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martes, 5 de febrero de 2013


EL INVITADO

 

Oí un grito desgarrador en el preciso instante que se apagó la luz de mi habitación. Salí al pasillo a  ver que pasaba, pero la oscuridad no me permitía ver nada, seguí caminando a tientas. Los latidos de  mi corazón amenazaban con desbocarlo.

 Sabía que  el comedor quedaba justo al otro lado de mi habitación,  en línea recta, pero era la primera noche que pasaba en esa casa y estaba desorientado, no era capaz de llegar hasta el otro lado donde al parecer estaba el comedor. Tenía la impresión    de que alguien me iba persiguiendo por el camino, notaba unos pasos que se arrastraban y una respiración jadeante. Era todo como en las películas de miedo, solo faltaba que una tormenta hiciera su aparición  para tener todos lo detalles.

Vi  como un destello al otro lado de la casa y pensé que alguien venía a rescatarme, pero no fue  así, me quedé quieto y    me calmé esperando  a que los ojos se acostumbraban a la oscuridad y así poder ver un poco para orientarme, pasaron cinco largos minutos y no solo no se me acostumbraron los ojos, sino que  la oscuridad parecía no tener fin. En ese preciso instante noté como alguien respiraba agitadamente a mi espalda y una mano helada se posé sobre mi hombro; salí corriendo sin saber a donde iba, gritaba y gritaba hasta que me quedé mudo, por más que hacia el intento de gritar mi garganta estaba paralizada y al parecer nadie podía oírme. Tropecé con algo que no podría definir si era un mueble o una persona, me caí y fui a darme con la cabeza en algo tan duro que perdí el sentido.

Desperté con los rayos del sol y lo primero que vi al abrir los ojos fue a un anciano que jadeaba y que con sus manos heladas me tocaba, en la frente, el enorme chichón que me había hecho.

Al rato apareció el anfitrión de la casa,  mi amigo Alberto con cara de cansancio y dirigiéndose al anciano le gritó: -Pero abuelo, ¿es que no puedes dejar de gastar bromas a mis invitados?

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