La maestra le repetía a diario que debía resumir. El aprendió a comerse las palabras. Cada día
los textos y las frases eran más cortas, hasta que, después de un atracón intentó
vomitarlas todas, a bocajarro, pero la
boca del jarro era tan estrecha que no había suficiente abertura y tuvo que retenerlas
hasta que un golpe de suerte le lanzó al estrellato literario y desaprendió a comérselas. Ahora escribía textos extensos,
sin omitir ni una palabra, incluso se permitía inventar algún término.
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