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miércoles, 11 de septiembre de 2013

EL JUEGO DE LA MARGARITA.





                   

 



Pasaron cinco años, cuatro meses y algunos días, igual que una condena, desde aquella fatídica noche.

  En un  primer momento sentí que  contar mi secreto sería la única forma de liberarme de la culpa, pero no encontraba la forma de hacerlo.

Mi necesidad se volvía acuciante por momentos. Entonces se me ocurrió inventar una palabra, una jitanjáfora que al pronunciarla me sirviera de desahogo, pero no dio resultado porque, si nadie sabía lo que quería comunicar ¿de qué me servía?

Por entonces, mis novelas habían empezado a alcanzar  un gran éxito.  Cada día tenía más adeptos. La cobertura mediática empezaba a sobrepasarme.

 A medida que mi fama crecía, lo hacía también mi necesidad de desahogo.

Estaba atrapado entre mi mundo interior lleno de culpa y el reciente éxito, por otra parte inmerecido, pensaba yo entonces.

Las musas me abandonaron en poco tiempo, como se debe abandonar un mal hábito: sin contemplaciones. 

En la siguiente novela me quedé sin argumentos, sin ideas. El éxito mediático, se fue igual que vino, sin enterarme muy bien por dónde.

El tiempo pasaba inexorable y yo me sumía cada vez más en  pensamientos obsesivos. Pronto, la prensa y el público se olvidaron de mí. Igual que llegaban las invitaciones  a eventos, dejaron de mandármelas.

Volví a ser un individuo más,  con las mismas dudas e idéntica desazón.

Un día y otro, una semana, un mes, y las musas seguían  de vacaciones.

De pronto,  una noche de insomnio, temí la aversión por las letras, lo único que me había motivado  toda mi vida.

Mi cabeza parecía una noria de feria, daba vueltas sin llegar a sitio alguno.

Me levanté, cogí papel y bolígrafo   y empecé a escribir lo primero que se me ocurría. Palabras sin sentido, inconexas, vocablos que amenazaban la armonía de una frase o un párrafo.  Definitivamente  estaba perdiendo la razón.

 Volví a meterme en el que un día fuera mi  tálamo y permanecí quieto, en silencio, a oscuras, respirando su aroma de mujer que aun impregnaba las sábanas. Dejé que la música sonara y me perdí entre sus notas. Entonces vino la inspiración, las musas volvieron todas a la vez. Salté de la cama, abrí mi ordenador y ahí estaba la hoja de Word en blanco, esperando que le contara mi secreto.

Repasé el esbozo de mi última novela inconclusa, creé un personaje, le di nombre, apellidos, lugar de residencia, características físicas y perfil psicológico. Por último  puse en su boca las palabras que necesitaba decir, el secreto que tanto bien me haría contar. Creé un escenario, inventé, volví a  inventar y mi personaje le contó a mis lectores y al mundo lo que yo necesitaba verbalizar. Mi secreto.

Me encerré en el estudio y escribí día y noche. Apenas unas horas de descanso, un refrigerio y de nuevo me sentaba delante del ordenador.

Con los últimos rayos de sol, me permitía salir a dar un paseo por un lugar inhóspito y algo alejado al que los vecinos llamaban  parque. Era más parecido a un cementerio que a un parque.  Un lugar tétrico a ciertas horas del día y maldito por la noche. Quizá estas apreciaciones fueran sólo mías, quizá  las demás personas no pensaran que un lugar donde habían crecido las flores tuviera que ver con un cementerio.

 Dicen que el asesino siempre vuelve a la escena del crimen.

Me sentaba en un banco, cerca de ella y le hablaba, le susurraba esas palabras tiernas que tanto le gustaban.

 Le llevaba flores, rosas amarillas, sus preferidas, y margaritas que deshojaba  allí encima de ella, como un adolescente: -¿me quiere? ¿No me quiere?

 Siempre, como si no fuera un juego de azar, la última hoja que arrancaba me decía que no me quería. Entonces salía corriendo desaforado, camino de casa, a escribir y difundir mi secreto dentro de mi novela. Después, dejaba pasar un rato y repetía el juego en francés, la lengua que a ella tanto le gustaba:
Elle m’aime: Un peu, beaucoup, passionement, à la folie, pas du tout

De nuevo arrojaba el último pétalo al suelo como si un veneno corrosivo me impregnara los dedos. No importaba la lengua ni la manera de decirlo, siempre daba el mismo resultado. Tenía la sensación, o la certeza de que ella, desde donde estuviera, no iba a dejarme en paz. Cada vez que repetía el ritual de deshojar la margarita, el resultado era el mismo. Estaba convencido de que no me dejaría hasta que se conociera la verdad.

 

Acabé la novela en apenas unos meses y mis lectores, fieles, volvieron a encumbrarme.

Me sentía feliz y liberado. Por fin mi secreto lo conocía cada vez más gente.

Por las tardes visitaba librerías y cada vez que alguien compraba mi novela, yo pensaba que esa persona conocería mi secreto de boca de mi personaje. Los imaginaba leyendo mi libro por las noches, en la intimidad de sus camas o en el banco de un parque cualquiera, o sentados en el campo delante de un paisaje idílico. Allí donde lo leyeran serían cómplices de mi secreto. Cuando firmaba los libros me fijaba bien es las caras  de mis lectores y por las noches las recordaba, las tenía presente en mi memoria porque era a  esas personas a quienes me había confesado, delante de los cuales me había desnudado.

Cada venta, cada éxito se convertía en un momento de euforia. 

Algunas  noches volvía al parque,  allí donde la tierra formaba un pequeño montículo cada vez menos visible, donde la tierra, antes removida, había empezado a estar sembrada de flores silvestres, entre ellas las margaritas que a ella tanto le gustaban.

 Me sentaba a su lado, le ofrecía una rosa amarilla  y  compartía mis éxitos. Ella, con su silencio sepulcral, volvía a decirme, como cada noche, y por medio del juego de la margarita, que no me quería. A mí se me hacía insoportable pensarlo, igual que aquella noche de hace cinco años cuando me dijo que no me quería, que todo había acabado.
 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

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