
La
interacción con los vecinos.
Los vecinos
ejercían demasiada influencia en nuestras vidas. Casi todo lo que hacíamos o
decíamos pasaba por el filtro de los demás y poco importaba lo que tú pensaras
o dijeras. Ellos disponían de ti a su antojo. Unos más que otros, eso es
cierto, todo dependía de la relación que tuvieran tus padres con ellos.
Nunca me pregunté
por qué Laura me mandaba hacer recados
“mandados” decíamos nosotros, cuando ella tenía un hijo apenas dos años más que
yo. Quizá fuese porque él era chico y entonces a los niños había cosas que no
se les exigía.
No podías
decir nunca que no, era un desaire que
podías pagar caro.
Mi vecina
tenía el cuerpo y el acento raro. La parte superior, por encima de la cintura
era normal, pero era ancha de caderas.
Tenía un gran culo que se movía a la par de sus pasos, ahora a la derecha y después
a la izquierda. Si se movía deprisa, su gran protuberancia parecía
descompasada, daba la impresión de tener movimiento propio y no obedecer al
movimiento de sus caderas.
Tenía también
un acento raro al hablar, pronunciaba las eses al final de las palabras y
también las des, era castellana y por eso hablaba así.
Su casa
olía siempre a sábanas recién planchadas a pescado cocido con laurel y a colonia
rancia de hombre, esto último se explicaba fácilmente pues tenía tres hombres
en casa.
Cuando
Laura me llamaba yo rezaba para que el “mandado” fuera cerca, a las tiendas
donde yo estaba habituada a comprar las cosas que mi madre necesitaba.
Si por el
contrarío tenía que ir al centro del pueblo, me ponía a rezar por lo bajo para
que no me mandara a pedirle dinero a su marido para hacer el recado. Cuando
finalmente me decía que fuera a pedirle dinero, se me caía el mundo
encima y pensaba en la inutilidad de los rezos. Las manos empezaban a sudarme y
sentía una opresión en el pecho, pero sabía que nadie me iba a salvar de
aquella tortura, no serviría de nada decirle a mi madre que me moría de
vergüenza por entrar en un sito lleno de hombres. Mi timidez era casi
enfermiza.
Entonces
los padres nos entendían muy bien
haciendo caso omiso a nuestras súplicas, tanto que acabábamos
resolviendo nuestras pequeñas o grandes dificultades a nuestro modo.
Obedecía
como se suponía que hacía una niña buena.
Bajaba la
gran cuesta que separaba mi casa del centro del pueblo, donde tenía mi vecino
su tienda. Despacio, con toda la parsimonia posible, así retardaba el momento
de llegar, pero inexorablemente el momento llegaba. Si la puerta estaba abierta
me intranquilizaba, si estaba cerrada más, nunca sabía si una niña podía entrar
en un sitio donde solo lo hacían hombres. Con un poco de suerte el me veía y se
acercaba hasta mi, pero eso era ocurría pocas veces. Finalmente entraba
torpemente pensando que me hubiera gustado ser invisible por momentos. ya tenía
la primera barrera superada, la siguiente era pedirle el dinero y que me
salieran las palabras sin tartamudear. Cuando por fin me daba el dinero yo solo
pensaba en salir corriendo a la tienda porque algunas veces ocurría lo peor,
que mi vecino me dijera que me esperaba porque era la hora de cerrar y nos iríamos
a casa en su vespa, entonces me arrepentía de haber tardado tanto en llegar
porque ir con el en la vespa suponía un verdadero suplicio. Yo le ponía mil
excusas para no subir con él en la Vespa, pero tenía pocos recursos dialecticos
y las palabras de los mayores de entonces
tenían un valor superior demostrado porque siempre acabábamos por hacer lo que
ellos decían.
A la vuelta
del recado me ponía más nerviosa aún y me empezaban a temblar las piernas,
entre otras cosas, porque no sabía como montar en la Vespa. Las mujeres nunca subían
a horcajadas en una moto, se colocaban de lado, yo no sabía si subir de lado
era ridículo para una niña o por el contrario era lo correcto.
Tampoco
sabía si sujetarme a la cintura de mi vecino o llevar las manos sueltas con el
peligro de caerme a la primera curva. Era todo un dilema que cada vez que
ocurría me trastornaba.
Al final
decidía casi siempre subir a lo chico porque era la manera más cómoda, también
porque de ese modo evitaba cogerme a su cintura.
Resuelta la primera duda, venía lo siguiente que era la posibilidad que
alguien pudiera verme subida en la moto. El trayecto duraba poco, apenas cinco
minutos, pero para mi era eterno. De nuevo volvía a rezar para no encontrarme a
ninguna amiga o compañera de colegio. Si alguna vez ocurría yo cerraba los ojos
y giraba la cabeza para intentar así volverme invisible.
Después
había una recompensa a tanto sufrimiento. Por la tarde mi vecina me llamaba
para que viera los dibujos animados en su televisión, en mi casa no teníamos
hasta algunos años después.
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