
El vuelo directo Hamburgo Madrid llegó con puntualidad británica. Isabel recogió su maleta y fue directamente a la estación de atocha donde cogería el tren hasta la estación Linares-Baeza, después tomaría el autobús hasta su pueblo natal. Le sorprendió la puntualidad del tren y se exasperó con la lentitud del autobús que, serpenteando entre infinidad de pueblecitos, llegaba con demasiado retraso al suyo.
Había mirado el recorrido en internet, pero no podía ni imaginar que
tardaría tanto.
A Isabel nunca le había gustado
España, por ello había evitado volver, sólo en los veranos de la infancia le
había sido imposible negarse pues sus padres la obligaban. Después de la muerte
prematura de su madre, siendo ella adolescente, los viajes los hacía su padre
solo.
En esta ocasión no tenía más remedio que cumplir el último deseo de su
padre y también vender la vieja casa de
los abuelos.
Con una mano arrastraba su moderna maleta y con la otra sostenía un bolso
que contenía una caja cerrada dentro de la cuál llevaba parte de las cenizas de
su padre.
Subió, con cierta dificultad, por una calle empinada y tortuosa, torció a
la derecha y a pocos metros estaba la casa. Era la única que no tenía la
fachada blanca ni la puerta recién pintada, ni el balcón repleto de geranios y
flores. Metió la llave en la cerradura y forcejeó hasta que cedió y la puerta de madera se abrió a la vez que un
intenso olor a humedad penetró por su nariz.
El tiempo pareció detenerse por unos instantes en el comedor. Al fondo, la
chimenea ennegrecida, en el centro una mesa camilla cubierta por un tapete de
ganchillo blanco, encima un jarrón con flores de tela de colores apagados por
el polvo, a los lados dos sillones y en cada uno de ellos un cojín de ganchillo
tejido en varios colores. Colgando de las paredes varias fotografías de niños
vestidos de comunión, entre ellas la de Isabel. En otro marco un poco más
grande la foto de los abuelos, en el día de su boda, vestidos de negro riguroso,
como si fueran de funeral. A Isabel le pareció estar en medio de un cementerio
abandonado.
No era capaz de comprender el apego que sentía su padre por aquel pueblo,
sus costumbres y su gente.
Abrió de par en par todas las ventanas, la brisa fresca se coló entre las
cortinas algo raídas y polvorientas. Sacó una colcha limpia, la puso encima de
una cama, se tumbó y al instante se
quedó dormida, exhausta. Perdió la noción del tiempo hasta que unos golpes en la puerta la hicieron
saltar de la cama en dirección a la
entrada.
Era el primo Elías que, al ver las ventanas abiertas, supuso que había
llegado y quería ofrecerle su hospitalidad.
Se abrazaron como viejos amigos que eran y después de los primeros momentos
de atropelladas palabras, él le dio el pésame por la pérdida de su padre, en
honor al cual llevaba su nombre.
Isabel y Elías de niños pensaban que era primos, pero no era cierto, el
único lazo que les unía era el de la amistad que habían tenido sus padres desde
siempre. Cuando nació Elías los padre de
Isabel, recién casados, fueron sus
padrinos de bautizo, después, a poco de nacer Isabel emigraron a
Alemania, ni los años ni el tiempo hicieron mella en la amistad y cada verano
disfrutaban juntos de baños en la sierra, confidencias, comidas y paseos por el
pueblo. En invierno se escribían largas cartas llenas de nostalgia.
Elías había estado enamorado
siempre, en secreto, de Isabel aunque jamás se lo dijera. Le fascinaba de ella
esa manera de pensar tan moderna, tan diferente a las niñas de su pueblo,
también le agradaba la manera de hablar con ese acento que la hacía parecer una
chica extrajera. Él estaba encantado de que llegara el verano y reservaba todo
su tiempo libre para ella, se levantaba temprano, le ayudaba a su padre en las
tareas del campo, después estudiaba un rato y ya tenía todo el día libre para
enseñarle a Isabel los rincones nuevos que había descubierto, o para contarle
esas historias fantásticas que leía para luego sorprenderla. Sólo tenía ojos para
ella, le gustaba el verano por la presencia de la niña alta y delgada de pelo
casi rubio y grandes ojos negros, era la chica más guapa de todas, con sus
modernas minifaldas primero y sus pantalones tejanos después, tan natural como
las primeras amapolas de la primavera y tan fresca como las noches de agosto en
las que se iban dando un paseo por detrás de la ermita y se sentaban a ver las
perseidas y pedir deseos, El siempre pedía el mismo, pero nunca se le concedía.
Intentaba asustarla para que ella se acurrucara entre sus brazos, pero ella era
fuerte y no tenía miedo ni de los ruidos de los animales ni de las diminutas
luces que, de vez en cuando, les sorprendían y que no eran otra cosa que las
luciérnagas que en la oscuridad parecían encenderse. A veces, mientras miraban al cielo repleto de
estrellas, les llegaba un intenso olor a
jazmines y claveles, para Elías era como tocar el cielo con la mano.
Pero un verano, después de la muerte prematura de la madre de Isabel, Ella
ya no quiso volver y él creyó volverse loco, la pena que sintió no era comparable
a nada que él hubiera vivido, ni siquiera cuando murió Leal, su perro, tuvo
tanto sentimiento de pérdida.
El invierno siguiente lo dedicó a estudiar, aprendiendo cosas que poco le importaban,
pero que le distraían del sufrimiento. Consiguió
aprobar dos cursos en uno y pronto salió del pueblo para estudiar magisterio y
después de trabajar fuera unos años y de casarse y separarse de una mujer a la que nunca quiso como a
Isabel, volvió al pueblo para dedicarse a los niños a su pequeña huerta y a lo
que más le gustaba: fotografiar flores y clasificarlas. Era un hombre culto y
maduro, pero solo.
Al día siguiente acompañó a Isabel para cumplir con el último deseo de su padre. Esparcieron
las cenizas, en silencio, delante de la ermita, donde todos los emigrantes querían
reposar después de muertos. En el pueblo le decían el cementerio de los
forasteros, era el sitio más bonito del
entorno, desde donde se veía el castillo rodeado de pinos y montañas y desde donde se podía ver parte de un inmenso
mar de verdes olivos. Dos lágrimas resbalaron por las mejillas de Isabel y
Elías sintió ganas de abrazarla y reconfortarla por la pérdida de su padre, un
gran hombre que tuvo que salir de su pueblo para buscar un futuro mejor y
demasiado pronto perdió a su mujer y con ella las ilusiones. En sus últimos
años sólo pensaba en descansar en paz en su tierra natal, junto a los suyos y
ahora, por fin, estaba donde siempre había querido.
Elías cogió las manos de Isabel entre las suyas y la mujer sintió una punzada en el pecho, primero de dolor y
después de regocijo. Se abrazaron y así estuvieron unos segundos sin hablar,
hasta que se dieron cuenta de que se hacía de noche. Se sentaron en la hierba y
esperaron la salida de las primeras estrellas, igual que cuando eran niños, sólo
que en esta ocasión no vieron ninguna
estrella fugaz a la que pedirle un
deseo. Elías pensó que hubiera pedido el mismo que antaño.
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