Algunas mañanas
de invierno, al despertar, una claridad delatora hacia adivinar la nieve caída
durante la noche. Al levantar la persiana aparecía ante mis ojos una autentica
estampa navideña.
A lo lejos podía
ver la ermita de san Isicio y alguna
huerta por debajo del Jilillo completamente cubierta de nieve.
El jilillo y la
peña de los halcones se alzaban protectores y majestuosos por encima del pueblo
aunque, en aquel tiempo más que proteger daba miedo porque según la
leyenda la montaña estaba atada con cadenas y a mi me daba un miedo terrible
que pudiera moverse y aplastarnos a todos. la inocencia infantil no tiene
límites y el abuso de los adultos para con los pequeños tampoco lo tenía.
Desde mi ventana
miraba la calle para observar hasta donde llegaba la nieve, porque si llegaba a
media pierna, no íbamos al colegio y se declaraba fiesta por un día y a veces más,
aunque, al final del día acabábamos aburridos dentro de casa.
A media mañana
mi madre ya no nos podía aguantar, nos abrigábamos bien y salíamos a la calle a
jugar e intentar hacer un muñeco de nieve. Hacíamos una bola pequeña y muy compacta, la subíamos a la calle de
arriba y por un terraplén que había con mucho desnivel la tirábamos y la bola
iba cogiendo consistencia, al llegar a mi calle, entre todos la rodábamos hasta
conseguir una enorme bola. Hacíamos una parada porque las manos se congelaban y
la mayoría no nos poníamos ni guantes. Entrábamos a casa y poníamos las manos
directamente en el brasero, Sin tener en
cuenta que el contraste del frío extremo al calor hacia que nos dolieran las
puntas de los dedos y ni siquiera podíamos llorar porque encima tu madre te
gritaba: - ¡ya te lo he dicho cabezona! que no se pude pone las manos
directamente al calor que luego duelen. Nos tragábamos las lágrimas porque si protestábamos
era peor y no nos dejaban salir de nuevo.
Cuando por fin
las manos dejaban de doler y el cuerpo había reaccionado al calor, volvíamos a
salir para hacer otra bola de nieve un poco mas pequeña que sirviera de cabeza
al muñeco. Después de ponerla encima de la otra, le dábamos forma poniéndole
una zanahoria como nariz, unos botones, robados del costurero de alguna madre, hacían
la vez de ojos y como boca un palo curvado y así le poníamos sonrisa o enfado,
según conviniera. Le poníamos un badil en un lado y la bufanda vieja de algún
padre al cuello.
Por la tarde,
con un poco de suerte, mi madre nos hacía chocolate y el líquido caliente y
dulce nos reconfortaba por dentro y por fuera, Lo tomábamos con tanta ansia que
más de una vez nos quemábamos los labios.
Al día siguiente
de una gran nevada la cosa se complicaba, sobre todo si helaba. Las tuberías
del agua se helaban y mi madre tenia que calentar nieve en la cocina para luego
poco a poco echarla sobre las tuberías
para descongelarlas hasta que el
agua corría.
Lo peor venia
entonces porque lavarse la cara con agua casi helada recién levantado era muy
desagradable. Nos dejaba la cara roja como un tomate y se nos cortaban los
labios y las manos. Aunque la peor parte se la llevaba mi madre que tenia que lavar
a mano nuestra ropa con el agua helada, pero de eso nosotros nos éramos conscientes.
En todas las
casas de mi calle había niños, en la que menos dos, pero en la mayoría había
cuatro, de diferentes edades, eso no importaba para jugar unos con otros y ser
como una gran familia. A veces jugábamos y otras nos peleábamos, pero jamás se
nos ocurría discutir la orden de un adulto, ya fuera tu madre o la del vecino, teníamos
absoluto respeto a los adultos, demasiado incluso, porque a veces abusaban de
nuestra inocencia, pero siempre aunábamos fuerzas en los días de nieve para
hacer el muñeco mas grande que los niños de la calle de atrás que no eran, ni
de lejos, tan divertidos como nosotros.
Algunas veces el
muñeco de nieve nos duraba una semana o más y cuando empezaba a perder volumen era
mala señal porque significaba que al día siguiente iríamos al colegio.
En el colegio el
frío no era menos intenso porque solo teníamos una estufa para cada clase y a
veces ni estufa, con el calor de casi cuarenta chiquillas nos abrigábamos unas
a otras.
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