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viernes, 1 de febrero de 2013

La calle de mi infancia 1ª parte







Se siguen llamando las casas  nuevas a pesar de tener  más de medio siglo.

Se construyeron a finales de los años cincuenta.

Es un barrio de pequeñas casas encaladas, todas iguales, con su diminuto  jardín al lado de un pequeño porche, sujeto por un machón. La puerta de entrada está  a la izquierda y al salir del porche una ventana con reja y persiana verde. En la fachada  otras dos ventanas con su jardinera y sus persianas verdes, a mitad de la fachada una farola de hierro que más que luz da algo de claridad. El tejado inclinado  y la chimenea nos hablan de inviernos fríos.

La pequeña entrada distribuye las casas en dos partes: la vivienda y los patios.

El comedor, a la izquierda también pequeño, tiene una puerta que al abrirla se ve la despensa, es el hueco de la escalera, la otra puerta es la que nos lleva a la cocina, una pieza diminuta donde difícilmente caben tres personas. La cocina para guisar es de hierro con una abertura para meter la leña y poder ver el fuego, arriba dos aberturas con redondeles donde se acoplan las cacerolas para cocinar, enfrente una ventana que da al patio trasero

 

Un pasillo a la derecha del comedor y otra puerta con un cuarto de baño, media bañera porque entera no cabe, tampoco importa porque no hay calentador de agua. En frente de la puerta la máquina de cose singer y seguidamente la escalera que sube a los dormitorios.

Un descansillo y una percha a mitad de la escalera.

Tres dormitorios también pequeños con un diminuto distribuidor entre ellos. En el dormitorio de matrimonio no cabe ni el armario, hay un gran hueco en la pared donde si cabe el  baúl de las mantas.

Las otras dos habitaciones son aún mas pequeñas, en una no cabe mas que la cama una mesita y una silla, en la otra el armario y mas tarde una cama de hierro.

A la izquierda del distribuidor un patio lleno de aspidistras, geranios, cintas y varias plantas más. Por encima la parra que con sus hojas hace de sombrilla y reserva la estancia del calor del verano, Al fondo a la derecha una fuente con su pila, a la izquierda de la fuente en un rincón el jazmín  que perfuma las noches de verano, un  pequeño pasillo y el patio trasero con rosales también y una parra de uvas negras que trepa por la esquina de la izquierda del patio y lo cubre a modo de techo con hojas verdes.

  

Llegué a mi nueva casa a los dos años y tengo pocos recuerdos de aquella época, solo lo que me han contado.

 Fuimos llegando todos los vecinos poco a poco. Eran todos  matrimonios jóvenes con hijos pequeños-

 

Aún recuerdo algunas casas sin habitar, pero por poco tiempo porque  se fueron llenando de niños, de risas de llantos de gritos de madres cansadas  y de juegos. Los que llegamos pequeños y los que fueron naciendo, que en aquella época eran muchos.

Fuimos haciendo amistad unos con otros hasta formar una gran familia, a nosotros no nos importaban las peleas de nuestros padres que también las había,  éramos indiferentes a la relación que tuvieran los mayores, tampoco ellos nos prohibían juntarnos con los hijos de los vecinos con los que ellos tuvieran malas relaciones, nosotros teníamos nuestro mundo aparte. 

Mi calle era especialmente ruidosa y no porque hubiese muchos niños, que también, si no porque las madres nos llamaban a  grito pelado para que entráramos en casa a comer a cenar o en verano a dormir.

Parecíamos un poco salvajes porque nos pasábamos la vida en la calle. En verano porque hacía calor y en invierno porque jugábamos en la nieve o por cualquier otra excusa.

La  calle “de abajo” era la más divertida, la mejor, y no porque las personas que vivíamos en ella fuéramos especiales, en absoluto, las personas suelen ser igual en todos sitios, cambia poco el lugar en el que vivan, al fin y al cabo todos perseguimos las mismas cosas. Por otra parte nuestros códigos éticos eran casi idénticos. Mi calle era diferente porque tenía mas espacio. Entre la ausencia de coches y el espacio que se abría mas allá del asfalto, disfrutábamos de un buen lugar para jugar.

Las demás calles de lo que entonces era un barrio y hoy sería una urbanización, se acomodaban a la orografía del terreno. Las casas de la calle de atrás y las nuestras se daban la espalda haciendo coincidir los patios y los dormitorios dejando entre ellas  un gran espacio abierto por donde las vecinas podían comunicarse e incluso pelearse a voz en grito el algunas ocasiones.

Lo mejor de mi calle era la porción de tierra que quedaba fuera del asfalto, el terraplén  que servia para muchas cosas y las dos higueras que flanqueaban y delimitaban el espacio.

Cuando llovía y la tierra se mojaba teníamos dos opciones de juego: una jugar “al hierro” y otra modelar el barro.

El juego del hierro o la lima consistía en hacer una rayuela en el barro e ir clavando el trozo de hierro con la punta afilada,  se empezaba a clavar en la primera línea de la rayuela, después en la segunda y así sucesivamente, lo difícil era acertar cuando tocaba clavar en las últimas casillas de la rayuela.

 No valía ponerse a jugar nada mas llover, no, el barro debía tener una consistencia adecuada, ni muy blando ni muy duro.

El terraplén era otro sitio bueno para jugar,  pero si llovía mucho se llenaba de barro y se ponía intransitable, si hacía buen tiempo, nuestras madres tendían la ropa enjabonada  encima de las hierbas para que el sol fuera quitando las manchas y aclarando nuestra ropa blanca. Era peligroso jugar entonces, porque si se nos ocurría manchar alguna  la bronca estaba asegurada.

La otra opción eran las higueras que en verano acechábamos para comernos los higos maduros con un extraño artilugio que consistía en una caña a cuya  extremo se le hacían unos cortes hasta formar una especie de hueco que al acercarlo a los higos maduros y rodearlos en el hueco, las astillas de la caña lo cortaban con facilidad. En invierno las usábamos de trampolín para saltar  al suelo desde sus ramas e incluso para hacer otras cosas menos lúdicas y más cochinas como bajarse los pantalones y apuntar con el culo para intentar lanzar un mojón desde arriba,  pero eso solo lo hacían algunos niños, las niñas no hacíamos esas cosas. 

Otra opción de juego podía ser un cerezo que había delante de la segunda casa, pero pronto comprendimos que la vecina que vivía enfrente se había hecho su dueña y no dejaba a nadie arrimarse, incluso pasaba noches en vela vigilante para que ningún vecino osara pasar e intentar coger una cereza madura. El cerezo quedó descartado desde el primer momento y así lo hizo saber su nueva dueña, no antes de discutir con casi todas las personas de la calle sobre la propiedad que ella reclamaba por estar el cerezo justo frente a su casa.

Había otro juego que nos gustaba especialmente, era subirnos a los árboles, pero al principio teníamos dificultad porque los árboles eran aún pequeños y no aguantaban nuestros pequeños pero fuertes cuerpos. Con los años fue diferente porque  se hicieron grandes y aguantaban nuestras escaladas. Trepábamos en ellos cual monos en su hábitat, incluso hacíamos carreras para ver quien conseguía llegar mas alto en menos tiempo.

Para hacer carreras de velocidad teníamos una meta indiscutible: el transformador de la luz que se encontraba justo al principio de la calle. En no pocas ocasiones y el final de esas carreras se saldaba con alguna rodilla desollada, sangrando  y con un fuerte dolor que duraba un buen rato, justo hasta que te ponían mercromina dejaba de dolerte y se te olvidaba que tenias una herida, entonces continuaban los juegos

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