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sábado, 31 de agosto de 2013

LA PRIMERA INJUSTICIA.. (relatos de las casas nuevas)





Una noche debieron bajar mucho las temperaturas porque la poca nieve que quedaba se heló. Desperté como cualquier otra mañana de invierno, me vestí rápidamente y bajé al baño. Me lavé la cara y el contraste del calorcillo de la cama con el agua helada me cortó la respiración. La leche caliente me hizo entrar en calor y en ningún momento tuve dudas de que iría al colegio. A no ser que tuviera fiebre o la nieve impidiera caminar, yo siempre iba al colegio. Mientras tomaba la leche miré por la ventana de la cocina que daba al patio de atrás, donde mi madre tendía la ropa. Unos cuantos gorriones picoteaban las migas de pan remojadas que mi madre les ponía de vez en cuando, porque le daba pena que con la nieve y el hielo los pobres no encontraban comida fácilmente, eso decía ella. Por encina de los pájaros y en mitad del patio estaban las cuerdas de tender. El mono de trabajo de mi padre estaba completamente tieso. Durante la noche se había helado y parecía un espantapájaros, cuando ocurría esto no se podía recoger la ropa porque se rompía como si fuera un cartón. El día anterior había quedado con una compañera que, vivía cerca de mí casa, para irnos juntas al colegio. Como mi mejor amiga no iría en unos días, no me importaba ir acompañada de Merceditas. Una niña que iba a mi colegio y acababa de mudarse a una casa cercana a la mia. Al salir a la calle un viento gélido impactó contra mi cara y empecé a respirar poco a poco. Si lo hacía con normalidad seguro que me dolerían las fosas nasales. Me pasaba a menudo, el dolor empezaba en la nariz y seguía hasta bien dentro, casi hasta la faringe. Se me helaba el aliento y una nube de vapor salía por mi boca y mi nariz. Llegué a casa de Merceditas con tiempo suficiente para no llegar tarde al colegio. Cosa que no me gustaba nada. Llamé a la puerta y me abrió ella, le dio alegría de ver que me había acordado de pasar a buscarla, pero aún no estaba preparada y me dijo que esperara en el portal. En aquella época no había confianzas y los padres no eran tan amables con los amigos de los hijos. Merceditas era fea, muy fea. Su piel era morena, cetrina, su pelo corto y moreno, liso y sin gracia, sus ojos negros, redondos y pequeños, pero vivarachos, los labios finos. Lo único que era agraciado en su cara era la nariz, pero apenas podía percibirse porque el resto de su cara era poco armoniosa. Era delgada y sus piernas parecían dos palos dotados de movilidad. Tampoco la ropa le favorecía mucho. Iba siempre con prendas pequeñas que seguramente habían pertenecido a otra niña. Yo estaba convencida de que algún día seria coja como su padre. Como si los accidentes de la genética o de la vida se heredaran por alguna extraña razón. A mí no me importaba en absoluto que Merceditas fuera fea y hasta coja en un futuro. Yo me solidarizaba con ella porque había oído decir a mi familia que yo era la más fea de mis hermanos y, aunque, al mirarme en el espejo no era capaz de ver mi fealdad, si sabía que mi madre no tenía ni un ápice de gracia para peinarme, motivo por el cual siempre llevaba el pelo corto como Merceditas. Mi madre me llevaba a la peluquera y con la excusa de tener el pelo fino y tieso me lo cortaba a lo chico. Con lo que a mí me gustaba el pelo largo y nunca lo tuve hasta que fui mayor. Al salir de la peluquería me daba tanta vergüenza que iba escondiéndome, hasta que me acostumbraba y dejaba que todos vieran mi feo corte de pelo. Por eso nos parecíamos Merceditas y yo porque ambas teníamos el pelo corto y feo y por consiguiente éramos feas. Entonces todas las niñas, menos Merceditas y yo, llevaban unas largas y repeinadas trenzas a ambos lados de su cara. Yo me moría de envidia y hubiera dado cualquier cosa porque mi madre me dejara el pelo largo. Mientras esperaba en el frío y oscuro recibidor, observé la parte de la casa que se podía ver desde mi posición. Era vieja y oscura. La entrada estaba casi vacía, una cantarera adornaba el portal. Varias macetas, adormecidas por efectos del frío, esperaban una época mejor. En una esquina había un haz de leña. Al fondo se podía ver lo que yo suponía la cocina. En la chimenea unos leños empezaban a prender, una hornilla reposaba al lado de la chimenea y el cazo con la leche empezaba a calentarse encina de las trébedes. Empecé a ponerme nerviosa porque mi compañera no se daba prisa y sabía que íbamos allegar tarde al colegio. Como siempre, mi timidez me impedía quejarme y cuando Merceditas salió para irnos, era ya tarde. Era imposible correr porque la helada había dejado en las calles grandes trozos de hielo que resbalaban nada más pisarlos. Eligiéramos la calle que eligiéramos para bajar al colegio, era un riesgo, así que bajamos por la de siempre. Al llegar al parque, después de haber resbalado varias veces a causa del hielo, pudimos ver el agua congelada en las fuentes. Los carámbanos que se habían formado engañaban la visa de lejos. Parecía que de la fuente seguían saliendo los chorros de agua como de costumbre. El agua de una especie de piscina que había en el centro del parque también se había helado. Se parecía a los lagos que salen en las películas donde los niños patinan. Seguimos nuestro camino y bajamos las escaleras hasta la calle que llevaba por fin al colegio. Las manos empezaban a dolernos del frío y la cara la teníamos casi amoratada. En aquella época no llevábamos ni guantes ni gorro ni ropa especial para la nieve. Al llegar al colegio vimos que la puerta del corredor estaba cerrada. Dimos unos golpecitos para que alguien pudiera oírlos y se dignara a abrirnos, nadie parecía notar nuestra presencia, pasamos unos minutos esperando, las puntas de los dedos y los pies nos empezaron a doler, mi compañera no pudo evitar ponerse a llorar, no tanto porque la maestra no quisiera abrirnos, como por el dolor de las manos y los tiritones de nuestros cuerpos. Yo sabía que tampoco podía volverme a mi casa porque había salido con tiempo suficiente para llegar pronto, mi madre me regañaría y no entendería que hubiera llegado tarde por culpa de otra niña. Una maestra nos abrió el corredor, pero la nuestra no quiso dejarnos entrar en clase. Salió enfadada y nos dijo que no iba a dejarnos entrar por haber llegado tarde, así aprenderíamos para la próxima vez. Mi orgullo y mi timidez me impedían llorar, pero me dolían tanto las manos y los pies que hubiera preferido una bofetada que aquella tortura. Además no entendía la dureza de la maestra porque yo era siempre puntual. Fue una de las primeras injusticias de mi vida que más me dolieron, pero en aquella época nadie me iba a entender y menos mis padres que nunca me iban a dar la razón Ni en este ni en ningún otro asunto que hubiera un adulto por medio y si esa persona era una maestra mucho menos, por ello callábamos las injusticias. Ese día aprendí que la vida estaba llena de injusticias, pero no fui capaz de defenderme para decirle a la profesora que no llorar era cuestión de orgullo y fortaleza y no lo hacía casi nunca, ni siquiera cuando mi madre me pegaba y me hacía daño. Yo aguantaba estoicamente para que ella viera que no me dolía. Cuando se daba la vuelta me miraba desconsolada el lugar de mi cuerpo que había recibido el golpe y me lo frotaba como si de ese modo pudiera aliviarlo. El llanto de Merceditas en la puerta de la clase empezaba a ser molesto y al final la maestra se apiadó de nosotras y abrió enfadada para decirnos que pasáramos y dirigiéndose a mí con una voz de reproche y enfado dijo: -Porque Mercedes está llorando y se ve que de verdad quiere entrar, si hubieras sido tu sola no entras, ni siquiera una lágrima para que me apiade de ti. Nunca comprendí porqué la maestra quería verme llorar, para mí era la peor muestra de debilidad y yo no me consideraba una niña débil. Entré, me senté en mi sitio y pensé toda la mañana en lo que había pasado. Cuanto más lo pensaba más dolida me sentía porque no había sido mi culpa ni era mi forma de demostrar los sentimientos. A partir de ese día no volví a esperar a Merceditas. Ella no me preguntó nunca por qué, pero creo que no hizo falta.
 

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