UN AMOR DE VERANO
Durante
más de treinta años, cada mes de Agosto, le busqué con la mirada por cada
rincón del pueblo donde nos conocimos.
No me obsesionaba en absoluto, porque, entre otras
cosas, nunca hubo promesas de continuidad,
pero sentía la necesidad de volverlo a ver y saber como le había tratado
la vida. Si había sido feliz, si había formado una familia o había seguido con
su idea firme de no compartir su vida con nadie, si su pelo era blanco como el mío
y su cara había envejecido también o seguía manteniendo sus facciones firmes.
Yo pensaba en el como en el joven de veintitrés años que me miraba desde la barra del bar y me
sonreía seductor, hasta que unos momentos antes de irme se adelantó y ya en la
calle me dijo que me invitaba a dar un paseo, yo acepté y desde ese momento no
nos separamos en todas las vacaciones. Surgió entre nosotros un torbellino de
sensaciones, cada vez que me cogía la
mano saltaban chispas y cuando me besaba perdía la noción del tiempo, nada ni
nadie importaba mas que nosotros.
Andrés
conocía bien todos los rincones Cazorla. El había nacido allí y cada verano
volvía cuando acababan las clases en la universidad.
Una noche
me llevó a un lugar apartado del pueblo para ver las estrellas fugaces. Cada
vez que veíamos una pedíamos un deseo y entre risas y miradas cómplices pasamos toda la noche. Nos
quedamos dormidos y nos despertaron los primeros rayos de sol del amanecer.
Otro día
me llevó a la sierra. Salimos de noche del pueblo con apenas unos bocadillos y
algo de agua. Caminamos durante muchas horas, yo no notaba el cansancio porque
a su lado todo era mágico, hasta lo más mundano. De madrugada hacia mucho frío
y me llevó a un refugio donde descansamos un poco. A media mañana llegamos a un
lugar fantástico, el río Borosa. Nos bañamos en una poza que tenía varios
metros de profundidad, las aguas cristalinas del río invitaban a sumergirse. Al
salir tirité de frío, el me rodeo con su cuerpo. Esa noche la pasamos en una
especie de cabaña abandonada, parecíamos dos aventureros en busca de la
experiencia de su vida.
Al día
siguiente ya tenía un nuevo plan. Me llevó a bailar reggae a una discoteca,
pasamos la velada bailando, bebiendo, hablando y riendo. De madrugada estábamos
hambrientos, me susurró al oído que lo siguiera, salimos a la calle, hacía
fresco y el ambiente olía a jazmín, caminamos un trecho hasta llegar a un
huerto donde un ciruelo y una higuera nos esperaban cargados de frutos maduros
y deliciosos. Comimos hasta hartarnos, después nos acurrucamos hasta casi
quedarnos dormidos, de nuevo los rayos del sol nos despertaron.
No hubo ni un solo día de aquel verano que
Andrés no me sorprendiera. Era un chico maravilloso y yo acabé por enamorarme.
En ningún momento se lo dije ni el mí tampoco. No necesitábamos expresar con
palabras lo que sentíamos.
Las
vacaciones, como todo en esta vida, llegaron a su fin. Sin darnos cuenta habíamos
vivido uno de los veranos más intensos de nuestras vidas. No hubo, en la
despedida, promesas de continuidad a nuestra relación, ni intercambio de teléfonos.
Antes de
subir al autobús me susurró que nunca me olvidaría.
Mientras me alejaba me miraba muy serio, como no lo había
hecho en todos los días que habíamos pasado juntos, su mirada ocultaba algo que
yo desconocía y no podía interpretar.
El tiempo
fue pasando inexorable y no volvimos a vernos más.
Nuestras miradas
se cruzaron, por fin un instante aquel
verano, después de treinta años. Sentí un
desasosiego y supe entonces que había
mantenido intacto el recuerdo de aquel
amor.
Noté su mirada fría, distante y en unos segundos se rompió la magia que
envolvió durante tantos años aquel recuerdo de un amor de verano. Por unos instantes quise
pensar que no era él, que la distancia y los años habían transformado su cara,
su expresión. Apenas sonrió lo vi claramente, pues una mueca que pretendía simular una
sonrisa dejó al descubierto unos
incisivos prominentes que en otro tiempo adoré y ese día me decepcionaron.
Volvimos
a cruzar la mirada y el bajó la cabeza como queriéndome decir que nada de mi le
interesaba. Salió del bar de espaldas a mí, un sabor amargo recorrió mi
garganta y en unos momentos se deshizo la ilusión que cada verano, con
impaciencia esperé.
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