
En aquella época
yo tenía un miedo atroz a todos los animales sin importar el tamaño o lo fieros
que pudieran ser. En general a todo lo que se moviera y no fuera una persona. Aunque
a algunas personas también les temía, pero eso forma parte de otro tema. Vivía
aterrorizada pensando que algún bicho pudiera colarse por las ventanas o la
puerta de mi casa. No era extraño encontrarse un ciempiés en el comedor o una serpiente perdida, de las
que aun quedaban por el entorno, reducto del olivar que algún día fue mi barrio.
A los únicos
animales que no temía eran los saltamontes, las mariposas que revoloteaban por
cualquier sitio en verano, la mariquitas que me encantaba ponérmelas en la mano,
cantarles una canción y echarlas a volar y los saltamontes, a los que me
arrimaba sigilosa y lograba atraparlos por detrás.
Blanquita era
una perra callejera con la que algunos niños se divertían y digo niños y
no niñas, porque la crueldad con que la
trataban era tan brutal que a las niñas no nos gustaba nada.
Era blanca como la nieve y flaca como un palo,
tenía unos ojillos tristes y la mirada asustadiza, sus patas flacas y ágiles
llenas de pupas, su cuerpo siempre magullado a causa de las batallas. Estaba
coja desde el día que una pedrada le rompió la pata. Desvalida y abandonada
como un bebé, sin cariño ni calor de nadie, sufría la crueldad de los niños y
de algún que otro adulto.
Cuando la veían
venir por la esquina de la calle, se aprovisionaban de piedras que guardaban en
los bolsillos. El animal desconfiaba siempre, pero podía más el hambre que el
miedo y como sabía que algún vecino piadoso le dejaba los restos de la comida,
el animal vencía el miedo y se acercaba a comer.
Para mi no
dejaba de ser un animal de cuatro patas y me daba miedo.
Cuando la veía
venir me escondía en mi casa y observaba el espectáculo bochornoso desde mi
ventana.
Blanquita se
acercaba sigilosa a los restos de comida. Cuando el animal menos lo esperaba,
una lluvia de piedras a modo de proyectiles le llovían desde varios flancos, el
animal aguantaba un poco hasta que conseguía
comer algo, seguramente su única comida durante días. Después salía corriendo,
todo lo que su pata coja le permitía. Malherida y aullando dejaba un rastro de
sangre y dolor.
Los críos reían
su hazaña bélica y su poder ante el animal.
Pasaban varios
días sin que la viéramos, pero el hambre debía poder más que el dolor y volvía
sigilosa, cojeando cada vez más, con grandes heridas infestadas donde el pelo
no volvía a crecerle y con una mirada imposible de definir.
En los días de
invierno, cuando nevaba, apenas se podía distinguir su blancura del paisaje, pero tenía tan mala suerte que
siempre la veían venir y se preparaban para un nuevo ataque.
No hay comentarios:
Publicar un comentario