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martes, 25 de junio de 2013

Pequeños sorbos de vida.


 

Mi padre se bebía la vida a grandes sorbos. Le gustaba disfrutar de todos y cada uno de los placeres mundanos. Vivió hasta casi los cien años y atribuía su longevidad  a uno de los placeres más grandes de su vida: degustar las picotas del jerte.

 Como si de un  ritual se tratara, bien entrada la primavera, desaparecía unos días y volvía feliz con dos  cajas de picotas del jerte, una pico limón negro y la otra  ambrunés, sus preferidas.

Por las mañana y mientras le duraban las cerezas, no desayunaba otra cosa. Se las metía en la boca como si  tratara de besarlas en vez de comerlas, tastaba su piel aterciopelada, las mordía poco a poco y dejaba que el jugo dulce se expandiera por su paladar, bañando cada rincón de sus papilas gustativas, después tragaba  en silencio, con los ojos cerrados como si no quisiera que el jugo de ese pequeño placer abandonara su boca.

Algunas veces las metía en aguardiente para disfrutarlas todo el año. Las sacaba una a una de una botella antigua de cristal, se las metía en la boca, ponía cara de felicidad y decía que eran pequeños sorbos de vida.

 

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