El
tropiezo.
Ostentaba
la titularidad de mejor pasa mopas del palacio de justicia. Mis suelos, siempre
impolutos reflejaban mis sueños de pasar al otro lado y ser letrado.
Un día,
la casualidad quiso que, el accionista principal de una importante empresa, único
acusado en un oscuro negocio, tropezara
conmigo al entrar en la sala de juicios de la que saldría absuelto. Interpretó nuestro tropiezo
como un signo de buena suerte y me dijo
que pidiera un deseo. Le pedí lo único que había deseado toda mi vida.
Desde
entonces, mis neuronas alternaban el
jolgorio de la celebración con mis estudios de derecho.
En el ocaso de mi vida, unos años después del
tropiezo, viajo en preferente camino del juzgado donde ejerceré de abogado
septuagenario, por primera vez en mi vida.
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