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martes, 3 de septiembre de 2013

LOS DOMINGOS DE INVIERNO


Los domingos


En mi casa había ducha, pero como no había calentador de agua, no la usábamos.

Mi madre calentaba agua en una olla grande en la cocina.

Mientras se calentaba, ponía un barreño grande de cinc en el comedor, al lado de la mesa camilla. En los travesaños de la mesa ponía nuestra ropa interior, las  camisetas de felpa y las toallas con la que nos secaba. Dejaba un lado de la mesa libre, levantaba las faldas de la mesa y el calorcito salía. Echaba el agua caliente en el barreño y nos metíamos dentro, al desnudarnos nuestros cuerpos infantiles  tiritaban de frío, pero al entrar en el agua el cuerpo se calentaba y era reconfortante. Nos frotaba bien las rodillas con estropajo y un  jabón de pastilla  que olía a gloria.

Lo mejor venia al final cuando ya limpios salíamos del agua medio fría y nos envolvía en la toalla que había calentado en el brasero. Nos secábamos bien y nos ponía la camiseta también caliente y por último la ropa de los domingos, las mas nueva y bonita. Ya estábamos listos para ir a misa.

La misa era la parte mas aburrida del domingo, pero siempre se podía intentar mejorar.

Al llegar a la iglesia buscaba alguna compañera de colegio o amiga para sentarme con ella. Entre risas y miradas cómplices se hacia mas amena, pero siempre había algunas señora que se sentaba a nuestro lado para regañarnos y fastidiarnos la diversión, cosa difícil por otra parte porque cuando empezaban las risitas y las miradas, no había manera de parar, acabábamos riendo en silencio y aburridas.

Las regañinas de los adultos no eran lo peor. La mañana podía empeorar si se sentaba a tu lado una de esas señoras que usaban colonia de joya o maderas de oriente, dulzonas hasta empalagar, el olor se metía por la nariz y la boca y acababa por invadirte el espacio. Al rato sentías una especie de mareo, se te embotaba la cabeza y te daban ganas de vomitar allí delante de la señora.

No había mas remedio que aguantar porque si se te ocurría moverte para cambiarte de sitio, alguna mirada vecina te asesinaba y dejaba clavada en el sitio.

Las misas se hacían interminables y cuando por fin llegaba la bendición del cura, se nos olvidaba el mal rato y salimos corriendo a respirar aire puro y frío de la mañana y a comprar pipas y chicle con las dos pesetas que me daba mi madre. El chicle me duraba varios días, cuando no tenia sabor le ponía un terrón de azúcar y a veces una punta de lápiz de color para transformar mi chicle insípido e incoloro en una nueva golosina de diferente color y nuevamente dulce. Seguramente hasta el domingo siguiente no tendría otras dos pesetas.

Algunas veces tenía suerte porque mi tío materno jugaba en el casino al las damas y si me acercaba y le daba un beso, el siempre me daba alguna moneda, con suerte un duro con el que poder comprar doble de “galguerías” como le decíamos nosotros a las golosinas.


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