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sábado, 6 de diciembre de 2014

Quiero una televisión.


Quiero una televisión.

El año que cumplí los once, pedí de regalo a los reyes magos una televisión. Escribí una larga carta en la que repetí hasta la saciedad la palabra televisión. Me apasionaba el cine; esas viejas películas americanas en blanco y negro que volvían loca. Aquellos hombres duros y tiernos a la vez, seductores y ocurrentes  me hacían soñar.

Al año siguiente, el de los doce, volví a pedir la televisión, pero tampoco hubo suerte. Los reyes pasaban por mi casa, pero se les olvidaba mi pedido.

Una noche, como todas las de mi infancia, miré debajo de la cama antes de acostarme. Esta vez, en vez de encontrar el monstruo que yo esperaba, encontré un pequeño aparato, uno de esos que años más tarde se llamaría Tablet. Me asusté tanto no me atreví a tocarlo, pero la curiosidad era tan grande que poco a poco fui perdiendo el miedo hasta hacerme con él.  

Era tan extraño como fantástico. Por fin los reyes magos y fuera de temporada se acordaron de mí, pero hoy creo que se equivocaron de época porque aún faltaban más de treinta años para que tal aparato electrónico fuera inventado.

Yo estaba encantada, como loca de contenta. Veía películas a todas horas, incluso algunas que aún no estaban rodadas. Y en color.

Había un pequeño problema, no podía comentarlo con mis amigas, hubieran creído que estaba loca.

La realidad, la ficción o los sueños  empezaban a confundirse en mi cabeza, no sé si fue  un sueño una pesadilla o una regresión, siempre he pensado que fue un sueño hecho realidad.

 

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