Mi primer
contacto con la escuela se remonta a los primeros años de mi vida, poco tiempo después
de llegar a las casas nuevas.
Mi vecina tenía dos años más que yo e iba a la escuela.
Cuando empezaron a hablarme de la posibilidad de ir yo también me puse muy
contenta pues yo ya tenía una idea más o menos clara de lo que era debido a que
mi hermano me llevaba a la suya los sábados por la mañana, mientras mi madre
hacía la compra de la semana.
Mi madre me
ponía mi abrigo rojo nuevo y mis zapatos de los domingos, negros y brillantes,
de charol. Bajábamos la calle del Carmen los tres, mi madre mi hermano y yo y
al llegar a la escuela mi madre se iba y
yo me quedaba con él.
Subía la escalera cogida de la mano de mi hermano y al llegar a la clase él me dejaba al
cuidado de su maestra cuyo padre era amigo del mío.
Las niñas cosían
y los niños hacían el bruto pues los sábados no daban clase, hacían cosas
diferentes.
En el recreo mi
hermano también se desentendía de mí, yo
permanecía todo el tiempo de la mano de la maestra, un poco aburrida, pero
contenta de ver como los niños se divertían en el recreo.
Yo creía que ir
al colegio era eso, el recreo, hacer labores de costura y leer algún que otro
cuento. Por eso tenía yo tantas ganas de ir de la mano de mi amiga y vecina a
la escuela de “doña Concha” donde un número indeterminado y poco homogéneo de
niños iban a jugar mientras la maestra se dormía a causa de la diabetes.
Los primeros
días fueron muy divertidos porque todo era novedad. La cartilla nueva para
aprender a leer, los lápices de colores alpino, nuevos, la goma con ese
delicioso olor a nata, la libreta y la cartera, todo reluciente.
Otra de las
cosas que nunca llegué a comprender era la forma del retrete, en mi corta vida
había visto uno igual. Era un agujero en el suelo con dos pies señalados a
ambos lados. Tenía la sensación de que
iba a colarme por ese agujero maloliente en el que me era difícil hacer mis
necesidades porque las piernas no me daban de si por mucho que las separaba
para poner una a cada lado del agujero como marcaba la señal. En algunas
ocasiones llegaba a mi casa con tal urgencia que si alguien ocupaba el cuarto
de baño tenía que salir inmediatamente porque yo me hacia pis encima. Mi vejiga
aguantaba toda la mañana, pero algunos días era penosa la espera..
La otra cosa
extraña era el brasero portátil que llevaban algunas niñas mayores, yo me
hubiera muerto de vergüenza si hubiese tenido que llevar por la calle semejante
cosa.
La imitación de
brasero consistía en una lata grande de conserva algo oxidada por el tiempo y el uso, con ascuas dentro y
unos agujeros a cada lado de la lata con un alambre que hacia la vez de asa.
Las niñas llegaban al colegio y se lo ponían a los pies debajo del pupitre.
El frío era
intenso en invierno y no había otra calefacción que la de nuestros cuerpos y
los braseros de la maestra y de las
niñas mayores.
En esa especie
de guardería aprendí mis primeras letras, mis primeros dibujos y las primeras
lecciones de la vida.
Llevaba ya un
tiempo en el colegio cuando la maestra dijo una mañana que si nos portábamos bien, por la tarde
iríamos de excursión con nuestras meriendas.
Mi vecina y
amiga y yo entendimos que iríamos de excursión y nos portamos todo lo bien que
pudimos para que la maestra no se arrepintiera de sus palabras.
Al salir de la
escuela a medio día, fuimos corriendo a casa con la buena noticia de que nos
íbamos de excursión. A nuestras madres les extrañó mucho, pero pensaron que las
dos no podíamos estar equivocadas.
Mi madre me puso
una cesta que me recordaba a la del cuento de caperucita, redonda y con un asa
central. Me la llenó entera, me puso chocolate, fruta, pan y alguna cosa más,
tapado todo con una servilleta de tela. A mi amiga y vecina también le pusieron
una buena merienda.
Cuando a las
tres de la tarde llegamos a la escuela y nos pusimos en la fila para entrar, lo
primero que preguntó doña Concha fue por nuestras cesta y lo siguiente que hizo
ella y las demás niñas fue reírse de
nosotras porque la excursión no era esa tarde, la excursión sería cierto día
que nos portáramos bien, lo que quería decir que no sería nunca porque siempre
había alguien que se portaba mal.
Muertas de
vergüenza entramos en la clase y a la hora del recreo la maestra se empeñó en
que nos comiéramos la merienda. Imposible comerse todo a las cuatro de la
tarde. Acabamos empachadas y con ganar de salir del colegio, aunque la regañina
no nos la iba a quitar nadie, por
tontas.
Después supimos
que eso lo decía la maestra de vez en cuando y era un truco para, cosa
imposible, mantener la clase en silencio.
Y era imposible
porque la maestra se dormía y nosotros hacíamos lo que queríamos.
Se dormía y daba
largas y dulces cabezadas en brazos de Morfeo a causa de su diabetes. lo hacia en cualquier momento. Lo peor o
mejor, según se mire, era cuando nos llamaba a su mesa para” darnos de leer”.
Tomaba un bolígrafo e iba señalando las letras de la cartilla, de pronto
notabas como el bolígrafo hacía una raya larga y sin sentido, entonces sabíamos
que estaba completamente dormida, al despertar siempre le decíamos que habíamos
acabado de leer aunque, solo hubiéramos
leído las primeras letras, ella se lo creía y seguía durmiendo. Al rato olíamos
a goma quemada, pero no nos extrañaba porque estábamos acostumbrados, eran sus
zapatillas que se quemaban en el brasero de ascuas que tenía debajo de la mesa.
Aprender lo que
se dice aprender no aprendíamos casi nada, pero lo pasábamos muy bien, además
ella era una mujer entrañable y buena, con una paciencia infinita para aguantar
a una pandilla de pequeñas fieras sin domar.
A veces tenía
que ausentarse por un rato y dejaba a alguna niña de las mayores al cuidado de
la clase. Al volver repartía pequeñas galletas con forma de pato a los que se
hubieran portado bien y palmetazos a los que hubieran alborotado.
A mi nunca me
habían pegado en la escuela porque me portaba muy bien, pero un día que la
maestra se tuvo que ausentar y dejar a una niña mayor a nuestro cuidado, no se
porqué motivo Manuela, así se llamaba la niña mayor, apuntó mi nombre en la pizarra como si yo hubiera
alborotado, cuando estuve callada todo el tiempo. Pensé que se estaba burlando
y que antes de volver la maestra lo borraría, pero no fue así y al volver esta nos puso en fila
a todas las chiquillas cuyo nombre aparecía en la pizarra y con una regla de buenas dimensiones
“palmeta” nos fue dando una a una nuestro castigo que consistía en ponernos en
fila horizontal con la mano
adelantándose al cuerpo, entonces ella pegaba un fuerte golpe que
abarcaba toda la mano, dejándola roja y dolorida. Algunas de las niñas sabían trucos para que no doliera, pero yo no estaba
acostumbrada y me dolió tanto la mano como el alma porque justamente aquel día
permanecí tranquila haciendo deberes el rato que la maestra se ausentó.
Pasé el resto de
la mañana pensando y mirando de reojo a Manuela, hasta que comprendí que como
ella era mayor nunca le daban aquellas galletas como premio por portarse bien y
se moría de envidia cuando nos daban a los pequeños.
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