Polvorones en octubre.
1º parte.
La navidad empezaba cada día antes, sin
embargo, hacía tiempo que yo había dejado
de creer en un dios bueno que todo lo ve.
Avanzaba el mes de octubre y persistía
un calor agotador. Sin embargo, las
grandes superficies colmaban ya sus estanterías de polvorones, turrón y
juguetes; elevando su mensaje de paz y amor por encima de la situación de
cientos de personas que, como yo, sucumbían a una crisis que amenazaba con
dejarnos fuera del sistema.
Recibí la carta que cambiaría mi vida.
Acababa de dejar a mis dos hijos en el colegio, no me atrevía a abrirla, salí
corriendo en dirección al parque central de la ciudad. No podía parar de
correr, no quería parar y abrirla. Sabía que las noticias acabarían por
hundirme.
Pasada media hora me ahogaba, tuve que parar.
Me senté en un banco y vi, a lo lejos, como la luz del sol de aquel caluroso otoño, se filtraba
entre los árboles y se reflejaba entre
cientos de partículas de humedad
formando extrañas y bonitas sombras. Un olor intenso a jazmín penetró
por mi nariz a la vez que unos pájaros piaban. Por unos segundos me relajé,
cerré los ojos y disfruté de ese pequeño detalle que me ofrecía la naturaleza,
era lo único placentero que había
tenido en mucho tiempo.
Abrí la carta y mis sospechas se confirmaron,
ya no cobraría lo poco que hasta ahora me iba manteniendo.
Sola y con dos niños mi futuro se presentaba
más que negro. Mi ex hacía meses que tampoco podía contribuir a la manutención
de los niños y mis padres, jubilados ayudaban a mi hermano y su familia. El
circulo se cerraba para mí, por unos segundos pensé en acabar con todo, pero
haciendo lo que se me pasaba por la cabeza sólo acabaría conmigo y mis hijos
formaban parte de mi todo, luego no acabaría con todo. Necesitaba pensar,
encontrar una salida a mi situación.
Si de pronto venía el frio, mi hijo
necesitaría ropa, la del año anterior se le había quedado pequeña, la niña
aguantaría con lo que me había dado una vecina. Podía ir a la parroquia y
pedir, siempre hay una primera vez para todo.
Compré tres billetes de autobús con los
últimos euros que me quedaban y decidí que esa navidad sería diferente.
Después de cinco horas de viaje, estábamos
exhaustos. Cogimos otro autobús y, por fin llegamos a la sierra, aun sin saber
si mi amiga Malena seguiría viviendo allí, en ese rincón apartado del mundo.
Era nuestra única oportunidad.
El frio de aquel 23 de diciembre nos heló la
cara nada más salir del autobús. Nos quedaban aún más de dos km de camino.
Los primeros copos de nieve empezaron a caer
antes de ver la casa de mi amiga. Los niños se miraron incrédulos y sonrieron
por primera vez en muchos días. A lo lejos, por la chimenea de la única casa a
la vista, salía el humo delator de la presencia de Malena.
El perro empezó a ladrar y Malena abrió
la puerta muerta de curiosidad, no era frecuente la
presencia de personas por allí en aquella época. No nos conoció al momento,
pero al ver que venía una mujer y dos niños salió a ayudarnos con la maleta. Al
acercarse y reconocerme nos fundimos en un abrazo. Hacía más de diez años que
no nos veíamos, ella siempre me había dicho que si alguna vez me cansaba de la
ciudad y la necesitaba, sólo tenía que
ir a buscarla, que siempre sería bien recibida.
Les dimos de cenar a los niños y los
acomodamos, al momento se durmieron.
Malena y yo pasamos buena parte de la noche
hablando. Por supuesto podía quedarme en su casa todo el tiempo que quisiera.
Allí había comida y cariño de sobra para mí y mis hijos, además de leña para
calentarnos y cientos de cosas que hacer.
Polvorones en octubre. 2ª parte.
Me despertó el resplandor de la nieve
traspasando los cristales de la humilde habitación, esa claridad
inconfundible que sigue a una noche de intensa nevada , supuse que sería
tarde ¡hacia tanto tiempo que no dormía toda la noche sin que la ansiedad me
despertara!.
Un intenso olor a chocolate y papajotes
despertó mi apetito. Malena y los niños reían como si se conocieran de siempre.
Salté de la cama pensando que haría mucho
frio, pero la habitación estaba caldeada y fue muy agradable. Pasé al baño y
después de vestirme bajé a la cocina en busca de un suculento desayuno.
Encontré a los niños alrededor de Malena,
riendo como hacía tiempo no lo habían hecho. Se turnaban delante de la máquina
de embutir las morcillas que mi amiga había hecho. Nunca hubiera imaginado que
podía divertirles algo tan simple como desconocido para ellos.
Malena hizo un pequeño descanso y me indicó
con la mirada mi taza de chocolate. Lo bebí poco a poco disfrutando cada sorbo,
sin pensar en nada, sólo en la sonrisa de mis hijos que, sin duda, lo habían
pasado mal los meses precedentes al ver y sentir mi ansiedad ante momentos tan duros.
Cuando acabaron de darle a la manivela de la
máquina de embutir, los niños pidieron permiso para salir a pisar la nieve,
nunca lo habían hecho. Malena les hizo esperar unos momentos. Salió al patio
trasero, donde estaba el trastero y volvió con una especie de trineo que había
pertenecido a sus hijos. Los niños abrieron los ojos como si acabaran de ver la
última novedad en juguetes del mercado. Era un armatoste rudimentario hecho por
el marido de Malena cuando sus hijos eran pequeños, ella lo guardaba como todo,
para darle una segundo oportunidad.
Antes de darles permiso para salir a jugar,
Malena les pidió que fueran al gallinero a recoger los huevos y a darles de comer a una docena de gallinas y
pollos hambrientos. Los niños volvieron a abrir los ojos emocionados, no
representaba en absoluto un trabajo el encargo que les había hecho mi amiga.
Volvieron eufóricos del gallinero, con una
docena de huevos y con la nariz arrugada diciendo que las gallinas olían muy
mal.
Salieron a jugar con el trineo acompañados de
los perros. Mientras Malena y yo hacíamos la comida y recogíamos la casa. No
sin antes ventilar la casa y volver a poner leña en la chimenea y en las
estufas de hierro que había repartidas por la casa.
Esa misma tarde Malena me propuso que me
quedara allí a vivir. Me dijo que cerca, en la aldea, había un colegio siempre
dispuesto a recibir niños nuevos. Ella también necesitaba compañía, se sentía
algo sola. Sus hijos eran mayores e
independientes.
Polvorones en octubre 3ª parte.
Poco o nada tenía que pensar, aceptar o no la
propuesta de mi amiga dependía únicamente de mí. A veces, pensaba, es difícil
tomar decisiones que marcan la vida de
las personas a las que más quieres, depende solo de unas palabras, de una
decisión. Antes de decirle que sí, quería comprobar cómo se adaptaban los
niños.
Malena no me dejaba ni pensar, las palabras
salían de su boca atropelladamente, igual que les pasaba a mis hijos cuando
intentaban decirme algo muy importante para ellos y querían decírmelo los dos a
la vez.
De todas formas, no podía precipitarme,
necesitaba un tiempo. Aunque, si había ido hasta allí era porque no tenía
ningún otro recurso ¿y si había tomado la decisión precipitadamente? Las dudas
y las contradicciones no me dejaban ver lo que estaba pasando a mí alrededor.
Decidí pasar la navidad tranquilamente y dar una respuesta a Malena cuando
estuviera completamente segura, ahora necesitaba desahogarme, reír, disfrutar,
relajarme y ver a mis hijos contentos.
Malena vivía feliz a su manera, pero anclada
un poco en el pasado. Era una persona simple, sin demasiada capacidad como para
pensar que las cosas, fuera de su mundo, pudieran ser diferentes, o
complicadas, para ella todo era tan sencillo como su día a día de
supervivencia. No se hacía grandes
preguntas, ni cuestionaba si tal o cual cosa debía ser diferente, tampoco tenía
una opinión formada sobre los enigmas de la existencia, ella no necesitaba
complicarse la vida, como bien decía:” levantarse cada día y sobrevivir es ya
un esfuerzo, para que complicarse”. Llamaba
a las cosas por su nombre y era de una sinceridad extrema, no se molestaba en
disfrazar lo que era evidente, los niños estaban tan sorprendidos como felices
a su lado.
Después de la primera nevada vino la segunda
y prácticamente nos quedamos aislados, pero Malena lo tenía todo previsto,
había vivido toda la vida en ese medio. No se asustaba fácilmente ni por una
nevada de esas dimensiones ni por cualquier otra cosa que ella pudiera
resolver.
Los niños preguntaron si no decoraba la casa en Navidad.
-Hace años que aquí no venía un niño, dijo
Malena y la ilusión por la navidad
estaba olvidada.
Salió
de la cocina, atravesó el patio y volvió con una caja de cartón llena de polvo,
por el camino iba limpiando la capa de suciedad con el reverso de la manga. Los
niños la miraron sorprendidos, esperando la nueva sorpresa que, sin duda, iba a
darles su anfitriona.
Cortó la cuerda que mantenía la caja cerrada
con unas tijeras. Los niños estaban muertos de curiosidad y ella lo sabía, por
eso destapaba las cajas con mucha parsimonia, como para darle el efecto de
misterio que merecía la ocasión.
Cuando sacó la última caja, me di cuenta de
que eran viejas latas de galletas deterioradas por el paso del tiempo.
Seguramente habían hecho las delicias de los hijos de Malena cuando eran niños,
ahora reposaban encima de la mesa del comedor con las etiquetas apenas legibles
de: galletas rellenas variadas.
Cortó la cinta de la primera y ante los ojos
de los niños aparecieron varias cintas de espumillón brillante, campanillas de
colores y alguna que otra bola de colores. En la segunda caja había una
colección de figuritas como para llenar varios árboles de navidad. La que más
llamó la atención de Marina fue una jaula dorada en miniatura con un canario dentro, la tomó entre sus
manos y le daba vueltas, el pájaro se movía de un lado a otro como si estuviera
vivo. Había también un sol con ojos nariz y boca, sin duda hecho por los hijos
de mi amiga en el colegio cuando eran
pequeños. Los adornos eran antiguos, pero los niños estaban fascinados con
tanta sorpresa, aun les quedaban muchas en los días venideros.
En otra de las cajas había un nacimiento en
miniatura, pero Malena no quiso sacarlo porque escondía un recuerdo demasiado
duro para ella, del que no quería hablarles a los niños en ese momento, yo lo
sabía y por eso no insistí.
Como cada concesión que Malena hacía a los
niños, antes les pedía que hicieran alguna cosa
“de provecho” decía ella. No concebía que se les dieran todos los
caprichos, sin antes darles alguna obligación ¡Aprendí tanto de niños al lado
de aquella mujer de apariencia
ignorante! .
Polvorones en octubre 4ª parte.
Malena les pidió a los niños que se hicieran
sus camas y recogieran la habitación antes de empezar a ponerse con la
decoración de Navidad.
Marina y Daniel subieron corriendo a la
habitación, por primera vez hacían algo sin protestar. Quizá porque no era yo
la que se lo mandaba, quizá porque sabían que después vendría la recompensa.
Apenas llevábamos dos días y todo a nuestro alrededor estaba cambiando: La
aptitud de los niños, mi eterna ansiedad y Malena, todos parecíamos estar
ganado.
A media mañana hicimos un descanso en las
tareas de la casa y Malena volvió a atravesar el patio, esta vez salió a la
calle y volvió con una maceta en la que había un pino de tamaña mediano, sin
duda su finalidad no era que los niños lo llenaran de espumillón, campanas y
bolas, pero daba la impresión. Malena tenía recursos para todo. Cuando surgía
una duda se quedaba parada, con la mirada perdida y enseguida resolvía lo que
fuera.
Puso la maceta al lado de la chimenea y
acercó las cajas para que los niños decoraran el árbol a su gusto.
El
árbol era de pobres porque no le quedó ni un espacio vacío, ni una campanilla
por colgar. Una amalgama de colores imposibles rodeaba el pino, en la copa
pusieron una estrella gigante para que los reyes magos supieran guiarse bien y
no se equivocaran de lugar. Una amiga
mía decía que en la casa de los pobres se decoraban los árboles de
Navidad con todos los adornos que había, en la de los ricos, apenas unos lazos
y sin embargo relucían más.
Entre tanta alegría y algarabía sentí pena
por mis hijos, porque ese año los reyes magos no vendrían y también por Malena,
porque, aunque no dijera nada, la alegría de mis hijos le hizo recordar el
suceso más amargo de su vida, ese que ella no quería ni nombrar. Se enjugó los
ojos, se hizo la despistada, fue a la cocina y volvió rasgando una botella de
anís y cantando un villancico. Los niños se le unieron peleándose por quitarle
la botella. Para ellos, acostumbrados a la vida moderna de la ciudad, toda eran
novedades, tanto que no se acordaron hasta mucho más tarde del ordenador que
querían pedirles a los reyes, ni de la PlayStation de sus amigos con la que jugaban a diario. Malena
nos tenía sorprendidos. Su vitalidad y sus recursos estaban fuera de toda duda.
Esa misma tarde prometió a los niños que
harían mantecados con forma de estrella. Nada más acabar de
comer se fue a la cocina con los niños y sacó los utensilios para hacer los
dulces de Navidad.
Los niños amasaban, se manchaban y finalmente
estiraban la masa con el radillo para después
darle forma con los moldes y también con las manos, como si fuera
plastilina. Cuando el horno estuvo caliente y las bandejas listas, las
metieron. Al rato un delicioso olor se expandió por toda la casa y me
retrotrajo a mi infancia en el pueblo.
Al día siguiente estaba todo listo para
celebrar la Navidad. Teníamos la decoración, los dulces, mucha comida en la
despensa y la ilusión suficiente como para esperar impacientes a los hijos de
Malena con una mesa llena.
Polvorones en octubre 5ª parte.
El día de nochebuena me desperté pronto, el
sol entraba tibio por mi ventana iluminando la habitación. Abrí los ojos y lo
primero que oí fue el soniquete de unos villancicos antiguos. Cuando bajé a la
cocina vi en seguida que el sonido salía
de un viejo radio casete que había encima de la mesa. En esa casa todo parecía
anacrónico, hasta Malena, con su manera de vivir parecía anclada en el pasado,
un pasado sin carencias porque lo que no se conoce no puede echarse de menos.
Aun así los niños seguían fascinados con los utensilios y los aparatos que
usaba Malena, aún no habían visto todo,
les espera más de una sorpresa. A ellos y a mí que creía conocer a Malena, pero
la estaba conociendo ahora.
En seguida nos organizamos para repartirnos
en trabajo, nos esperaba un día de muchas ocupaciones.
Los niños recogieren la habitación e hicieron
la cama sin que nadie se lo dijera. Malena seguía diciéndome a modo de reproche
debían colaborar, que no era bueno que les diera todo hecho, que no debía tratarlos
como si fueran de porcelana porque “en
la vida hay que estar preparados para lo que venga”. El paso del tiempo le
daría la razón. También decía que los niños de ciudad son tristes y aburridos,
que no saben divertirse, ella se estaba encargando de que los míos no se
aburrieran.
Después de comer empezamos a preparar la cena
de Nochebuena, todo a base de productos naturales.
Malena decía que a sus hijos no les gustaba
la carne de los pollos que ella criaba, les parecía que tenían un sabor demasiado fuerte, preferían
los pollos que se vendían en el pueblo o en la ciudad “esos que no sabían a
nada” decía Malena y dejaba escapar una sonrisa pícara, pensando, con toda
seguridad, que sus hijos se habían
pasado a la otra orilla, a ese lugar donde la gente pierde el norte y nunca
llama a las cosas por su nombre. Donde lo bueno no tiene sabor, los vecinos se
cruzan en el ascensor y apenas se saludan, donde la gente no puede observar las
estaciones del año, ni oler el perfume de una flor, no tienen tiempo porque
pasan la vida trabajando y si lo tienen
lo gastan en salir a comprar para gastar el dinero que han estado ganado
durante toda la semana en despachos de luz artificial y fabricas impersonales y
frías. Todo para pasar la tarde de domingo en unos grandes almacenes, agobiados,
con los niños que piden todo lo que ven, todo aquello que los comerciantes
ponen a su altura para que se fijen y sientan el deseo de poseerlo.
Malena
sabe todo eso porque alguna vez sus hijos se han empeñado en que vaya a
visitarlos y le han mostrado ese mundo moderno y absurdo que se monta la gente
de ciudad para ¿Vivir? Eso para ella no es vida, ella quiere estar siempre
entre sus gallinas y su huerto, viendo pasar el tiempo a través de las
estaciones del año, saliendo a la puerta de su casa en verano para ver las
perseidas y en otoño para ver como poco a poco el bosque se viste de colores
ocres y en invierno para ver caer la nieve y embelesarse desde su ventana, y
ver la primavera, que es la estación que
más le gusta, porque la sierra se llena de flores, de pequeños y bonitos
insectos y de verde y el rio baja ruidoso y lleno y los árboles se visten de un
verde intenso y ella es feliz porque
cada primavera la vida parece nacer de nuevo. Ella es feliz pensando que lleva
la vida que quiere llevar. Por la mañana, a primera hora, durante toda la
primavera, recoge flores silvestres, hace un ramillete y lo lleva al
cementerio. Era lo que más le gustaba a su niña en primavera:
Salir a la pequeña pradera que había al lado
de la casa, cortar flores y hacer ramilletes que luego repartía por toda la
casa, decía que de mayor cultivaría flores. Pese a su corta edad se sabía el
nombre de casi todas, pero eso formaba parte de otra historia en la que Malena
no quería pensar.
Dejamos todo preparado después de comer. A
media tarde vinieron los hijos de Malena. Hacía muchos años que no los veía, se
habían convertido en dos hombres fuertes. Antes de llegar ya sabían de mi
presencia y estaban muy contentos por mí, pero sobre todo por su madre.
El mayor vino con su mujer y el pequeño solo.
Fue una verdadera cena de Nochebuena, al
acabar, Malena, algo achispada por las copitas de anís, se puso a cantar
villancicos con los niños y a contarles viejos cuentos de navidad. Hasta los
perros, sentados al lado de los niños parecían escuchar sus historias. Mientras, sus hijos y yo hablábamos de todo
un poco.
De Malena y la soledad en la que vivía y de
su invitación a que me quedara.
De pronto se hizo un silencio, solo se oía la
voz achispada de Malena a punto de contarles a los niños la segundo historia de
la noche. Sus hijos las conocían todas, las habían oído cientos de veces, pero
mis hijos, la nuera de Malena y yo no y pusimos atención. Quedamos todos en silencio,
solo se oía la voz de Malena, orgullosa
de que todos la escucharan.
La historia nos atrapó desde el principio, lo
que contaba era real, pero ella decía a los niños que era un cuento:
Los hombres buenos.
“-Antiguamente, así empezaban todas sus
historias, vivían muchas personas en el entorno, había pequeños cortijos
diseminados por toda la sierra, con grandes familias y pocos recursos.
Cuando alguna de las familias tenía un
problema, si estaba al alcance de las demás ayudar, lo hacían. En la época de
la matanza del cerdo, las mujeres se ayudaban, iban de cortijo en cortijo hasta
que acababan todas. Si alguien se ponía enfermo, llamaban a la curandera y con
plantas y brebajes se curaban. Unos se curaban, otros no –decía Malena con esa
sonrisa pícara que asomaba a sus labios
cuando tenía dudas sobre lo que estaba diciendo-.
Cuando nacía un niño, las demás mujeres
ayudaban a la madre en el parto y la cuidaban hasta que se reponía, le llevaban
ropa que ellas mismas confeccionaban, pero no todo era bienestar entre aquellas
personas. También surgían los problemas, las trifulcas, los desacuerdos, y para
ello contaban con” los hombres buenos” que eran personas con una bondad más que
demostrada y una habilidad innata para resolver problemas. Hacían de jueces,
mediaban entre los conflictos. A veces el cargo se heredaba de padres a hijos,
pero no conllevaba ningún beneficio económico, solo el placer de mediar y
resolver los problemas entre los convecinos. Estos acataban la resolución de los hombres buenos sin
cuestionar si había sido a favor o en contra, era un pacto no escrito, ni
sellado, pero si consolidado entre los habitantes del lugar”.
-¿Ahora también existen los “hombres buenos”?
preguntó Marina al acabar la historia.
-Claro que existen, pero ya no viven aquí,
porque aquellas familias y los cortijos han ido desapareciendo de la sierra a
lo largo de los años. Cuando haga mejor tiempo saldremos a pasear y os enseñaré
las ruinas de alguno de ellos. Os contaré la historia de cada uno.
-Entonces, afirmó mi hijo, lo que nos has
contado no es un cuento, es verdad.
-Sí, confesó Malena, es verdad, los hombres
buenos existieron y yo se cientos de historias que os contaré si os portáis
bien con mamá y hacéis los deberes.
-Recordadme que os cuente la historia de Pedro, el único
“hombre bueno” que conocí de niña.
Sonreí de soslayo porque yo sabía la
historia. Pedro era mi bisabuelo y yo había oído contar su historia a mi
abuela.
Polvorones en octubre 6ª parte.
En la existencia de Malena no había un día
sin importancia.
La vida podía ser dura con las personas como
lo estaba siendo conmigo y mis hijos, pero nada comparable con lo que había
sido con Malena.
Desde niña había vivido sin demasiados
recursos, los que ella misma se proporcionaba. Había perdido a sus padres demasiado joven, pero supo
superarlo, ella, luchadora nata, afrontaba las derrotas de la vida con
entereza. Cuando murió su marido también supo salir adelante y vio crecer a sus
hijos como siempre había imaginado, no flojeó más que lo justo. Sin embargo,
pasó algo en su vida que no había superado: La muerte de su hija cuando tenía
apenas doce años.
Tenía
muchos proyectos de futuro junto a la niña de sus ojos, tan dulce, tan buena,
tan inteligente, única a los ojos de Malena, pero la vida se encargó de arrebatársela
sin casi avisar.
No había sido capaz de quitarse el luto del
alma, de superar la etapa de duelo. la
presencia de la niña estaba siempre a su alrededor. Quizá lo peor era el
remordimiento, la culpa que sentía por no haber estado a su lado en el momento
de morir.
Habían pasado más de 20 años, pero el
recuerdo seguía ahí y dolía como casi el primer día.
Estaba agotada de pasar noches y días enteros
en el hospital cuando la familia se empeñó en que se fuera a descansar un rato,
como ya no le quedaban ni fuerzas para discutir les hizo caso y se fue, justo
la despertaron para darle la terrible noticia. Su niña se había ido y ella
siempre pensó que no se había despedido de ella y que seguro alguna cosa le
hubiera querido decir.
Cada vez que soñaba con ella el mundo se
abría bajo sus pies y podía ver el vacío inmenso que la niña había dejado. En
sus sueños la niña sonreía y cuando iba a decirle algo Malena salía corriendo
dejándola con la palabra en los labios, el sueño se repetía como un mantra.
Fue entonces, cuando murió la niña y Malena
creyó volverse loca, cuando la conocí.
Mi madre era íntima amiga suya de la infancia, pero vivíamos lejos y
aprovechando mis vacaciones del colegio se vino a cuidar a Malena durante todo
aquel verano. La amistad quedó tan consolidada que yo acabé llamándole “Tita”
como si fuera de mi familia. Creo que ella ahora se sentía en deuda y por eso
me acogía como si fuera mi madre.
A Malena le esperaba una buena noticia el día
de reyes, su hijo mayor la había estado reservando para darle una sorpresa.
La Navidad pasó rápida y el día de reyes se
acercaba. Me hubiera gustado ser más resolutiva y haber decidido ya lo que tenía
que hacer, pero las dudas, volvían una y
otra vez, como siempre que tenía un problema me costaba decidirme.
Una tarde me di cuenta de que los niños no habían
echado de menos nada, ni siquiera habían encendido la televisión, sus horas
estaban tan llenas de actividades nuevas
que pensé que se adaptarían bien al medio.
Fue Malena quien resolvió por mí diciéndome que
podía quedarme lo que quedaba de curso y si no me adaptaba, tendría todo el
verano para buscar otra salida. Le dije que si porque realmente creía que íbamos
a estar bien y porque no había otra alternativa.
No les dije nada a los niños, esperaría al día
de reyes. Así todos tendrían una agradable sorpresa.
Polvorones en octubre 7ª parte y final.
La víspera de reyes amaneció un día radiante,
el sol calentaba ahí fuera como en un día de primavera, pero la nieve se resistía
a derretirse. Después de desayunar, los niños salieron a hacer un muñeco de
nieve, los hijos y la nuera de Malena les acompañaron. Nosotras nos quedamos en la cocina pensando en
el menú de la noche.
De pronto, sin decir nada, Malena salió de la
cocina en dirección a la habitación que había al cruzar el patio, ésa donde
guardaba todos los tesoros de su anterior vida y que los niños empezaban a llamar
la habitación de Mary Poppins, por la cantidad de sorpresas que guardaba en ella.
En la habitación había de todo menos
limpieza, una espesa capa de polvo cubría las cajas amontonadas, pero en
perfecto orden y con etiquetas escritas en una caligrafía pésima. Malena sabía dónde
tenía cada cosa, ella guardaba todo y le daba siempre una segunda oportunidad a
cada objeto.
Decía que la gente de ciudad limpia
demasiado, que tenían todo tan impoluto
que a los niños no se les acostumbra a convivir con los microbios y por eso
cada día hay más alergias. Aseguraba que lo había oído en la radio y que por
eso ella no limpiaba tanto, era la excusa perfecta, pensaba yo que me costaba acostumbrarme
a la capa de polvo.
Había hecho más visitas a esa habitación en una
semana que durante los diez últimos años.
-Vamos a rescatar algunos juguetes de mis
hijos para que mañana, cuando se despierten los tuyos, tenga algo por lo que sonreír.
Cada vez me sorprendía más, no pude reprimir
la pregunta.
-Malena ¿si hubieras podido estudiar, hasta donde habrías
llegado?.
-Al mismo sitio, me contestó –si hubiera
estudiado seguramente no viviría aquí, el sitio que he elegido, donde soy feliz
y tengo todo lo que necesito, ya lo sabes, aquí la vida no es fácil, pero se
vive en plena naturaleza, formando parte de ella y notando que no estamos por
encima de todo, que somos un granito ínfimo en medio de la inmensidad.
Siempre me daba que pensar, aunque ella también
tenía contradicciones y alguna que otra superstición, era de las pocas personas
que había conocido en la vida que vivía como querría y, sobre todo, como
pensaba.
Sacó una caja y le limpio el polvo con el
reverso de la manga. La abrió y de ella salieron varios tesoros, como pensarían
los niños:
Un
tirachinas en perfecto estado, un aro de hierro para rodarlo, una muñeca de
plástico vestida de princesa, varios cuentos, un trompo, unas canicas de colores,
una cocina y varias piezas, todas en perfecto estado. Malena estaba dispuesta a
enseñar a mis hijos como se jugaba antes. Ante la disyuntiva de no tener reyes
y tener esto, estaba claro, no había donde elegir.
Envolvimos todo bien con papel que Malena
guardaba de otros regalos y lo escondimos detrás de las cajas.
Después me pidió que la acompañara a una de las habitaciones y cuando
abría la cómoda noté ese olor a lavanda
que perfumaba su ropa de casa, allí si tenía un perfecto orden y una minuciosa
limpieza. Sacó una caja limpia y perfumada y la puso encima de la cama. La abrió
y fue sacando todo un ajuar de bebé. Supuse que habría pertenecido a sus hijos
y no me equivoqué. Había varios jerséis confeccionados por ella misma que eran
una obra de arte, algún que otro faldón con encaje y lazos de raso que parecían
recién comprados. Los había guardado todos eso años esperando que alguien
pudiera usarlos.
Me dijo que había llegado el momento de
usarlos y yo me quedé sorprendida porque su hijo aun no le había comunicado que iba a ser abuela
Ella lo intuyó el primer día de ver a su nuera y se había contendió mucho
porque su nuera cruzaba las piernas y Malena decía que el bebé podía salir con
una vuelta de cordón. Las supersticiones y creencias de Malena era lo único que
nadie podía cuestiónale, formaban parte de ella como su pelo o su boca.
Por la noche, después de cenar, Malena les
dijo a los niños que limpiaran bien los zapatos y los dejaran delante de la
chimenea. Ellos se sorprendieron y le dijeron que si los reyes iban a traerles
algo. Hicieron varias preguntas porque no entendían que estando tan lejos de
casa lo reyes supieran donde dejarles algún regalo.
Malena les dijo que obedecieran y cuando tenían
los zapatos completamente limpios les dio restos de verdura para que se la
pusieran a los camellos y algún que otro mantecado para los reyes y muy
importante les dijo: -no os podeis olvidar de dejarles unas copitas de anís que
hace mucho frio y a los reyes les encanta. Los niños la miraban entre incrédulos
e inocentes y ella sonreía pensando que se las tomaría una detrás de otra.
Se acercó a ellos y les dijo que si tenían algún
deseo muy grande que pedirles a los reyes, los niños dijeron que si, ella ya lo
sabía.
Los llevó hasta la ventana y descorrió la cortina. Las estrellas relucían como en una
noche de verano, entonces Malena les dijo que miraran a la estrella más brillante de todas, que era mágica
y concedía los deseos de los niños buenos, tenía poderes mágicos y ahuyentaba
las pesadillas. Les dijo que cerraran los ojos y le pidieran con mucha
fuerza un solo deseo. Los niños cerraron los ojos y pidieron su deseo en
silencio. Después se fueron a la cama ilusionados.
Se despertaron muy pronto, pero Malena
ya estaba en la cocina preparando
chocolate y papajotes, a los niños les encantaba todo lo que les hacía.
El comedor estaba cerrado y los niños pidieron
permiso para entrar.
Debajo del árbol de navidad y encima de los
zapatos de todos había regalos. Hasta yo me sorprendí porque no esperaba nada.
Los niños abrieron unos sobres que Malena les
había dejado encima de los zapatos, sus pequeñas manos temblaban de emoción y
al abrir el primer sobre saltaron de alegría sin casi hacer caso de los demás
paquetes.
Vale por una larga estancia en este lugar. ¡Nos quedamos aquí a vivir, de
momento!
Miraron a Malena como asintiendo porque la
estrella a la que le habían pedido en deseo se lo había concedido.
Después abrieron el de Malena.
Vale por una excusión hasta el rio, donde os
enseñaré a distinguir las huellas de los animales, el canto de algunos pájaros y
el nombre de muchas plantas y para que se sirven.
Después abrieron los otros paquetes
atropelladamente y, aunque no sabían muy bien para que servían esos juguetes,
cuando Malena se lo explicó estuvieron encantados. Se pelaban por llevar el aro
en línea recta e insistían en salir a la calle a probar el tirachinas.
Llegó mi turno y abrí el sobre, ahí estaba la
admisión de mis hijos en la escuela de la aldea cercana y una propuesta de
trabajo en un hotel al lado de la escuela.
El hijo mayor de Malena y su nuera se
sorprendieron de su regalo. Ni más ni menos que la ropa para el niño que vendría,
no podían ni imaginar cómo lo había adivinado.
Cuando le dijeron que era una niña y se llamaría
como su hija, Malena supo que era el momento de quitarse el luto del alma, que
su niña, de alguna manera viviría en su nieta, al menos su nombre.
Aquella Navidad empecé a creer, si no en un
dios buenos que todo lo ve, si en personas buenas como Malena, capaces de dar
todo por los demás. Empecé a conciliarme con la vida. En apenas una semana todo
había dado un cambio rotundo.
Malena me dijo que si pasaba allí solo una
primavera ya nunca me sería indiferente ese lugar.
Y esperé esa primavera y la siguiente y me
enamoré del lugar casi tanto como Malena.
El olor, los sabores, los sonidos de los
pájaros y la explosión de colores y vida de aquella primavera acabaron por
convencerme de dónde estaba mi lugar.
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