El leve crujir de la viga de la que cuelga su padre no
le dejaba dormir.
El primer día el
ruido se notaba al abrir la ventana,
cuando el viento mecía el cuerpo. Después la molestia era a la hora de comer,
cuando tenía que separar la mesa para que los pies, al balancearse, no acabaran
delante de su cara, impidiéndole ver la televisión
y comer tranquilamente. Pasados unos días, se acostumbró al ruido, ahora lo peor era el olor, pero también acabó acostumbrándose.
Al mes convivía con él como antes, con máxima indiferencia.
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