Las horas
bajas.
Esa tarde de
domingo de un otoño incipiente, la ciudad se sumerge en un melancólico letargo, las calles están vacías,
la tibia brisa empuja las hojas y mitiga el ruido de la caída sobre un tapiz de
hojarasca muerta.
El silencio
de una ciudad que dormita se rompe solo con el sonido de un pájaro que trina
enjaulado, alegre y ajeno, apoyado sobre el alféizar de una ventana.
Los viejos
pasean solitarios, renqueantes, y reposan en los bancos, bajo los árboles
desnudos. Los últimos rayos de un sol que languidece calientan sus huesos, mientras,
los jóvenes duermen una siesta cargada de efluvios de una noche loca y joven.
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