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sábado, 2 de febrero de 2013

LA TUMBA DE MI PADRE




Una mañana, del día de todos los santos, mi madre se levantó temprano y me puso el desayuno en el tazón. No paraba de repetirme que me diera prisa porque teníamos que ir al cementerio a limpiarle la tumba a mi padre y ponerle flores.
Yo tenía ocho años y no había conocido a aquel señor que posaba en la foto que tenía mi madre en su mesilla de noche y que al parecer era mi padre.
Era la primera vez que iba a un cementerio y estaba nerviosa, por ello tardaba tanto en acabarme la leche con galletas que, a diario me acababa en un momento y ese día no tenía hueco por donde tragar, pero a mi madre no podía nunca decirle que no, era tan inútil como pensar que al día no le sucede la noche.
Esa noche la pasé casi en vela pensando en ese hombre misterioso de la foto, en el cementerio y en las historias que contaba mi abuela sobre muertos que volvían reclamando las promesas de su familia. Hasta soñé que mi padre salía de la tumba cuando la estábamos limpiando y con la mano descarnada y huesuda pretendía darme una golosina, mi madre insistía en que la tomara y yo me moría de miedo en ese mismo instante y me enterraban allí mismo, pero resulta que estaba viva y me escapaba corriendo y llegaba a mi casa y empezaba a gritar a mi madre que me abriera la puerta y ella no quería abrirme porque decía que era una pesadilla y yo estaba muerta. Me desperté sudando y llamé a mi madre a gritos y ella me regañó porque nunca entendía mis miedos infantiles, daba la impresión de que ella siempre había sido adulta y no había tenido miedo de nada.
Por fin me pude acabar el último trago de leche, con las galletas no pude y a pesar de la continua vigilancia de mi madre, conseguí devolverlas a su caja sin que se diera cuenta.
Me vestí rápidamente porque tenía la impresión todo el tiempo de tener a alguien detrás que me iba a agarrar en cualquier momento. Me puse el abrigo rojo con botones negros que acababa de comprarme mi madre, los calcetines largos blancos y los zapatazos negros de charol, ni me miré en el espejo por miedo a que alguien se reflejara detrás de mi, pero estaba seguro de estar muy guapa con mi abrigo nuevo, me puse un poco de colonia de mi madre sin que ella lo notara y sentí ese olor a violetas que tanto me gustaba. Salí corriendo hasta el comedor, por el pasillo me pareció oír una voz de hombre que me hizo parar en seco, era como una voz difuminada, repetitiva y monótona. Por fin llegué al comedor donde me esperaba mi madre ya vestida de negro y perfumada con ese suave aroma a violetas, estaba segura de que no se daría cuenta de que yo olía igual que ella, pero me equivoqué y en cuanto lo notó entró al lavabo y me lavó detrás de las orejas como si hubiera tenido algún parasito en vez de colonia.
Mi madre era así de dura, nunca me permitía ni un ápice de espacio para mí, ni un capricho, ni una caricia, nada, ella vivía solo para guardar las apariencias.
Al salir a la calle notamos como un viento gélido nos golpeaba la cara y nos helaba manos y pies en poco rato, pero seguimos camino del cementerio.
Yo sentía el frío helar mis manos, pero solo por fuera porque las palmas me sudaban de miedo, era un sudor frío y desagradable.
Bajamos la cuesta y cruzamos el parque de mi pueblo, desierto a esas horas de un día de fiesta, seguimos caminando por la acera derecha de una calle que desembocaba en la carretera que conducía al cementerio.
Acababan de abrir la puerta del cementerio y oímos como chirriaba al abrirse.
Éramos las primeras en llegar.
Antes de entrar, a la derecha, vi un montón de flores y coronas secas y restos de lápidas, el espectáculo me pareció siniestro, pero no dije nada.

Al traspasar la puerta vi una pequeña capilla oscura y me imaginé rodeada de muertos por todas partes, porque la imaginación infantil no tiene límites y porque mi madre no se preocupaba nunca en explicarme lo que iba a ver.
Varias hileras de cipreses bordeaban los caminos, las tumbas estaban llenas de flores y el cementerio olía a algo que no sabía identificar porque no era solo olor a flores, era un olor nauseabundo que hizo que se me revolviera el estómago.
Caminamos por el pasillo central hasta la fuente y después vi unas pequeñas lápidas en las que pensé que no cabía una persona en tan poco espacio, ni se me ocurrió pensar que los niños también mueren, eso estaba fuera de mi alcance. Le pegunté a mi madre y su respuesta fue fulminante porque no empleo ningún tipo de artificio para responderme y me dijo que eran tumbas de niños, por primera vez en mi vida no la creí, o no quise creerla, porque en el fondo de mis pensamiento se instaló la duda y desde aquel día supe una verdad rotunda, quizá una de las más dura de mi vida.
Los ojos se me llenaron de lágrimas por todos los niños del mundo que hubieran podido morir. Entonces vi con claridad una pequeña tumba y una foto, era casi un bebé con la mirada perdida y muy serio, mis lágrimas silenciosas se convirtieron en sollozos incontrolables y cuando mi madre me preguntó le contesté que me dolían las manos del frío, ella no se lo creyó, pero tampoco quiso saber más y seguimos hasta la parte vieja del cementerio donde las tumbas decía mi madre que eran las de los ricos. Para una niña la palabra rica no tiene el mismo significado que para un adulto y pensé que tanto ángel y tanto mármol era patético.
Llegamos a la tumba de mi padre y mi madre me dejó al cuidado de las flores mientras ella iba a pora agua a la fuente para limpiar. Estábamos solas en es parte del cementerio y mi madre me dejó sola en medio de un mar de difuntos que en cualquier momento podían salir de sus tumbas y enseñarme sus cuerpos descarnados y sus huesos y sus dientes y sus calaveras, el corazón empezó a latirme con tanta fuerza que pensé que los muertos me oirían, ya no tenía frío, estaba empapada en sudor y la leche del desayuno amenazaba con salir por donde había entrado, todo a mi alrededor parecía moverse hasta que por fin llegó mi madre y me dijo que le ayudara a limpiar.
Puso detergente en un pequeño cubo y empezó a pasar la bayeta por el mármol de la tumba, estaba tan ensimismada que no vio al hombre que llegó y le dijo buenos días. Yo lo vi, vaya si lo vi y salí corriendo como alma que lleva al diablo porque ese hombre era mi padre, si mi padre, algo mas mayor que en la foto, pero era él. No pude ni gritar, no me dio tiempo, solo tuve unos momentos de lucidez para meterme en una especie de habitación que había justo enfrente de la tumba de mi padre. Me acurruqué en un rincón desde el que podía ver como “mi padre” hablaba con mi madre y como la agarraba por el brazo y se la llevaba fuera de mi ángulo de visión, quizá al otro mundo, abrí la boca para gritar, pero igual que en las pesadillas, la voz no me salía y el corazón amenazaba con salírseme de su sitio, me latía tan fuerte que se podía oír desde fuera, respiraba tan fuerte que acabó por dolerme el pecho, oí un grito distorsionado, como el de mi pesadilla del día anterior y pensé que ahora, que no era un sueño y que mi padre había salido de su tumba me llevaría con él al mundo de los muertos y así estaríamos todos con él.
Entre las sombras de la habitación me pacía ver manos salir de las esquinas y bocas abiertas y desdentadas que me gritaban vennnnnnnnn y brazos que me abrazaban eternamente y niños muertos que reían y lloraban a la vez.
Me estaba volviendo loca porque oía mi nombre a lo lejos, los gritos eran desgarradores y aún me daba más miedo y no contestaba por si los difuntos se habían levantado y me estaban buscando.
-Marionaaaaaaaaaa, Marinaaaaaaaaaa oía gritar constantemente.
La respiración se me hizo cada vez más profunda hasta que no pude más y me desmayé.
No se el tiempo que estuve sin sentido, cuando volví en si no veía nada y por unos momentos creí que estaba en mi casa y en mi habitación, poco a poco empecé a ver con claridad y cuando me dí cuenta de donde estaba y que era de noche, me quedé paralizada de nuevo sin poder ni gritar ni casi respirar, pensé que esa era la última noche de mi vida y razón no me faltaba porque una niña sola en el cementerio y de noche era el plan perfecto si algún muerto quería llevársela del mundo de los vivos.
Desde mi rincón veía como unas lucecillas y decidí que si respiraba despacio nada ni nadie me iba a descubrir.
Pasé mucho rato así agazapada, respirando despacio para que los difuntos no notaran que estaba allí, al rato oí como unas garras arañaban la puerta insistentemente. Salí corriendo por la puerta de atrás para librarme del monstruo, apenas se veía nada, tumbas llenas de flores y ese olor nauseabundo del cementerio. Cuanto más corría, más cerca sentía a la bestia de mi hasta que metí el pie en una tumba que tenía la lápida rota y me quedé atrapada con el pié dentro, cerré los ojos y grité tanto como pude para ahuyentar a la bestia, en esta ocasión si pude gritar y lo hice con tanta intensidad que me asusté de mi propio grito. Tan ocupada estaba espantando a la bestia que no vi que era mi perrita July la que me perseguía.
La tomé en brazos y el miedo se mitigó un poco. Nos dirigimos a la entrada del cementerio y allí estaba mi madre con “mi padre” un vecino y el enterrador que me habían estado buscando todo el día hasta bien entrada la noche que se fueron a buscarme a otro sito y por fin decidieron volver al cementerio.
Al ver que mi padre estaba vivo pedí una explicación a mi madre y esta se echó a reír como nunca la había visto antes hacerlo.
-No es tu padre, Marina, es tu tío, hermano gemelo de tu padre, vive fuera.

 

 

 

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