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domingo, 1 de diciembre de 2013

POLVORONES EN OCTUBRE


Polvorones en octubre.
1º parte.
La navidad empezaba cada día antes, sin embargo, hacía tiempo que  yo había dejado de creer en un dios bueno que todo lo ve.
Avanzaba el mes de octubre y persistía un  calor agotador. Sin embargo, las grandes superficies colmaban ya sus estanterías de polvorones, turrón y juguetes; elevando su mensaje de paz y amor por encima de la situación de cientos de personas que, como yo, sucumbían a una crisis que amenazaba con dejarnos fuera del sistema.
Recibí la carta que cambiaría mi vida. Acababa de dejar a mis dos hijos en el colegio, no me atrevía a abrirla, salí corriendo en dirección al parque central de la ciudad. No podía parar de correr, no quería parar y abrirla. Sabía que las noticias acabarían por hundirme.
Pasada media hora me ahogaba, tuve que parar. Me senté en un banco y vi, a lo lejos, como la luz  del sol de aquel caluroso otoño, se filtraba entre los árboles  y se reflejaba entre cientos de partículas de humedad  formando extrañas y bonitas sombras. Un olor intenso a jazmín penetró por mi nariz a la vez que unos pájaros piaban. Por unos segundos me relajé, cerré los ojos y disfruté de ese pequeño detalle que me ofrecía la naturaleza, era lo único  placentero que había tenido  en mucho tiempo.
Abrí la carta y mis sospechas se confirmaron, ya no cobraría lo poco que hasta ahora me iba manteniendo.
Sola y con dos niños mi futuro se presentaba más que negro. Mi ex hacía meses que tampoco podía contribuir a la manutención de los niños y mis padres, jubilados ayudaban a mi hermano y su familia. El circulo se cerraba para mí, por unos segundos pensé en acabar con todo, pero haciendo lo que se me pasaba por la cabeza sólo acabaría conmigo y mis hijos formaban parte de mi todo, luego no acabaría con todo. Necesitaba pensar, encontrar una salida a mi situación.
Si de pronto venía el frio, mi hijo necesitaría ropa, la del año anterior se le había quedado pequeña, la niña aguantaría con lo que me había dado una vecina. Podía ir a la parroquia y pedir, siempre hay una primera vez para todo.
Compré tres billetes de autobús con los últimos euros que me quedaban y decidí que esa navidad sería diferente.
Después de cinco horas de viaje, estábamos exhaustos. Cogimos otro autobús y, por fin llegamos a la sierra, aun sin saber si mi amiga Malena seguiría viviendo allí, en ese rincón apartado del mundo. Era nuestra única oportunidad.
El frio de aquel 23 de diciembre nos heló la cara nada más salir del autobús. Nos quedaban aún más de dos km de camino.
Los primeros copos de nieve empezaron a caer antes de ver la casa de mi amiga. Los niños se miraron incrédulos y sonrieron por primera vez en muchos días. A lo lejos, por la chimenea de la única casa a la vista, salía el humo delator de la presencia de Malena.
El perro empezó a ladrar y Malena abrió la  puerta  muerta de curiosidad, no era frecuente la presencia de personas por allí en aquella época. No nos conoció al momento, pero al ver que venía una mujer y dos niños salió a ayudarnos con la maleta. Al acercarse y reconocerme nos fundimos en un abrazo. Hacía más de diez años que no nos veíamos, ella siempre me había dicho que si alguna vez me cansaba de la ciudad y  la necesitaba, sólo tenía que ir a buscarla, que siempre sería bien recibida.
Les dimos de cenar a los niños y los acomodamos, al momento se durmieron.
Malena y yo pasamos buena parte de la noche hablando. Por supuesto podía quedarme en su casa todo el tiempo que quisiera. Allí había comida y cariño de sobra para mí y mis hijos, además de leña para calentarnos y cientos de cosas que hacer.
Polvorones en octubre. 2ª parte.
Me despertó el resplandor de la nieve traspasando los cristales de la humilde habitación,  esa claridad  inconfundible que sigue a una noche de intensa nevada , supuse que sería tarde ¡hacia tanto tiempo que no dormía toda la noche sin que la ansiedad me despertara!.
Un intenso olor a chocolate y papajotes despertó mi apetito. Malena y los niños reían como si se conocieran de siempre.
Salté de la cama pensando que haría mucho frio, pero la habitación estaba caldeada y fue muy agradable. Pasé al baño y después de vestirme bajé a la cocina en busca de un suculento desayuno.
Encontré a los niños alrededor de Malena, riendo como hacía tiempo no lo habían hecho. Se turnaban delante de la máquina de embutir las morcillas que mi amiga había hecho. Nunca hubiera imaginado que podía divertirles algo tan simple como desconocido para ellos.
Malena hizo un pequeño descanso y me indicó con la mirada mi taza de chocolate. Lo bebí poco a poco disfrutando cada sorbo, sin pensar en nada, sólo en la sonrisa de mis hijos que, sin duda, lo habían pasado mal los meses precedentes al ver y sentir mi ansiedad ante  momentos tan duros.
Cuando acabaron de darle a la manivela de la máquina de embutir, los niños pidieron permiso para salir a pisar la nieve, nunca lo habían hecho. Malena les hizo esperar unos momentos. Salió al patio trasero, donde estaba el trastero y volvió con una especie de trineo que había pertenecido a sus hijos. Los niños abrieron los ojos como si acabaran de ver la última novedad en juguetes del mercado. Era un armatoste rudimentario hecho por el marido de Malena cuando sus hijos eran pequeños, ella lo guardaba como todo, para darle una segundo oportunidad. 
Antes de darles permiso para salir a jugar, Malena les pidió que fueran al gallinero a recoger los huevos y a  darles de comer a una docena de gallinas y pollos hambrientos. Los niños volvieron a abrir los ojos emocionados, no representaba en absoluto un trabajo el encargo que les había hecho mi amiga.
Volvieron eufóricos del gallinero, con una docena de huevos y con la nariz arrugada diciendo que las gallinas olían muy mal.
Salieron a jugar con el trineo acompañados de los perros. Mientras Malena y yo hacíamos la comida y recogíamos la casa. No sin antes ventilar la casa y volver a poner leña en la chimenea y en las estufas de hierro que había repartidas por la casa.
Esa misma tarde Malena me propuso que me quedara allí a vivir. Me dijo que cerca, en la aldea, había un colegio siempre dispuesto a recibir niños nuevos. Ella también necesitaba compañía, se sentía algo sola. Sus hijos eran mayores  e independientes.
Polvorones en octubre 3ª parte.
Poco o nada tenía que pensar, aceptar o no la propuesta de mi amiga dependía únicamente de mí. A veces, pensaba, es difícil tomar decisiones que marcan la  vida de las personas a las que más quieres, depende solo de unas palabras, de una decisión. Antes de decirle que sí, quería comprobar cómo se adaptaban los niños.
Malena no me dejaba ni pensar, las palabras salían de su boca atropelladamente, igual que les pasaba a mis hijos cuando intentaban decirme algo muy importante para ellos y querían decírmelo los dos a la vez.
De todas formas, no podía precipitarme, necesitaba un tiempo. Aunque, si había ido hasta allí era porque no tenía ningún otro recurso ¿y si había tomado la decisión precipitadamente? Las dudas y las contradicciones no me dejaban ver lo que estaba pasando a mí alrededor. Decidí pasar la navidad tranquilamente y dar una respuesta a Malena cuando estuviera completamente segura, ahora necesitaba desahogarme, reír, disfrutar, relajarme y ver a mis hijos contentos.
Malena vivía feliz a su manera, pero anclada un poco en el pasado. Era una persona simple, sin demasiada capacidad como para pensar que las cosas, fuera de su mundo, pudieran ser diferentes, o complicadas, para ella todo era tan sencillo como su día a día de supervivencia.  No se hacía grandes preguntas, ni cuestionaba si tal o cual cosa debía ser diferente, tampoco tenía una opinión formada sobre los enigmas de la existencia, ella no necesitaba complicarse la vida, como bien decía:” levantarse cada día y sobrevivir es ya un esfuerzo, para que complicarse”.  Llamaba a las cosas por su nombre y era de una sinceridad extrema, no se molestaba en disfrazar lo que era evidente, los niños estaban tan sorprendidos como felices a su lado.
Después de la primera nevada vino la segunda y prácticamente nos quedamos aislados, pero Malena lo tenía todo previsto, había vivido toda la vida en ese medio. No se asustaba fácilmente ni por una nevada de esas dimensiones ni por cualquier otra cosa que ella pudiera resolver.
Los niños preguntaron si  no decoraba la casa en Navidad.
-Hace años que aquí no venía un niño, dijo Malena  y la ilusión por la navidad estaba olvidada.
 Salió de la cocina, atravesó el patio y volvió con una caja de cartón llena de polvo, por el camino iba limpiando la capa de suciedad con el reverso de la manga. Los niños la miraron sorprendidos, esperando la nueva sorpresa que, sin duda, iba a darles su anfitriona.
Cortó la cuerda que mantenía la caja cerrada con unas tijeras. Los niños estaban muertos de curiosidad y ella lo sabía, por eso destapaba las cajas con mucha parsimonia, como para darle el efecto de misterio que merecía la ocasión.
Cuando sacó la última caja, me di cuenta de que eran viejas latas de galletas deterioradas por el paso del tiempo. Seguramente habían hecho las delicias de los hijos de Malena cuando eran niños, ahora reposaban encima de la mesa del comedor con las etiquetas apenas legibles de: galletas rellenas  variadas.
Cortó la cinta de la primera y ante los ojos de los niños aparecieron varias cintas de espumillón brillante, campanillas de colores y alguna que otra bola de colores. En la segunda caja había una colección de figuritas como para llenar varios árboles de navidad. La que más llamó la atención de Marina fue una jaula dorada en miniatura  con un canario dentro, la tomó entre sus manos y le daba vueltas, el pájaro se movía de un lado a otro como si estuviera vivo. Había también un sol con ojos nariz y boca, sin duda hecho por los hijos de mi amiga  en el colegio cuando eran pequeños. Los adornos eran antiguos, pero los niños estaban fascinados con tanta sorpresa, aun les quedaban muchas en los días venideros.
En otra de las cajas había un nacimiento en miniatura, pero Malena no quiso sacarlo porque escondía un recuerdo demasiado duro para ella, del que no quería hablarles a los niños en ese momento, yo lo sabía y por eso no insistí.
Como cada concesión que Malena hacía a los niños, antes les pedía que hicieran alguna cosa  “de provecho” decía ella. No concebía que se les dieran todos los caprichos, sin antes darles alguna obligación ¡Aprendí tanto de niños al lado de aquella mujer de apariencia  ignorante! .


Polvorones en octubre 4ª parte.
Malena les pidió a los niños que se hicieran sus camas y recogieran la habitación antes de empezar a ponerse con la decoración de Navidad.
Marina y Daniel subieron corriendo a la habitación, por primera vez hacían algo sin protestar. Quizá porque no era yo la que se lo mandaba, quizá porque sabían que después vendría la recompensa. Apenas llevábamos dos días y todo a nuestro alrededor estaba cambiando: La aptitud de los niños, mi eterna ansiedad y Malena, todos parecíamos estar ganado.
A media mañana hicimos un descanso en las tareas de la casa y Malena volvió a atravesar el patio, esta vez salió a la calle y volvió con una maceta en la que había un pino de tamaña mediano, sin duda su finalidad no era que los niños lo llenaran de espumillón, campanas y bolas, pero daba la impresión. Malena tenía recursos para todo. Cuando surgía una duda se quedaba parada, con la mirada perdida y enseguida resolvía lo que fuera.
Puso la maceta al lado de la chimenea y acercó las cajas para que los niños decoraran el árbol a su gusto.
 El árbol era de pobres porque no le quedó ni un espacio vacío, ni una campanilla por colgar. Una amalgama de colores imposibles rodeaba el pino, en la copa pusieron una estrella gigante para que los reyes magos supieran guiarse bien y no se equivocaran de lugar. Una amiga  mía decía que en la casa de los pobres se decoraban los árboles de Navidad con todos los adornos que había, en la de los ricos, apenas unos lazos y sin embargo relucían más.
Entre tanta alegría y algarabía sentí pena por mis hijos, porque ese año los reyes magos no vendrían y también por Malena, porque, aunque no dijera nada, la alegría de mis hijos le hizo recordar el suceso más amargo de su vida, ese que ella no quería ni nombrar. Se enjugó los ojos, se hizo la despistada, fue a la cocina y volvió rasgando una botella de anís y cantando un villancico. Los niños se le unieron peleándose por quitarle la botella. Para ellos, acostumbrados a la vida moderna de la ciudad, toda eran novedades, tanto que no se acordaron hasta mucho más tarde del ordenador que querían pedirles a los reyes, ni de la PlayStation de sus  amigos con la que jugaban a diario. Malena nos tenía sorprendidos. Su vitalidad y sus recursos estaban fuera de toda duda.
Esa misma tarde prometió a los niños que harían  mantecados  con forma de estrella. Nada más acabar de comer se fue a la cocina con los niños y sacó los utensilios para hacer los dulces de Navidad.
Los niños amasaban, se manchaban y finalmente estiraban la masa con el radillo para después  darle forma con los moldes y también con las manos, como si fuera plastilina. Cuando el horno estuvo caliente y las bandejas listas, las metieron. Al rato un delicioso olor se expandió por toda la casa y me retrotrajo a mi infancia en el pueblo.
Al día siguiente estaba todo listo para celebrar la Navidad. Teníamos la decoración, los dulces, mucha comida en la despensa y la ilusión suficiente como para esperar impacientes a los hijos de Malena con una mesa llena.
 
Polvorones en octubre 5ª parte.
El día de nochebuena me desperté pronto, el sol entraba tibio por mi ventana iluminando la habitación. Abrí los ojos y lo primero que oí fue el soniquete de unos villancicos antiguos. Cuando bajé a la cocina  vi en seguida que el sonido salía de un viejo radio casete que había encima de la mesa. En esa casa todo parecía anacrónico, hasta Malena, con su manera de vivir parecía anclada en el pasado, un pasado sin carencias porque lo que no se conoce no puede echarse de menos. Aun así los niños seguían fascinados con los utensilios y los aparatos que usaba Malena, aún  no habían visto todo, les espera más de una sorpresa. A ellos y a mí que creía conocer a Malena, pero la estaba conociendo ahora.
En seguida nos organizamos para repartirnos en trabajo, nos esperaba un día de muchas ocupaciones.
Los niños recogieren la habitación e hicieron la cama sin que nadie se lo dijera. Malena seguía diciéndome a modo de reproche debían colaborar, que no era bueno que les diera todo hecho, que no debía tratarlos como si fueran de porcelana porque  “en la vida hay que estar preparados para lo que venga”. El paso del tiempo le daría la razón. También decía que los niños de ciudad son tristes y aburridos, que no saben divertirse, ella se estaba encargando de que los míos no se aburrieran.
Después de comer empezamos a preparar la cena de Nochebuena, todo a base de productos naturales.
Malena decía que a sus hijos no les gustaba la carne de los pollos que ella criaba, les parecía  que tenían un sabor demasiado fuerte, preferían los pollos que se vendían en el pueblo o en la ciudad “esos que no sabían a nada” decía Malena y dejaba escapar una sonrisa pícara, pensando, con toda seguridad, que sus hijos  se habían pasado a la otra orilla, a ese lugar donde la gente pierde el norte y nunca llama a las cosas por su nombre. Donde lo bueno no tiene sabor, los vecinos se cruzan en el ascensor y apenas se saludan, donde la gente no puede observar las estaciones del año, ni oler el perfume de una flor, no tienen tiempo porque pasan la vida trabajando  y si lo tienen lo gastan en salir a comprar para gastar el dinero que han estado ganado durante toda la semana en despachos de luz artificial y fabricas impersonales y frías. Todo para pasar la tarde de domingo en unos grandes almacenes, agobiados, con los niños que piden todo lo que ven, todo aquello que los comerciantes ponen a su altura para que se fijen y sientan el deseo de poseerlo.
 Malena sabe todo eso porque alguna vez sus hijos se han empeñado en que vaya a visitarlos y le han mostrado ese mundo moderno y absurdo que se monta la gente de ciudad para ¿Vivir? Eso para ella no es vida, ella quiere estar siempre entre sus gallinas y su huerto, viendo pasar el tiempo a través de las estaciones del año, saliendo a la puerta de su casa en verano para ver las perseidas y en otoño para ver como poco a poco el bosque se viste de colores ocres y en invierno para ver caer la nieve y embelesarse desde su ventana, y ver la  primavera, que es la estación que más le gusta, porque la sierra se llena de flores, de pequeños y bonitos insectos y de verde y el rio baja ruidoso y lleno y los árboles se visten de un verde intenso y ella es feliz  porque cada primavera la vida parece nacer de nuevo. Ella es feliz pensando que lleva la vida que quiere llevar. Por la mañana, a primera hora, durante toda la primavera, recoge flores silvestres, hace un ramillete y lo lleva al cementerio. Era lo que más le gustaba a su niña en primavera:
Salir a la pequeña pradera que había al lado de la casa, cortar flores y hacer ramilletes que luego repartía por toda la casa, decía que de mayor cultivaría flores. Pese a su corta edad se sabía el nombre de casi todas, pero eso formaba parte de otra historia en la que Malena no quería pensar.
Dejamos todo preparado después de comer. A media tarde vinieron los hijos de Malena. Hacía muchos años que no los veía, se habían convertido en dos hombres fuertes. Antes de llegar ya sabían de mi presencia y estaban muy contentos por mí, pero sobre todo por su madre.
El mayor vino con su mujer y el pequeño solo.
Fue una verdadera cena de Nochebuena, al acabar, Malena, algo achispada por las copitas de anís, se puso a cantar villancicos con los niños y a contarles viejos cuentos de navidad. Hasta los perros, sentados al lado de los niños parecían escuchar sus historias.  Mientras, sus hijos y yo hablábamos de todo un poco.
De Malena y la soledad en la que vivía y de su invitación a que me quedara.
De pronto se hizo un silencio, solo se oía la voz achispada de Malena a punto de contarles a los niños la segundo historia de la noche. Sus hijos las conocían todas, las habían oído cientos de veces, pero mis hijos, la nuera de Malena y yo no y  pusimos atención. Quedamos todos en silencio, solo se oía  la voz de Malena, orgullosa de que todos la escucharan.
La historia nos atrapó desde el principio, lo que contaba era real, pero ella decía a los niños que era un cuento:
Los hombres buenos.
“-Antiguamente, así empezaban todas sus historias, vivían muchas personas en el entorno, había pequeños cortijos diseminados por toda la sierra, con grandes familias y pocos recursos.
Cuando alguna de las familias tenía un problema, si estaba al alcance de las demás ayudar, lo hacían. En la época de la matanza del cerdo, las mujeres se ayudaban, iban de cortijo en cortijo hasta que acababan todas. Si alguien se ponía enfermo, llamaban a la curandera y con plantas y brebajes se curaban. Unos se curaban, otros no –decía Malena con esa sonrisa pícara que asomaba a sus labios  cuando tenía dudas sobre lo que estaba diciendo-.
Cuando nacía un niño, las demás mujeres ayudaban a la madre en el parto y la cuidaban hasta que se reponía, le llevaban ropa que ellas mismas confeccionaban, pero no todo era bienestar entre aquellas personas. También surgían los problemas, las trifulcas, los desacuerdos, y para ello contaban con” los hombres buenos” que eran personas con una bondad más que demostrada y una habilidad innata para resolver problemas. Hacían de jueces, mediaban entre los conflictos. A veces el cargo se heredaba de padres a hijos, pero no conllevaba ningún beneficio económico, solo el placer de mediar y resolver los problemas entre los convecinos. Estos acataban  la resolución de los hombres buenos sin cuestionar si había sido a favor o en contra, era un pacto no escrito, ni sellado, pero si consolidado entre los habitantes del lugar”.
-¿Ahora también existen los “hombres buenos”? preguntó Marina al acabar la historia.
-Claro que existen, pero ya no viven aquí, porque aquellas familias y los cortijos han ido desapareciendo de la sierra a lo largo de los años. Cuando haga mejor tiempo saldremos a pasear y os enseñaré las ruinas de alguno de ellos. Os contaré la historia de cada uno.
-Entonces, afirmó mi hijo, lo que nos has contado no es un cuento, es verdad.
-Sí, confesó Malena, es verdad, los hombres buenos existieron y yo se cientos de historias que os contaré si os portáis bien con mamá y hacéis los deberes.
-Recordadme  que os cuente la historia de Pedro, el único “hombre bueno” que conocí de niña.
Sonreí de soslayo porque yo sabía la historia. Pedro era mi bisabuelo y yo había oído contar su historia a mi abuela.

Polvorones en octubre 6ª parte.
En la existencia de Malena no había un día sin importancia.
La vida podía ser dura con las personas como lo estaba siendo conmigo y mis hijos, pero nada comparable con lo que había sido con Malena.
Desde niña había vivido sin demasiados recursos, los que ella misma se proporcionaba. Había perdido  a sus padres demasiado joven, pero supo superarlo, ella, luchadora nata, afrontaba las derrotas de la vida con entereza. Cuando murió su marido también supo salir adelante y vio crecer a sus hijos como siempre había imaginado, no flojeó más que lo justo. Sin embargo, pasó algo en su vida que no había superado: La muerte de su hija cuando tenía apenas doce años.
 Tenía muchos proyectos de futuro junto a la niña de sus ojos, tan dulce, tan buena, tan inteligente, única a los ojos de Malena, pero la vida se encargó de arrebatársela sin casi avisar.
No había sido capaz de quitarse el luto del alma, de superar la etapa de duelo.  la presencia de la niña estaba siempre a su alrededor. Quizá lo peor era el remordimiento, la culpa que sentía por no haber estado a su lado en el momento de morir.
Habían pasado más de 20 años, pero el recuerdo seguía ahí y dolía como casi el primer día.
Estaba agotada de pasar noches y días enteros en el hospital cuando la familia se empeñó en que se fuera a descansar un rato, como ya no le quedaban ni fuerzas para discutir les hizo caso y se fue, justo la despertaron para darle la terrible noticia. Su niña se había ido y ella siempre pensó que no se había despedido de ella y que seguro alguna cosa le hubiera querido decir.
Cada vez que soñaba con ella el mundo se abría bajo sus pies y podía ver el vacío inmenso que la niña había dejado. En sus sueños la niña sonreía y cuando iba a decirle algo Malena salía corriendo dejándola con la palabra en los labios, el sueño se repetía como un mantra.
Fue entonces, cuando murió la niña y Malena creyó volverse loca, cuando  la conocí. Mi madre era íntima amiga suya de la infancia, pero vivíamos lejos y aprovechando mis vacaciones del colegio se vino a cuidar a Malena durante todo aquel verano. La amistad quedó tan consolidada que yo acabé llamándole “Tita” como si fuera de mi familia. Creo que ella ahora se sentía en deuda y por eso me acogía como si fuera mi madre.
A Malena le esperaba una buena noticia el día de reyes, su hijo mayor la había estado reservando para darle una sorpresa.
La Navidad pasó rápida y el día de reyes se acercaba. Me hubiera gustado ser más resolutiva y haber decidido ya lo que tenía que  hacer, pero las dudas, volvían una y otra vez, como siempre que tenía un problema me costaba decidirme.
Una tarde me di cuenta de que los niños no habían echado de menos nada, ni siquiera habían encendido la televisión, sus horas estaban  tan llenas de actividades nuevas que pensé que se adaptarían bien al medio.
Fue Malena quien resolvió por mí diciéndome que podía quedarme lo que quedaba de curso y si no me adaptaba, tendría todo el verano para buscar otra salida. Le dije que si porque realmente creía que íbamos a estar bien y porque no había otra alternativa.
No les dije nada a los niños, esperaría al día de reyes. Así todos tendrían una agradable sorpresa.



Polvorones en octubre 7ª parte y final.
La víspera de reyes amaneció un día radiante, el sol calentaba ahí fuera como en un día de primavera, pero la nieve se resistía a derretirse. Después de desayunar, los niños salieron a hacer un muñeco de nieve, los hijos y la nuera de Malena les acompañaron.  Nosotras nos quedamos en la cocina pensando en el menú de la noche.
De pronto, sin decir nada, Malena salió de la cocina en dirección a la habitación que había al cruzar el patio, ésa donde guardaba todos los tesoros de su anterior vida y que los niños empezaban a llamar la habitación de Mary Poppins, por la cantidad de  sorpresas que guardaba en ella.
En la habitación había de todo menos limpieza, una espesa capa de polvo cubría las cajas amontonadas, pero en perfecto orden y con etiquetas escritas en una caligrafía pésima. Malena sabía dónde tenía cada cosa, ella guardaba todo y le daba siempre una segunda oportunidad a cada objeto.
Decía que la gente de ciudad limpia demasiado, que tenían  todo tan impoluto que a los niños no se les acostumbra a convivir con los microbios y por eso cada día hay más alergias. Aseguraba que lo había oído en la radio y que por eso ella no limpiaba tanto, era la excusa perfecta, pensaba yo que me costaba acostumbrarme a la capa de polvo.
Había hecho más visitas a esa habitación en una semana que durante los diez últimos años.
-Vamos a rescatar algunos juguetes de mis hijos para que mañana, cuando se despierten  los tuyos, tenga algo por lo que sonreír.
Cada vez me sorprendía más, no pude reprimir la pregunta.
-Malena ¿si  hubieras podido estudiar, hasta donde habrías llegado?.
-Al mismo sitio, me contestó –si hubiera estudiado seguramente no viviría aquí, el sitio que he elegido, donde soy feliz y tengo todo lo que necesito, ya lo sabes, aquí la vida no es fácil, pero se vive en plena naturaleza, formando parte de ella y notando que no estamos por encima de todo, que somos un granito ínfimo en medio de la inmensidad.
Siempre me daba que pensar, aunque ella también tenía contradicciones y alguna que otra superstición, era de las pocas personas que había conocido en la vida que vivía como querría y, sobre todo, como pensaba.
Sacó una caja y le limpio el polvo con el reverso de la manga. La abrió y de ella salieron varios tesoros, como pensarían los niños:
 Un tirachinas en perfecto estado, un aro de hierro para rodarlo, una muñeca de plástico vestida de princesa, varios cuentos, un trompo, unas canicas de colores, una cocina y varias piezas, todas en perfecto estado. Malena estaba dispuesta a enseñar a mis hijos como se jugaba antes. Ante la disyuntiva de no tener reyes y tener esto, estaba claro, no había donde elegir.
Envolvimos todo bien con papel que Malena guardaba de otros regalos y lo escondimos detrás de las cajas.


Después me pidió que  la acompañara a una de las habitaciones y cuando abría la cómoda  noté ese olor a lavanda que perfumaba su ropa de casa, allí si tenía un perfecto orden y una minuciosa limpieza. Sacó una caja limpia y perfumada y la puso encima de la cama. La abrió y fue sacando todo un ajuar de bebé. Supuse que habría pertenecido a sus hijos y no me equivoqué. Había varios jerséis confeccionados por ella misma que eran una obra de arte, algún que otro faldón con encaje y lazos de raso que parecían recién comprados. Los había guardado todos eso años esperando que alguien pudiera usarlos.
Me dijo que había llegado el momento de usarlos y yo me quedé sorprendida porque su hijo  aun no le había comunicado que iba a ser abuela Ella lo intuyó el primer día de ver a su nuera y se había contendió mucho porque su nuera cruzaba las piernas y Malena decía que el bebé podía salir con una vuelta de cordón. Las supersticiones y creencias de Malena era lo único que nadie podía cuestiónale, formaban parte de ella como su pelo o su boca.
Por la noche, después de cenar, Malena les dijo a los niños que limpiaran bien los zapatos y los dejaran delante de la chimenea. Ellos se sorprendieron y le dijeron que si los reyes iban a traerles algo. Hicieron varias preguntas porque no entendían que estando tan lejos de casa lo reyes supieran donde dejarles algún regalo.
Malena les dijo que obedecieran y cuando tenían los zapatos completamente limpios les dio restos de verdura para que se la pusieran a los camellos y algún que otro mantecado para los reyes y muy importante les dijo: -no os podeis olvidar de dejarles unas copitas de anís que hace mucho frio y a los reyes les encanta. Los niños la miraban entre incrédulos e inocentes y ella sonreía pensando que se las tomaría una detrás de otra.  
Se acercó a ellos y les dijo que si tenían algún deseo muy grande que pedirles a los reyes, los niños dijeron que si, ella ya lo sabía.
Los llevó hasta la ventana y descorrió   la cortina. Las estrellas relucían como en una noche de verano, entonces Malena les dijo que miraran a  la estrella más brillante de todas, que era mágica y concedía los deseos de los niños buenos, tenía poderes mágicos y ahuyentaba las pesadillas. Les dijo   que cerraran los ojos y le pidieran con mucha fuerza un solo deseo. Los niños cerraron los ojos y pidieron su deseo en silencio. Después se fueron a la cama ilusionados.
Se despertaron muy pronto, pero Malena ya  estaba en la cocina preparando chocolate y papajotes, a los niños les encantaba todo lo que les hacía.
El comedor estaba cerrado y los niños pidieron permiso para entrar.
Debajo del árbol de navidad y encima de los zapatos de todos había regalos. Hasta yo me sorprendí porque no esperaba nada.
Los niños abrieron unos sobres que Malena les había dejado encima de los zapatos, sus pequeñas manos temblaban de emoción y al abrir el primer sobre saltaron de alegría sin casi hacer caso de los demás paquetes.  
Vale por una larga estancia  en este lugar. ¡Nos quedamos aquí a vivir, de momento!
Miraron a Malena como asintiendo porque la estrella a la que le habían pedido en deseo se lo había concedido.
Después abrieron el de Malena.
Vale por una excusión hasta el rio, donde os enseñaré a distinguir las huellas de los animales, el canto de algunos pájaros y el nombre de muchas plantas y para que se sirven.
Después abrieron los otros paquetes atropelladamente y, aunque no sabían muy bien para que servían esos juguetes, cuando Malena se lo explicó estuvieron encantados. Se pelaban por llevar el aro en línea recta e insistían en salir a la calle a probar el tirachinas.
Llegó mi turno y abrí el sobre, ahí estaba la admisión de mis hijos en la escuela de la aldea cercana y una propuesta de trabajo en un hotel al lado de la escuela.
El hijo mayor de Malena y su nuera se sorprendieron de su regalo. Ni más ni menos que la ropa para el niño que vendría, no podían ni imaginar cómo lo había adivinado.
Cuando le dijeron que era una niña y se llamaría como su hija, Malena supo que era el momento de quitarse el luto del alma, que su niña, de alguna manera viviría en su nieta, al menos su nombre.
Aquella Navidad empecé a creer, si no en un dios buenos que todo lo ve, si en personas buenas como Malena, capaces de dar todo por los demás. Empecé a conciliarme con la vida. En apenas una semana todo había dado un cambio rotundo.
Malena me dijo que si pasaba allí solo una primavera ya nunca me sería indiferente ese lugar.
Y esperé esa primavera y la siguiente y me enamoré del lugar casi tanto como Malena.
El olor, los sabores, los sonidos de los pájaros y la explosión de colores y vida de aquella primavera acabaron por convencerme de dónde estaba mi lugar.




















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