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viernes, 1 de febrero de 2013

UN AMOR DE VERANO


UN AMOR DE VERANO

 

 

Durante más de treinta años, cada mes de Agosto, le busqué con la mirada por cada rincón del pueblo donde nos conocimos.

 No me obsesionaba en absoluto, porque, entre otras cosas, nunca hubo promesas de continuidad,  pero sentía la necesidad de volverlo a ver y saber como le había tratado la vida. Si había sido feliz, si había formado una familia o había seguido con su idea firme de no compartir su vida con nadie, si su pelo era blanco como el mío y su cara había envejecido también o seguía manteniendo sus facciones firmes. Yo pensaba en el como en el joven de veintitrés  años que me miraba desde la barra del bar y me sonreía seductor, hasta que unos momentos antes de irme se adelantó y ya en la calle me dijo que me invitaba a dar un paseo, yo acepté y desde ese momento no nos separamos en todas las vacaciones. Surgió entre nosotros un torbellino de sensaciones, cada vez que me cogía  la mano saltaban chispas y cuando me besaba perdía la noción del tiempo, nada ni nadie importaba mas que nosotros.

Andrés conocía bien todos los rincones Cazorla. El había nacido allí y cada verano volvía cuando acababan las clases en la universidad.

Una noche me llevó a un lugar apartado del pueblo para ver las estrellas fugaces. Cada vez que veíamos una pedíamos un deseo y entre risas  y miradas cómplices pasamos toda la noche. Nos quedamos dormidos y nos despertaron los primeros rayos de sol del amanecer.

Otro día me llevó a la sierra. Salimos de noche del pueblo con apenas unos bocadillos y algo de agua. Caminamos durante muchas horas, yo no notaba el cansancio porque a su lado todo era mágico, hasta lo más mundano. De madrugada hacia mucho frío y me llevó a un refugio donde descansamos un poco. A media mañana llegamos a un lugar fantástico, el río Borosa. Nos bañamos en una poza que tenía varios metros de profundidad, las aguas cristalinas del río invitaban a sumergirse. Al salir tirité de frío, el me rodeo con su cuerpo. Esa noche la pasamos en una especie de cabaña abandonada, parecíamos dos aventureros en busca de la experiencia de su vida.

Al día siguiente ya tenía un nuevo plan. Me llevó a bailar reggae a una discoteca, pasamos la velada bailando, bebiendo, hablando y riendo. De madrugada estábamos hambrientos, me susurró al oído que lo siguiera, salimos a la calle, hacía fresco y el ambiente olía a jazmín, caminamos un trecho hasta llegar a un huerto donde un ciruelo y una higuera nos esperaban cargados de frutos maduros y deliciosos. Comimos hasta hartarnos, después nos acurrucamos hasta casi quedarnos dormidos, de nuevo los rayos del sol nos despertaron.

  No hubo ni un solo día de aquel verano que Andrés no me sorprendiera. Era un chico maravilloso y yo acabé por enamorarme. En ningún momento se lo dije ni el mí tampoco. No necesitábamos expresar con palabras lo que sentíamos.

Las vacaciones, como todo en esta vida, llegaron a su fin. Sin darnos cuenta habíamos vivido uno de los veranos más intensos de nuestras vidas. No hubo, en la despedida, promesas de continuidad a nuestra relación,  ni intercambio de teléfonos.

Antes de subir al autobús me susurró que nunca me olvidaría.

Mientras  me alejaba me miraba muy serio, como no lo había hecho en todos los días que habíamos pasado juntos, su mirada ocultaba algo que yo desconocía y no podía interpretar.

El tiempo fue pasando inexorable y no volvimos a vernos más.

Nuestras miradas se cruzaron, por fin un instante  aquel verano,  después de treinta años. Sentí un desasosiego  y supe entonces que había mantenido intacto el recuerdo de  aquel amor.

 Noté su mirada fría, distante y  en unos segundos se rompió la magia que envolvió durante tantos años aquel recuerdo de un  amor de verano. Por unos instantes quise pensar que no era él, que la distancia y los años habían transformado su cara, su expresión.  Apenas sonrió lo  vi claramente,  pues una mueca que pretendía simular una sonrisa  dejó al descubierto unos incisivos prominentes que en otro tiempo adoré y ese día me decepcionaron.

Volvimos a cruzar la mirada y el bajó la cabeza como queriéndome decir que nada de mi le interesaba. Salió del bar de espaldas a mí, un sabor amargo recorrió mi garganta y en unos momentos se deshizo la ilusión que cada verano, con impaciencia esperé.

 

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