agotada que ni siquiera cené. Me metí en la cama y me dormí al instante.

La eterna juventud

2ª parte.

 Desperté sobresaltada por  el zumbido del despertador, me parecía haber dormido solo unos minutos, sin embargo había pasado en la cama más de nueve horas.

Al girarme de lado para apagar el despertador, noté ese dolor de rodillas que llevaba meses martirizándome. La humedad, la artritis y los años se ponían en mi contra en una carrera inútil contra el tiempo.

Al levantarme noté un ligero mareo fruto de mis impertinentes cervicales.

Fui a la cocina y preparé la cafetera antes de meterme en la ducha. Mientras, pensé, mis articulaciones irían despertándose también.

Entré en el baño y me senté en la taza del wáter.  Al levantarme fue cuando vi mi imagen en el espejo, inmediatamente me desmaye.

Desperté dolorida, con un chichón en la cabeza y cierto aturdimiento, pues no sabía lo que pasaba. Por fin recordé el motivo de mi mareo y tuve un miedo terrible de que el espejo me devolviera la imagen de cuando tenía veinte años.

Con la madurez vinieron pronto los problemas de salud, pero nunca había tenido ningún trastorno psicológico, luego esto era nuevo. Mi cabeza, hasta ahora la única parte intacta de mi anatomía, amenazaba con fallarme también.

Me sentí ridícula tirada en el suelo del baño pensando que estaba loca. Me levanté poco a poco y decidí enfrentarme a la realidad.

Sin más preámbulos y con decisión me puse delante del espejo y miré mi imagen. Anonadada, confundida y trastornada vi mi cara de joven, pero al bajar la vista también vi que el cuerpo no se correspondía con la cara, era el mío, el de los cincuenta años.

¿Qué me había pasado entonces?  Estuve preguntándome toda la mañana, cada cinco minutos, que era el  intervalo de tiempo que tardaba en volver a mirarme al espejo.

Por fin llegué a la conclusión de que mi sueño, mi ilusión de ser joven se había hecho realidad, quizá por tanto desearlo, pero sólo a medias, porque ¿de que me servía volver a tener un rostro joven si el resto del cuerpo no me acompañaba?

Pensé en todas las veces que había criticado a esas mujeres que abusan de la cirugía estética y se dejan la cara como la de una muñeca hinchable, grotesca y sin expresión;  que siguen teniendo los mismos años,  sólo hay que mirar su forma de caminar, ahí no hay manera de disimularlo porque los movimientos  se vuelven más lentos y torpes.

Me arrepentí de haber deseado cambiar mi rostro de mujer mayor por el de una joven que ya no era yo, no solo porque mi físico hubiera cambiado, también lo había hecho mi manera de pensar y vivir. Ahora era más feliz que antes. Los años me habían dado seguridad, la madurez me había enseñado cosas que solo la experiencia enseña.

Las utopías que me planteaba antes, ahora sabía de sobra que no eran posibles, sin embargo luchaba por otros proyectos más cercanos y mundanos  que me daban esos momentos de felicidad que nunca antes había vivido. Nada tenían que ver con la pasión del amor, ni con las ilusiones inalcanzables de juventud. Ahora era una mujer segura, con el aplomo que da la experiencia, la sabiduría de haber vivido y aprendido.

Es verdad que aquella sensibilidad que me llevaba a observar detalles que a otros les pasaban desapercibidos, ahora es la misma, pero la manejo de otra manera. Es verdad que sigo siendo empática, que me afectan demasiado los problemas de los demás, pero ahora me tomo el tiempo necesario para mí, para hacer las cosas que me llenan, para reflexionar.

A partir de hoy, cuando me acueste, no volveré a pedir con tanto ahínco que mis sueños se hagan realidad, porque ahora sé que a veces se cumplen y después las consecuencias pueden ser terribles. A partir de hoy quiero ser como soy, con mis articulaciones pesadas y lentas, mi celulitis incipiente, mis canas y todos esos signos que me recuerdan cada día que he vivido ya cincuenta años, porque  si esto no fuera así, sería peor, porque no estaría viva y al fin y al cabo lo que importa es vivir y hacerlo lo mejor posible.

Esta experiencia me ha hecho recordar que hay que saber vivir con lo que se tiene, no deseando lo inalcanzable, ni lo imposible.

 

 

 

 

 

 

 

 

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