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miércoles, 4 de septiembre de 2013

EL MUÑECO DE NIEVE


 
 
Algunas mañanas de invierno, al despertar, una claridad delatora hacia adivinar la nieve caída durante la noche. Al levantar la persiana aparecía ante mis ojos una autentica estampa navideña.

A lo lejos podía ver la ermita de san Isicio  y alguna huerta por debajo del Jilillo completamente cubierta de nieve.

El jilillo y la peña de los halcones se alzaban protectores y majestuosos por encima del pueblo aunque, en aquel tiempo más que proteger daba miedo porque según la leyenda la montaña estaba atada con cadenas y a mi me daba un miedo terrible que pudiera moverse y aplastarnos a todos. la inocencia infantil no tiene límites y el abuso de los adultos para con los pequeños tampoco lo tenía.

Desde mi ventana miraba la calle para observar hasta donde llegaba la nieve, porque si llegaba a media pierna, no íbamos al colegio y se declaraba fiesta por un día y a veces más, aunque, al final del día acabábamos aburridos dentro de casa.

A media mañana mi madre ya no nos podía aguantar, nos abrigábamos bien y salíamos a la calle a jugar e intentar hacer un muñeco de nieve. Hacíamos una bola pequeña y  muy compacta, la subíamos a la calle de arriba y por un terraplén que había con mucho desnivel la tirábamos y la bola iba cogiendo consistencia, al llegar a mi calle, entre todos la rodábamos hasta conseguir una enorme bola. Hacíamos una parada porque las manos se congelaban y la mayoría no nos poníamos ni guantes. Entrábamos a casa y poníamos las manos directamente en el brasero, Sin  tener en cuenta que el contraste del frío extremo al calor hacia que nos dolieran las puntas de los dedos y ni siquiera podíamos llorar porque encima tu madre te gritaba: - ¡ya te lo he dicho cabezona! que no se pude pone las manos directamente al calor que luego duelen. Nos tragábamos las lágrimas porque si protestábamos era peor y no nos dejaban salir de nuevo.

Cuando por fin las manos dejaban de doler y el cuerpo había reaccionado al calor, volvíamos a salir para hacer otra bola de nieve un poco mas pequeña que sirviera de cabeza al muñeco. Después de ponerla encima de la otra, le dábamos forma poniéndole una zanahoria como nariz, unos botones, robados del costurero de alguna madre, hacían la vez de ojos y como boca un palo curvado y así le poníamos sonrisa o enfado, según conviniera. Le poníamos un badil en un lado y la bufanda vieja de algún padre al cuello.

Por la tarde, con un poco de suerte, mi madre nos hacía chocolate y el líquido caliente y dulce nos reconfortaba por dentro y por fuera, Lo tomábamos con tanta ansia que más de una vez nos quemábamos los labios.

Al día siguiente de una gran nevada la cosa se complicaba, sobre todo si helaba. Las tuberías del agua se helaban y mi madre tenia que calentar nieve en la cocina para luego poco a poco echarla sobre las tuberías  para  descongelarlas hasta que el agua corría.

Lo peor venia entonces porque lavarse la cara con agua casi helada recién levantado era muy desagradable. Nos dejaba la cara roja como un tomate y se nos cortaban los labios y las manos. Aunque la peor parte se la llevaba mi madre que tenia que lavar a mano nuestra ropa con el agua helada, pero de eso nosotros nos éramos conscientes.

En todas las casas de mi calle había niños, en la que menos dos, pero en la mayoría había cuatro, de diferentes edades, eso no importaba para jugar unos con otros y ser como una gran familia. A veces jugábamos y otras nos peleábamos, pero jamás se nos ocurría discutir la orden de un adulto, ya fuera tu madre o la del vecino, teníamos absoluto respeto a los adultos, demasiado incluso, porque a veces abusaban de nuestra inocencia, pero siempre aunábamos fuerzas en los días de nieve para hacer el muñeco mas grande que los niños de la calle de atrás que no eran, ni de lejos, tan divertidos como nosotros.

Algunas veces el muñeco de nieve nos duraba una semana o más y cuando empezaba a perder volumen era mala señal porque significaba que al día siguiente iríamos al colegio.

En el colegio el frío no era menos intenso porque solo teníamos una estufa para cada clase y a veces ni estufa, con el calor de casi cuarenta chiquillas nos abrigábamos unas a otras.

 

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