Mi padre se
bebía la vida a grandes sorbos. Le gustaba disfrutar de todos y cada uno de los
placeres mundanos. Vivió hasta casi los cien años y atribuía su longevidad a uno de los placeres más grandes de su vida:
degustar las picotas del jerte.
Como si de un ritual se tratara, bien entrada la primavera,
desaparecía unos días y volvía feliz con dos cajas de picotas del jerte, una pico limón negro
y la otra ambrunés, sus preferidas.
Por las
mañana y mientras le duraban las cerezas, no desayunaba otra cosa. Se las metía
en la boca como si tratara de besarlas
en vez de comerlas, tastaba su piel aterciopelada, las mordía poco a poco y
dejaba que el jugo dulce se expandiera por su paladar, bañando cada rincón de
sus papilas gustativas, después tragaba en silencio, con los ojos cerrados como si no
quisiera que el jugo de ese pequeño placer abandonara su boca.
Algunas
veces las metía en aguardiente para disfrutarlas todo el año. Las sacaba una a
una de una botella antigua de cristal, se las metía en la boca, ponía cara de
felicidad y decía que eran pequeños sorbos de vida.
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