
Se siguen llamando
las casas nuevas a pesar de tener más de medio siglo.
Se construyeron a
finales de los años cincuenta.
Es un barrio de
pequeñas casas encaladas, todas iguales, con su diminuto jardín al lado de un pequeño porche, sujeto
por un machón. La puerta de entrada está
a la izquierda y al salir del porche una ventana con reja y persiana
verde. En la fachada otras dos ventanas
con su jardinera y sus persianas verdes, a mitad de la fachada una farola de
hierro que más que luz da algo de claridad. El tejado inclinado y la chimenea nos hablan de inviernos fríos.
La pequeña entrada
distribuye las casas en dos partes: la vivienda y los patios.
El comedor, a la
izquierda también pequeño, tiene una puerta que al abrirla se ve la despensa,
es el hueco de la escalera, la otra puerta es la que nos lleva a la cocina, una
pieza diminuta donde difícilmente caben tres personas. La cocina para guisar es
de hierro con una abertura para meter la leña y poder ver el fuego, arriba dos
aberturas con redondeles donde se acoplan las cacerolas para cocinar, enfrente
una ventana que da al patio trasero
Un pasillo a la
derecha del comedor y otra puerta con un cuarto de baño, media bañera porque
entera no cabe, tampoco importa porque no hay calentador de agua. En frente de
la puerta la máquina de cose singer y seguidamente la escalera que sube a los
dormitorios.
Un descansillo y una
percha a mitad de la escalera.
Tres dormitorios
también pequeños con un diminuto distribuidor entre ellos. En el dormitorio de
matrimonio no cabe ni el armario, hay un gran hueco en la pared donde si cabe
el baúl de las mantas.
Las otras dos
habitaciones son aún mas pequeñas, en una no cabe mas que la cama una mesita y
una silla, en la otra el armario y mas tarde una cama de hierro.
A la izquierda del
distribuidor un patio lleno de aspidistras, geranios, cintas y varias plantas
más. Por encima la parra que con sus hojas hace de sombrilla y reserva la
estancia del calor del verano, Al fondo a la derecha una fuente con su pila, a
la izquierda de la fuente en un rincón el jazmín que perfuma las noches de verano, un pequeño pasillo y el patio trasero con
rosales también y una parra de uvas negras que trepa por la esquina de la
izquierda del patio y lo cubre a modo de techo con hojas verdes.
Llegué a mi nueva
casa a los dos años y tengo pocos recuerdos de aquella época, solo lo que me
han contado.
Fuimos llegando todos los vecinos poco a poco.
Eran todos matrimonios jóvenes con hijos
pequeños-
Aún recuerdo algunas
casas sin habitar, pero por poco tiempo porque
se fueron llenando de niños, de risas de llantos de gritos de madres
cansadas y de juegos. Los que llegamos
pequeños y los que fueron naciendo, que en aquella época eran muchos.
Fuimos haciendo
amistad unos con otros hasta formar una gran familia, a nosotros no nos
importaban las peleas de nuestros padres que también las había, éramos indiferentes a la relación que
tuvieran los mayores, tampoco ellos nos prohibían juntarnos con los hijos de los
vecinos con los que ellos tuvieran malas relaciones, nosotros teníamos nuestro
mundo aparte.
Mi calle era
especialmente ruidosa y no porque hubiese muchos niños, que también, si no
porque las madres nos llamaban a grito
pelado para que entráramos en casa a comer a cenar o en verano a dormir.
Parecíamos un poco
salvajes porque nos pasábamos la vida en la calle. En verano porque hacía calor
y en invierno porque jugábamos en la nieve o por cualquier otra excusa.
La calle “de abajo” era la más divertida, la
mejor, y no porque las personas que vivíamos en ella fuéramos especiales, en
absoluto, las personas suelen ser igual en todos sitios, cambia poco el lugar
en el que vivan, al fin y al cabo todos perseguimos las mismas cosas. Por otra
parte nuestros códigos éticos eran casi idénticos. Mi calle era diferente
porque tenía mas espacio. Entre la ausencia de coches y el espacio que se abría
mas allá del asfalto, disfrutábamos de un buen lugar para jugar.
Las demás calles de
lo que entonces era un barrio y hoy sería una urbanización, se acomodaban a la
orografía del terreno. Las casas de la calle de atrás y las nuestras se daban
la espalda haciendo coincidir los patios y los dormitorios dejando entre
ellas un gran espacio abierto por donde
las vecinas podían comunicarse e incluso pelearse a voz en grito el algunas
ocasiones.
Lo mejor de mi calle
era la porción de tierra que quedaba fuera del asfalto, el terraplén que servia para muchas cosas y las dos
higueras que flanqueaban y delimitaban el espacio.
Cuando llovía y la
tierra se mojaba teníamos dos opciones de juego: una jugar “al hierro” y otra
modelar el barro.
El juego del hierro o
la lima consistía en hacer una rayuela en el barro e ir clavando el trozo de
hierro con la punta afilada, se empezaba
a clavar en la primera línea de la rayuela, después en la segunda y así
sucesivamente, lo difícil era acertar cuando tocaba clavar en las últimas
casillas de la rayuela.
No valía ponerse a jugar nada mas llover, no,
el barro debía tener una consistencia adecuada, ni muy blando ni muy duro.
El terraplén era otro
sitio bueno para jugar, pero si llovía
mucho se llenaba de barro y se ponía intransitable, si hacía buen tiempo,
nuestras madres tendían la ropa enjabonada
encima de las hierbas para que el sol fuera quitando las manchas y
aclarando nuestra ropa blanca. Era peligroso jugar entonces, porque si se nos
ocurría manchar alguna la bronca estaba
asegurada.
La otra opción eran
las higueras que en verano acechábamos para comernos los higos maduros con un
extraño artilugio que consistía en una caña a cuya extremo se le hacían unos cortes hasta formar
una especie de hueco que al acercarlo a los higos maduros y rodearlos en el
hueco, las astillas de la caña lo cortaban con facilidad. En invierno las
usábamos de trampolín para saltar al
suelo desde sus ramas e incluso para hacer otras cosas menos lúdicas y más
cochinas como bajarse los pantalones y apuntar con el culo para intentar lanzar
un mojón desde arriba, pero eso solo lo
hacían algunos niños, las niñas no hacíamos esas cosas.
Otra opción de juego podía
ser un cerezo que había delante de la segunda casa, pero pronto comprendimos
que la vecina que vivía enfrente se había hecho su dueña y no dejaba a nadie
arrimarse, incluso pasaba noches en vela vigilante para que ningún vecino osara
pasar e intentar coger una cereza madura. El cerezo quedó descartado desde el
primer momento y así lo hizo saber su nueva dueña, no antes de discutir con
casi todas las personas de la calle sobre la propiedad que ella reclamaba por
estar el cerezo justo frente a su casa.
Había otro juego que
nos gustaba especialmente, era subirnos a los árboles, pero al principio
teníamos dificultad porque los árboles eran aún pequeños y no aguantaban
nuestros pequeños pero fuertes cuerpos. Con los años fue diferente porque se hicieron grandes y aguantaban nuestras
escaladas. Trepábamos en ellos cual monos en su hábitat, incluso hacíamos
carreras para ver quien conseguía llegar mas alto en menos tiempo.
Para hacer carreras
de velocidad teníamos una meta indiscutible: el transformador de la luz que se
encontraba justo al principio de la calle. En no pocas ocasiones y el final de
esas carreras se saldaba con alguna rodilla desollada, sangrando y con un fuerte dolor que duraba un buen
rato, justo hasta que te ponían mercromina dejaba de dolerte y se te olvidaba
que tenias una herida, entonces continuaban los juegos
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