
Los domingos
En mi casa había
ducha, pero como no había calentador de agua, no la usábamos.
Mi madre
calentaba agua en una olla grande en la cocina.
Mientras se
calentaba, ponía un barreño grande de cinc en el comedor, al lado de la mesa
camilla. En los travesaños de la mesa ponía nuestra ropa interior, las camisetas de felpa y las toallas con la que
nos secaba. Dejaba un lado de la mesa libre, levantaba las faldas de la mesa y
el calorcito salía. Echaba el agua caliente en el barreño y nos metíamos
dentro, al desnudarnos nuestros cuerpos infantiles tiritaban de frío, pero al entrar en el agua
el cuerpo se calentaba y era reconfortante. Nos frotaba bien las rodillas con
estropajo y un jabón de pastilla que olía a gloria.
Lo mejor venia
al final cuando ya limpios salíamos del agua medio fría y nos envolvía en la
toalla que había calentado en el brasero. Nos secábamos bien y nos ponía la
camiseta también caliente y por último la ropa de los domingos, las mas nueva y
bonita. Ya estábamos listos para ir a misa.
La misa era la
parte mas aburrida del domingo, pero siempre se podía intentar mejorar.
Al llegar a la
iglesia buscaba alguna compañera de colegio o amiga para sentarme con ella.
Entre risas y miradas cómplices se hacia mas amena, pero siempre había algunas
señora que se sentaba a nuestro lado para regañarnos y fastidiarnos la
diversión, cosa difícil por otra parte porque cuando empezaban las risitas y
las miradas, no había manera de parar, acabábamos riendo en silencio y
aburridas.
Las regañinas de
los adultos no eran lo peor. La mañana podía empeorar si se sentaba a tu lado
una de esas señoras que usaban colonia de joya o maderas de oriente, dulzonas
hasta empalagar, el olor se metía por la nariz y la boca y acababa por
invadirte el espacio. Al rato sentías una especie de mareo, se te embotaba la
cabeza y te daban ganas de vomitar allí delante de la señora.
No había mas
remedio que aguantar porque si se te ocurría moverte para cambiarte de sitio,
alguna mirada vecina te asesinaba y dejaba clavada en el sitio.
Las misas se hacían
interminables y cuando por fin llegaba la bendición del cura, se nos olvidaba
el mal rato y salimos corriendo a respirar aire puro y frío de la mañana y a comprar
pipas y chicle con las dos pesetas que me daba mi madre. El chicle me duraba
varios días, cuando no tenia sabor le ponía un terrón de azúcar y a veces una
punta de lápiz de color para transformar mi chicle insípido e incoloro en una
nueva golosina de diferente color y nuevamente dulce. Seguramente hasta el
domingo siguiente no tendría otras dos pesetas.
Algunas veces
tenía suerte porque mi tío materno jugaba en el casino al las damas y si me
acercaba y le daba un beso, el siempre me daba alguna moneda, con suerte un duro
con el que poder comprar doble de “galguerías” como le decíamos nosotros a las
golosinas.
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