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lunes, 13 de abril de 2020

Reflexión desde un ataúd de oro.

Adios, señor Cotino. Que la tierra le sea leve y que su Dios, ese en el que usted tanto creía, sepa y quiera perdonarle.
No puedo ni debo alegrarme de su muerte, porque no quiero ser tan miserable como los que en otras épocas y en nombre del todopoderoso jugaron con el dinero ajeno sin importarles el sufrimiento del prójimo en tiempos difíciles.
Sólo un pequeño y estúpido regocijo que nos iguala en el fondo que no en la forma: saber que la enfermedad y finalmente la muerte no distingue entre clases sociales y se lleva por delante a ricos y pobres, ateos y creyentes. La sola diferencia quizá estribe en el boato y la calidad del ataúd y la ceremonia final, esa que, mucho me temo, nadie va a presenciar .
Quiźa se haya preguntado en algún momento de esta dura y debastadora enfermedad, si valio la pena tanta ambición con el dinero ajeno, o quizá no, hay precedentes con alguno de sus acólitos, que a las puertas de la muerte seguian y siguen burlandose de la justicia de una sociedad corrupta incapaz de poner el cascabel al gato.
Quizá se haya acordado de todas esas personas desfavorecidas que tienen que trabajar del amanecer al añochecer y de lunes a lunes para poder seguir subsistiendo; personas nobles, honradas a las que tan bien se puede engañar en beneficio propio.
¿Quién puede saber las reflexiones que uno hace en la intimidad de un hospital y a las puertas de la muerte?














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