Las tardes de
invierno eran muy largas. Después de llegar del colegio, merendar y hacer los
deberes, nada teníamos que hacer más que jugar con los hermanos o pelearnos.
La mesa camilla
con los faldones y el brasero de carbonilla o de cisco nos abrigaba las piernas
y a veces también nos las quemaba, sobre todo cuando jugando se nos olvidabas y
metíamos el pie en el brasero. De pronto se sentía un olor a goma quemada y
eran las zapatillas de alguno que se estaban quemando. También nos inventábamos juegos de mesa caseros y rudimentarios para aliviar el aburrimiento
del encierro forzoso.
Mi hermano cogía
palillos mondadientes y les hacía unas muescas. Uno era el rey que valía más
que todos, otro la reina a la que también le daba más valor que al resto, los
esparcíamos en la mesa y teníamos que
demostrar toda nuestra habilidad para sacar uno a uno sin mover el resto. Siempre ganaba mi hermano,
yo estaba tan acostumbrada que ni me enfadaba, el mostraba ante mí unas extrañas
dotes de superioridad que con el tiempo comprendí que se trataba solo de los tres años que
tenía más que yo.
Otras veces
dibujábamos un cuadrado en una hoja de
libreta cuadriculada. Cada uno elegía un color de lápiz y empezábamos a hacer
rayas dentro de la cuadricula, íbamos delimitando nuestro terreno, llenando
casillas con nuestro signo hasta completar la cuadricula, perdía el que menos
cuadros rellenaba. Empezaba uno haciendo una raya y seguía el otro haciendo
otra, cuando quedaba poco espacio había que pensar porque si te equivocabas y hacías
una raya en una esquina estabas perdido porque el otro aprovechaba y comenzaba
a rellenar cuadritos con gran alegría. También mi hermano me ganaba siempre.
Por la noche,
nadie se atrevía a subir la escalera para acostarse. El frío, nada mas sacar
las piernas del brasero, era tan intenso que se helaba el aliento. Una vez en
la habitación y dentro de la cama, todo
era confort, pues el colchón de lana te envolvía
y el frío desaparecía rápidamente. También envolvía las pesadillas, cuando los
monstruos se colaban por entre la pared y me amenazaban de muerte. Entonces
despertaba sudando y llamaba a gritos a mi madre. Los monstruos venían a por mí
a llevarme a su malvado mundo y mi madre venía con un vaso de agua que lo curaba
todo. Tenía propiedades milagrosas y placebos que yo desconocía, me hacia beber
un sorbo de agua y me convencía de que el monstruo no iba a venir, entonces yo
me dormía convencida en brazos de Morfeo
Con el tiempo llegó la televisión a mi casa. Era una televisión en blanco y negro que mi
padre compró a plazos. Fue una de las mayores alegrías que tuve en mi infancia.
Las tardes se
hacían más amenas, veíamos Los Chiripitiflauticos,
con el Capitán tan, Valentina, locomotoro y el tío Aquiles, los hermanos mala
sombra y algún que otro personaje que nos amenizaba la merienda.
A la hora de acostarse
salía la familia telerín cantando la
canción de buenas noches:
Vamos a la cama que hay que descansar para
que los peques podamos madrugar. Al rato nos íbamos a la cama.
Tiempo después
el cine me apasionaba, me hacía soñar y de que manera. Los martes y jueves hacían
películas antiguas en blanco y negro, eran americanas y pasadas por la censura.
Estaban prohibidos hasta los besos de los novios.
Si las películas
eran para mayores de 14 años aparecía un rombo blanco en la parte superior derecha
de la pantalla y si era para mayores de 18 aparecían dos rombos. Ni con uno ni
con dos me dejaban verla, entonces aparecía la censura casera que consistía en
que si mi padre estaba en casa, veía empezar la película y esta tenia algún
rombo, me iba de cabeza a la cama. Yo le suplicaba le rogaba, pero nada le
hacia apiadarse de mi.
Yo hacia como
que me iba a la cama y subía el primer tramo de escaleras, me paraba
silenciosa en el descansillo y asomaba
la cabeza por el rincón de la baranda de manera que nadie me viera y así poder ver la película.
Pasé muchas noches de frío intenso, pero compensaba ver aquellas películas tan
románticas y tan divertidas que me hacían soñar. A menudo era yo la
protagonista y el galán venía hasta mi rendido a mis pies.
Eran esas
películas antiguas, cuyos interpretas eran ya viejas glorias del cine americano dobladas por sudamericanos, pero yo
entonces no lo sabía y pensaba que los actores hablaban así, con ese acento tan
extraño. Igual que las películas de indios
que tanto nos gustaban y que nos
engañaban pues creíamos que los indios eran malos, perversos, criminales y
además hablaban usando solo una forma verbal.
Al acabar la película,
cuando aparecía the end salía corriendo
a la cama. Al momento empezaba a toser a causa del enfriamiento. Venia mi madre
con una pasta con un fuerte olor a menta y me la untaba en el pecho, era tan
fuerte su olor que a veces molestaba al respirar, pero milagrosamente dejaba de
toser.
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