Pasaron cinco años, cuatro meses y algunos días, igual que una condena, desde aquella fatídica noche.
En un primer momento sentí que contar mi secreto sería la única forma de
liberarme de la culpa, pero no encontraba la forma de hacerlo.
Mi necesidad se volvía acuciante por momentos. Entonces
se me ocurrió inventar una palabra, una jitanjáfora que al pronunciarla me
sirviera de desahogo, pero no dio resultado porque, si nadie sabía lo que
quería comunicar ¿de qué me servía?
Por entonces, mis novelas habían empezado a
alcanzar un gran éxito. Cada día tenía más adeptos. La cobertura
mediática empezaba a sobrepasarme.
A medida que
mi fama crecía, lo hacía también mi necesidad de desahogo.
Estaba atrapado entre mi mundo interior lleno de
culpa y el reciente éxito, por otra parte inmerecido, pensaba yo entonces.
Las musas me abandonaron en poco tiempo, como se
debe abandonar un mal hábito: sin contemplaciones.
En la siguiente novela me quedé sin argumentos, sin
ideas. El éxito mediático, se fue igual que vino, sin enterarme muy bien por
dónde.
El tiempo pasaba inexorable y yo me sumía cada vez
más en pensamientos obsesivos. Pronto,
la prensa y el público se olvidaron de mí. Igual que llegaban las invitaciones a eventos, dejaron de mandármelas.
Volví a ser un individuo más, con las mismas dudas e idéntica desazón.
Un día y otro, una semana, un mes, y las musas
seguían de vacaciones.
De pronto,
una noche de insomnio, temí la aversión por las letras, lo único que me
había motivado toda mi vida.
Mi cabeza parecía una noria de feria, daba vueltas
sin llegar a sitio alguno.
Me levanté, cogí papel y bolígrafo y empecé a escribir lo primero que se me
ocurría. Palabras sin sentido, inconexas, vocablos que amenazaban la armonía de
una frase o un párrafo. Definitivamente estaba perdiendo la razón.
Volví a meterme
en el que un día fuera mi tálamo y
permanecí quieto, en silencio, a oscuras, respirando su aroma de mujer que aun impregnaba
las sábanas. Dejé que la música sonara y me perdí entre sus notas. Entonces
vino la inspiración, las musas volvieron todas a la vez. Salté de la cama, abrí
mi ordenador y ahí estaba la hoja de Word en blanco, esperando que le contara
mi secreto.
Repasé el esbozo de mi última novela inconclusa,
creé un personaje, le di nombre, apellidos, lugar de residencia, características
físicas y perfil psicológico. Por último
puse en su boca las palabras que necesitaba decir, el secreto que tanto
bien me haría contar. Creé un escenario, inventé, volví a inventar y mi personaje le contó a mis
lectores y al mundo lo que yo necesitaba verbalizar. Mi secreto.
Me encerré en el estudio y escribí día y noche.
Apenas unas horas de descanso, un refrigerio y de nuevo me sentaba delante del
ordenador.
Con los últimos rayos de sol, me permitía salir a
dar un paseo por un lugar inhóspito y algo alejado al que los vecinos
llamaban parque. Era más parecido a un
cementerio que a un parque. Un lugar
tétrico a ciertas horas del día y maldito por la noche. Quizá estas apreciaciones
fueran sólo mías, quizá las demás
personas no pensaran que un lugar donde habían crecido las flores tuviera que
ver con un cementerio.
Dicen que el
asesino siempre vuelve a la escena del crimen.
Me sentaba en un banco, cerca de ella y le hablaba,
le susurraba esas palabras tiernas que tanto le gustaban.
Le llevaba
flores, rosas amarillas, sus preferidas, y margaritas que deshojaba allí encima de ella, como un adolescente:
-¿me quiere? ¿No me quiere?
Siempre, como
si no fuera un juego de azar, la última hoja que arrancaba me decía que no me
quería. Entonces salía corriendo desaforado, camino de casa, a escribir y
difundir mi secreto dentro de mi novela. Después, dejaba pasar un rato y
repetía el juego en francés, la lengua que a ella tanto le gustaba:
Elle m’aime: Un
peu, beaucoup, passionement, à la folie, pas du tout
De nuevo arrojaba el último pétalo al suelo como si
un veneno corrosivo me impregnara los dedos. No importaba la lengua ni la
manera de decirlo, siempre daba el mismo resultado. Tenía la sensación, o la
certeza de que ella, desde donde estuviera, no iba a dejarme en paz. Cada vez
que repetía el ritual de deshojar la margarita, el resultado era el mismo.
Estaba convencido de que no me dejaría hasta que se conociera la verdad.
Acabé la novela en apenas unos meses y mis lectores,
fieles, volvieron a encumbrarme.
Me sentía feliz y liberado. Por fin mi secreto lo
conocía cada vez más gente.
Por las tardes visitaba librerías y cada vez que
alguien compraba mi novela, yo pensaba que esa persona conocería mi secreto de
boca de mi personaje. Los imaginaba leyendo mi libro por las noches, en la
intimidad de sus camas o en el banco de un parque cualquiera, o sentados en el
campo delante de un paisaje idílico. Allí donde lo leyeran serían cómplices de
mi secreto. Cuando firmaba los libros me fijaba bien es las caras de mis lectores y por las noches las
recordaba, las tenía presente en mi memoria porque era a esas personas a quienes me había confesado,
delante de los cuales me había desnudado.
Cada venta, cada éxito se convertía en un momento de
euforia.
Algunas noches
volvía al parque, allí donde la tierra
formaba un pequeño montículo cada vez menos visible, donde la tierra, antes
removida, había empezado a estar sembrada de flores silvestres, entre ellas las
margaritas que a ella tanto le gustaban.
Me sentaba a
su lado, le ofrecía una rosa amarilla y compartía mis éxitos. Ella, con su silencio
sepulcral, volvía a decirme, como cada noche, y por medio del juego de la
margarita, que no me quería. A mí se me hacía insoportable pensarlo, igual que
aquella noche de hace cinco años cuando me dijo que no me quería, que todo
había acabado.
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