Quiero una televisión.
El año que cumplí los
once, pedí de regalo a los reyes magos una televisión. Escribí una larga carta
en la que repetí hasta la saciedad la palabra televisión. Me apasionaba el
cine; esas viejas películas americanas en blanco y negro que volvían loca. Aquellos
hombres duros y tiernos a la vez, seductores y ocurrentes me hacían soñar.
Al año siguiente, el de
los doce, volví a pedir la televisión, pero tampoco hubo suerte. Los reyes
pasaban por mi casa, pero se les olvidaba mi pedido.
Una noche, como todas las
de mi infancia, miré debajo de la cama antes de acostarme. Esta vez, en vez de
encontrar el monstruo que yo esperaba, encontré un pequeño aparato, uno de esos
que años más tarde se llamaría Tablet. Me asusté tanto no me atreví a tocarlo,
pero la curiosidad era tan grande que poco a poco fui perdiendo el miedo hasta hacerme
con él.
Era tan extraño como fantástico.
Por fin los reyes magos y fuera de temporada se acordaron de mí, pero hoy creo
que se equivocaron de época porque aún faltaban más de treinta años para que
tal aparato electrónico fuera inventado.
Yo estaba encantada, como
loca de contenta. Veía películas a todas horas, incluso algunas que aún no
estaban rodadas. Y en color.
Había un pequeño
problema, no podía comentarlo con mis amigas, hubieran creído que estaba loca.
La realidad, la ficción o
los sueños empezaban a confundirse en mi
cabeza, no sé si fue un sueño una
pesadilla o una regresión, siempre he pensado que fue un sueño hecho realidad.
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