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miércoles, 4 de septiembre de 2013

LA ESCUELA DE DOÑA CONCHA.





Mi primer contacto con la escuela se remonta a los  primeros años de mi vida, poco tiempo después de llegar a las casas nuevas.

Mi vecina  tenía dos años más que yo e iba a la escuela. Cuando empezaron a hablarme de la posibilidad de ir yo también me puse muy contenta pues yo ya tenía una idea más o menos clara de lo que era debido a que mi hermano me llevaba a la suya los sábados por la mañana, mientras mi madre hacía la compra de la semana.

Mi madre me ponía mi abrigo rojo nuevo y mis zapatos de los domingos, negros y brillantes, de charol. Bajábamos la calle del Carmen los tres, mi madre mi hermano y yo y al llegar a la escuela  mi madre se iba y yo me quedaba con él.

 Subía la escalera cogida de la  mano de mi hermano  y al llegar a la clase él me dejaba al cuidado de su maestra cuyo padre era amigo del mío.

Las niñas cosían y los niños hacían el bruto pues los sábados no daban clase, hacían cosas diferentes.

En el recreo mi hermano también  se desentendía de mí, yo permanecía todo el tiempo de la mano de la maestra, un poco aburrida, pero contenta de ver como los niños se divertían en el recreo.

Yo creía que ir al colegio era eso, el recreo, hacer labores de costura y leer algún que otro cuento. Por eso tenía yo tantas ganas de ir de la mano de mi amiga y vecina a la escuela de “doña Concha” donde un número indeterminado y poco homogéneo de niños iban a jugar mientras la maestra se dormía a causa de la diabetes.

Los primeros días fueron muy divertidos porque todo era novedad. La cartilla nueva para aprender a leer, los lápices de colores alpino, nuevos, la goma con ese delicioso olor a nata, la libreta y la cartera, todo reluciente.

 
Cuando llegué a la escuela todo me pareció un poco viejo. Tenía los techos muy altos, el suelo  y las baldosas desgastadas, una enorme pizarra y unos pupitres en los que no me llegaban los pies al suelo, una especie de armarios vitrinas contenían un montón de libros a los que era imposible acceder porque las puertas tenían la cerradura a la mitad y yo apenas llegaba hasta la parte mas baja de las vitrinas, para mi fueron siempre un misterio porque no podía ver lo que había dentro.

Otra de las cosas que nunca llegué a comprender era la forma del retrete, en mi corta vida había visto uno igual. Era un agujero en el suelo con dos pies señalados a ambos lados.  Tenía la sensación de que iba a colarme por ese agujero maloliente en el que me era difícil hacer mis necesidades porque las piernas no me daban de si por mucho que las separaba para poner una a cada lado del agujero como marcaba la señal. En algunas ocasiones llegaba a mi casa con tal urgencia que si alguien ocupaba el cuarto de baño tenía que salir inmediatamente porque yo me hacia pis encima. Mi vejiga aguantaba toda la mañana, pero algunos días era penosa la espera..

La otra cosa extraña era el brasero portátil que llevaban algunas niñas mayores, yo me hubiera muerto de vergüenza si hubiese tenido que llevar por la calle semejante cosa.

La imitación de brasero consistía en una lata grande de conserva algo oxidada  por el tiempo y el uso, con ascuas dentro y unos agujeros a cada lado de la lata con un alambre que hacia la vez de asa. Las niñas llegaban al colegio y se lo ponían a los pies debajo del pupitre.

El frío era intenso en invierno y no había otra calefacción que la de nuestros cuerpos y los braseros de la maestra y  de las niñas mayores.

En esa especie de guardería aprendí mis primeras letras, mis primeros dibujos y las primeras lecciones de la vida.

Llevaba ya un tiempo en el colegio cuando la maestra dijo una mañana  que si nos portábamos bien, por la tarde iríamos de excursión con nuestras meriendas.

Mi vecina y amiga y yo entendimos que iríamos de excursión y nos portamos todo lo bien que pudimos para que la maestra no se arrepintiera de sus palabras.

Al salir de la escuela a medio día, fuimos corriendo a casa con la buena noticia de que nos íbamos de excursión. A nuestras madres les extrañó mucho, pero pensaron que las dos no podíamos estar equivocadas.

Mi madre me puso una cesta que me recordaba a la del cuento de caperucita, redonda y con un asa central. Me la llenó entera, me puso chocolate, fruta, pan y alguna cosa más, tapado todo con una servilleta de tela. A mi amiga y vecina también le pusieron una buena merienda.

Cuando a las tres de la tarde llegamos a la escuela y nos pusimos en la fila para entrar, lo primero que preguntó doña Concha fue por nuestras cesta y lo siguiente que hizo ella y las  demás niñas fue reírse de nosotras porque la excursión no era esa tarde, la excursión sería cierto día que nos portáramos bien, lo que quería decir que no sería nunca porque siempre había alguien que se portaba mal.

Muertas de vergüenza entramos en la clase y a la hora del recreo la maestra se empeñó en que nos comiéramos la merienda. Imposible comerse todo a las cuatro de la tarde. Acabamos empachadas y con ganar de salir del colegio, aunque la regañina no nos la iba a quitar  nadie, por tontas.

Después supimos que eso lo decía la maestra de vez en cuando y era un truco para, cosa imposible, mantener la clase en silencio.

Y era imposible porque la maestra se dormía y nosotros hacíamos lo que queríamos.

Se dormía y daba largas y dulces cabezadas en brazos de Morfeo a causa de su diabetes.  lo hacia en cualquier momento. Lo peor o mejor, según se mire, era cuando nos llamaba a su mesa para” darnos de leer”. Tomaba un bolígrafo e iba señalando las letras de la cartilla, de pronto notabas como el bolígrafo hacía una raya larga y sin sentido, entonces sabíamos que estaba completamente dormida, al despertar siempre le decíamos que habíamos  acabado de leer aunque, solo hubiéramos leído las primeras letras, ella se lo creía y seguía durmiendo. Al rato olíamos a goma quemada, pero no nos extrañaba porque estábamos acostumbrados, eran sus zapatillas que se quemaban en el brasero de ascuas que tenía debajo de la mesa.

Aprender lo que se dice aprender no aprendíamos casi nada, pero lo pasábamos muy bien, además ella era una mujer entrañable y buena, con una paciencia infinita para aguantar a una pandilla de pequeñas fieras sin domar.

A veces tenía que ausentarse por un rato y dejaba a alguna niña de las mayores al cuidado de la clase. Al volver repartía pequeñas galletas con forma de pato a los que se hubieran portado bien y palmetazos a los que hubieran alborotado.

A mi nunca me habían pegado en la escuela porque me portaba muy bien, pero un día que la maestra se tuvo que ausentar y dejar a una niña mayor a nuestro cuidado, no se porqué motivo Manuela, así se llamaba la niña mayor, apuntó  mi nombre en la pizarra como si yo hubiera alborotado, cuando estuve callada todo el tiempo. Pensé que se estaba burlando y que antes de volver la maestra lo borraría, pero  no fue así y al volver esta nos puso en fila a todas las chiquillas cuyo nombre aparecía en la pizarra  y con una regla de buenas dimensiones “palmeta” nos fue dando una a una nuestro castigo que consistía en ponernos en fila horizontal  con  la mano  adelantándose al cuerpo, entonces ella pegaba un fuerte golpe que abarcaba toda la mano, dejándola roja y dolorida.  Algunas de las niñas sabían  trucos para que no doliera, pero yo no estaba acostumbrada y me dolió tanto la mano como el alma porque justamente aquel día permanecí tranquila haciendo deberes el rato que la maestra se ausentó.

Pasé el resto de la mañana pensando y mirando de reojo a Manuela, hasta que comprendí que como ella era mayor nunca le daban aquellas galletas como premio por portarse bien y se moría de envidia cuando nos daban a los pequeños.

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