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viernes, 6 de septiembre de 2013

LA INTERACCIÓN CON LOS VECINOS DE LAS CASAS NUEVAS.


La interacción con los vecinos.

Los vecinos ejercían demasiada influencia en nuestras vidas. Casi todo lo que hacíamos o decíamos pasaba por el filtro de los demás y poco importaba lo que tú pensaras o dijeras. Ellos disponían de ti a su antojo. Unos más que otros, eso es cierto, todo dependía de la relación que tuvieran  tus padres con ellos.

Nunca me pregunté por qué Laura me mandaba  hacer recados “mandados” decíamos nosotros, cuando ella tenía un hijo apenas dos años más que yo. Quizá fuese porque él era chico y entonces a los niños había cosas que no se les exigía.

No podías decir nunca que no, era un  desaire que podías pagar caro.

Mi vecina tenía el cuerpo y el acento raro. La parte superior, por encima de la cintura era normal, pero era  ancha de caderas. Tenía un gran culo que se movía a la par de sus pasos, ahora a la derecha y después a la izquierda. Si se movía deprisa, su gran protuberancia parecía descompasada, daba la impresión de tener movimiento propio y no obedecer al movimiento de sus caderas.

Tenía también un acento raro al hablar, pronunciaba las eses al final de las palabras y también las des, era castellana y por eso hablaba así.

Su casa olía siempre a sábanas recién planchadas a pescado cocido con laurel y a colonia rancia de hombre, esto último se explicaba fácilmente pues tenía tres hombres en casa.

Cuando Laura me llamaba yo rezaba para que el “mandado” fuera cerca, a las tiendas donde yo estaba habituada a comprar las cosas que mi madre necesitaba.

Si por el contrarío tenía que ir al centro del pueblo, me ponía a rezar por lo bajo para que no me mandara a pedirle dinero a su marido para hacer el recado. Cuando finalmente me decía que fuera  a pedirle dinero, se me caía el mundo encima y pensaba en la inutilidad de los rezos. Las manos empezaban a sudarme y sentía una opresión en el pecho, pero sabía que nadie me iba a salvar de aquella tortura, no serviría de nada decirle a mi madre que me moría de vergüenza por entrar en un sito lleno de hombres. Mi timidez era casi enfermiza.

Entonces los padres nos entendían muy bien  haciendo caso omiso a nuestras súplicas, tanto que acabábamos resolviendo nuestras pequeñas o grandes dificultades a nuestro modo.

Obedecía como se suponía que hacía una niña buena.

Bajaba la gran cuesta que separaba mi casa del centro del pueblo, donde tenía mi vecino su tienda. Despacio, con toda la parsimonia posible, así retardaba el momento de llegar, pero inexorablemente el momento llegaba. Si la puerta estaba abierta me intranquilizaba, si estaba cerrada más, nunca sabía si una niña podía entrar en un sitio donde solo lo hacían hombres. Con un poco de suerte el me veía y se acercaba hasta mi, pero eso era ocurría pocas veces. Finalmente entraba torpemente pensando que me hubiera gustado ser invisible por momentos. ya tenía la primera barrera superada, la siguiente era pedirle el dinero y que me salieran las palabras sin tartamudear. Cuando por fin me daba el dinero yo solo pensaba en salir corriendo a la tienda porque algunas veces ocurría lo peor, que mi vecino me dijera que me esperaba porque era la hora de cerrar y nos iríamos a casa en su vespa, entonces me arrepentía de haber tardado tanto en llegar porque ir con el en la vespa suponía un verdadero suplicio. Yo le ponía mil excusas para no subir con él en la Vespa, pero tenía pocos recursos dialecticos y las palabras de los  mayores de entonces tenían un valor superior demostrado porque siempre acabábamos por hacer lo que ellos decían.

A la vuelta del recado me ponía más nerviosa aún y me empezaban a temblar las piernas, entre otras cosas, porque no sabía como montar en la Vespa. Las mujeres nunca subían a horcajadas en una moto, se colocaban de lado, yo no sabía si subir de lado era ridículo para una niña o por el contrario era lo correcto.

Tampoco sabía si sujetarme a la cintura de mi vecino o llevar las manos sueltas con el peligro de caerme a la primera curva. Era todo un dilema que cada vez que ocurría me trastornaba.

Al final decidía casi siempre subir a lo chico porque era la manera más cómoda, también porque de ese modo evitaba cogerme a su cintura.

 Resuelta la primera duda,  venía lo siguiente que era la posibilidad que alguien pudiera verme subida en la moto. El trayecto duraba poco, apenas cinco minutos, pero para mi era eterno. De nuevo volvía a rezar para no encontrarme a ninguna amiga o compañera de colegio. Si alguna vez ocurría yo cerraba los ojos y giraba la cabeza para intentar así volverme  invisible.

Después había una recompensa a tanto sufrimiento. Por la tarde mi vecina me llamaba para que viera los dibujos animados en su televisión, en mi casa no teníamos hasta algunos años después.

 

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