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viernes, 1 de febrero de 2013

EL HOMBRE


Sentado en un cómodo sillón, el hombre miraba al vacío, sus ojos tristes, ausentes, melancólicos.

A sus 80 años conserva el cuerpo esbelto, el pelo que le queda en la nuca, aún no es blanco del todo, su boca seductora ya no sonríe como antes.

Entre las manos un pequeño libro que lee a intervalos de tiempo, sus ojos se llena de lágrimas y de nostalgia. Lágrimas de tristeza por lo perdido y de alegría por lo logrado.

-Abuelo ¿quiere usted que le traiga otro libro? Le dice la empleada de la residencia, este se lo debe usted saber de memoria, lleva un año leyendo cada página y cada letra como si lo tuviera que aprender.

_no, gracias, no quiero otro, responde el hombre con voz segura y rotunda. Quiero aprender de memoria cada frase, cada letra. Los ojos se le humedecen y baja la cabeza, la auxiliar piensa que todos los abuelos son un poco raros y están algo locos.

Por las mañanas, al levantarse lo primero que hace después de desayunar es ir al jardín para quitar las hojas secas, regar las plantas y admirar  su obra, es una de las pocas cosas que aún le quedan y que el director de la residencia le permite.

El hombre es independiente y sale cada mañana a dar su paseo. Siempre recorre las mismas calles, algunas veces cambia de itinerario, pero después de su paseo por” la calle de abajo”.

Ya no queda casi nadie de sus contemporáneos, se han ido marchando en silencio, como un día se va el otoño y aparecen de pronto las primeras  nieves.

Siempre quiso volver a su pueblo, pero nunca imaginó que lo haría solo.

Hoy, por primera vez, después de muchos meses  ha decidido pasear por la zona antigua del pueblo. Al llegar a la plaza se ha sentado a descansar en un banco frente a una hermosa fuente con tres caños grandes de agua, el sonido del agua le ha recordado otros tiempos en los que de un salto subía las tres escaleras y acercando sus labios a la fuente bebía con ansiedad hasta calmar la sed juvenil y sentir como el agua sonaba en su barriga, luego subía de nuevo a la bicicleta y con piernas ágiles y jóvenes enfilaba el camino del castillo. Cuando llegaba, se sentaba extasiado y contemplaba el  esplendido paisaje que ofrecía el pueblo desde ese lugar, rápidamente volvía sobre sus pasos porqué sus padres nunca debían saber donde había estado.

Otros días subía hasta la ermita, lo hacía en otoño, para comprobar el cambio de tonalidad en los árboles del paisaje, era una explosión de colores, desde el verde claro y oscuro hasta el amarillo, el mostaza  y el rojizo pasando por toda la gana de ocres, se le pasaba el tiempo volando y se preguntaba muchas veces porqué esa belleza de paisaje, al rato se contestaba que era dios quién tenía poder para hacer toda esa belleza. Entonces tenia respuestas simples a preguntas complicadas, ahora que ya no creía en dios ni en muchas otras cosas, le costaba dar respuesta a muchas peguntas que aún se hacía.

 

Subió las escaleras de la fuente de una en una, se agachó y colocó sus labios para recibir el chorro de agua fresca, una de las pocas cosas que no había cambiado en tantos años.

Siguió su camino con intención de llegar al castillo, observó como el cauce del  río Cerezuelo había aumentado a causa de las últimas lluvias, con esa agua tan transparente y ese sonido relajante se olvidó por un momento de la soledad y se sintió integrado en la naturaleza, algunos pájaros se desgañitaban cantando y al mirar hacia arriba pudo ver las ramas del frondoso sauce llorón llenas de gorriones y otros muchos pájaros que a esas horas de la mañana cantaban sin que nadie interrumpiera su rutina.

Al llegar al castillo se sentó agotado en un muro que parecía estar esperándole. Cuando recobró el aliento,, miró hacia el pueblo y de nuevo sintió tristeza porque nada era como antes. Casi todo había cambiado, ahora las casas llegaban hasta casi el castillo y si miraba al frente casi no recocía el paisaje, otras veces de pequeñas casas encaladas en blanco y ahora de apartamentos por doquier sin respetar el entorno ni la antigua belleza.

Habían hecho verdaderas barbaridades y ahora quedaba poco de aquel pueblo que le vio nacer, crecer y convertirse en adolescente, ya nada era igual.

Emprendió la vuelta todo lo rápido que pudo, no quería que esos pensamientos negativos le fastidiaran el día.

Al llegar de nuevo a la plaza vieja, pasó por un horno que había estado allí toda la vida, iba sumido en sus pensamientos cuando de pronto notó que un olor dulce y conocido se iba repartiendo por toda la calle, era un olor ligado a un sabor que nunca había olvidado, estaba escondido en su memoria y ahora volvía. Era el olor a merienda de su infancia, a tortas de manteca recién hechas. Se le hizo la boca agua y sin pensarlo dos veces entró en el horno y se compró dos ¡que más daba si luego no comía o si le subía el colesterol! A su edad, pensaba el, se había ganado el derecho de hacer lo que le diera la gana.

Dio el primer bocado y se sorprendió, era el mismo sabor de entonces, se sentó en un banco y se comió las tortas a pequeños mordiscos, saboreando cada uno como si estuviera comiendo un gran manjar.

Fue un buen día porque al menos una cosa no había cambiado y se sintió bien por un momento.

Al llegar a la residencia dijo que le había sentado mal el desayuno y no quería comer, la auxiliar quería hacerle una manzanilla y el no quiso porque no  quería quitarse el sabor de las tortas recién hechas.

Empezaron a gustarles los paseos matutinos. Disfrutaba metiéndose  por las calles de la zona  antigua, empinadas, blancas, imposibles, con casitas blancas de balcones  adornadas con geranios, esparragueras  y aspidistras.

Al llegar a la residencia, volvía a coger el libro y se sumía en la lectura. Si por casualidad algún día la encontraba, le contaría la novela entera.

Una tarde de verano, paseando por la calle de abajo se le hizo de noche. Los grillos empezaron a cantar, los don Pedros y los jazmines exhalaban un aroma que le hicieron transportarse de nuevo a otra época. Fue hasta mitad de la calle y torció a la izquierda, cruzó la calle del medio, subió la escalera y se sentó en el muro del rellano de la escalera, varias luciérnagas lo recibieron dándole su luz para iluminarle los recuerdos. Le pareció que en el aire aún estaban los sonidos de las voces de aquellos adolescentes que jugaban y entrelazaban las manos buscando el contacto que les estremeciera la piel y les ayudara a hacerse mayores. Se levantó, miró la vieja farola que en otro tiempo parecía dar tanta luz y se lamentó de la poca que en realidad tenía, o quizá eran sus ojos los  que ya no le iluminaban.

Que penoso era, iba pensando de camino a la residencia, vivir solo y únicamente de recuerdos. Por otra parte aquellos recuerdos llenaban muchas horas vacías y hasta le hacían sonreír.

El hombre acabó por acostumbrarse a la rutina de su nueva vida y entre el arreglo del jardín, los paseos por el pueblo y alguna nueva amistad que iba haciendo, las horas no eran tan lentas. Escuchar música también le ocupaba muchas horas y le aportaba buenos momentos.

Había pasado ya un año y medio, los días y las horas pasaban lentas, pero los años pasaban deprisa y con ellos se iba la vida, se escapaba por momentos y ella seguía sin aparecer.

 

Una mañana se fue a dar su paseo matutino y al llegar a la calle de abajo vio que el rosal del nº 32 tenía aún dos rosas amarillas, se escondió un poco para que nadie pudiera verlo y cortó una de las rosas, luego  salio todo lo  corriendo que pudo, como si fuera aquel adolescente que bajaba a la calle de abajo  con su bicicleta a jugar, nadie debía verlo, porque explicar a su edad el robo de una rosa y de esa casa iba a ser un poco difícil.

Al llegar a la residencia sacó el libro y metió entre sus hojas los pétalos aromáticos de aquellas rosas tan especiales, después lo cerró y con una sonrisa en los labios leyó por tercer vez  el capitulo en el que ella contaba el día mas feliz de su vida, el del cumpleaños de el cuando bailaron por primera vez y el no sabía que la chica lo quería y que era su primer amor. Lo leyó tantas veces que la hoja del libro estaba ligeramente estropeada.

Por la noche soñó que estaban en las escaleras jugando a las prendas, cuando le tocó a ella pagar prenda, para recuperarla tenía que darle un beso al chico mas guapo de todos y como no, lo eligió a el, le dio un beso y el contacto con sus mejillas fue maravilloso, tal y como ella había esperado durante muchos meses, quizá desde el primer día que empezaron a jugar a las prendas en aquel lugar que, amparados por la oscuridad, se atrevían a darse un beso e incluso algún empujón y más de una confidencia de adolescentes. Soñó que se cumplían los deseos de cada uno. Que el nunca se iría del pueblo, que los amigos permanecían unidos, que ella tampoco se iría y que el dolor, la nostalgia  y todas las penas nunca habían existido. De pronto notó un delicioso olor a jazmín y pensó que era el jazminero que había en uno de los patios de ella, pero no era así. Despertó y vio que era del jazmín que el cada día regaba, de donde le llegaba ese maravilloso olor. Se miró en el espejo y vio la sonrisa de sus labios. El sueño había merecido la pena.

No era la primera vez que le pasaba. Una noche de San Antón soñó que volvía otra vez al pasado y en la calle de abajo encendían una gran luminaria y ellos, los amigos de entonces la saltaban, comían churros y pipas alrededor, se contaban historias mientras iban poniendo troncos de olivo en la lumbre. No notaban apenas el frío porque era más grande la emoción de compartir la experiencia mientras se hacían mayores, que el frío que hacía que era mucho.   

Llegó a pensar que ella se había olvidado de aquella vez cuando le dijo que si en alguna ocasión estaban solos y ya nadie los necesita, volverían al pueblo a pasar los últimos años en compañía.

Una mañana de primavera el hombre se sentó en su sillón a pensar, a soñar, como hacía cada día.  Levantó la vista y no reconoció a la mujer mayor  que en ese momento entraba  con un gran ramo de rosas amarillas. Le llamó la atención el ramo porque no conocía mucha gente a la que le gustaran las rosas de ese color, miró de  nuevo y vio que la mujer sonreía, desvío la mirada y siguió con la lectura de su libro.

La mujer se detuvo delante con una sonrisa que a el le pareció familial. Ella adelantó una mano con las rosas y se las dio, entonces el hombre las tomó  y con torpeza se levantó del sillón para abrazarla, acababa de darse cuenta que era ella, la persona que había esperado pacientemente.

Se sentaron uno frente al otro y empezaron a conversar. Se les hizo de noche sin darse cuenta. Se contaron parte de sus vidas y no se dieron ni cuenta del paso del tiempo.

Se quitaban la palabra uno al otro como dos adolescentes que acaban de descubrirse, como si aún fueran aquellos adolescentes que jugaban a ser mayores.

El acabó diciéndole que no la había reconocido a la llegada  porque en sus recuerdos ella era la niña de catorce años que un día se fue sin apenas despedirse, un poco avergonzado bajó la cabeza y vio que los años no solo habían pasado para el, también el tiempo había hecho  estragos en ella, pero no importaba en absoluto porque seguían siendo las mismas personas  y porque la amistad no sabe ni de belleza física ni de juventud o senectud, la amistad y la ternura están siempre en el mismo sito para quien quiera acercarse y notarla.

A menudo se les veía hacer excursiones por el pueblo, siempre juntos, como dos almas gemelas destinadas a pasar los últimos años de sus vidas juntos en una armonía fuera de lo común, indefinible.

Cada día emprenden un nuevo camino y descubren rincones que casi habían olvidado, lugares que guardan el encanto de la naturaleza casi salvaje de otros tiempos.

Una tarde caminaron río cerezuelo arriba hasta llegar a la cueva de la malena con sus estalactitas y sus estalagmitas, rodeada de verde de musgo, se sentaban un poco a descansar y emprendían la bajada. Disfrutaban con la naturaleza tanto como de su gran amistad.

Algunas veces iban a la calle de abajo que estaba tan llena de coches que apenas había sitio para nada más. Ellos daban gracias por haber vivido esos años de calles vacías , sin coches de espacios para jugar de árboles para dar sombra en verano y de niños traviesos jugando todo el día en medio de la calle, en el descampado de la vuelta de la esquina o en el descanso de las escaleras de la calle de arriba.

 

Por las tardes, si el frío no les dejaba salir escuchaban música, esas canciones de viejos piratas que en sus letras escondían tiempos pasados en común, vivencias parecidas, sensaciones placenteras.  

Poco a poco fueron contándose sin tapujos sus vidas y cuando la confianza alcanzó el grado suficiente el le confesó que  se había aprendido de memoria su libro, el único que ella había conseguido publicar y que tenía por titulo aquellos maravillosos años.

 

 

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